lunes, 26 de agosto de 2013

CAPÍTULO XL: Día 1. Tanatorio mental.

XL
DÍA 1.
TANATORIO MENTAL.

No podía controlarlo. Ese tembleque espasmódico me provocaba oleadas de sudor entre aquellas duras y ásperas sábanas del SAS, empapándolas de una fría humedad.
Tenía calor y frío. La cabeza me iba a explotar y pensé otra vez que me moría. Me ahogaba.
Y sentí miedo.
Intentaba parar el tiritar de mis dientes porque me estaba destrozando las mandíbulas pero solo conseguía calmarlo por unos segundos.
Enseguida volvía.
Y con él, el miedo.
Pero también cierta tranquilidad por pensar que era lo que quería, y que era lo mejor que podía pasarme. Iba a cumplir mi decisión. Mi deseo. Mi final.
Cuando sentí que estaba preparado para irme del todo, cuando mi cerebro por fin se iba apagando, volvieron con las urgencias y el guirigay.
Camilla, bofetadas, zarandeos y muchos “responde, joder”.
No veía ninguna luz al fondo de ningún túnel, pero sí que noté cierta desconexión del cuerpo.
No sabría explicarlo y, en todo caso, fue tan efímero como el tiempo que tardaron en devolverme con las descargas de los electrodos.
-¡Menudo susto!
La cara del médico era una borrosa visión de un autómata parpadeo.
Tecnicismos de nuevo. Diversidad de opiniones entre lo precipitado y lo inevitable del, por lo visto, anticipado traslado a la Unidad de Agudos.
-Ha sido un disparate que nos lo traigan sin cumplir el protocolo de espera.
-Estaban desbordados y parecía que evolucionaba bien.
-Menos mal que ha venido a avisar el compañero.
Ni me había dado cuenta de que tenía un compañero de habitación.
Una especie de zombi que arrastraba sus pasos de un lado a otro de la estancia mientras a mi me devolvían a mi cama hecho una piltrafa, con el pecho lleno de calvas circulares.
-Carlos, vuelve a avisarnos si notas algo raro, ¿vale?
El tipo que, por un momento, me recordó a Roberto Benigni pero versión tocho y rígido, inclinó la cabeza en algo interpretable como una sutil afirmación. El cuerpo nada tenía que ver con lo destartalado del actor, eran más los rasgos de la cara, la nariz sobre todo; porque tampoco se parecía en el pelo, poblado y muy rubio. Aun con la cara de sedación se veía que tuvo que ser guapo y tenía una mirada escudriñadora que antes de la medicación también debió ser simpática.
Y era joven, diría que como yo.
¿Qué le habría pasado?
Él se estaría preguntando lo mismo de mí, pero ninguno de los dos nos atrevimos a comentarlo. Los psiquiátricos son como las cárceles, entras sin saber del todo cuándo vas a salir y con la latente premisa de no preguntar para no ser preguntado.
-¿Estás bien?
No quise o no pude responder.
-Creía que te morías, tío –añadió.
Ésa era la intención, pensé.
Luego recordé alguno de los testimonios y alguna de las “recomendaciones” obtenidas tras horas de rastreo en internet por los no pocos foros, blogs y chats que hay sobre el tema del suicidio.
Las pastillas no te van a matar. Como mucho te dejan tonto o vegetal.
Volvía a sentirme estúpido y avergonzado.
Loco y tonto. Y a lo mejor con sida.
Si me había dejado violar para que me dieran la metadona, dios sabe qué me podrían haber contagiado.
Intenté descubrir si seguía sintiendo escozor o no pero estaba tan cansado que supongo que me dormí.
Lo que creía había sido una cabezada resultó una jornada completa, o más. No tenía noción alguna del tiempo.
El caso es que las auxiliares aparecieron para traernos los pijamas limpios, las esponjas jabonosas enrolladas y metidas en un vasito de plástico cuyo fondo contenía un poco de jabón líquido.
-Eso es el champú –me dijo la auxiliar cuando sostuve torpemente el vaso en la mano. –¿Cómo estás, guapo?
Debió notar que me ruboricé, porque añadió:
-La esponja la mojas y te hace espuma. Aquí te dejo la toalla y ahora os traemos la ducha, ¿vale?
-Gracias –acerté a decir. Parecía que podía hablar.
-¡El desayuno! –se escuchó desde fuera, junto al traqueteo del carro con las bandejas.
-¡Buenos días! ¿Qué tal hemos amanecido hoy?
Todos los sonidos me parecían magnificados y el movimiento de todo como a cámara rápida.
-Muy bien, Marta. ¿Y vosotras? ¿cómo ha ido la guardia?
-Bien, Carlos, tú sabes, como siempre, hubiera estado mejor tirada en el sofá de casa, qué te voy a decir –respondió la auxiliar, riendo.
Aquel ambiente de calidez en un sitio que tan frío se me hacía me descolocaba y me incomodaba mucho.
No quería estar ahí. Ni allí. Ni en ningún sitio.
-¿Puedes levantarte, Daniel?
Me incorporé un poco y me mareé.
-Pero despacito, chiquillo, que llevas dos días dormido.
Dos días. Por fin algún dato de tiempo.
Volví a intentarlo. Todo respondía. Los músculos, algo doloridos, y las articulaciones, oxidadas y renqueantes del chute, se iban engranando poco a poco. Me senté en el borde de la cama y sentí el frío del suelo en la planta de los pies.
-¿Te traigo unas zapatillas? –la tal Marta parecía y, de hecho era, muy agradable. –El médico ha dicho que ya puedes levantarte y probar a comer algo a ver qué tal te cae.
Café descafeinado soluble, un vaso térmico con leche hirviendo, un bollito de pan, una tarrinita individual de mantequilla y otra de mermelada de ciruela y dos kiwis.
-También ha dicho que convendría que fueras al baño –sonrió, apuntando a la fruta y mirando a Carlos, quien respondió con un guiño cómplice.
Me preguntó que si quería que me ayudaran a ducharme, a lo que yo dije inmediatamente que no. Todavía me quedaba algo de pudor.
Viéndome reflejado en el enorme espejo de encima del lavabo, cuando me desnudé para meterme en la ducha, me eché a llorar.
Era un monstruo escuálido y desgarbado, con las costillas y las vértebras a punto de rajar la pálida y estirada piel que las envolvía, dejando entrever un ridículo esqueleto.
Tenía como moratones en las piernas y el pene tan encogido y replegado por su propia piel que apenas asomaba entre la mata de largo y rizado pelo negro que lo rodeaba. Los antebrazos, igualmente canijos, remarcaban las venas más que nunca, picadas de tanto suero y ¿tanta droga?
El agua resbalándome por encima me pareció un bálsamo regenerador. Tenía la temperatura perfecta y por primera vez en no sé cuánto sentí algo placentero.
Aunque la sensación de limpieza fue solo por fuera.
Seguía hecho mierda entre avergonzamiento, remordimientos, culpas y temores.
Apenas levanté la mirada mientras el mismo psiquiatra del otro ingreso volvía a pasarme consulta.
Tenía las uñas de las manos destrozadas. Ya no había de dónde morder.
-¿Cómo te encuentras hoy, Daniel? –me preguntó.
Me encogí de hombros.
-Veo que no tienes muchas ganas de hablar, ¿no?
Qué perspicaz.
-Solo dime si sabes por qué estás aquí.
-Por lo mismo de la otra vez –contesté, cuando, por primera vez, le miré y vi sus ojos clavados en su ordenador, seguramente comprobando mi demencial historial.
De vuelta a la habitación seguía con la cabeza gacha. No sabía muy bien si iba a saber encontrarla. No me ubicaba en aquel largo pasillo. Deambulando, además de esquivar a los demás locos, que también se apartaban de mí, llegué a lo que según rezaba en el desteñido cartel de la entrada era la “Sala de Tv”.
Una alta y ancha estantería de escayola con puertas de cristal y alguna cajonera ocupaba toda la pared del fondo con, además de la pantalla de plasma, unas cuantas enciclopedias polvorientas, muchos libros desordenados y varias novelas arremolinadas sin ningún tipo de criterio.
Libros. Catalogación. Biblioteca. Pasado glorioso. Presente ruinoso.
Busqué el volumen de la “m” en el diccionario enciclopédico larouse que había, pesado como una losa.

Metadona: 1. f. Med. Compuesto químico sintético, de propiedades analgésicas y estupefacientes semejantes a las de la morfina, pero no adictivo, por lo que se utiliza en el tratamiento de la adicción a la heroína.

Pues vaya novedad. No ponía nada de su composición ni de su modo de administración.
Ni yo me había atrevido a decirle nada ni el médico me había preguntado nada de ese tema.
Seguí echando una ojeada a los libros que había en aquella caótica e improvisada biblioteca e, instintivamente, eché mano de uno que bien conocía.
Almudena Grandes. Las edades de Lulú.
Un libro que tanto me había marcado. Una elección para la última guía de lectura que diseñé para la biblioteca de Daraquiel, el último verano. Una temática que pude elegir, sorprendentemente, con la libertad absoluta que me dio mi jefa para hacerlo. Mi ex jefa.
Amira, que bien me conoce, reconoció el punto masoquista del motivo elegido para aquella recopilación bibliográfica.
“Un verano de amor” pretendía recoger los grandes dramas amorosos de la Historia de la literatura y el cine, las novelas rosa de Danielle Steel, los clásicos, relatos eróticos y de amores apasionados.
Lecturas con las que estuve fustigándome los apenas dos meses de verano que aguanté en Daraquiel antes de la fatal decisión de la renuncia irrevocable a mi puesto de trabajo.
Me quedé toda la mañana releyéndolo, sentado en una silla de plástico que había en la terraza, justo en la puerta contigua a la de la sala de televisión, con vistas al exterior, acristaladas por supuesto para evitar indeseables arrojos al vacío. Todo en aquel hospital estaba a prueba de intentos suicidas. Lo que, en realidad, no hacía más que recordarte continuamente que te querías morir.
Mis ojos tardaron unos minutos en reacostumbrarse a la luz del día, y tuve que leer varias veces el primer párrafo para concentrarme, pero al final pude regresar a aquella desgarradora historia. Incluso a identificarme con el tipo de relación borreguil y aborregada de Lulú hacia Pablo, y a lo mejor de él hacia ella.
El Dani obediente como un borrego, sumiso, manso.
Los dos aborregados, gregarios, víctimas de una subcultura igualmente estereotipada de roles sexistas.
Lulú y Pablo.
Yo y Juanjo.
Las relaciones homosexuales no distan tanto de las heterosexuales porque los sentimientos son igualmente humanos. Y nos hemos criado con la misma educación anquilosada en modelos más culturales que naturales.
En una sociedad eminentemente coitocéntrica, que además sigue rindiendo culto al falo como a una deidad, con todos los complejos y ridículas superioridades que eso supone. La operadísima y teñidísima rubia con “cara de guarra” que se arrodilla, se postra, en las películas porno para heterosexuales para chupársela al imponente macho dominante que despliega, orgullosos y triunfante, su miembro representa exactamente lo mismo que el depiladísimo y fibradísimo hombre andrógino de las películas para gays –o peludo mamotreto de bíceps y pectorales hinchados de anabolizantes– que se esclaviza-sodomiza a merced de las órdenes de su amo.
La entrega, la sumisión, dominación, la dependencia, el grado de esclavitud que se puede alcanzar, el nivel de locura que se puede rozar; esas cosas le pasan a gays y a heterosexuales del mismo modo.
     

 


  

viernes, 16 de agosto de 2013

CAPÍTULO XXXIX: Ambivalente balanza.

XXXIX
AMBIVALENTE BALANZA.


-Deja de hacerte el inconsciente, que tus constantes están perfectamente y todos los resultados han salido bien.
El médico cambió el tono comprensivo y paciente de las primeras veces por uno intencionadamente hiriente.
Tan hiriente como sentir sus dedos retorciéndome con fuerza el pezón izquierdo.
-¡No puede ser que no te duela! ¡Déjate de hacer tonterías y despierta ya que necesitamos la cama! –gritó.
Lo sentí, sí, pero no me dolía. A lo mejor sí que estaba muerto, aunque el pitido seguía siendo constante.
-Éste se lo está haciendo –dijo una de las enfermeras mientras hacía el amago de darme una bofetada–. Responde a los estímulos, ¿habéis visto cómo ha cerrado los ojos?
-Sí, pero, mira, vuelve a no parpadear, y lleva así horas. Mírale las pupilas, las sigue teniendo dilatadas –comentó otra.
Oía sus voces y puede que hasta las viera alrededor de mi cama.
-Puede estar en shock.
-Éste se ha metido lo más grande.
-Vamos a dejarle un rato más y si no, llamamos ya a la ambulancia y que se lo lleven. Tenemos esto hasta arriba.
Todos los científicos se alejaron del ratón de laboratorio. Menos uno. Una. Que se quedó mirándome fijamente, me acarició con suavidad la mejilla y me susurró al oído:
-Tienes 32 años, toda la vida por delante.
Piii… Piii…
Si dejaba de respirar el pitido aumentaba hasta hacerse ensordecedor pero ya nadie venía a salvarme porque ni estaba muriéndome ni me iba a morir.
Veía pero no distinguía muy bien las figuras ni los objetos. Un foco cegador difuminaba mi campo de visión.
La primera del desfile fue mi hermana mayor. Lloraba como nunca la había visto llorar antes.
Sentí sus manos, cálidas, salvadoras, agarrando una de las mías, fría e inmóvil. Un intenso escalofrío me hizo corroborar que seguía allí. En cuerpo y alma. No me había ido a ningún sitio.
Me sentía tan ridículo y avergonzado como frustrado.
¿Cómo me habían encontrado? ¿Por qué coño no había funcionado esta vez? Estaba todo perfectamente planeado.
Después entró mi hermano Jorge. Parecía haber adquirido el papel de enfermero comprensivo, y no se daba cuenta de que su sola presencia me recordaba uno de los motivos por los que lo había vuelto a intentar.
No quería acabar como él, ni como mi padre.
-¿No te das cuenta de que ésta no es la solución? ¿De dónde las has cogido esta vez? –me preguntó.
Seguía mirando fijamente, con los ojos muy abiertos, a la luz cenital. Creo que se me resbaló una lágrima.
-¿Cómo podemos ayudarte? Tienes que dejarte ayudar… Por favor, Dani. No puedes hacer esto. No puedes permitir que una persona te destroce la vida. Nadie merece tanto.
No entendían que no era “una persona”, que era Él, mi vida, mi única razón.
Empecé a recordar.
En la carta, además de pedirles perdón y reconocerme como un puto cobarde, intentaba hacerles entender que de verdad era la mejor solución. Que, a la larga, terminarían comprendiéndolo.
Cuando escribí aquello de verdad pensé que sería la despedida definitiva. Que esta vez no había salvación. Joder. ¿Por qué volvía a verles? ¿por qué volvía a sentir? ¿por qué volvía a llorar?
Mi hermana, Bea, venía con mi madre. Ni pude ni quise mirarlas a la cara.
-Ya está bien, Dani, por favor… Yo creo que ya está bien… -la voz de mi hermana sonaba con una extraña mezcla entre reproche y misericordia.
-Que Dios te perdone, hijo mío, porque yo ya no puedo…
Volvieron a dejarme solo y la enfermera de antes se acercó.
-Vamos a hacerte un TAC. No te asustes, es solo para comprobar que todo está en orden. Pero tienes que colaborar. Respóndeme aunque sea con la cabeza. ¿Oyes lo que te digo?
Asentí.
-Bien. Gracias.
Al rato, vinieron a llevarme. El foco de luz eran ahora pasillos de hospital, tambalear de ruedas de camilla. Entre todos, me cogieron en peso levantando los bordes de la sábana para pasarme de una camilla a otra.
-¡Joder, con lo raquítico que está lo que pesa el hijo puta!
-Venga, coño, colabora.
Luego se fueron, dejándome solo en aquella oscura habitación.
A lo mejor esto me detecta alguna lesión cerebral y por eso no puedo moverme, pensé.
Ojalá.
¿Ojalá?
Aquel tubo tenía que ser mi crematorio no mi radiografía craneal.
-Muy bien, Daniel. Ahora vamos a bajarte otra vez y cuando tengamos los resultados te decimos, ¿vale?– aquella enfermera era la única que me había llamado por mi nombre–. Por favor, mueve la cabeza como antes.
Asentí, de nuevo.
-Muy bien. Así me gusta.
Escuché a Bea discutiendo con los médicos. Que cómo me iban a llevar así, con la sonda nasogástrica y la vesical, que todavía tenía el suero puesto, que tenían que esperar.
-Bea, sabes que allí, además de la planta de psiquiatría, tienen también hospital general y aquí ya no podemos hacer más. Estamos desbordados. Ya sabes cómo anda todo desde los recortes. No puede seguir aquí –le respondió uno de ellos, supongo que un colega de la facultad.
Los enfermeros del SAMUR me llamaron por mi nombre desde el principio, y agradecí su calidez intentando moverme para ayudarles a trasladarme.
La pesadilla se repetía por segunda vez. El destino de aquel camino en ambulancia confirmaba la peor de las profecías.
Estaba completamente loco y encima seguía vivo.
-¿Qué te has tomado esta vez, Dani?
Ya sí la miré a la cara. Me escrutaba de un modo tan tajante que tuve que abandonar el mutismo para pronunciar mis primeras palabras después de… ¿horas? ¿días?
-Pastillas… -dije, en voz baja, avergonzadísimo.
-¿Y qué más, Dani? ¿Qué más has tomado?
Venlafaxina y duloxetina. Todos los blíster que mi madre tenía escondidos en su armario.
-¿Qué más, Dani? ¡Dímelo! ¿Qué has tomado?
-Solo eso, Bea, de verdad… -me irritaba tanta insistencia, pero sentí que era la mínima penitencia que me tocaba pagar por imbécil, cobarde y fracasado.
-Te has drogado, Dani, ¿de dónde sacaste la droga?
Eso sí que no lo recordaba. Las pastillas, solo había tomado las pastillas. Y me había echado en el suelo de aquel descampado. Sí, me tomé las pastillas y me tumbé a esperar.
-La orina te ha dado positivo en metadona y fenciclidina.
De verdad que no sabía de qué me estaba hablando. Yo no había tomado nada de eso. Solo la venlafaxina y la duloxetina.
Luego, el médico con las preguntas de siempre. ¿Qué ha pasado, Daniel? ¿Por qué? ¿Cómo te sientes? ¿Lo recuerdas?
Sin embargo, esta vez no era capaz de reconstruir más que secuencias inconexas y contradictorias. La laguna mental era mucho mayor que la otra vez.
Recuerdo hacer la maleta apresuradamente, aprovechando unos minutos de ausencia de la vigilancia permanente que tenía, a turnos entre ella y mis hermanos, en casa de mi madre. Una botella de agua, las cajas de pastillas y algo de dinero para el tren. Ni cartera ni nada que pudiera identificarme.
Después, todo era nubloso. Un desfile de personas disfrazadas. Sí. Era carnaval. Todo el mundo iba disfrazado menos yo. Cuando llegué, en la estación de tren, todos iban y yo venía. Bolsas con botellones, ambiente festivo para lo que debía haber sido el preámbulo de mi funeral. Mi último paso.
Llevaba meses conviviendo con una ambivalencia que inclinaba la balanza hacia uno u otro lado por momentos.
La decisión vital.
La decisión letal.
Seguir o abandonar.
Luchar o rendirse.
Resignarse o retirarse a tiempo.
Me pareció cierto aquello de que los músculos guardan la memoria porque tantas horas de paseos con Dante, tantos trayectos en bicicleta y tantas jornadas de patinaje seguían impresas en mis piernas, a pesar de la inmovilidad de las últimas semanas. Respondieron estoicamente a la dirección de rumbo incierto pero firme a grandes zancadas.
Mientras el resto de la ciudad celebraba entre manzanilla, confeti y serpentinas; mis piernas obedecían abnegadamente a las órdenes dadas por mi dañado cerebro. Irracional decisión que mi estrategia mental había elucubrado como concienzudo plan de escape.
-De verdad que solo recuerdo haber tomado las pastillas –era lo único que podía decir.
Dolorosa y seguramente demencial idea, a ojos de las miradas cuerdas de mi alrededor, pero más que necesaria para mí, sopesada y sobradamente meditada.
Tenía que hacerlo. Tenía que dejar de ser el cobardica que solo lo pensaba y que se creía haberlo intentado antes en fracasados y vergonzosos amagos.
“Intento autolítico, intoxicación medicamentosa” era el resultado de mis ingresos de urgencia. El anterior, lo máximo que conseguí fue una neumonía por broncoaspiración que al final remitió sin mayor complicación.
Lejos de haberme hecho desechar la idea, al contrario incluso, habían continuado alimentándola, ofreciéndomela como una irresistible y morbosa medida.
Un romántico final. Como romántica me creía que había sido la relación de pareja con Juanjo de la que siempre había fardado tanto, idealizándola tan ciegamente que hasta el último momento creí correspondida.
Estúpido, idiota.
Solo quería que me quitaran aquellos tubos de la nariz y de la picha y me dejaran ya ingresado con el resto de locos, preferiblemente en una habitación individual; que dejaran de hacerme preguntas sobre unas drogas que no recordaba haber consumido.
A cada segundo de interrogatorio, confirmaba que mi patética existencia había dejado de tener ningún motivo. Todos se creían con la razón pero yo sabía que se equivocaban y que no eran capaces de reconocer ante mí, maltrecho residuo depresivo, que mis planteamientos, analizados con mi prisma, no eran tan descabellados. Sensatos incluso.
Sí que hay trenes que sí que pasan una sola vez en la vida y que hay vidas que ya no pueden ser rehechas. Y para malvivirlas, mejor irse a tiempo.
No solo era la pérdida de Juanjo, del trabajo en la biblioteca de Daraquiel, lo insoportable de aquel dolor, lo insanable de aquella herida; era que no tenía ni ganas ni fuerzas para seguir viviendo.
Pero cuando la balanza parecía inclinarse del todo, asomaba un pequeño pensamiento vitalista y esperanzador que acababa ahogándose en la desolación que volvía a aparecer para inundarlo por completo.
Por eso la larga caminata al bajar del tren de cercanías, en la parada de aquel pueblo como podría haber sido en la de cualquier otro. Qué sabía yo de su fama de destino para camellos y drogadictos.
Convertir la escena imaginaria en real volvía a cobrar fuerza con cada paso. Un nuevo motivo para hacerlo. Para cuando alguien me encontrara ya sería demasiado tarde. Tirado en cualquier recóndito lugar, mi marchito cuerpo atiborrado de las mismas pastillas que habían pretendido sin éxito curarme, descansaría para siempre. Lo que racionado en dosis y recetado por un psiquiatra, en elevadas cantidades, podía llegar a ser mi letal salvación.
Escuchaba al médico y a mi hermana y seguía sin saber qué había pasado. Cuándo me había drogado, si antes o después de las pastillas.
Pedí que me quitaran aquel incómodo tubo de la nariz y que tan desagradable se me hacía en la garganta al tragar la poca saliva que me quedaba.
-Hasta que no se acabe la bolsa de suero no te lo podemos quitar, Daniel.
Mi hermana se puso otra vez a hablar con el médico sobre lo mal que habían gestionado mi ingreso de un hospital a otro.
Me notaba cada vez más cansado y con más calor. No terminaba de encontrar el lugar adecuado. Toda la gente con que me iba topando me miraba como a un bicho raro. Debía estar horrible. A lo mejor hasta se me notaba la cara de loco, o de drogadicto, y me miraban de aquella forma porque vislumbraban en ella mis intenciones. Pero la indiferencia con que terminaban pasando a mi lado, catalogaba mi hipótesis de absurda. Y, en cualquier caso, aunque alguno pudiera imaginar algo raro en mí, no le hubiera importado lo más mínimo que estuviera buscando dónde morirme.
Nada. No les importaba nada. Como a Juanjo. Ya solo podía aspirar a provocar en él un único sentimiento, el de culpabilidad y remordimiento. Había, también, algo de maquiavélico en imaginar el momento en que llegara a sus oídos la noticia del fatal desenlace.
Lo que no sabía era en qué momento ni quién me había pasado la metadona. Dios mío, si no sabía ni si eso era en pastillas o si se esnifaba.
Ni a cambio de qué. Apenas llevaba cinco euros para el tren, y la tarjeta de crédito la había dejado en casa de mi madre. A lo mejor topé con otro enganchado que por solidaridad, me pasó.
-De verdad que no me acuerdo de nada, por favor, quitadme el tubo.
El suero se acabó y, con él, el interrogatorio y la estancia en la consulta del psiquiatra de guardia.
Los hombros me sudaban y la mochila me pesaba tanto que al final el lugar elegido fue más forzado que calculado. Un descampado en lo que ya debían de ser las afueras de aquel pueblo, supuse que apenas transitado, bastante alejado ya de la carretera.
Balanza decididamente inclinada, pros y contras analizados, consecuencias sopesadas.
Lo más fácil: desmerecer las palabras de las psiquiatras, profesionales de las que nunca me había fiado por echarles buena parte de culpa de la mala evolución de la enfermedad de mi padre, y que ahora me veían a mí como su segundo sucesor, tras los pasos herederos de mi hermano. Mi diagnóstico de “depresión exógena” llevaba la coletilla de “riesgo de viraje por antecedentes familiares”.
Por muy distorsionada y sesgada que estuviera mi visión de las cosas, mi realidad era una mierda, sí, ante mis ojos, vale, pero eran los únicos que tenía para mirarla, y mis ideas autodestructivas no eran una “sintomatología”, sino una meditada decisión.
Tampoco costó apagar las miradas de compasión de todos. Nunca he soportado dar pena. Por orgullo o soberbia, siempre he dicho que prefería despertar cualquier otro sentimiento, hasta el odio, antes que la lástima.
Lo peor, en cambio, fue acallar las evangélicas frases de mi madre para motivarme a encontrar la luz, las no palabras de mis hermanos, el tono dulce de Anna, Natasha y Nuria recordándome lo gran persona que era, el reclamo de atención de mis sobrinos, de Dante.
Fracasado, inútil, loco, trastornado como tu padre, patético, enfermo de mierda, parado voluntario, vergüenza social, autosuficiente de pacotilla… Era tanto lo que podía alegar para ir sacando cada una de aquellas pastillas y tomármelas con varios tragos de agua, que las palabras bonitas y las personas queridas desaparecían poco a poco.
Como tendría que haber pasado conmigo. Solo quería terminar de consumirme de una vez.
No acabar ingresado otra vez en aquel manicomio, sin poder dormir intentando recrear el momento en el que tomé aquella metadona, sentado en el wáter intentando cagar sin que saliera nada más que un fuerte escozor en el ano que me hizo pensar que quizá me hubiera dejado violar a cambio de la dichosa droga, en un delirio que, contra la somnolencia esperada, me habían provocado las pastillas.
Porque en las conversaciones de los médicos con mi hermana también hablaron de convulsiones y taquicardias.