viernes, 1 de febrero de 2013

CAPÍTULO XXXVIII: Una sudadera vieja, más brujas y un ángel en Toledo.

XXXVIII
UNA SUDADERA VIEJA, MÁS BRUJAS Y UN ÁNGEL EN TOLEDO.

            -Tú no estás bien, Daniel, se te ve en la cara. Tendrías que ir al médico.
            Con esas palabras de MariCruces no iba muy convencido de dar buena imagen. Si ésa iba a ser mi carta de presentación, mejor sería cancelar el viaje. No pretendía impresionar a Queru. Habíamos dejado bien claro que solo queríamos conocernos, que lo de alquilar una habitación de hotel en Toledo para los dos no iba a implicar necesariamente que termináramos follando. Primero porque, aunque hubiera querido y aunque resultara igual de lindo que en las conversaciones que habíamos tenido por internet y luego ya por teléfono, cuando cogimos más confianza y nos dimos los números y, qué coño, que si la foto que se tenía puesta en el perfil respondía a la realidad; me veía y me sentía tan poco atractivo que no concebía poder gustarle a nadie. Y segundo porque sinceramente no me apetecía, lo único que necesitaba era ponerle cara (tridimensional, y sin posibles retoques informáticos) a aquella persona que había conocido por casualidad en una iniciativa de la que no esperaba grandes resultados y que había conseguido amenizar mis duermevelas durante los últimos días. Con él había hablado de muchas cosas, era como si le conociera de hacía tiempo. Me sentía cómodo y escuchado. De lo contrario, no hubiera propuesto –porque fui yo quien lo hizo– quedar para conocernos en persona, eligiendo un punto intermedio para los dos como era Toledo. Ciudad que, por otra parte, ya había tenido la suerte de visitar anteriormente y que me encantaba. Una de las últimas veces, como no, con Juanjo y sus padres. El mundo parecía hecho a la medida de sus recuerdos. Mi mundo seguía infectado de su imagen.
            La prueba de mis escasas pretensiones de impresionarle físicamente para conseguir sexo era mi atuendo y el poco o nada de tiempo que había dedicado en elegirlo. De camino a la ciudad donde se produciría la cita a ciegas analicé mi vestimenta. Lo que más me llamó la atención era que llevaba una semana poniéndome la misma sudadera con que ahora acudía al encuentro. El tiempo en Daraquiel por el mes de mayo va dando una paulatina e inconstante tregua al frío, con días de sol y calor pero todavía con amaneceres y atardeceres heladores. Típicos días que no sabes qué ponerte y que la ropa termina quedándose corta o sobrándote en las distintas capas con que de ella has cubierto tu cuerpo, cual cebolla humana. Así que lo más cómodo y fácil era llevar la sudadera puesta, anudada a la cintura o guardada en la mochila según bajara o subiera la temperatura. No se arrugaba y era una prenda de diario.
            Una prenda heredada. Odio tener que repetir su nombre pero sí, efectivamente, heredada de Él. A partir de ahora voy a ponerlo en mayúsculas por ser tan omnipresente para mí como Dios para la persona creyente. Aquella sudadera fue un regalo de cumpleaños que le hizo una amiga común. En una de las fiestas sorpresa que le organicé en nuestro antiguo piso. Una sudadera que las semanas después del cumpleaños se puso mucho pero que poco a poco, fue quedando abandonada en el armario y que al final empecé a ponerme yo. Tanto fue así que vaciando una de las bolsas de basura en que transporté mis cosas después de la ruptura, apareció allí. Y no fui yo quien la guardó. Supongo que entendió que, por estadísticas de uso, ya era más mía que suya. Y porque realmente a Él ya no le interesaba.
            Pensé que ésa era otra de las grandes e irreconciliables diferencias entre los dos. Que Él usa una prenda de vestir el tiempo que le gusta, que se siente cómodo con ella. O quizá el tiempo que la considera una novedad, como tal imprescindible y única. Y que cuando ya no se la pone, no duda en deshacerse de ella. A mí me pasa un poco lo mismo pero aunque ya no me la ponga, siempre me da pena la sola idea de tirarla, regalarla o dársela a mi madre para que la lleve a la parroquia, y termino atesorándola en algún cajón con el mismo ahínco que la correspondencia que me escribía de adolescente con mis amigos. Máxime si la prenda había sido un regalo. Detalle que a Juanjo no pareció importarle. Prefería descargar el hueco que esa vieja sudadera ocupaba en el armario para reservárselo a una prenda más moderna, más fashion y, sobre todo, más nueva, que terminaría llevando la misma suerte que aquella sudadera en cuanto encontrara otra con la que sustituirla o, simplemente, cuando se cansara de ella.
            Sobra la explicación, pero por si acaso, yo había sido su sudadera vieja. No terminaba de tener claro si mi abandono había sido por la sustitución de otra prenda más nueva, más bonita y más acorde con su nueva condición de veterinario trabajador o por simple aburrimiento. Conclusión que no me llevaría a ningún sitio pero que seguía rumiando obsesivamente. Si tan evidente era, ¿por qué no me lo había dicho? ¿tan cobarde era como para no asumir la única penitencia que le correspondía desde su privilegiada situación: la de confesarlo mirándome a los ojos? ¿O no lo hacía por el tonto planteamiento de no hacerme más daño?
            Él nunca había dejado de mirar con deseo las prendas expuestas en los escaparates de las tiendas. Igual que yo. Pero de distinta forma. En mi caso, si me pongo a pensar en cómo fui vestido mi primer día de facultad, tengo que admitir que el atuendo había sido calculado y estudiado durante todo el verano previo, en el que mi cabeza daba rienda suelta a su imaginación ideando las maravillas y el enorme cambio vital que iba a suponer dejar la casa de mis padres –porque  mi padre por entonces aún vivía– e iniciar mis estudios universitarios en otra ciudad. Cuando aun pensaba que la ropa forja la personalidad y no al revés. Iba, pues, con una camisa hippie, un pantalón grounge y unas deportivas sport, casi de pijo. Una indefinición estilística que no respondía a eclecticismo alguno sino a la más pura impersonalidad. Aún hoy, a veces, ir de compras sigue suponiéndome un nuevo intento de autodefinición.
Para Él, en cambio, contemplar la ropa que visten los maniquíes de las tiendas respondía a un deseo de ambición y de autoafirmación. Ambición por tener cuanto más mejor. Lo más nuevo y más a la última, en un insaciable deseo que nunca terminaba de ser satisfecho. Él no buscaba en la ropa una representación de la personalidad, sino “venderse” en un competitivo y superficial mercado. El materialista mercado que, pecando de caer en el seguramente injusto tópico, compra y vende especialmente en la cultura gay de hoy día. Cuando la clandestinidad y la vergüenza han evolucionado, en una progresión lógica no lo niego, hacia la visibilidad absoluta, cuanto más escandalosa y chirriante mejor, y que muchas veces encierra tras su máscara de orgulloso lucimiento traumas y sufrimientos inconfesables. Cuando Victorio & Lucchino son unos grandes diseñadores en vez de los modistos maricas.
Yo dejé de lado los escaparates o, al menos, dejé de mirarlos con anhelo cuando empecé a salir con Él. Juanjo no. Seguía mirándolos con el mismo deseo que antes, solo que de una forma disimulada y escondida. Por supuesto que el amor aun siendo ciego no te deja ciego, eso está claro. Y siempre nos vamos a fijar en una prenda bonita aunque llevemos puesto el último grito en rebecas de punto. Pero si además de fantasear con la idea de tener la prenda del escaparate entramos en la tienda, con intención o no de probárnoslas, pero conscientes de que tenerla entre las manos va a suponer una tentación mayor de comprarla; igual debemos plantearnos que la ropa que tenemos en casa empieza a parecernos vieja y empezamos a querer renovarla.
En aquel momento lo vi tan claro que sin dudarlo califiqué de estúpidas todas las lágrimas que había estado derramando por Él. Y en vez de pena sentí rencor por todas las posibilidades que había perdido (renunciar tiene un matiz de sacrificio) por centrarme en él. Por seguir vistiendo la misma sudadera vieja, que claro que no había abrigado siempre todo lo que tenía que abrigar y que claro que podía llegar a salir perdiendo si la comparaba con los nuevos modelos de las últimas colecciones, pero que para mí era la más especial del mundo por haber sido un regalo. Porque nunca dejé de considerar a Juanjo como el mejor regalo que la vida me había dado.
Mi temor de que sus escarceos cibernautas encerraran otro tipo de deseos más allá del de conocer gente nueva para abrir círculo de amistades se terminaba confirmando. Unas infidelidades virtuales que además, si lo pensaba, menudo gilipollas, era yo quien no solo las había consentido desde el principio sino que además las había facilitado cuando antes de irse de Erasmus, a los dos meses de habernos conocido, le regalé un ordenador portátil para que pudiéramos tener contacto sin gastarnos un dineral en conferencias internacionales. Invertí el sueldo de un mes en el trabajo que tenía por entonces para hacerle semejante regalo, sin saber que le servía en bandeja la comodidad de poder seguir entrando en las tiendas de ropa sin dejar huella, desde cualquier sitio y a un solo clic.
De nuevo me culpabilizaba a mí por envejecer y desteñir, consecuencias inevitables del paso del tiempo, provocando su aburrimiento y posterior abandono o restitución. En vez de a Él, que nunca se iba a quedar con la misma sudadera para siempre, por más que le sentara como un guante o por más que la prenda se adaptara al clima de distintas ciudades y fuera versátil a cualquier evento. La culpa no era de la prenda sino de quien la vestía. O del frío. O del calor. 
            Una sudadera que se me iba a quedar corta, en vista del nublado y frío cielo que antecedía la vista de la ciudad. Menos mal que a última hora también eché la chaqueta en la maleta. ¿Lo hice? Últimamente estaba tan despistado que olvidaba cosas tan básicas como recordar lo que había hecho hacía apenas unos minutos antes.
 Ante mí, majestuosa y enigmática, se presentaba Toledo. Sugestivo perfil de muros grises desde el punto más alto, el Alcázar, hasta el Puente de Alcántara. Torres, palacios, castillos, iglesias. Paisaje urbano inscrito entre desniveles, precipicios y las líneas serpenteantes del Tajo, corriendo impetuoso entre puentes y huertos. La ciudad de las tres culturas –cristianos, judíos y musulmanes–; la ciudad imperial, sede principal de la corte de Carlos I. Cielo oscuro y tempestuoso reflejado en sus verdes colinas y en sus edificios que, ante mis ojos, se mostraban casi tétricos. Como en un cuadro de El Greco, los contornos urbanos se me difuminaban en una atmósfera alucinada, demencial, expresionista. La ciudad era ahora mucho más oscura que la última vez que la vi. Sin embargo, esta vez prometía sorpresas nuevas, nuevos datos sobre brujería que terminarían de forjar la hipótesis más demencialmente plausible sobre mi desgracia.