miércoles, 30 de mayo de 2012

CAPÍTULO XXVIII: Otro punto de vista.


XXVIII
OTRO PUNTO DE VISTA.

         Daraquiel, 12 de marzo de 2012.

            ¡Hola Dani!

            ¡Ya tengo internet en casa! Al final he decidido dar el paso a la “era digital”, más que nada para poder hacer un curso online sobre catalogación al que me he apuntado. Aunque como lo de sentarme delante del ordenador lo relaciono con el trabajo, no te creas que le estoy haciendo mucho caso. Álvaro es el que está todo el día enganchado, se ha creado un perfil en facebook y está que no hace otra cosa.
            Además, ahora estoy hasta arriba de trabajo. Empezamos con las actividades de animación a la lectura para el cole, y las hago yo todas porque María José se niega a “hacer el ridículo delante de niños” y Leo “tiene otras funciones”. Hay un día que tengo dos sesiones seguidas de cuentacuentos y todavía no me los he aprendido bien...
            Fui con Leo y la jefa a reunirnos con el jefe de estudios para concretar, y el hombre estaba empeñado en que volviéramos a hacer el cuentacuentos de “La cebra Camila” con los de infantil, supongo que por lo mucho que les gustaron a los niños las marionetas que hiciste y los “tesoros de la biblioteca” que yo les enseñé. Le preguntó a la jefa que dónde estabas tú, y ella bajó la cabeza sin responder. Yo le dije que te habías pedido tres meses por asuntos personales. Creo que la jefa no consigue superarte, jajaja. Leo se ofreció a hacer la actividad conmigo, pero yo le dije que me apañaba sola.
            De todas formas, para otras actividades la jefa se empeña en pagar a un cuentacuentos profesional sin siquiera proponérmelo a mí que sabe que me gusta y que se me da bien, en un momento en que el Ayuntamiento nos ha llamado la atención porque gastamos mucho fixo y nos ha dicho que limitemos el gasto de tinta de la impresora y que recortemos a menos de la mitad el presupuesto para adquisiciones.
            El otro día se pasó por la biblioteca el nuevo alcalde, bueno, que ya lleva varios meses, pero que no se había pasado antes. Para interesarse por el “trabajo de nuestro servicio” y escuchar “nuestras necesidades”. Puro trámite, vamos. Nos recalcó lo de ajustarnos el cinturón, que evitáramos cualquier gasto y que “aprovecháramos los recursos ya existentes”. Y que diéramos gracias por cobrar los sueldos aunque fuera con retraso, porque la situación está muy delicada.
            Por lo demás, las cosas están volviendo a ser como eran hace unos años. Leo y la jefa han hecho más piña que nunca y a mi me hacen el vacío. Encima las pocas veces que la jefa manda algún correo dirigido a mí por algo de las actividades, Leo no me lo notifica. Supongo que lo hará para hacerme quedar mal delante de ella o para que parezca que no llevo el trabajo al día. Si se lo digo, me dice que le perdone, que no me lo ha dicho porque no se ha dado cuenta. Y así andamos. Al final he decidido pasar del tema para no parecer la mala.
            Y con María José, pues ahí estoy. Intentando no volverme loca con sus manías. No quiero contarte mucho porque tú ahora estarás totalmente desconectado de esto y tienes que centrarte en tu objetivo. Solo te diré que va por días. Es una mujer muy inestable y nunca sabes por dónde te va a salir. Igual que la jefa, quizá por eso congenian y chocan tanto al mismo tiempo.
Los primeros días, la jefa parecía muy contenta con su regreso y siempre hablaba de lo bien que iba a funcionar otra vez la biblioteca. Pero conforme fue pasando el tiempo, la cosa fue cambiando entre ellas. Hubo un día en el que yo creía que se terminaban matando la una a la otra, de verdad. Un griterío, unos golpes y unos portazos que se escuchaban en todo el edificio. Estaba yo sola con ellas, porque ya habíamos cerrado y estaba terminando de recoger la biblioteca. No sabía qué hacer, si entrar en el despacho para ver si les había pasado algo, o seguir recogiendo como si nada.
            Al final llamé tímidamente a la puerta para decirles que me iba, y me dijeron de muy malas maneras que vale, que me fuera, y que dejara la llave echada cuando saliera. Muy raro todo, ya te digo. María José estaba llorando, había unas fotos en blanco y negro encima de la mesa y otras tiradas por el suelo. No sé qué terminaría de pasar allí dentro aquel día, el caso es que me fui a mi casa y ya está.
            Y poco más que contarte... Tu vida ahora es mucho más interesante que la mía. Ya sabes que por aquí nunca pasa nada extraordinario. Sin embargo, allí en Barcelona, por lo que me cuentas, cada día es una aventura, ¿no?
            ¿Cómo fue eso del robo de muebles? ¡Qué fuerte!
            Y, bueno, en cuanto a lo que me cuentas de Juanjo y lo de los chats... No sé qué decirte, la verdad. A mi me suena todo muy raro y, si te tengo que ser sincera, yo entiendo perfectamente que te cree desconfianza. No me parece normal. Dependerá, por supuesto, de cómo tengáis planteada vuestra relación, desde luego. Pero yo, por ejemplo, a Álvaro no le consentiría que hablara con otras por internet, mucho menos estando en casa conmigo, por mucho que me dijera que son amigas. Y no me sentiría mal por enfadarme. Pero, bueno, que si lo hace también por ver si te consigue algún contacto de trabajo... Pero, no sé, aunque no entienda de eso, supongo que también habrá chats de heterosexuales, ¿no? También podría entrar ahí, que también podría conocer gente igualmente interesante y que también pudieran ofrecerte algún contacto de trabajo, ¿no?
Yo creo que cuando se está en una relación, igual que se ganan muchas cosas, también, en cierto modo, se renuncia a otras. Es una renuncia voluntaria, mutua, y que compensa, al menos yo lo veo así. No es una pérdida, es un compromiso. Cuando estás con alguien claro que dejas de conocer a otras personas que seguramente sí podrías conocer estando solo; pero se supone, o al menos yo lo creo así, que eso no te importa porque tienes bastante con esa persona con la que estás compartiendo tu vida, ¿no?
            Claro que estar soltero da muchas libertades que estando en pareja no se tienen. Yo, a veces, con Álvaro lo siento, porque él es más absorbente y yo soy más “espíritu libre”; pero aún así sé que quiero estar con él, y entiendo que a veces tenga que “sacrificar”. Que también es cuestión de etapas. Las relaciones también tienen su ciclo vital, y es normal que a veces uno de los dos sienta cierta necesidad de “libertad”.
            Pecando de meterme más de la cuenta al final, creo que a Juanjo quizá lo que le pasa es un poco eso. Se ha visto en una ciudad nueva, no una ciudad cualquiera además, sino Barcelona, que aunque creas que soy muy anticuada, he estado varias veces y sé que es cuna del movimiento gay, con un buen trabajo, donde entra y sale todo tipo de gente todos los días, con cientos de posibilidades en todos los sentidos. Está deslumbrado. Y quizá siente que estar contigo se las está coartando. Y ése sentimiento es normal y comprensible. No le agobies, pero tampoco permitas cosas que no te hagan sentir bien. Habladlo. A lo mejor si fuera al revés, a ti también te estaría pasando. Pero la cosa está en que valore y sopese...
            Lo del chico este, Brian, pues mira, te digo lo mismo. Yo no lo metería ni muerta en casa, por lo menos de inquilino me refiero. Pero eso ya es decisión tuya. Ya sabes que mi mentalidad está “desfasada”, anda que ya te vale decirme eso...
            En fin, que no creo que sea cuestión de querer sentirse más abierto o más cerrado de mente, sino de ser sincero con uno mismo y reconocer lo que se quiere o no, y hasta dónde se está dispuesto a llegar por complacer a la otra persona. Piénsalo bien, y decide. Aunque seguramente lo hayas hecho ya, y por lo que decías al final ibas a ceder. Ya me contarás cómo ha ido la convivencia, porque la verdad es que me crea mucha curiosidad.
            Yo siempre había pensado que una relación entre dos personas del mismo sexo era perfectamente equiparable a una heterosexual. Igual me equivoco y vosotros tenéis otra forma de ver las cosas. Yo te doy mi opinión de manchega arcaica y de mujer heterosexual...
            ¡Vaya rollo que te he metido al final! Que eso, que no te dejes vencer por las circunstancias, ahora mismo es normal cierto pesimismo. Está empezando a ser un rasgo habitual en todo el mundo. Álvaro está hasta los cojones de los de su trabajo y de su sueldo, que lo cobra tarde, mal y nunca. Tú aguanta, que estoy segura que terminarás encontrando algo, y ya tendrás “tu sitio” en Barcelona...

Un beso muy grande (y otro de la MariCruces, que siempre me lo dice), que por aquí se te echa de menos.

Amira.
              

           
           

jueves, 24 de mayo de 2012

CAPÍTULO XXVII (2ª parte): Paz y un Quijote en Barcelona.

           Óscar –ya era hora de llamar al Quijote por su verdadero nombre– era el menor de cinco hermanos nacidos. El superviviente de tres. Los otros dos murieron sin haber llegado a cumplir el año de edad, en el seno de una familia muy implicada ideológicamente con el movimiento catalanista, cuyo fin era defender y afirmar la lengua, la tradición y las costumbres catalanas.
            -Dicho de otra manera –reiteró Óscar, en una aclaración innecesaria–, reivindicar la singularidad de Cataluña y su soberanía política. El exilio, lejos de alejarlos, les hizo reafirmar aún más sus convicciones. La distancia les permitía participar en la coyuntura nacional desde una privilegiada posición de libertad sin temor a posibles represalias –Paz le escuchaba absorta, pero yo he de reconocer que iba perdiendo la atención por momentos–. Se agruparon en asociaciones y organizaban actividades culturales, al igual que el resto de colectivos de inmigrantes europeos afincados en Argentina –continuó.
            La narración adquiría cada vez más tintes políticos. Habló de publicaciones de revistas y panfletos donde los “catalanes de América” no sólo abogaban por los ideales catalanistas, sino que exponían abiertamente su postura antifranquista y, en general, de rechazo al fascismo europeo de Italia y Alemania.
            El caso es que su familia se quedó viviendo en Argentina, arropada por el resto de exiliados, acomodada con el tiempo en una nueva forma de vida que le permitía mantener sus vínculos nacionales y enriquecerse de una nueva cultura. Pero tal era el fervor que inculcaron por sus raíces catalanas abuelos a padres y padres a hijos que tanto Óscar como sus dos hermanos optaron por volver a la patria arrebatada.
            A partir de ahí, Óscar había hecho un poco de todo. Tras sus años de estudiante y varios trabajos de supervivencia, empezó como maestro en la comarca de Les Garrigues.
            -Ser maestro rural es una experiencia que te va impregnando o se va evaporando conforme pasan los años. En mi caso, fue lo segundo –reconoció con cierta nostalgia–. No terminé de hacerme a la sequedad de aquel paisaje perfilado por almendros y olivos.
            Cansado, pues, de lo mismo se embarcó en un proyecto que prometía ser más dinámico y que le permitiría viajar por distintos sitios, manteniendo la vocación docente y el deseo de llegar allí donde casi nada llega. Una hazaña que además rememoraría a la que hace años emprendieron sus abuelos.
            -Trabajé de bibliotecario en el Servicio de Bibliobuses de Barcelona, y además de conocer montones de pueblos tuve la oportunidad de crecer como persona y sentirme plenamente realizado.
            Paz le interrumpió:
            -Volviste a tener la necesidad de hacer algo distinto, ¿no?
            -No –respondió él, tajante–. Llegó la crisis y limitaron el servicio, recortaron subvenciones y redujeron personal. Y me quedé en la calle.
            Fue ahí, hace unos meses, cuando, en la calle y sin trabajo, decidió empezar a ganarse la vida como mimo. Una valiente historia que me hizo sentir algo de vergüenza cuando Paz le dijo que yo también era bibliotecario y que estaba intentando buscar otro trabajo.
            -Aparte de por los problemas con su jefa y porque el Ayuntamiento está que casi ni les paga, también lo hace por amor. Porque tiene a su novio trabajando aquí –le explicó, como siempre, carente de cualquier discreción.
            -¡Vaya! –respondió Óscar–. Eso es bonito. Y arriesgado también.
            No supe si lo decía porque iba a ser muy difícil encontrar trabajo o porque renunciar a un empleo para irte a vivir con tu pareja siempre implica un riesgo. En todo caso, un temor que ya venía de hacía varios días se me reavivó por dentro.
            Dejé a Paz con Óscar en lo que seguramente iba a ser el comienzo de una muy buena amistad y me fui al piso para darles el paseo correspondiente a Dante y a Tree y luego ducharme. Juanjo tenía guardia, pero esta vez no le llevaba la cena. Me había dicho que uno de sus compañeros, Joel, se iba a quedar en el Zoo y que iba a venir Arnau, que también eran pareja, para pedir algo de comer y cenar allí los cuatro.
            No me apetecía coger la bici y fui dando un paseo, pensando en lo que había dicho Óscar. Una decisión siempre implica un riesgo. Y quien no arriesga no gana nada. O pierde. Pero mejor es quedarse con el consuelo de haberlo intentado. Al fin y al cabo, mi riesgo era asumible. Todavía no había renunciado a mi trabajo. Pero tampoco quería volver. A pesar de todo, estaba bien en Barcelona. Me estaba acostumbrando a vivir allí, y lo del trabajo sabía que sería cuestión de tiempo. Mientras, siempre tendría la opción de repetir como conejillo de Indias como hacían los brasileños o los ecuatorianos que conocí allí o cobrando en negro por trabajillos sueltos que me ofrecieran otros Brian de la vida. El problema era precisamente ése, que tiempo es lo que me faltaba.
Hubiera estado dispuesto a agotar los tres meses de permiso que me había dado el Ayuntamiento y, aún sin haber encontrado nada, renunciar a la plaza de la biblioteca. Sabía que volver a Daraquiel tiraría por tierra los pocos o muchos avances que había conseguido hasta ahora en Barcelona. Y sentía que allí ya no tenía nada que hacer. Nadie esperaba mi regreso, excepto Amira, y María José ya habría asumido el mando de lo que siempre había considerado su dominio. Pero para eso necesitaba contar con el apoyo de Juanjo. No sólo su apoyo económico, aceptando la incómoda situación de mantenido, sino, y sobre todo, su apoyo afectivo. Necesitaba algún indicio de que me animaba en mi intento, de que él también quería que lo consiguiera. De que el objetivo de quedarme a vivir en Barcelona era un logro para los dos, no sólo para mí.
            Quería que él se ofreciera a asumir los gastos generales para que yo pudiera tener más tiempo de encontrar algo, poder hacer mis exámenes y terminar de aprender catalán para ampliar mis posibilidades. De forma voluntaria, y con un ofrecimiento sincero. No teniendo que exigirle yo que ahora le tocaba a él “hacerse cargo de mí” después de todos los años en que yo me lo había estado haciendo de él. Si fuimos capaces de sobrevivir en su momento con mi sueldo de becario y de teleoperador a media jornada y con la ayuda que sus padres le daban para sus gastos, ahora también podríamos hacerlo con lo que él cobraba. El problema no era no llegar a fin de mes, sino que él estuviera dispuesto o no a hacerlo.
            Cuando llegué al Zoo, pasé por donde siempre después de haberle dado un toque al móvil para que me abriera. Y allí estaban los tres. Juanjo, Joel y Arnau, que ya habían empezado la primera cerveza.
            -¡Hombre, Dani! Ya íbamos a pedir sin ti, porque yo tengo un hambre... –dijo Arnau, mientras me daba dos besos.
            Joel acompañó su saludo con unas palmadas en el hombro, y Juanjo me recibió con un leve levantamiento de cejas que yo respondí de la misma manera. O fue al revés. Hacía días que nuestros saludos eran tan fríos por parte de los dos que no sabría determinarlo.
            Después de la cena –unas  empanadas en un argentino con servicio a domicilio, hoy la cosa iba de argentinos–, con el postre y la copita de rigor, Joel y Arnau me preguntaron que qué tal llevaba la búsqueda de trabajo.
            -Pues ahí sigo –respondí yo–. Un poco agobiado ya, la verdad, porque por más currículums que echo, no me llaman de ningún sitio.
            -Y si no te sale nada, ¿qué vais a hacer? –preguntó Arnau.
            -Yo siempre le he dicho que tiene dos agujeros –intervino, riendo, Juanjo.
            Generalmente le reía ese tipo de bromas, pero esta vez me sentó tan mal el comentario que a punto estuve de soltarle una burrada. Me contuve por respeto a Joel y Arnau. Pero me quedó perfectamente claro que nunca iba a recibir ofrecimiento alguno por su parte. Que si renunciaba a mi trabajo, el de la biblioteca, me gustara o no, me hiciera feliz o no, sería responsabilidad mía y que, si fuera necesario, preferiría verme ofreciéndole alguno de “mis dos agujeros” a cualquier viejo depravado a cambio del dinero que me permitiera seguir pagando mi mitad antes que perder todo su sueldo en una inversión común.
            Me dolía tanto albergar un pensamiento que le dejaba en tan mal lugar que finalmente no fui capaz de decírselo, cuando ya nos quedamos los dos solos.
Y aunque intenté borrarlo de mi cabeza se quedó guardado para acabar putrefacto junto al resto de cosas que erróneamente no se dicen cuando se tienen que decir creyendo que así se evitan posibles conflictos, pero que al final terminan saliendo en forma de reproche y es peor el remedio que la enfermedad.
           


jueves, 17 de mayo de 2012

CAPÍTULO XXVII (1ª parte): Paz y un Quijote en Barcelona.


XXVII
PAZ Y UN QUIJOTE EN BARCELONA.
(1ª parte)

            -Arte vivo, pero no en movimiento.
            Pasear por La Rambla con Paz era diferente. Diferente a cuando lo hacía con Dante por las mañanas, antes de empezar nuestra ruta diaria de patinaje. Andaba más pendiente del reloj y de llegar a tiempo al piso para preparar la comida y que Juanjo pudiera apurar –los días que venía a comer– un poco más su siesta, que de pararme a mirar. Diferente también de las veces que lo hacíamos los dos. Me había vuelto tan práctico como él. Siempre iba a los sitios a tiro hecho, sin apenas prestar atención al rebosante trasiego de personas, arte y vida con que siempre cuenta tan emblemático lugar de la ciudad.
Cuando pasas a diario por ahí, la belleza de aquello puede llegar a convertirse en rutinaria. Terminas minimizando tus sentidos, concentrándolos en esquivar guiris y aprovechar los pocos huecos libres que se van abriendo entre las multitudes de japoneses fotografiándolo todo para poder seguir avanzando en tu camino, siempre con prisas.
            -Son fascinantes. Mira sus caras. Qué conseguido el maquillaje, la ropa... –Paz se deleitaba con cada uno de los mimos, muchos menos que hace años por una medida preventiva del Ajuntament ante la previsible masificación de nuevos buscavidas por la Crisis, tal y como empezó a contarnos un hombre cuando ella le preguntó. Coincidió que aquel destartalado señor estaba tan dispuesto como Paz a profundizar en una conversación desproporcionadamente íntima como para acabar de conocerse.
A ella le encantaba hablar de su vida con cualquiera, así que no tardó en explicarle lo de su desahucio y agradecer la oportunidad de conocer Barcelona que yo le había dado ofreciéndole alojamiento. Un par de semanas como mucho. Ni una más. Fue el pacto al que llegué con Juanjo. En mi favor, alegué que me daba un poco de miedo subir sólo con el coche cargado y que si ella (y Tree) venía conmigo, se me haría más llevadero. De todas formas Paz no iba a poder quedarse mucho tiempo, tenía que volver pronto para arreglar papeles, decidir qué hacía con su imprenta y emprender las medidas legales que un abogado de oficio pudiera ofrecerle contra su hermanastra.
Emprendimos la odisea desde La Mancha hasta Barcelona con el coche hasta arriba, casi sin visibilidad por el retrovisor, la perra a los pies de Paz en el asiento del copiloto sin ningún tipo de arnés reglamentario y no pocas anécdotas en un viaje largo y arriesgado por el números de multas que nos podrían haber puesto si nos hubieran parado para hacernos un control. Cosa que, afortunadamente, no ocurrió y pudimos llegar a nuestro destino, exhaustos pero sanos y salvos.
            -¡Manchega es Usted! –exclamó el señor cuando se enteró, y empezó a hacer torpes aspavientos con el brazo –Pues ahí tiene a su Don Quijote... –concluyó, señalando a otro mimo que estaba más adelante.
            Se había ingeniado el personaje consiguiendo el efecto de ir montado en Rocinante con una larga túnica gris perla y con destellos brillantes que arrastraba hasta el suelo. De entre sus piernas, asomaba la cabeza del caballo, un poco despeluzado seguramente por el vapuleo que le daba cada vez que alguien le echaba una moneda. El Quijote se ponía en pie de un salto y el animal parecía cobrar vida zarandeando la cabeza de un lado a otro. Una interpretación no demasiado espectacular pero que provocó en Paz unas enormes carcajadas.
            -¿Tienes una moneda? –me preguntó inmediatamente.
            Le faltó tiempo para echársela y acercarse a él con intención de hacer el mimo ella también.
            -¿Puedo ser tu Sancho Panza? –le preguntó con descaro.
            El público asistente empezó a reír.
            Sin haber obtenido más respuesta que el desconcierto, Paz se colocó junto a Don Quijote y adoptó una extraña postura, permaneciendo inmóvil hasta que el primer valiente se decidió a echar la primera moneda. El ingenioso hidalgo repitió su número pero de una manera más pausada para ver la reacción de su nueva e imprevista acompañante.
            Paz agitó la cabeza como Rocinante y empezó a dar brincos simulando ir al galope, moviendo los ojos en círculos a lo Marujita Díaz y sacando la lengua.
            Una disparatada intervención que pareció gustar porque hizo aumentar, en cuestión de segundos, la cantidad de monedas entregadas y de espectadores que se paraban a ver el número. Paz cambiaba su interpretación con cada nueva moneda, demostrando una vez más su asombrosa capacidad de improvisación. Y el Quijote parecía ir aprobando su compañía, aunque sólo fuera por rentabilidad.
            Cuando llegó la hora del bocadillo y la mayor parte de público fue en busca de algún restaurante o una terraza donde sentarse a comer, el mimo nos contó su historia respondiendo a las insistentes preguntas de Paz. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Siempre ha hecho de mimo? ¿Se necesita algún permiso? ¿Se gana la vida con esto? ¿Qué hacía antes?
            Una fascinante narración que comenzaba el 23 de enero de 1939. Justo tres días antes de que las tropas fascistas entraran en Barcelona por la Avinguda Diagonal, provocando a su paso más de setenta mil muertos.
-Un grupo de escritores e intelectuales pertenecientes a la Institució de les Lletres Catalanes emprendió su salida para un exilio que, en principio, se preveía corto –el mimo hablaba con un extraño acento entre catalán y argentino–, usando como medio de transporte un camión del ejército acondicionado como biblioteca móvil por el Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya para llevar libros en préstamo a los soldados que luchaban en el frente. Era el Bibliobús de la Llibertat –parecía  estar leyendo un libro, nunca mejor dicho.
            Sorprendente coincidencia. Apropiado discurso para el momento que estábamos viviendo, tanto Paz como yo.
            -Encabezados por Miquel Joseph i Mayol; Pompeu Fabra, Antoni Rovira i Virgili, Joan Oliver, Mercè Rodoreda, junto con sus familias, y algunos otros, entre los que estaban mis abuelos –eso aseguraba él, porque así vestido le faltaba credibilidad y sonaba un poco a delirio quijotesco–, se aventuraron, faltos de organización y desconcertados por el momento de caos y de derrota nacional que se vivía, en el camino hacia la libertad, en el éxodo que los llevaría hasta el exilio. Una trágica experiencia que para muchos de ellos significaría el adiós definitivo a Cataluña.
            Aproveché la pausa que hizo Don Quijote para comprar un par de menús en el Burguer King que teníamos detrás y avisar a Juanjo de que no íbamos a ir a almorzar, que le había dejado la comida preparada y sólo tenía que calentarla. Cuando volví, compartimos las patatas y los refrescos y seguimos escuchando la historia del mimo.
            -Mi familia emigró al otro lado del Atlántico.



jueves, 10 de mayo de 2012

CAPÍTULO XXVI: Una sola noche de dolor.

XXVI
UNA SOLA NOCHE DE DOLOR.

El acuario, apuntes de la facultad, algunos libros más, cds, dvds, más recuerdos y más adornos. Otra parte de lo que Juanjo y yo habíamos acumulado en nuestros cinco años de relación, a lo largo de nuestro periplo por la geografía española. A pesar de que yo había ido llevando lo más imprescindible primero y luego el resto en mis interminables viajes en tren desde Alzamil de San Germán, eran muchas cosas y al final tuve que pedirle a Paz el favor de dejar en su casa lo que aún faltaba. Nada estrictamente necesario para poder empezar mi nueva vida en Barcelona.
Sólo parte de un ajuar fabricado con amor e ilusión, esfuerzo, compromiso y bastante de Síndrome de Diógenes para qué negarlo. Éramos dos tontos sentimentales que nos resistíamos a deshacernos de las cosas que para nosotros significaban algo, a pesar de las tres mudanzas que ya habíamos sufrido y de ésta cuarta, aún a medias, que por las circunstancias estaba acarreando yo sólo, y cuyo fin había tenido que acelerarse dados los últimos acontecimientos. Variopintos objetos que hibernaban encerrados en cajas de plástico y de cartón, resguardadas del polvo por una enorme tela, esperando ser recogidos –en principio sin prisa, cuando se pudiera, pero ahora, con la amenaza del inminente desalojo, precipitadamente– y transportados a su nuevo hogar. A nuestro piso de Barcelona. Una labor que estaba resultando bastante más problemática que las anteriores mudanzas.
Juanjo y yo volvimos a discutir después de recibir la noticia del desahucio de Paz. Coincidió con unos días libres que él había conseguido pedirse en el trabajo y que iba a aprovechar para ir a ver a su familia. Aún poniéndome en su lugar, y con el billete de avión ya comprado, no me parecía justo tener que cargar otra vez yo sólo con unas cosas que, al fin y al cabo, eran de los dos. Porque yo también llevaba meses sin ver a mi familia. Y estaba agotado de tanta mudanza. Una egoísta actitud por mi parte que terminé reconociendo ante su razonable respuesta. “Yo nunca te he exigido viajar cargado como una mula. Lo hacías voluntariamente, por bruto y por cabezón”. Y por reparo hacia Paz y por una necesidad vital de tener de una vez por todas nuestras cosas en “casa”, matiz que a pesar de obviar, no consiguió poner fin a la pelea.
La desesperada situación de Paz me había suscitado el instintivo ofrecimiento de darle cobijo en nuestro piso, sin siquiera habérselo consultado a él. No le hacía ni pizca de gracia la idea, y así me lo manifestó cuando se lo dije. Yo respondí de malas maneras, ya sin cautela, diciendo que el piso era tan mío como suyo, que para eso estaba pagando mi mitad y acabamos como acabamos. Otra vez sin hablarnos.
Las cajas permanecían en el rincón de la que no hacía tanto tiempo había sido mi habitación en casa de Paz. Una casa que ya tampoco era suya. Su hermanastra había conseguido su objetivo alegando los recibos pendientes de la hipoteca, las “condiciones infrahumanas y poco higiénicas” en que vivía y hasta una denuncia por agresión acompañada de un parte médico donde no se reflejaba ninguna lesión. Haciendo alarde una vez más de lo rastrera que puede llegar a ser la condición humana cuando hay dinero de por medio.
Lo que más le dolía a Paz era tener que entregar apremiantemente todos sus animales a protectoras, sin poder asegurarse del trato que iban a recibir allí. Un llanto inconsolable al que sólo conseguí arrancar un esbozo de sonrisa cuando le dije que a ver si su hermanastra iba a ser más bruja que mi jefa.
Tenía el consentimiento de Juanjo para tirar aquello que no fuera necesario y, ante la duda, consultarle para decidir. Porque todo aquello tenía que subir en un único viaje. Que ése era otro tema, a ver qué hacíamos con el coche porque hasta ahora había estaba guardado sin problema en el garaje de Paz, pero tenerlo en Barcelona implicaría un gasto extra que no sabíamos si podríamos afrontar.
Así que tuve que ir rebuscando caja por caja y me topé con algunas de las postales que me mandaba cuando había estado de Erasmus en Lyon. Una romántica correspondencia, tanto por contenido como por formato, que mantuvimos durante meses. Palabras bonitas, dibujos de corazoncitos, promesas de amor eterno. Declaraciones sinceras y planes de futuro en aquel primer año que vivimos separados y tras el cual iniciamos la arriesgada experiencia de irnos juntos a un piso. Con una mano delante y otra detrás, porque él aún estaba estudiando y yo estaba a la espera de que me concedieran la beca. Cuando las mariposas aún revoloteaban en nuestros estómagos. Encontré también algunas de las manualidades que siempre nos regalábamos por nuestros cumpleaños, virguerías hechas con papel y cartulina rebosantes de ilusión y colorido. Letras de canciones dedicadas, desgarradas frases poéticas que aunque, vistas ahora, me parecieron algo ñoñas y cursis no dejaron de revolverme los buenos recuerdos. Cantidad de imborrables momentos vividos juntos, cuando las cosas eran más fáciles y las decisiones no implicaban tanto. Entendí que le seguía queriendo. No de la misma manera que el primer día pero sí con una intensidad cercana. Sin mariposas. Con madurez. Sin ansia. Con serenidad. Acomodado, eso sí, en cierta seguridad y habiendo dejado de cuidar esos detalles necesarios que avivan las relaciones de pareja. Un abandono que se había acentuado por su creciente interés por conocer a “otros” y dedicar su poco tiempo libre a chatear con ellos antes que a estar conmigo. Una situación que me hundió en las desconfianzas y en la falta de autoestima.
-¿Qué haces? –me preguntó, curiosa, Paz.
-Recordar... Y sentir... –contesté, con lágrimas en los ojos.
Cuando se percató de qué era lo que estaba mirando, se me acercó y con su voz más dulce empezó a contarme uno de sus cuentos prestados, en este caso, del siempre acertado Jorge Bucay:

Había una vez una princesa, que quería encontrar un esposo digno de ella, que la amase verdaderamente. Para lo cual puso una condición: elegiría marido entre todos los que fueran capaces de estar 365 días al lado del muro del palacio donde ella vivía, sin separarse ni un solo día.
 
Se presentaron centenares, miles de pretendientes a la corona real.

Pero claro al primer frío la mitad se fue, cuando empezaron los calores se fue la mitad de la otra mitad, cuando empezaron a gastarse los cojines y se terminó la comida, la mitad de la mitad de la mitad, también se fue.
Habían empezado el primero de enero, cuando entró diciembre, empezaron de nuevo los fríos, y solamente quedó un joven.
 
Todos los demás se habían ido, cansados, aburridos, pensando que ningún amor valía la pena. Solamente éste joven que había adorado a la princesa desde siempre, estaba allí, anclado en esa pared y ese muro, esperando pacientemente que pasaran los 365 días.
 
La princesa que había despreciado a todos, cuando vio que este muchacho se quedaba empezó a mirarlo, pensando, que quizás ese hombre la quisiera de verdad. Lo había espiado en octubre, había pasado frente a él en noviembre, y en diciembre, disfrazada de campesina le había dejado un poco de agua y un poco de comida, le había visto los ojos y se había dado cuenta de su mirada sincera. Entonces le había dicho al rey:
 
- Padre creo que finalmente vas a tener un casamiento, y que por fin vas a tener nietos, éste es el hombre que de verdad me quiere.
 
El rey se había puesto contento y comenzó a prepararlo todo. La ceremonia, el banquete e incluso le hizo saber al joven, a través de la guardia, que el primero de enero, cuando se cumplieran los 365 días, lo esperaba en el palacio porque quería hablar con él.
 
Todo estaba preparado, el pueblo estaba contento, todo el mundo esperaba ansiosamente el primero de Enero. El 31 de diciembre, el día después de haber pasado las 364 noches y los 365 días allí, el joven se levantó del muro y se marchó. Fue hasta su casa y fue a ver a su madre, y ésta le dijo:

- Hijo querías tanto a la princesa, estuviste allí 364 noches, 365 días y el último día te fuiste. ¿Qué pasó? ¿No pudiste aguantar un día más?

Y el hijo contestó:


- ¿Sabes madre? Me enteré que me había visto, me enteré que me había elegido, me enteré que le había dicho a su padre que se iba a casar conmigo y, a pesar de eso, no fue capaz de evitarme una sola noche de dolor, pudiendo hacerlo, no me evitó una sola noche de sufrimiento. Alguien que no es capaz de evitarte una noche de sufrimiento no merece de mi amor, ¿verdad madre?




martes, 8 de mayo de 2012

CAPÍTULO XXV: Liquidación por cierre.

XXV
LIQUIDACIÓN POR CIERRE

            Encontré una relativa paz en la extenuante rutina diaria que me impuse para esquivar el estrés provocado por mi infructuosa búsqueda de trabajo y por las turbulencias sentimentales entre Juanjo y yo de aquellos días en Barcelona. ¿Por qué iba a tener yo más suerte que aquellos miles de negocios montados a base de sacrificio y trabajo por personas antes ilusionadas y ahora decepcionadas obligadas a tener que colgar el cartel de “Liquidación por cierre”? Empezaba a pensar que era injusto querer permitirme el lujo de cambiar de trabajo cuando la cifra de parados en España superaba los cinco millones y medio. Sentía que quizá debía conformarme con lo que tenía. Un funcionariado en una biblioteca donde no quería estar, lejos de quien quería estar, en un pueblo perdido al que no me unía nada y carente de motivación alguna pero que, al menos, me “daba de comer”. El Ayuntamiento de Daraquiel, según me contó Amira y tal como pude comprobar al consultar los últimos movimientos de mi cuenta, había empezado a pagarnos los sueldos retrasados de manera racionada “gracias a los nuevos créditos ICO habilitados por el Gobierno”. Ya disponía de ése primer reembolso y, después de hacer cuentas, por fin pude pagarle a Juanjo mi parte del alquiler. Él me dijo que no le corría prisa pero yo necesitaba tener la tranquilidad de saber que no estaba siendo “el mantenido”. Por una cuestión de orgullo propio. Aunque en otros momentos de nuestra relación podría haberse considerado que era al revés cuando yo trabajaba y él estudiaba, yo nunca lo había visto así porque además me compensaba para poder seguir viviendo juntos. Para mí el dinero, que siempre habíamos tenido como bien escaso, no iba a ser un impedimento o una complicación más y mientras pudiera hacer frente a mi parte de los gastos comunes, así lo haría. Si en algún momento me fuera imposible, muy a mi pesar, hubiera aceptado su remiso ofrecimiento. Había sido yo el que más había insistido de los dos para aventurarnos a firmar el contrato de “un piso perfectamente situado en el centro de Barcelona, ideal para nosotros y en el que por fin íbamos a poder estar juntitos otra vez”, frente a un reticente y racional Juanjo que terminó aceptando cuando yo le aseguré que todos los meses, lograra quedarme o no en Barcelona, iba a seguir contribuyendo con mi mitad. Así que tenía que cumplir mi palabra.
            Aburrido, pues, de buscar y no encontrar, relegué mi prioridad diaria. Primero porque se me empezaban a agotar las posibilidades donde seguir echando currículums y segundo porque un temor interno al que intentaba silenciar me decía que aquel desesperado intento había dejado de merecer la pena. La cuenta atrás iba agotando los días y sentía que debía disfrutar de una estancia en Barcelona que empezaba a pender de un hilo. Mis esporádicas intervenciones de camarero en El cangrejo finalizaron en el mismo momento en que Brian dejó de trabajar allí. De repente, un día nos dijo que tenía que irse y, sin más, desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Recogió sus cosas sin dar más explicaciones, y se largó, dejándonos colgado el alquiler de la habitación. Su número de teléfono móvil, la única forma de contacto que podíamos haber mantenido con él, respondía como inoperativo las veces que intentamos llamarle para saber de su vida.
            Trabajo no conseguiría, pero me iba a convertir en el abanderado número uno del movimiento “Mens sana in corpore sano”. Antes de irse, pudimos aprender varias lecciones saludables de Brian y emulé algunas de sus prácticas en mi nueva rutina diaria. Potente desayuno a base de zumo de naranjas recién exprimidas, copos de avena con leche desnatada, una pieza de fruta y un té verde con una rodaja de limón y una cucharada de miel tras el cual emprendía la mañana con dos intensas horas de patinaje acompañado por Dante, que resultó ser el espectáculo de los viandantes que circulaban a pie o en bici por nuestra ruta, desde el Passeig de Colom bordeando toda la Barceloneta hasta llegar a Poblenou, maravillados con lo que daban de sí unas patitas tan cortas como las de un perro salchicha. Luego vuelta al piso, durante hora y media o dos horas para dedicarme a las tareas del hogar, sobre todo preparar y empaquetar en tuppers almuerzos y cenas para las guardias de Juanjo, un rápido vistazo en el ordenador a los portales de empleo por si acaso y luego una horita de piscina en el polideportivo al que Juanjo y yo nos apuntamos con Brian para seguir una tabla de ejercicios que él nos había propuesto según “nuestras necesidades de mejora física”. Dependiendo de si Juanjo tenía guardia o no, volvía al piso para almorzar con él o cogía la bici para llevarle la comida al Zoo. Había descubierto las delicias del transport públic urbá amb bicicleta de Barcelona y, gracias al buen tiempo que acompañaba, iba con él a todos lados. Una auténtica maravilla. Por la tarde, de nuevo en bici, iba a la Universidad, normalmente para estudiar en la biblioteca. Aquella tarde, en cambio, había concertado una tutoría con el profesor de Informació i Formats Digitals para evaluar el adecuado desarrollo del blog para la práctica de fin de curso. Y por la noche, de nuevo en función de las guardias de Juanjo, iba al gimnasio sólo o acompañado por él.
            El profesor de la asignatura era un hombre joven, o de mediana edad. En todo caso, uno de esos arquetipos masculinos a los que cumplir años les sienta bien. Unos intensos ojos celestes agrandados bajo unas gafas de intelectual miope resaltaban su mirada profunda, barba con algunas canas y cejas pobladas pero bien definidas. Julio Fombuena me recibió con un cordial apretón de manos y algo que pareció un guiño.
            -Buenas tardes, don Daniel –dijo, categóricamente.
            -Hola, buenas tardes –respondí yo, con timidez. Aparte de las distancias que siempre he mantenido con mis profesores, algo había en ese hombre que me intimidaba, más allá del temor inicial de que empezara hablándome en catalán.
            -Ha venido por el trabajo de fin de curso, ¿verdad?
            Asentí.
            -Pues debo decirle –continuó él– que es uno de los que más me ha llamado la atención, si le soy sincero.
            No sabía si eso era bueno o malo, por lo que preferí callar y dejarle hablar a él.
            -La mayoría de alumnos han hecho algo más enfocado a la temática de la asignatura, pero he de reconocer que es grato comprobar que algunos, como Usted, han optado por otra alternativa más… –calló por unos segundos– Original, digamos. La idea de escribir una narración novelizada por capítulos puede ser interesante, pero tiene que saber enfocarla adecuadamente.
            -Ya… Sé que no tiene nada que ver con su asignatura, pero como nos dio margen para elegir… Fue lo que se me ocurrió.
            -Sí, sí, y me parece muy bien. De hecho, le animo a seguir con su trabajo. Quizá sea difícil evaluarlo dentro de los objetivos de la asignatura, pero… –se quitó las gafas y las dejó encima de un taco de folios sobre la mesa– ¿Es la primera vez que escribe?
            No, no era la primera vez, pero no sé por qué le contesté que sí.
            -Pues tiene talento, no sé si lo sabe. La historia que cuenta podría tener alguna salida. Tengo amigos en varias editoriales y, si me da permiso, me gustaría enseñarles su trabajo.
            ¿Mis Aventuras noveladas de un bibliotecario de pueblo en tiempos de crisis en una editorial? ¿Aquella chorrada que empecé a escribir por puro aburrimiento durante mi primer ingreso en el Centre d’Investigació de Medicaments-Sant Josep?
            -Sí, no me mire así. Además de profesor, soy lector y sé cuando algo me gusta y cuando no. Por supuesto habría que limar algunos detalles y sería interesante que se lo tomara en serio porque tal y como lo ha planteado hasta ahora no alcanzaría la categoría de novela, en todo caso la de crónica. Pero aún así, su estilo es interesante, sencillo, pero interesante. Y podría encuadrarse en lo que buscan algunas de las editoriales que le comento, minoritarias, por supuesto, y más alternativas, pero… ¿quién sabe?
            Cerré la puerta del despacho de Julio casi temblando. Por supuesto, le di mi permiso para presentar “mi trabajo” en todas las editoriales que quisiera pero no podía evitar el temor de no dar la talla, de haber empezado algo que, al parecer, prometía y no saber continuarlo. Claro que me hacía mucha ilusión la idea, tanta que sentí vértigo. No concebía que algo escrito por mi fuera susceptible de ser publicado.
            Cuando llegué al piso, estaba deseando contárselo a Juanjo. Él me interrumpió diciéndome que íbamos a llegar tarde al gimnasio, que se lo contara ya allí. Hacía días que habíamos dejado de mimarnos, tanto él a mí como yo a él, y aunque el sexo hubiera mejorado entre nosotros después del trío con Brian, no era lo mismo que antes. Era sólo eso, sexo. Faltaban abrazos, caricias y besos desde hacía demasiado tiempo. Los dos lo sabíamos, pero él optó por una desconcertante indiferencia y yo asumí el papel de criado sumiso que debía tenerle la casa siempre lista y la comida en la mesa como torpe forma de demostrarle un cariño que en aquel momento no sabía darle de otra manera.
Escuchó mi historia sin muchas ganas en los vestuarios mientras se quitaba la ropa para entrar en la ducha. Me quedé mirándole y fijándome en cada parte de su anatomía. Seguía encantándome su cuerpo desnudo. Pero sentía que por su parte no había la misma correspondencia hacia el mío, que pasaba inadvertido ante sus ojos. Pudorosamente, me tapé con la toalla y recogí mi mochila diciéndole que le esperaba fuera. Cuando cogí el móvil, tenía un mensaje de Paz, corto pero conciso.

Dani, tienes que recoger tus cosas de casa. Me desahucian.




viernes, 4 de mayo de 2012

CAPÍTULO XXIV: Extraño triángulo.


                                                                                                            
XXIV
EXTRAÑO TRIÁNGULO.

            No sabría hacer memoria para explicar cómo llegamos a esa situación. Los tres. Desnudos. Brian, Juanjo y yo. Haciendo el amor. Follando.
            Los primeros días de Brian en el piso me desquiciaron por completo. Tenía unos celos tan incontrolables como razonables. Porque aquello –aunque era difícil valorar la “normalidad” de la situación que yo mismo había consentido accediendo a meter en casa al tío que Juanjo había conocido en un chat y con el que llevaba semanas mandándose whatsapp– no era “normal”. El tonteo que se traían los dos clamaba al cielo. Encima porque lo hacían sin pudor delante de mis narices. Cuando volvía de la universidad los viernes por la tarde, que Juanjo ya había salido del Zoo, me los encontraba de cañas en el salón de casa charlando y riendo animosamente. Y para más inri, Brian había resultado ser un hombre de lo más atractivo e interesante. Me gustaba hasta a mí. Con razón tenía celos de él. Pero tan idiota era que me esforzaba en esconderlos para ganarme el ridículo gallifante de “novio comprensivo y liberal”.
            Sus definidos glúteos eran un ataque directo a los míos, esmirriados y vergonzantes. Por eso Juanjo los acariciaba y los lamía con una desacostumbrada devoción, deleitándose en los detalles y gozando con una naturalidad que, cuanto menos, me desconcentraba y me paralizaba a ratos sin saber qué hacer, gestándose así el que iba a ser el primer gatillazo de mi vida. He podido tener otros problemas sexuales como eyaculaciones precoces o inapetencia, pero el bombeo sanguíneo siempre me ha funcionado muy bien.
            Gracias a Brian, empecé a trabajar de manera eventual como refuerzo o haciendo alguna sustitución en El cangrejo, donde él ejercía de relaciones públicas. Un mítico local de El Raval con actuaciones de drag queens, que mantenía la estética clásica de los shows de transformismo y el estilo pop revival. Fueron unos días intensos y emocionantes. Había sobrevivido ileso al ensayo clínico, y aún me quedaban energías suficientes para rememorar tiempos pasados poniendo copas como si nunca hubiera dejado de hacerlo. Ello fue, en buena parte también, por el gran apoyo que recibí de Brian y del resto de compañeros que enseguida me trataron como uno más.
            Mientras se lo follaba, Juanjo me miraba. Y yo a él. Había una extraña parte de morbo en aquello. Me gustaría haberle transmitido lo que sentía y haber leído en sus ojos lo que él sentía. Pero ni yo mismo lo sabía. Su mirada sólo reflejaba disfrute y placer. El placer genérico de alguien que se lo está pasando bien. Luego me tocó la mejilla y yo le besé la mano. Fue el único gesto de cariño entre tanto sexo animal.
            A sus 34 años, Brian Tedder era un “ciudadano del mundo”. Había estado en mil sitios y hablaba español, catalán, inglés, alemán, francés, italiano y hasta algo de chino. Pese al rechazo inicial, no tuve más remedio que cogerle cariño y terminé acercándome a él tanto o más que Juanjo. Supongo que ahí empezó a surgir lo del trío. Tenía un cuerpo perfecto, moldeado con horas diarias de deporte y una equilibradísima alimentación que cumplía a raja tabla a pesar de sus complicados horarios y de su frenético ritmo de vida. Podía hablar de cualquier tema, y de todo tenía algún dato interesante que aportar. ¿Qué mejor elección que él? Fue lo que me terminó preguntando Juanjo después de una larga noche hablando. Me había dicho que necesitaba probar conmigo cosas nuevas en la cama, que últimamente habíamos caído en una rutina que no nos estaba beneficiando como pareja. Y a los dos nos pareció buena idea incluir a una tercera persona para reavivar la llama. Y Brian era el candidato perfecto.
            Fue él quien empezó a besarnos. Primero a mi y después a Juanjo. Los dos le estábamos esperando en nuestra habitación, nerviosos y excitados. Él llegó en toalla, recién salido de la ducha, preparado como un animal en celo, luciendo pectorales y tableta de abdominales. Habíamos terminado a las tantas en El cangrejo, borrachos como cubas. Después nos fuimos los tres al piso, entre risas y carantoñas, planteando medio en broma medio en serio la posibilidad de hacer un trío. Una propuesta que seguramente a Brian tampoco le cogía por sorpresa y que estaba más que dispuesto a probar, aunque no sería la primera vez que lo hacía. Estaba seguro de que en sus conversaciones previas con Juanjo por wathsapp habían hablado del tema. Mi complejo de remilgado se acentuaba ante un coleccionista de vivencias como él y un recién descubierto Juanjo ansioso de nuevas fantasías sexuales. Fetiches leather y prácticas bondage donde se establecían papeles de dominación y sumisión. Unas propuestas a las que yo estaba abierto pero que no eran prioritarias para mi en aquel momento. Mi principal preocupación era solucionar nuestros problemas de dinero y vencer la lucha que mantenía a contrarreloj para encontrar un trabajo más estable que lo de El cangrejo o una participación esporádica en un ensayo clínico y poder quedarme a vivir con él en Barcelona, renunciando definitivamente a mi puesto en la biblioteca de Daraquiel. Pero entendí que era necesario y, en el fondo, a mi también me apetecía experimentar. Después de cinco años de relación y cuatro de convivencia era lógica cierta monotonía, pero no por ello podía acomodarme a la certeza y estabilidad que por entonces todavía presuponía del que más adelante descubriría que no era un compromiso tan mutuo como pensaba.
            Juanjo y Brian remataron con un sonoro orgasmo del que yo sólo pude participar como espectador. La imbatible flacidez de mi pene se negaba a responder a los estímulos y la excitación que sí que sentía. Por eso les dejé hacer y le dije a Juanjo que no se preocupara por mí, que estaba bien. Me limité a chupárselas, acariciarlos y besarlos hasta que entendí que, de alguna manera, estaba sobrando y finalmente me retiré con discreción para dejarlos a ellos dos sólos.
            Miraba a Juanjo y recordaba la imagen reflejada en el espejo que alguna vez habíamos colocado calculadamente en la habitación para vernos a nosotros mismos haciendo el amor, precisamente para aumentar el morbo e innovar. Y me esforzaba por no buscar las comparaciones con la escena que ahora mismo estaba presenciando, pero no lo pude evitar. El cuerpo de Brian era mucho más atractivo que el mío y el Juanjo del espejo, rememorado en mi cabeza, me hacía el amor a mí.
            Cuando terminaron, Juanjo se acercó inmediatamente, después de quitarse el condón, y me besó en los labios.