martes, 8 de mayo de 2012

CAPÍTULO XXV: Liquidación por cierre.

XXV
LIQUIDACIÓN POR CIERRE

            Encontré una relativa paz en la extenuante rutina diaria que me impuse para esquivar el estrés provocado por mi infructuosa búsqueda de trabajo y por las turbulencias sentimentales entre Juanjo y yo de aquellos días en Barcelona. ¿Por qué iba a tener yo más suerte que aquellos miles de negocios montados a base de sacrificio y trabajo por personas antes ilusionadas y ahora decepcionadas obligadas a tener que colgar el cartel de “Liquidación por cierre”? Empezaba a pensar que era injusto querer permitirme el lujo de cambiar de trabajo cuando la cifra de parados en España superaba los cinco millones y medio. Sentía que quizá debía conformarme con lo que tenía. Un funcionariado en una biblioteca donde no quería estar, lejos de quien quería estar, en un pueblo perdido al que no me unía nada y carente de motivación alguna pero que, al menos, me “daba de comer”. El Ayuntamiento de Daraquiel, según me contó Amira y tal como pude comprobar al consultar los últimos movimientos de mi cuenta, había empezado a pagarnos los sueldos retrasados de manera racionada “gracias a los nuevos créditos ICO habilitados por el Gobierno”. Ya disponía de ése primer reembolso y, después de hacer cuentas, por fin pude pagarle a Juanjo mi parte del alquiler. Él me dijo que no le corría prisa pero yo necesitaba tener la tranquilidad de saber que no estaba siendo “el mantenido”. Por una cuestión de orgullo propio. Aunque en otros momentos de nuestra relación podría haberse considerado que era al revés cuando yo trabajaba y él estudiaba, yo nunca lo había visto así porque además me compensaba para poder seguir viviendo juntos. Para mí el dinero, que siempre habíamos tenido como bien escaso, no iba a ser un impedimento o una complicación más y mientras pudiera hacer frente a mi parte de los gastos comunes, así lo haría. Si en algún momento me fuera imposible, muy a mi pesar, hubiera aceptado su remiso ofrecimiento. Había sido yo el que más había insistido de los dos para aventurarnos a firmar el contrato de “un piso perfectamente situado en el centro de Barcelona, ideal para nosotros y en el que por fin íbamos a poder estar juntitos otra vez”, frente a un reticente y racional Juanjo que terminó aceptando cuando yo le aseguré que todos los meses, lograra quedarme o no en Barcelona, iba a seguir contribuyendo con mi mitad. Así que tenía que cumplir mi palabra.
            Aburrido, pues, de buscar y no encontrar, relegué mi prioridad diaria. Primero porque se me empezaban a agotar las posibilidades donde seguir echando currículums y segundo porque un temor interno al que intentaba silenciar me decía que aquel desesperado intento había dejado de merecer la pena. La cuenta atrás iba agotando los días y sentía que debía disfrutar de una estancia en Barcelona que empezaba a pender de un hilo. Mis esporádicas intervenciones de camarero en El cangrejo finalizaron en el mismo momento en que Brian dejó de trabajar allí. De repente, un día nos dijo que tenía que irse y, sin más, desapareció como si se lo hubiera tragado la tierra. Recogió sus cosas sin dar más explicaciones, y se largó, dejándonos colgado el alquiler de la habitación. Su número de teléfono móvil, la única forma de contacto que podíamos haber mantenido con él, respondía como inoperativo las veces que intentamos llamarle para saber de su vida.
            Trabajo no conseguiría, pero me iba a convertir en el abanderado número uno del movimiento “Mens sana in corpore sano”. Antes de irse, pudimos aprender varias lecciones saludables de Brian y emulé algunas de sus prácticas en mi nueva rutina diaria. Potente desayuno a base de zumo de naranjas recién exprimidas, copos de avena con leche desnatada, una pieza de fruta y un té verde con una rodaja de limón y una cucharada de miel tras el cual emprendía la mañana con dos intensas horas de patinaje acompañado por Dante, que resultó ser el espectáculo de los viandantes que circulaban a pie o en bici por nuestra ruta, desde el Passeig de Colom bordeando toda la Barceloneta hasta llegar a Poblenou, maravillados con lo que daban de sí unas patitas tan cortas como las de un perro salchicha. Luego vuelta al piso, durante hora y media o dos horas para dedicarme a las tareas del hogar, sobre todo preparar y empaquetar en tuppers almuerzos y cenas para las guardias de Juanjo, un rápido vistazo en el ordenador a los portales de empleo por si acaso y luego una horita de piscina en el polideportivo al que Juanjo y yo nos apuntamos con Brian para seguir una tabla de ejercicios que él nos había propuesto según “nuestras necesidades de mejora física”. Dependiendo de si Juanjo tenía guardia o no, volvía al piso para almorzar con él o cogía la bici para llevarle la comida al Zoo. Había descubierto las delicias del transport públic urbá amb bicicleta de Barcelona y, gracias al buen tiempo que acompañaba, iba con él a todos lados. Una auténtica maravilla. Por la tarde, de nuevo en bici, iba a la Universidad, normalmente para estudiar en la biblioteca. Aquella tarde, en cambio, había concertado una tutoría con el profesor de Informació i Formats Digitals para evaluar el adecuado desarrollo del blog para la práctica de fin de curso. Y por la noche, de nuevo en función de las guardias de Juanjo, iba al gimnasio sólo o acompañado por él.
            El profesor de la asignatura era un hombre joven, o de mediana edad. En todo caso, uno de esos arquetipos masculinos a los que cumplir años les sienta bien. Unos intensos ojos celestes agrandados bajo unas gafas de intelectual miope resaltaban su mirada profunda, barba con algunas canas y cejas pobladas pero bien definidas. Julio Fombuena me recibió con un cordial apretón de manos y algo que pareció un guiño.
            -Buenas tardes, don Daniel –dijo, categóricamente.
            -Hola, buenas tardes –respondí yo, con timidez. Aparte de las distancias que siempre he mantenido con mis profesores, algo había en ese hombre que me intimidaba, más allá del temor inicial de que empezara hablándome en catalán.
            -Ha venido por el trabajo de fin de curso, ¿verdad?
            Asentí.
            -Pues debo decirle –continuó él– que es uno de los que más me ha llamado la atención, si le soy sincero.
            No sabía si eso era bueno o malo, por lo que preferí callar y dejarle hablar a él.
            -La mayoría de alumnos han hecho algo más enfocado a la temática de la asignatura, pero he de reconocer que es grato comprobar que algunos, como Usted, han optado por otra alternativa más… –calló por unos segundos– Original, digamos. La idea de escribir una narración novelizada por capítulos puede ser interesante, pero tiene que saber enfocarla adecuadamente.
            -Ya… Sé que no tiene nada que ver con su asignatura, pero como nos dio margen para elegir… Fue lo que se me ocurrió.
            -Sí, sí, y me parece muy bien. De hecho, le animo a seguir con su trabajo. Quizá sea difícil evaluarlo dentro de los objetivos de la asignatura, pero… –se quitó las gafas y las dejó encima de un taco de folios sobre la mesa– ¿Es la primera vez que escribe?
            No, no era la primera vez, pero no sé por qué le contesté que sí.
            -Pues tiene talento, no sé si lo sabe. La historia que cuenta podría tener alguna salida. Tengo amigos en varias editoriales y, si me da permiso, me gustaría enseñarles su trabajo.
            ¿Mis Aventuras noveladas de un bibliotecario de pueblo en tiempos de crisis en una editorial? ¿Aquella chorrada que empecé a escribir por puro aburrimiento durante mi primer ingreso en el Centre d’Investigació de Medicaments-Sant Josep?
            -Sí, no me mire así. Además de profesor, soy lector y sé cuando algo me gusta y cuando no. Por supuesto habría que limar algunos detalles y sería interesante que se lo tomara en serio porque tal y como lo ha planteado hasta ahora no alcanzaría la categoría de novela, en todo caso la de crónica. Pero aún así, su estilo es interesante, sencillo, pero interesante. Y podría encuadrarse en lo que buscan algunas de las editoriales que le comento, minoritarias, por supuesto, y más alternativas, pero… ¿quién sabe?
            Cerré la puerta del despacho de Julio casi temblando. Por supuesto, le di mi permiso para presentar “mi trabajo” en todas las editoriales que quisiera pero no podía evitar el temor de no dar la talla, de haber empezado algo que, al parecer, prometía y no saber continuarlo. Claro que me hacía mucha ilusión la idea, tanta que sentí vértigo. No concebía que algo escrito por mi fuera susceptible de ser publicado.
            Cuando llegué al piso, estaba deseando contárselo a Juanjo. Él me interrumpió diciéndome que íbamos a llegar tarde al gimnasio, que se lo contara ya allí. Hacía días que habíamos dejado de mimarnos, tanto él a mí como yo a él, y aunque el sexo hubiera mejorado entre nosotros después del trío con Brian, no era lo mismo que antes. Era sólo eso, sexo. Faltaban abrazos, caricias y besos desde hacía demasiado tiempo. Los dos lo sabíamos, pero él optó por una desconcertante indiferencia y yo asumí el papel de criado sumiso que debía tenerle la casa siempre lista y la comida en la mesa como torpe forma de demostrarle un cariño que en aquel momento no sabía darle de otra manera.
Escuchó mi historia sin muchas ganas en los vestuarios mientras se quitaba la ropa para entrar en la ducha. Me quedé mirándole y fijándome en cada parte de su anatomía. Seguía encantándome su cuerpo desnudo. Pero sentía que por su parte no había la misma correspondencia hacia el mío, que pasaba inadvertido ante sus ojos. Pudorosamente, me tapé con la toalla y recogí mi mochila diciéndole que le esperaba fuera. Cuando cogí el móvil, tenía un mensaje de Paz, corto pero conciso.

Dani, tienes que recoger tus cosas de casa. Me desahucian.




No hay comentarios:

Publicar un comentario