jueves, 24 de mayo de 2012

CAPÍTULO XXVII (2ª parte): Paz y un Quijote en Barcelona.

           Óscar –ya era hora de llamar al Quijote por su verdadero nombre– era el menor de cinco hermanos nacidos. El superviviente de tres. Los otros dos murieron sin haber llegado a cumplir el año de edad, en el seno de una familia muy implicada ideológicamente con el movimiento catalanista, cuyo fin era defender y afirmar la lengua, la tradición y las costumbres catalanas.
            -Dicho de otra manera –reiteró Óscar, en una aclaración innecesaria–, reivindicar la singularidad de Cataluña y su soberanía política. El exilio, lejos de alejarlos, les hizo reafirmar aún más sus convicciones. La distancia les permitía participar en la coyuntura nacional desde una privilegiada posición de libertad sin temor a posibles represalias –Paz le escuchaba absorta, pero yo he de reconocer que iba perdiendo la atención por momentos–. Se agruparon en asociaciones y organizaban actividades culturales, al igual que el resto de colectivos de inmigrantes europeos afincados en Argentina –continuó.
            La narración adquiría cada vez más tintes políticos. Habló de publicaciones de revistas y panfletos donde los “catalanes de América” no sólo abogaban por los ideales catalanistas, sino que exponían abiertamente su postura antifranquista y, en general, de rechazo al fascismo europeo de Italia y Alemania.
            El caso es que su familia se quedó viviendo en Argentina, arropada por el resto de exiliados, acomodada con el tiempo en una nueva forma de vida que le permitía mantener sus vínculos nacionales y enriquecerse de una nueva cultura. Pero tal era el fervor que inculcaron por sus raíces catalanas abuelos a padres y padres a hijos que tanto Óscar como sus dos hermanos optaron por volver a la patria arrebatada.
            A partir de ahí, Óscar había hecho un poco de todo. Tras sus años de estudiante y varios trabajos de supervivencia, empezó como maestro en la comarca de Les Garrigues.
            -Ser maestro rural es una experiencia que te va impregnando o se va evaporando conforme pasan los años. En mi caso, fue lo segundo –reconoció con cierta nostalgia–. No terminé de hacerme a la sequedad de aquel paisaje perfilado por almendros y olivos.
            Cansado, pues, de lo mismo se embarcó en un proyecto que prometía ser más dinámico y que le permitiría viajar por distintos sitios, manteniendo la vocación docente y el deseo de llegar allí donde casi nada llega. Una hazaña que además rememoraría a la que hace años emprendieron sus abuelos.
            -Trabajé de bibliotecario en el Servicio de Bibliobuses de Barcelona, y además de conocer montones de pueblos tuve la oportunidad de crecer como persona y sentirme plenamente realizado.
            Paz le interrumpió:
            -Volviste a tener la necesidad de hacer algo distinto, ¿no?
            -No –respondió él, tajante–. Llegó la crisis y limitaron el servicio, recortaron subvenciones y redujeron personal. Y me quedé en la calle.
            Fue ahí, hace unos meses, cuando, en la calle y sin trabajo, decidió empezar a ganarse la vida como mimo. Una valiente historia que me hizo sentir algo de vergüenza cuando Paz le dijo que yo también era bibliotecario y que estaba intentando buscar otro trabajo.
            -Aparte de por los problemas con su jefa y porque el Ayuntamiento está que casi ni les paga, también lo hace por amor. Porque tiene a su novio trabajando aquí –le explicó, como siempre, carente de cualquier discreción.
            -¡Vaya! –respondió Óscar–. Eso es bonito. Y arriesgado también.
            No supe si lo decía porque iba a ser muy difícil encontrar trabajo o porque renunciar a un empleo para irte a vivir con tu pareja siempre implica un riesgo. En todo caso, un temor que ya venía de hacía varios días se me reavivó por dentro.
            Dejé a Paz con Óscar en lo que seguramente iba a ser el comienzo de una muy buena amistad y me fui al piso para darles el paseo correspondiente a Dante y a Tree y luego ducharme. Juanjo tenía guardia, pero esta vez no le llevaba la cena. Me había dicho que uno de sus compañeros, Joel, se iba a quedar en el Zoo y que iba a venir Arnau, que también eran pareja, para pedir algo de comer y cenar allí los cuatro.
            No me apetecía coger la bici y fui dando un paseo, pensando en lo que había dicho Óscar. Una decisión siempre implica un riesgo. Y quien no arriesga no gana nada. O pierde. Pero mejor es quedarse con el consuelo de haberlo intentado. Al fin y al cabo, mi riesgo era asumible. Todavía no había renunciado a mi trabajo. Pero tampoco quería volver. A pesar de todo, estaba bien en Barcelona. Me estaba acostumbrando a vivir allí, y lo del trabajo sabía que sería cuestión de tiempo. Mientras, siempre tendría la opción de repetir como conejillo de Indias como hacían los brasileños o los ecuatorianos que conocí allí o cobrando en negro por trabajillos sueltos que me ofrecieran otros Brian de la vida. El problema era precisamente ése, que tiempo es lo que me faltaba.
Hubiera estado dispuesto a agotar los tres meses de permiso que me había dado el Ayuntamiento y, aún sin haber encontrado nada, renunciar a la plaza de la biblioteca. Sabía que volver a Daraquiel tiraría por tierra los pocos o muchos avances que había conseguido hasta ahora en Barcelona. Y sentía que allí ya no tenía nada que hacer. Nadie esperaba mi regreso, excepto Amira, y María José ya habría asumido el mando de lo que siempre había considerado su dominio. Pero para eso necesitaba contar con el apoyo de Juanjo. No sólo su apoyo económico, aceptando la incómoda situación de mantenido, sino, y sobre todo, su apoyo afectivo. Necesitaba algún indicio de que me animaba en mi intento, de que él también quería que lo consiguiera. De que el objetivo de quedarme a vivir en Barcelona era un logro para los dos, no sólo para mí.
            Quería que él se ofreciera a asumir los gastos generales para que yo pudiera tener más tiempo de encontrar algo, poder hacer mis exámenes y terminar de aprender catalán para ampliar mis posibilidades. De forma voluntaria, y con un ofrecimiento sincero. No teniendo que exigirle yo que ahora le tocaba a él “hacerse cargo de mí” después de todos los años en que yo me lo había estado haciendo de él. Si fuimos capaces de sobrevivir en su momento con mi sueldo de becario y de teleoperador a media jornada y con la ayuda que sus padres le daban para sus gastos, ahora también podríamos hacerlo con lo que él cobraba. El problema no era no llegar a fin de mes, sino que él estuviera dispuesto o no a hacerlo.
            Cuando llegué al Zoo, pasé por donde siempre después de haberle dado un toque al móvil para que me abriera. Y allí estaban los tres. Juanjo, Joel y Arnau, que ya habían empezado la primera cerveza.
            -¡Hombre, Dani! Ya íbamos a pedir sin ti, porque yo tengo un hambre... –dijo Arnau, mientras me daba dos besos.
            Joel acompañó su saludo con unas palmadas en el hombro, y Juanjo me recibió con un leve levantamiento de cejas que yo respondí de la misma manera. O fue al revés. Hacía días que nuestros saludos eran tan fríos por parte de los dos que no sabría determinarlo.
            Después de la cena –unas  empanadas en un argentino con servicio a domicilio, hoy la cosa iba de argentinos–, con el postre y la copita de rigor, Joel y Arnau me preguntaron que qué tal llevaba la búsqueda de trabajo.
            -Pues ahí sigo –respondí yo–. Un poco agobiado ya, la verdad, porque por más currículums que echo, no me llaman de ningún sitio.
            -Y si no te sale nada, ¿qué vais a hacer? –preguntó Arnau.
            -Yo siempre le he dicho que tiene dos agujeros –intervino, riendo, Juanjo.
            Generalmente le reía ese tipo de bromas, pero esta vez me sentó tan mal el comentario que a punto estuve de soltarle una burrada. Me contuve por respeto a Joel y Arnau. Pero me quedó perfectamente claro que nunca iba a recibir ofrecimiento alguno por su parte. Que si renunciaba a mi trabajo, el de la biblioteca, me gustara o no, me hiciera feliz o no, sería responsabilidad mía y que, si fuera necesario, preferiría verme ofreciéndole alguno de “mis dos agujeros” a cualquier viejo depravado a cambio del dinero que me permitiera seguir pagando mi mitad antes que perder todo su sueldo en una inversión común.
            Me dolía tanto albergar un pensamiento que le dejaba en tan mal lugar que finalmente no fui capaz de decírselo, cuando ya nos quedamos los dos solos.
Y aunque intenté borrarlo de mi cabeza se quedó guardado para acabar putrefacto junto al resto de cosas que erróneamente no se dicen cuando se tienen que decir creyendo que así se evitan posibles conflictos, pero que al final terminan saliendo en forma de reproche y es peor el remedio que la enfermedad.
           


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