martes, 12 de noviembre de 2013

CAPÍTULO XLII: Día 2. Terapia: el Doctor Correa.

XLII.
DÍA 2.
TERAPIA: EL DOCTOR CORREA Y CARLOS.

Por un momento llegué a creer que sería distinto, que igual me estaba equivocando al haber metido en el mismo saco a todos los profesionales de la salud mental pero al final, como siempre, antes o después, el camello que todo psiquiatra lleva dentro terminó saliendo.
-Bueno, Daniel, vamos a retomar el tratamiento después de estos días de desintoxicación. Para irnos regulando, si le parece.
No, no me parece pero... ¿acaso mi opinión importa algo?
-Vale.
Bajé la cabeza para enfocar mi mirada en el bloc de dibujo que tenía entre las manos, apoyado en el regazo. Me lo había traído mi madre junto al estuche por si me apetecía dibujar, ya que esa era una de las pocas opciones de materiales de ocio traídos del mundo exterior que permitían en el manicomio (aún así, me fue confiscado el sacapuntas por su cuchilla, susceptible de ser usada como arma suicida).
-¿Y lo de la metadona? -pregunté cuando esquivé suficientemente su mirada.
-Daniel... ¿consume Usted drogas?
No entendía ese tratamiento de Usted, estúpida e innecesaria cortesía para tratar a un paciente, un loco de mierda. 
-No... No que yo sepa -respondí.
Abrí el bloc para revisar el dibujo que había estado haciendo antes de que amaneciera, antes de que llegaran las enfermeras con todos los avíos para la ducha. Cárcel diseñada para evitar todo intento suicida: ni siquiera nos dejaban en la placa de ducha las alcachofas con su cordón, inofensivo utensilio que allí se consideraba una posible soga para ahorcarse. Cuando así lo entendí sin que nadie me lo explicara comprendí justamente por qué estaba allí encerrado. Y por qué debía seguir estándolo cuando por la noche estuve sacándole el cordón a los pantalones del pijama con idea de anudármelo al cuello. Supongo que seguía siendo un peligro para mí mismo.
-Verá, puede ser que los resultados de orina dieran positivo por las cantidades y la mezcla de medicación que tomó. En ocasiones dan porcentajes parecidos. A veces han ingresado personas de más de setenta años con cuadros clínicos casi idénticos a intoxicaciones etílicas o de marihuana. 
A punto estuve de explicarle mi temor de haber sido violado, mi absoluta laguna mental, mi ano escocido y lo viscoso de lo que había echado al ir al baño, muy semejante al semen de Juanjo almacenado en mi intestino tras sus salvajes embestidas. Mi demencial hipótesis obtenida en otra noche de insomnio como búsqueda de explicación racional a lo que para mi hermana Bea y el resto de médicos del otro hospital era una evidencia innegable.
-¿Puedo ver sus dibujos? -me preguntó el Doctor Correa, evidenciando lo afirmativo de mi respuesta y extendiendo la mano para coger mi bloc.
Con un rictus de interés que por primera vez en toda la consulta me pareció sincero, contempló los esbozos que había estado haciendo a intervalos la madrugada anterior, después de la visita de mi madre.
-¡Vaya! ¡Es Usted un verdadero artista!
Me sonrojé.
-¿Puedo preguntarle?
Dispare. Total, ya no tenía más que ocultar.
-¿Qué representa este anillo en el dedo gordo?
Durante unos segundos de arrogancia pensé que tenía razón. Aquel esbozo a lápiz de mis pies desnudos apoyados sobre el poyete de la ventana rejada de la habitación pretendía emular la que para mí era una de las pinturas más desgarradoras de Frida Kahlo: Lo que el agua me dio.
Respondí enseñándole mi "anillo de compromiso", todavía clavado en mi dedo anular. Había querido deshacerme de él en más de una ocasión, incluso fui capaz de dejar de llevarlo por unos días pero había decidido volver a ponérmelo con idea de que actuara de vestigio (o venganza servida en plato frío) para que, cuando se hubiera encontrado lo que debería haber sido mi cadáver, quedara claro el motivo de mi decisión. Sí, supongo que, en lo más irreconocible, pretendía culpabilizarle con esas letras grabadas con su nombre en el reverso del anillo. 
Juan José.
-Me lo imaginaba -contestó el Doctor Correa para luego añadir: -Voy a hacerle otra pregunta, y me gustaría que fuera realmente honesto: ¿de verdad cree que la pérdida de una persona es motivo suficiente para intentar matarse?
No, claro que no, ahí radicaba el germen de mi locura, la distorsión de mi visión.
-Supongo que no... -dije, poco convencido y en voz baja.
-¿Le puedo preguntar por su padre, Daniel?
Le faltó tiempo. Dichoso temita del que ya empezaba a estar más que harto.
-Pregunte lo que quiera, doctor, pero...
Me arrepentí profundamente de no haber sido capaz de dar ese último salto. Salto al vacío. Fin del sufrimiento. Me pasaba madrugadas enteras con los ojos cerrados y tomando aire sentado en el borde de la ventana de la terraza lavadero de casa de mi madre queriendo saltar, contemplando embelesado el abismo a mis pies, contando a la de una a la de dos y a la de tres... Y echándome para atrás en el último momento. Era un quinto piso, moriría seguro... ¿o no? ¿podría quedarme vegetal quizá, postrado en una cama? En tal caso, ¿la pesadilla mental seguiría?
-Dígame, por favor... ¿cree Usted que va a heredar su enfermedad?
Otra vez empezar a llorar.
-No puedo decirle que existen ciertas probabilidades, Daniel, por estadística. Probabilidades de heredar mayor propensión a generar algún trastorno mental, pero no necesariamente a desarrollarlo y no necesariamente a ser más susceptible de padecerlo que cualquier otra persona sin antecedentes familiares. Y, mucho menos, no necesariamente a acabar como su padre.
-Usted también lo trató, ¿no?
-Sí, claro, era paciente y colega. Un paciente difícil, no se lo voy a negar. Llegó a mi consulta después de que varios compañeros se rindieran a seguir llevándole. Ya sabe, en casa del herrero cuchara de palo, y los médicos somos los peores enfermos. Su padre, además, era un hombre muy inteligente y, como tal, a veces arrogante y soberbio.
Aquel maldito psiquiatra estaba dando en el clavo.
-Usted no es como él, me va a permitir... Sus conocimientos, por lo que tengo entendido, son más "abstractos" que "científicos". Usted es más humanista y estoy seguro de que todo lo que dibuja y escribe son prueba de su gran capacidad de introspección y comunicación. Su padre era una pared con la que chocabas una y otra vez. No había manera de sacarle una palabra cuando se cerraba en banda y tenía un carácter violento que Usted no tiene. Además de la de su padre, Usted también tiene la información genética de otra persona. Una persona extraordinaria, con una entereza y fortaleza física y mental que ya quisiéramos muchos.
Mi madre. Mi santa madre. Mi desgraciada madre. Primero su marido, luego su hijo mayor y ahora el pequeño haciendo el tonto con pastillas.
-No creo que ella tuviera una infancia más fácil que la que tuvo su padre. Si no recuerdo mal, ella también se quedó huérfana siendo a penas adolescente. Y mírela.
-Ella cree en algo. Yo he perdido todo en lo que creía -pensé en voz alta. -Ya ni si quiera dispongo del control de mis propias emociones.
-Nadie en este mundo dispone de ello, Daniel, créame. Es humanamente imposible elegir qué sentir en cada momento. Nuestros cerebros funcionan por meros neurotransmisores electroquímicos. Los trastornos mentales son algo tan aleatorio como puede serlo cualquier otra enfermedad, con algunos condicionantes e incluso posibles desencadenantes; pero que no siempre podemos establecer.
-¿Y por qué me habla de la infancia de mis padres? Deme las pastillas nuevas y esperemos los tiempos terapeúticos. No hay más.
-Se equivoca. Claro que tiene que ser medicado y claro que tiene que reestablecerse su equilibrio mental, pero si piensa así ya podemos recetarle los mejores fármacos que no se va a recuperar.
-¿Y por qué no me tienen sedado todo el día con suero y medicado vía intravenosa? Así todos nos ahorraríamos quebraderos de cabeza y a los tres, seis, doce meses o el tiempo terapeútico que sea me despiertan y comprobamos si me han hecho efecto o no los nuevos antidepresivos.
-Estaría bien, ¿verdad? -sonrió levemente-. Los psiquiatras, a diferencia de la oleada psicologista que desde principios de siglo busca una explicación comprensible para todo el mundo en el surgimiento de cualquier trastorno mental, seguimos defendiendo nuestra profesión y nuestros tratamientos porque nos basamos en la evidencia científica de la biología del cerebro humano, que "ordena" las sensaciones de bienestar o malestar a raíz de estímulos externos. Digamos que nuestro ánimo es flexible, parte (en condiciones normales) de un estado "neutro", preparado para inclinarse hacia un lado u otro en función de los agentes externos que reciba, preparado para sentir alegría cuando recibimos una buena noticia y tristeza cuando perdemos a un ser querido; tan sencillo como cuando disfrutamos con una copa de buen vino si nos gusta el vino. Los psicólogos más extremistas recurren a la psicoterapia para rebuscar en el pasado de cada uno el origen desencadenante del trauma; por eso, siempre rastrean en los árboles genealógicos y en las historias familiares más escabrosas, en historias escondidas en el fondo de la mente, en la memoria selectiva que escoge con qué recuerdo quedarse y con cuál no, enterrándolo en la inconsciencia. Psicoterapia, regresiones hipnóticas, dinámicas personales y de grupo para tratar y explicar emociones y sentimientos que no siempre son explicables de un modo argumentado porque, en realidad, se producen en el cerebro de forma espontánea, como reacción a un estímulo, sí, pero incontrolablemente.
-Entiendo... -era verdad, su cercana y comprensible explicación me estaba resultando bastante esclarecedora.
Yo me propuse un objetivo inalcanzable y además me lo exigí con tanto ahínco que se me terminó escapando de las manos (o, seguramente, nunca estuvo bajo mi control): una absoluta represión de sentimientos y un agotador autocontrol de las emociones desde que Juanjo me dejó. Fui consciente de la pena normal y permitida por su pérdida desde el principio, la sentí, la viví, la permití y creo que hasta la compartí hasta que empecé a considerar que ya estaba siendo más de la cuenta, que estaba pasando de castaño a oscuro y empezaba a afectarme anormalmente, en mi vida cotidiana. Salta entonces la señal de "alarma" en mi cerebro que no gestiono adecuadamente por el temor a las reminiscencias de mi padre y de mi hermano. La química de mi cerebro terminó produciendo, así, uno de los sentimientos más devastadores y paralizadores del mundo: el del miedo. Y con él, la caída empicado, la culpabilidad, la autoagresión y las ideaciones suicidas.
Sugestión, pena, miedo y culpabilidad ingredientes de un cóctel de difícil digestión ante el que reacciono con la negación. No me pasa nada. Y si me pasa, lo superaré sin ayuda de nadie. Firme y quebradiza creencia de que era tan fuerte que podía con aquello. Cuando Daraquiel y la biblioteca se me vienen encima, decido en un arrebato largarme de allí, precipitadamente; hacia un macabro destino. Descabellada renuncia voluntaria a lo más sagrado para un país que se va a pique por una crisis económica: un puesto de trabajo estable. Pero en aquel momento sólo quería salir de aquel endemoniado pueblo, librarme del mal de ojo de la que por entonces todavía era mi vengativa jefa.
Me cegué buscando lo último que encontré, lo que quizá nunca tuve: la felicidad.
Sentir que has estado viviendo una completa mentira sobre la que has depositado todo tu ser es realmente jodido.
Mis neurotransmisores mentales acumulan un batiburrillo sentimental que adquiere dimensiones de bomba de relojería a punto de explotar. El sentimiento hacia Juanjo es un sentimiento boomerang que va y viene, y en el que también influyen negativamente factores propios de mi personalidad. Inseguridad, autoestima inconstante, nivel de autoexigencia demasiado alto. Vagón descarriado de montaña rusa volando por los aires después de la mayor de las negligencias.
La locura surge de la "necesidad" de encontrar qué sentir hacia él, para lo que consideré imprescindible entrar en aquella espiral sin salida de investigaciones y elucubraciones. Como si pudiera elegir un único sentimiento y desenmascarar una mentira cultivada desde hacía tanto tiempo.
El Doctor Correa me habló de una continua obsesión por mi parte: la de reafirmarme como persona autosuficiente que no necesita de nadie y que se aleja ante el menor indicio de dependencia.
Sí, no era la primera vez que ponía tierra de por medio ante una situación que no sabía afrontar.
Tendría que haber muerto cuando tuve el accidente de coche volviendo de aquel extraño fin de semana con el tal Queru, amable personaje que de haber aparecido en otro momento de mi vida podría haberse convertido en incondicional salvavidas.
Así, también empecé a creer que quizá aquel muchacho, mi compañero de celda, Carlos, estaba acercándose a mí sin malas intenciones. En un intento de supervivencia quizá.
-¿Quieres sabes por qué estoy aquí? -le pregunté, a lo que él respondió:
-Sólo si me lo quieres contar.
Narré la historia desde el principio: aquel fin de semana en Toledo que marcaría un antes y un después en mi vida.  



viernes, 6 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XLI: "Dejar ir".

XLI
DEJAR IR.

“…Ahora me besaba y me abrazaba, haciendo ruidos extraños y divertidos. Me peinaba con la mano, estirándome el pelo hacia atrás, y se detenía un instante, de tanto en tanto, para mirarme. Era delicioso. Notaba su piel fría y dura, su pecho desnudo –a pesar de lo establecido al respecto, siempre me han repugnado los hombres peludos–, e intuía por primera vez que aquello acabaría pesando sobre mí como una maldición, que aquello, todo aquello, no era más que el prólogo de una eterna, ininterrumpida ceremonia de posesión…
…Entonces comenzó la clase teórica, la primera…”.

Las edades de Lulú, Almudena Grandes.

No me la metí en la boca cuando Juanjo se desabrochó el pantalón, se bajó la cremallera y se la sacó con esa clara intención, en el coche de su padre, en nuestro segundo encuentro, por remilgo y escrúpulo más que por falta de ganas.
Era hermosa. No tan grande como él se creía. Normal. Pero arrogante, imponente. La mostraba tan orgulloso, tan erecta, que realmente resultaba apetecible.
Mi lengua se detuvo debajo de su ombligo. Quería recorrer su torso una vez más.
-Joder, ahora no puedes dejarme a medias… –refunfuñó.
Era el segundo enfado de aquel día.
El primero había sido en una de las aulas a la que entramos cuando me estuvo enseñando la que por entonces –los meses de verano que retornaba a casa de los padres para las vacaciones de la facultad– era  su morada.
Su padre era el bedel del colegio del pequeño pueblo de sierra donde vivían, y tenían allí mismo su casa (hasta entonces, pensaba que eso ya no se estilaba), en un edificio aparte, junto a la entrada al recinto escolar, pero separado de las aulas y del patio.
Un plan que sonaba interesante cuando me lo propuso, a pesar de lo poco que me gustaba sentir “estar metiéndome en familia” de alguna manera y tan pronto (relativamente, eso sí, porque aunque en su casa lo sabían, el matiz de que el mediano de los tres hermanos varones en vez de aparecer con novia alguna vez había venido acompañado de otro hombre se tapaba con ese transparente y tupido tamiz silenciador y excluyente del tabú; y, en todo, caso, habíamos acordado que yo sería presentado como un simple amigo, sin más coletillas que aunque hubiéramos querido añadir no habríamos podido).
De hecho, hizo que me quitara la gorra que llevaba puesta, una de mis preferidas por nada especial, por simple apego sentimental, cuando me recogió a la entrada del pueblo antes de que me vieran sus padres porque le pareció demasiado moña.
Una evidencia más que innecesaria, “evitable”. Fue lo que me dijo.
Él iba con su “varonil” –milimétricamente recortada– barba de tres días, sus depiladísimas, negrísimas, artificialmente finísimas cejas (él mismo reconocía que a veces se pasaba con las pinzas y que se las dejaba como las de una “boliviana putona”) y su andrógina hechura caderona, más ancha que de hombros, de glúteos prietos y respingones pero también algo afeminados.
Una vez ofendí su orgullo de machito homófobo –paradoja que se hacía comprensible al conocer un poco a su padre y percibir el latente rechazo que sentía por su hijo maricón, mientras que para su madre era su ojito derecho y, para todo el pueblo, el guapo y el listo de los tres hermanos; hechos que forjaron en la personalidad de Juanjo un raro cóctel entre narcisismo y autonegación– con  lo que pretendía ser un piropo. Le dije que cuando se quedaba dormido desnudo recostado de lado, de espaldas, me recordaba a la tersura del impoluto y terso mármol de las nalgas del Hermafrodito durmiendo del Louvre.
Siempre esquivaba el tema por un inconfesable complejo que su exceso de vanidad no podía consentir –en general, su culo era terreno vedado porque él, además, se jactaba de tener en la pareja el rol de “activo”, supongo que para sentirse así “más hombre”– y, desde aquella vez, yo aprendí a no hacer ninguna alusión más a esa parte de su cuerpo que a mí, en cambio, me chiflaba.
Cuánto cinismo e hipocresía que en aquel momento me pasaron inadvertidos, obcecado como andaba en la única idea de causar buena impresión. A él y a sus padres.

Dejar ir…

Un fin de semana en su casa, con sus padres y sus hermanos, en su colegio, que en verano estaba vacío, entero para ellos, y donde ponían una piscinita de estas desmontables y apañadísimas del Decathlon; donde podían usar las dependencias del centro educativo para poner la mesa de ping-pong, o el salón de actos para ensayar con los amigos. U organizar una liguilla en el campo de fútbol del patio. O lo que quisieran.
Un sueño recurrente en mi ideario infantil. Asaltar el cole a escondidas para conocer a los fantasmagóricos personajes que estaba convencido que lo habitaban, salidos de entre las paredes, cuando alumnos, profesores y demás personal cumplían su jornada y se iban.
Ilusión cumplida que, como siempre, al hacerse real, mucho distó de lo imaginado en mi florida visión de ingenuo renacuajo.
El aula vacía, sin más ventilación que un enano ventanuco que no se debía abrir desde que terminaron las clases a juzgar por el tufo a humedad que desprendía, improvisado gimnasio del padre (además de bedel, misógino y retrógrado era culturista aficionado, trinquete sin apenas cuello y de talante desaprobador) con unas mancuernas y una tabla de abdominales en una esquina, fue el escenario de nuestro primer beso, interrumpido espontáneamente por mí.

Dejar ir…

-¿Qué haces? ¿Por qué me apartas? –supongo que el tiempo tiñe y desvirtúa las sensaciones pasadas, pero en aquel momento le recordaba haber sido bastante desagradable conmigo–. Nunca nadie antes me había quitado la cara. ¿Crees que has venido solo a ver el colegio y a jugar al ping-pong?
Claro que no. Había ido a lo que había ido. Estaba claro. Así se estableció desde el principio con el descarado tonteo que habíamos mantenido por el chat en el que nos conocimos. Y más cuando confirmamos la mutua atracción física de vernos en las fotos de nuestros perfiles virtuales la primera vez que quedamos en persona.
Pero tampoco me parecía apropiado darnos el lote con su familia pululando por ahí, pudiendo ser sorprendidos en cualquier momento.
Cambiar recato por morbo: segunda clase teórica.
Algo que le hacía todavía más deseable, especialmente en un momento como el que yo atravesaba, de pseudo-voluntaria abstinencia sexual en plenos veinticinco, donde las hormonas masculinas viven como una segunda adolescencia (volví a los contactos por internet tras casi nueve meses esperando a que ese “alguien” se cruzara casualmente –causalmente– en mi vida, sin buscarlo expresamente en la red, cuando aún creía en las almas gemelas en otra de mis absurdas ocurrencias).
Supongo que siempre he apuntado maneras de desequilibrado. 

Dejar ir…

-¿Daniel Gerón?
Estaba tan absorto con el libro en la mano que la enfermera debió pensar que su contenido me había abducido a otro planeta. Pero, aunque así hubiera sido, que me llamara por mi apellido me reubicó inmediatamente al patético aquí y ahora.
A aquella maldita cárcel disfrazada de hospital que tan bien conocía, no solo desde hacía menos de un mes cuando había ingresado otra vez casi en las mismas condiciones. Sino desde hacía años, cuando de pequeño mi madre me llevaba a rastras para ir de visita a ver a mi padre, asiduo paciente de aquel lugar, famoso entre todos los psiquiatras de la provincia porque además de colega de profesión, era un enfermo con muy mala evolución, soberbio como él solo y con muy malas pulgas. 
-Sí, soy yo –respondí, ridículamente.
Sí, el hijo de Jorge Gerón. Sí, el hermano de Jorge Gerón. De casta le viene al galgo. ¿Qué coño quieren ahora de mí? ¿por qué no me dejan en paz?
-Ya tienes el almuerzo listo. Está en la habitación, ve antes de que se te enfríe y luego sigues leyendo.
-Ah, gracias… ¿Qué hora es?
De nuevo volvía a no tener noción del tiempo. No sabía cuánto había empleado en leer parte de Las edades de Lulú y en rememorar ese primer contacto físico con Juanjo.
-La una, niño, aquí todo se hace muy temprano, pero te acostumbrarás, ya verás. Aquí no se está tan mal.
Aquella enfermera creía saber mentir.
Que un manicomio es de los peores sitios donde uno puede estar es una verdad universal, irrefutable.
Y más para mí, que preferiría antes la guillotina.
Aquel era el peor lugar donde jamás hubiera deseado terminar.
El verme ahí metido tornaba en real el mayor de mis miedos desde que tengo uso de razón: el de volverme majara yo también y que el mal de ojo de mi jefa, mi ex jefa, se terminara de cumplir.
La locura corría por nuestra sangre desde los ancestros más remotos de mi padre. Sabía que su abuela y su madre murieron jóvenes, en unas circunstancias que nadie aclaraba nunca, legando su demencia generación tras generación. Y su hermana, mi tía, que aún vivía, estaba igual de loca que él y se encargaba de recordárnoslo cada vez que le daba por llamar a casa de mi madre y maldecir a su hermano porque, incluso muerto, seguía jodiéndole la vida, según ella.
Puede que tuviera razón.
Mi hermano Jorge y después yo. Mi padre muerto seguía presente desde el infierno.

Dejar ir…

El tal Carlos parecía estar esperándome en su cama, enfrente de la mía, para comer.
-Hoy tiene buena pinta –me dijo en un fracasado acercamiento hacia mí que yo respondí con un desganado gemido.
¿Por qué no dejaban de intentar ser simpáticos conmigo? ¿Nadie se daba cuenta de que les odiaba tanto como me odiaba a mí mismo?
El remate fue cuando entró en nuestra habitación un esperpéntico ser de casi dos metros de largo, bastante chepudo, con un hilillo de baba cayéndole por la comisura de los finos y secos labios que dejaban ver una dentadura aún más espantosa, gimoteándole a Carlos.
-Hoy no tengo nada para ti, Alfonso, lo siento. El pimiento, como mucho si quieres. Que lo demás me gusta y tengo hambre.
El loco gigante desgarbado engulló aquel pimiento frito de un sorbo, como si fuera lo último que fuera a llevarse a la boca. Visto y no visto.
Luego se vino hacia mí.
Le ofrecí mi bandeja entera. No tenía nada de hambre.
Cuando los ojos empezaron a hacerle chiribitas ante el festín que iba a meterse entre pecho y espalda, apareció una de las enfermeras:
-¡No, no! ¡Ni hablar del peluquín! –gritó cuando vio la escena–. Tú, Alfonso, a tu habitación. Y te comes lo tuyo.
-Ya me lo he comío, pero ma quedao con hambre, ompare. Mabéis puesto poco –respondió Alfonso mientras terminaba de masticar, resbalándole por la barbilla una espumosa y nauseabunda mezcla de babas y aceite de la fritanga.
-Y tú, Gerón, cómete lo tuyo. ¡Hombre ya!
Una sola palabra, bien afilada, puede hacer más daño que un navajazo en la boca del estómago.
Gerón.
Hijo de Gerón, condenado a su locura. Castigado por no haberte conmovido ante su incomprensible sufrimiento, por acusarle de llorón debilucho. Arrogancia aplastada. Cada uno de los “a mí nunca me pasará lo mismo” que me repetía desde chico retumbaban ahora en mi cabeza como martillazos, ecos lejanos y burlones.

Dejar ir…

El momento siesta en el psiquiátrico es casi un ritual. La mayoría de locos medicados tras el almuerzo con ansiolíticos, antipsicóticos, antidepresivos y demás nubla-pensamientos cuerdos y no cuerdos; van cayendo poco a poco en sus camas, para tranquilidad de las enfermeras. Más o menos hasta las cinco de la tarde, hora fijada para aquellos pacientes –no muchos– que reciban visitas de familiares o amigos.
Ahora que he estado en las dos partes, ratifico que no es agradable entrar aunque sea como visita en un manicomio.
Tardé el tiempo de sentir su mano apoyándose en mi pierna para verificar que había dejado de soñar por unos segundos y que lo que mis ojos recién abiertos estaban viendo era real y estaba pasando justo en aquel momento, fuera la hora que fuera.
Uno de los rostros de hombre más hermosos que he visto en mi vida me compadecía con una mirada tierna y vidriosa. Era guapísimo. Tenía un color de ojos que no sabría establecer, entre verde, azul y miel; un camaleónico iris que parecía el de una aparición mariana cuando el fino haz de luz que entraba desde la ventana rejada y de persianas metálicas se reflejaba sobre él.
No sé en qué idioma me estaba hablando, pero sus ininteligibles palabras se traducían en la expresividad de sus ojos, abiertos y aún encendidos.
Llevaba una pelirroja barbita de chivo y la cabeza totalmente afeitada, acentuando aún más sus perfectos rasgos.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando me tocó.
Luego se fue, sin más, y me volví a dormir.
Cuando abrí los ojos de nuevo, me topé con mi madre sentada delante de mí conteniendo las lágrimas.
-Dani… Hijo mío… Por Dios…
No soportaba verla así. No soportaba que me viera así, allí. No me soportaba. No la soportaba. Solo seguía queriendo morirme.
-¿Cómo estás? Dime algo, por favor… –me suplicó.
No podía hablar. No había palabras para dirigirme a ella después de lo que le había vuelto a hacer.
Busqué un refugio que no encontré en las sábanas.
Volvía a llorar incontrolablemente.
Y ella también.
-Lo siento, Daniel, aunque te enfades… –dijo entonces–. Te he quitado todas sus fotos de tu habitación.

Dejar ir…

-No soportaba verlo cada vez que entraba ahí para… No sé… Para lo que fuera…
Juanjo.
Dante.
¿Me habrían hecho caso?
Eso sí necesitaba saberlo, por eso pregunté sin pensar:
-¿Y Dante? ¿Se lo habéis dado?
Recordaba haberlo dicho bien claro en mi supuesta carta de despedida. Que, por favor, le devolvieran Dante a Juanjo, que nunca tendrían que habérmelo traído a mí.
Mi hermana mayor pensó que podría ayudarme el volver a tener al perro conmigo, por aquello de tener una rutina diaria de salir a la calle al menos para darle sus paseos. Mi madre, al principio, no estaba muy por la labor porque nunca le ha gustado tener animales en casa pero “por un hijo se hace lo que sea”, como ella misma dijo, y terminó aceptando.
Mi hermana Bea y mi cuñado hicieron la mitad del trayecto hasta Barcelona, y la otra mitad María, la mayor, y su marido.
Recorrieron el país casi de punta a punta en un solo fin de semana para traerme el mejor regalo de cumpleaños que nunca podría haber recibido, aunque en aquel momento solo pensaba en lo que tendría que haberle costado a Juanjo cederme su “custodia”.
Y sentía una culpabilidad que no terminaba de quitarme.
-Entérate, Daniel –mi madre adoptó un tono insólito–. Ése niño no te ha querido nunca ni la mitad de lo que se quiere a sí mismo.
Me quedé de piedra.
-Y al perro tampoco. Le llamamos. Y nos dijo que ya no podía hacerse cargo de él. No le importa, Daniel. Entérate bien y de una vez. Ni el perro ni tú. Juanjo ya tiene su vida rehecha, y tú tienes que rehacer la tuya.
Se secó los ojos, que ahora me parecieron amenazantes, para añadir:
-Nunca he odiado a nadie, Dios lo sabe. Pero te aseguro, Daniel, de verdad te digo, que no podía verle a diario en todas las fotos que tenías por toda la habitación… Lo siento de verdad… –volvía  a llorar–. Siempre me has dicho que no entendías mi incondicional entrega a tu padre, a alguien que tan poco me aportaba.
Jorge Gerón. Su presencia era casi palpable.
-Tu padre, Dani, como tú ahora, no era consciente del todo del daño que me hacía.

Fue en aquel momento, a pesar de lo extravagante de la situación, cuando mi amor por Pablo dejó de ser una cosa vaga y cómoda, fue entonces cuando empecé a tener esperanzas, y a sufrir…
…Viviría años, a partir de aquel momento, aferrada a sus palabras como a una tabla de salvación…

…Le miraba a él, y le encontraba hermoso, demasiado hermoso, demasiado grande y sabio para mí. Le habría acariciado, le habría besado y mordido, no sé por qué sentía que debía hacerle daño, atacarle, destruirle, pero tenía miedo de tocarle…

…Su sabiduría, su media sonrisa torcida, cargada de mala leche, me recordaban que le quería, que le quería terriblemente, a pesar de todo, y eso me producía insoportables deseos de volver, me hacía añorar el lazo rosa y la piel blanca, suave, aborregada, que había vestido durante tanto tiempo…

…Los dos somos ovejitas del mismo rebaño, blancas y lustrosas, mullidas, con un lacito alrededor del cuello, el mío de color rosa e insoportablemente cómodo, el suyo supongo que rosa también, aunque mucho más doloroso…”.

Si el suave lazo rosa se cambia por una correa metálica de pinchos y se ata a un riel corredero anclado al suelo que permite la “libertad” de corretear de izquierda a derecha, hasta los límites de la longitud del correaje y de la cadena en el pavimento del jardín de la casa, y si se le ata al cuello a una perra en vez de a un borrego, la cosa no cambia demasiado.
Así encadenada, en una “maravillosa” y aberrante medida ideada, por supuesto, por Juanjo, su amo, a pesar de no estar en casi todo el año haciéndose cargo de ella por estudiar en otra ciudad; me encontré a Sole, una pastora alemana que había domado, orgulloso, con “mano dura”.

Dejar ir…

César Millán, el líder de la manada, ídolo de Juanjo junto a las grandes gay porn star, eran su modelo a seguir. Y el de su padre hacia su madre, mascota igualmente adiestrada para obedecer a sus deseos y vivir en función de sus órdenes.
Un latente y denigrante machismo que siempre había criticado desde fuera y que ahora, de repente, descubría haber estado sufriendo en carnes propias.
Había calcado exactamente el papel de sumisión de su madre hacia su padre y el de incondicional entrega de la mía hacia el mío.
Reveladores datos que no supe tener en cuenta en su momento, atontado por el huracán de sexo salvaje y las ganas de encontrar por fin a ese “alguien” predestinado para mí.
Caí en su trampa de hacernos las pruebas del VIH para poder hacerlo sin protección a partir de entonces y sellar el inherente compromiso que de ello se presupone en una pareja homosexual.
Callé el dolor que me hizo la primera vez que me la metió sin condón, ese mismo día, tras recoger los resultados, sin cuidado, y sin lubricante, porque “quería probarlo ya” y empecé a ceder hasta anularme por completo.

…en un momento determinado, la víctima dejó de chillar, y comenzó a generar sonidos muy distintos, como si el dolor se diluyera de repente en sensaciones de otra naturaleza…

Ciego enamorado. Estúpido idiotizado.
Fue todo tan progresivo y sutil que, para cuando me estaba dando cuenta, había terminado loco de atar encerrado en el manicomio por suicida.
Maldito cateto de pueblo con mentalidad tan retrógrada como la de su padre, niñato malcriado y mimado, con aires de moderno y liberal cuando el azar decidió obsequiarle con un trabajo en Barcelona, cosmopolita urbe, cuna del movimiento gay nacional.
Egoísta aprovechado de mi entrega absoluta. Avispado zorro que supo sacarme hasta los ojos hasta que dejé de hacerle falta. Hasta que encontró a otra Sole, a otro Dante, a otro Dani para someterle a su juego, para adiestrarle mientras consigue hacerle creer que en su sumisión está su felicidad.

“…Con él era muy fácil atravesar la raya y regresar sana y salva al otro lado, caminar por la cuerda floja era fácil, mientras él estaba allí, sosteniéndome…

…Ya entonces había comenzado a cuestionarme la calidad de las lecciones teóricas, empezando por la primera, y me atormentaba la sospecha de que el amor y el sexo no podían coexistir como dos cosas completamente distintas, me convencí a mí misma de que el amor tenía que ser otra cosa…

…La autocompasión es una droga dura…

…La hija pródiga vuelve a casa, se tira en el suelo como una perra, reconoce públicamente sus faltas e implora el perdón del padre, a quien sabe compasivo y magnánimo…”.

Contemplando el desfile de locos insomnes que hacían cola en el control de enfermería del psiquiátrico para recibir su medicación de la noche y su vasito de leche caliente para poder dormir, tomé conciencia de dos de las cosas más importantes que me harían marcar un antes y un después en mi vida.

Dejar ir…

Una: mi madre me quería más de lo que nunca había creído.
Y dos: nadie de por sí mismo lo merece, pero menos todavía alguien como él. Nadie se merece tanto. Ni siquiera Juanjo. Y no por ser ni mala ni buena persona, todos somos egoístas a nuestra manera, sino por ser de otra calaña distinta a la mía. Por habernos desincronizado –o no haberlo estado nunca del todo– en el momento clave de la relación. El de decidir renunciar a otra posible vida o quedarte junto a la persona a la que un día prometiste regalarle el resto de tus días.

Dejar ir es darte cuenta de que algunas personas son parte de tu historia, pero no de tu destino”.
(Patricia Bogado).  



lunes, 26 de agosto de 2013

CAPÍTULO XL: Día 1. Tanatorio mental.

XL
DÍA 1.
TANATORIO MENTAL.

No podía controlarlo. Ese tembleque espasmódico me provocaba oleadas de sudor entre aquellas duras y ásperas sábanas del SAS, empapándolas de una fría humedad.
Tenía calor y frío. La cabeza me iba a explotar y pensé otra vez que me moría. Me ahogaba.
Y sentí miedo.
Intentaba parar el tiritar de mis dientes porque me estaba destrozando las mandíbulas pero solo conseguía calmarlo por unos segundos.
Enseguida volvía.
Y con él, el miedo.
Pero también cierta tranquilidad por pensar que era lo que quería, y que era lo mejor que podía pasarme. Iba a cumplir mi decisión. Mi deseo. Mi final.
Cuando sentí que estaba preparado para irme del todo, cuando mi cerebro por fin se iba apagando, volvieron con las urgencias y el guirigay.
Camilla, bofetadas, zarandeos y muchos “responde, joder”.
No veía ninguna luz al fondo de ningún túnel, pero sí que noté cierta desconexión del cuerpo.
No sabría explicarlo y, en todo caso, fue tan efímero como el tiempo que tardaron en devolverme con las descargas de los electrodos.
-¡Menudo susto!
La cara del médico era una borrosa visión de un autómata parpadeo.
Tecnicismos de nuevo. Diversidad de opiniones entre lo precipitado y lo inevitable del, por lo visto, anticipado traslado a la Unidad de Agudos.
-Ha sido un disparate que nos lo traigan sin cumplir el protocolo de espera.
-Estaban desbordados y parecía que evolucionaba bien.
-Menos mal que ha venido a avisar el compañero.
Ni me había dado cuenta de que tenía un compañero de habitación.
Una especie de zombi que arrastraba sus pasos de un lado a otro de la estancia mientras a mi me devolvían a mi cama hecho una piltrafa, con el pecho lleno de calvas circulares.
-Carlos, vuelve a avisarnos si notas algo raro, ¿vale?
El tipo que, por un momento, me recordó a Roberto Benigni pero versión tocho y rígido, inclinó la cabeza en algo interpretable como una sutil afirmación. El cuerpo nada tenía que ver con lo destartalado del actor, eran más los rasgos de la cara, la nariz sobre todo; porque tampoco se parecía en el pelo, poblado y muy rubio. Aun con la cara de sedación se veía que tuvo que ser guapo y tenía una mirada escudriñadora que antes de la medicación también debió ser simpática.
Y era joven, diría que como yo.
¿Qué le habría pasado?
Él se estaría preguntando lo mismo de mí, pero ninguno de los dos nos atrevimos a comentarlo. Los psiquiátricos son como las cárceles, entras sin saber del todo cuándo vas a salir y con la latente premisa de no preguntar para no ser preguntado.
-¿Estás bien?
No quise o no pude responder.
-Creía que te morías, tío –añadió.
Ésa era la intención, pensé.
Luego recordé alguno de los testimonios y alguna de las “recomendaciones” obtenidas tras horas de rastreo en internet por los no pocos foros, blogs y chats que hay sobre el tema del suicidio.
Las pastillas no te van a matar. Como mucho te dejan tonto o vegetal.
Volvía a sentirme estúpido y avergonzado.
Loco y tonto. Y a lo mejor con sida.
Si me había dejado violar para que me dieran la metadona, dios sabe qué me podrían haber contagiado.
Intenté descubrir si seguía sintiendo escozor o no pero estaba tan cansado que supongo que me dormí.
Lo que creía había sido una cabezada resultó una jornada completa, o más. No tenía noción alguna del tiempo.
El caso es que las auxiliares aparecieron para traernos los pijamas limpios, las esponjas jabonosas enrolladas y metidas en un vasito de plástico cuyo fondo contenía un poco de jabón líquido.
-Eso es el champú –me dijo la auxiliar cuando sostuve torpemente el vaso en la mano. –¿Cómo estás, guapo?
Debió notar que me ruboricé, porque añadió:
-La esponja la mojas y te hace espuma. Aquí te dejo la toalla y ahora os traemos la ducha, ¿vale?
-Gracias –acerté a decir. Parecía que podía hablar.
-¡El desayuno! –se escuchó desde fuera, junto al traqueteo del carro con las bandejas.
-¡Buenos días! ¿Qué tal hemos amanecido hoy?
Todos los sonidos me parecían magnificados y el movimiento de todo como a cámara rápida.
-Muy bien, Marta. ¿Y vosotras? ¿cómo ha ido la guardia?
-Bien, Carlos, tú sabes, como siempre, hubiera estado mejor tirada en el sofá de casa, qué te voy a decir –respondió la auxiliar, riendo.
Aquel ambiente de calidez en un sitio que tan frío se me hacía me descolocaba y me incomodaba mucho.
No quería estar ahí. Ni allí. Ni en ningún sitio.
-¿Puedes levantarte, Daniel?
Me incorporé un poco y me mareé.
-Pero despacito, chiquillo, que llevas dos días dormido.
Dos días. Por fin algún dato de tiempo.
Volví a intentarlo. Todo respondía. Los músculos, algo doloridos, y las articulaciones, oxidadas y renqueantes del chute, se iban engranando poco a poco. Me senté en el borde de la cama y sentí el frío del suelo en la planta de los pies.
-¿Te traigo unas zapatillas? –la tal Marta parecía y, de hecho era, muy agradable. –El médico ha dicho que ya puedes levantarte y probar a comer algo a ver qué tal te cae.
Café descafeinado soluble, un vaso térmico con leche hirviendo, un bollito de pan, una tarrinita individual de mantequilla y otra de mermelada de ciruela y dos kiwis.
-También ha dicho que convendría que fueras al baño –sonrió, apuntando a la fruta y mirando a Carlos, quien respondió con un guiño cómplice.
Me preguntó que si quería que me ayudaran a ducharme, a lo que yo dije inmediatamente que no. Todavía me quedaba algo de pudor.
Viéndome reflejado en el enorme espejo de encima del lavabo, cuando me desnudé para meterme en la ducha, me eché a llorar.
Era un monstruo escuálido y desgarbado, con las costillas y las vértebras a punto de rajar la pálida y estirada piel que las envolvía, dejando entrever un ridículo esqueleto.
Tenía como moratones en las piernas y el pene tan encogido y replegado por su propia piel que apenas asomaba entre la mata de largo y rizado pelo negro que lo rodeaba. Los antebrazos, igualmente canijos, remarcaban las venas más que nunca, picadas de tanto suero y ¿tanta droga?
El agua resbalándome por encima me pareció un bálsamo regenerador. Tenía la temperatura perfecta y por primera vez en no sé cuánto sentí algo placentero.
Aunque la sensación de limpieza fue solo por fuera.
Seguía hecho mierda entre avergonzamiento, remordimientos, culpas y temores.
Apenas levanté la mirada mientras el mismo psiquiatra del otro ingreso volvía a pasarme consulta.
Tenía las uñas de las manos destrozadas. Ya no había de dónde morder.
-¿Cómo te encuentras hoy, Daniel? –me preguntó.
Me encogí de hombros.
-Veo que no tienes muchas ganas de hablar, ¿no?
Qué perspicaz.
-Solo dime si sabes por qué estás aquí.
-Por lo mismo de la otra vez –contesté, cuando, por primera vez, le miré y vi sus ojos clavados en su ordenador, seguramente comprobando mi demencial historial.
De vuelta a la habitación seguía con la cabeza gacha. No sabía muy bien si iba a saber encontrarla. No me ubicaba en aquel largo pasillo. Deambulando, además de esquivar a los demás locos, que también se apartaban de mí, llegué a lo que según rezaba en el desteñido cartel de la entrada era la “Sala de Tv”.
Una alta y ancha estantería de escayola con puertas de cristal y alguna cajonera ocupaba toda la pared del fondo con, además de la pantalla de plasma, unas cuantas enciclopedias polvorientas, muchos libros desordenados y varias novelas arremolinadas sin ningún tipo de criterio.
Libros. Catalogación. Biblioteca. Pasado glorioso. Presente ruinoso.
Busqué el volumen de la “m” en el diccionario enciclopédico larouse que había, pesado como una losa.

Metadona: 1. f. Med. Compuesto químico sintético, de propiedades analgésicas y estupefacientes semejantes a las de la morfina, pero no adictivo, por lo que se utiliza en el tratamiento de la adicción a la heroína.

Pues vaya novedad. No ponía nada de su composición ni de su modo de administración.
Ni yo me había atrevido a decirle nada ni el médico me había preguntado nada de ese tema.
Seguí echando una ojeada a los libros que había en aquella caótica e improvisada biblioteca e, instintivamente, eché mano de uno que bien conocía.
Almudena Grandes. Las edades de Lulú.
Un libro que tanto me había marcado. Una elección para la última guía de lectura que diseñé para la biblioteca de Daraquiel, el último verano. Una temática que pude elegir, sorprendentemente, con la libertad absoluta que me dio mi jefa para hacerlo. Mi ex jefa.
Amira, que bien me conoce, reconoció el punto masoquista del motivo elegido para aquella recopilación bibliográfica.
“Un verano de amor” pretendía recoger los grandes dramas amorosos de la Historia de la literatura y el cine, las novelas rosa de Danielle Steel, los clásicos, relatos eróticos y de amores apasionados.
Lecturas con las que estuve fustigándome los apenas dos meses de verano que aguanté en Daraquiel antes de la fatal decisión de la renuncia irrevocable a mi puesto de trabajo.
Me quedé toda la mañana releyéndolo, sentado en una silla de plástico que había en la terraza, justo en la puerta contigua a la de la sala de televisión, con vistas al exterior, acristaladas por supuesto para evitar indeseables arrojos al vacío. Todo en aquel hospital estaba a prueba de intentos suicidas. Lo que, en realidad, no hacía más que recordarte continuamente que te querías morir.
Mis ojos tardaron unos minutos en reacostumbrarse a la luz del día, y tuve que leer varias veces el primer párrafo para concentrarme, pero al final pude regresar a aquella desgarradora historia. Incluso a identificarme con el tipo de relación borreguil y aborregada de Lulú hacia Pablo, y a lo mejor de él hacia ella.
El Dani obediente como un borrego, sumiso, manso.
Los dos aborregados, gregarios, víctimas de una subcultura igualmente estereotipada de roles sexistas.
Lulú y Pablo.
Yo y Juanjo.
Las relaciones homosexuales no distan tanto de las heterosexuales porque los sentimientos son igualmente humanos. Y nos hemos criado con la misma educación anquilosada en modelos más culturales que naturales.
En una sociedad eminentemente coitocéntrica, que además sigue rindiendo culto al falo como a una deidad, con todos los complejos y ridículas superioridades que eso supone. La operadísima y teñidísima rubia con “cara de guarra” que se arrodilla, se postra, en las películas porno para heterosexuales para chupársela al imponente macho dominante que despliega, orgullosos y triunfante, su miembro representa exactamente lo mismo que el depiladísimo y fibradísimo hombre andrógino de las películas para gays –o peludo mamotreto de bíceps y pectorales hinchados de anabolizantes– que se esclaviza-sodomiza a merced de las órdenes de su amo.
La entrega, la sumisión, dominación, la dependencia, el grado de esclavitud que se puede alcanzar, el nivel de locura que se puede rozar; esas cosas le pasan a gays y a heterosexuales del mismo modo.