viernes, 21 de septiembre de 2012

CAPÍTULO XXXIII: Miserias, miedo a la soledad y otros fantasmas. Santería contra el mal de ojo en la Isleta del Moro.

XXXIII
MISERIAS, MIEDO A LA SOLEDAD Y OTROS FANTASMAS.
SANTERÍA CONTRA EL MAL DE OJO EN LA ISLETA DEL MORO.

            Mientras yo seguía llorando mi mal de amores por los rincones del litoral almeriense, Paz intentaba disfrutar y seguir descubriendo bellos parajes donde prometer volver algún día o, mejor incluso, irse a vivir con Tree en un futuro mejor. Tirando casi a rastras de su apesadumbrado compañero de viaje consiguió llegar al pequeño pueblo pesquero de La Isleta del Moro que, según me contaba en su infatigable y vano intento de evadirme de la pena, debía su nombre a la isleta situada junto al gran peñón, a pocos metros de la playa, habitada en su tiempo por árabes y feroces piratas venidos de África en busca de recónditos tesoros.
            Fue en el mirador al que llegamos tras pasar la plaza del pueblo y subir una pequeña cuesta, con la vista puesta en su blanca arquitectura de líneas puras, sencillas y mediterráneas, donde Paz vio aquel papel pegado en el cartel de información turística sobre la playa y la Cala del Peñón Blanco.

            Se alquila casa o abitaciones. 20 euro. Y se hechan las cartas. Tarot y médium. La voluntá.

            -¿Veinte euros? –exclamó sorprendida– ¿Dónde será eso? Dani, tenemos que ir a verlo.
            Dicho y hecho. A los cinco minutos habíamos vuelto a la plaza del pueblo a preguntar por la casa en alquiler regentada por la tarotista.
            -¿Ésa? ¿adivinar el futuro? –comentó en tono de burla el señor al que le preguntamos, mientras se incorporaba de la silla de playa donde plácidamente tomaba el fresco –Ésa adivina lo mismo que yo. Vamos, te lo digo porque soy su hermano y conmigo no ha acertado ni una –concluyó entre risas.
            A pesar de la poca profesionalidad que demostraba el cartel y de la nefasta presentación con la que su propio hermano la anunciaba, Paz seguía queriendo ir a verla. Y yo sabía que no era solo por preguntar el tema del alquiler.
            La fachada de la casa terminaba de demostrar la evidencia. Una figurita de un buda de los chinos flanqueada por sendos portavelas de plástico reposaba sobre el quicio de una de las ventanas. La parte de arriba de la puerta de entrada estaba adornada con una tela de lentejuelas que en su día debieron brillar pero que, con el tiempo y el desgaste del sol, ya estaban más que descoloridas. Cortinas amarillas, igualmente desgastadas, y una verja en azul casi fosforito accedían a una especie de zaguán al que salió a recibirnos un perro con muy malas pulgas, en todos los sentidos de la expresión, en el figurado y en el literal.
            -¡Ay, Dani, cuidado con la Tree!
            -Sí, Paz, no te preocupes, la llevo atada –respondí.
            El colmo del esperpento salió por la puerta en forma de mujer vestida con larga túnica al más puro estilo Rappel, gorda como ella sola y con un bigotazo negro azabache a juego con las raíces de sus zarrapastrosos pelos mal teñidos, casi descoloridos, con un naranja marronáceo, cubiertos por indescriptibles capas de grasa.
            -Hola –dijo abriendo mucho los ojos y ladeando la cabeza a la izquierda –¿En qué puede ayudaros esta servidora de Dios? –añadió, mientras dejaba encajada la puerta tras de sí.
            -Hola, buenas tardes –respondió Paz, muy propia –Hemos visto el cartel y queríamos preguntar por lo del alquiler.
            -Ah… sí. Sí… Dime, cariño, ¿qué querías saber?
            -Pues… ¿Los veinte euros es por la casa o por habitación?
            -Pero, a ver, querida, ¿para cuándo sería? ¿Qué sería, para vosotros dos?
            -Sí… No… –Paz titubeó –Bueno, no sé, solo queríamos saber. Me gusta mucho esta zona y es posible que vuelva pronto. Y me encantaría alojarme unos días en este pueblo.
            -Sí, pues sería veinte euros por persona. Pero… ¿para cuántos días sería?
Entre que la una no parecía dispuesta a dar mucha información y la otra no era capaz de preguntar claramente lo que quería saber, aquello empezaba a parecer un diálogo de besugos. Para rematar, algo o alguien empezó a empujar la puerta desde dentro.
-Espera, mamá, que estoy con una visita –le dijo la médium en voz baja a la fantasmagórica presencia que pedía salir de su hogareño encierro –Perdonad, es que a veces se pone un poco pesada. Vamos a dar un paseo mejor y seguimos hablando.
Casi de una patada, metió al perro pulgoso en la casa. Al pobre solo le dio tiempo de quejarse con un lastimero y apagado ladrido. Luego cerró bruscamente la puerta, dándole literalmente de bruces a la madre, que desde dentro seguía intentando salir seguramente para otear el panorama de los forasteros y curiosos visitantes. Andamos en dirección a la plaza de nuevo.
Paz por fin se atrevió a preguntar.
-Y he visto que también echa usted las cartas, ¿no?
La pitonisa cambió su semblante, supongo que para conseguir cierto aire de misticismo.
-Sí, querida, claro que sí… –respondió– Además, que a ti te hace mucha falta porque lo estás pasando muy mal desde hace tiempo.
A Paz le faltó tiempo para empezar a llorar. La bruja arácnida apenas había tenido que tejer algunos centímetros de su tela para atrapar a su fácil presa.
Después de consultarme a mi y cerciorarnos de que “la consulta” “solo” iban a ser diez euros “aunque no me gusta pedir nada, pero tengo un niño que alimentar”, nos dirigimos a la casa. Una auténtica pocilga. El olor era casi insoportable. El cerco entre amarillento y marrón de los sillones en los que nos invitó a sentarnos hacía temer un inminente contagio de ladillas o de cualquier otro parásito parecido y las humedades de las paredes rezumaban putrefacción por todos los poros. La madre había resultado ser una calcomanía de la hija solo que en tamaño compacto y aún más rechoncho si cabe, y de nuevo fue apartada a otra habitación.
-Necesito un poco de concentración, ¿sabes? –dijo, dirigiéndose a mi y confirmando lo que yo ya venía sospechando, que hubiera preferido que entrara Paz sola –Voy a limpiar un poco el ambiente con unas barras de incienso –concluyó.
Con unas barras de incienso y unos cuantos litros de amoníaco, bonita, pensé. Por primera vez en días encontré algo cómico en mi vida. La situación lo era aunque Paz estuviera llorando desconsoladamente, a punto de contar su drama familiar a aquella desconocida adivinadora que no iba a tener que hacer ningún esfuerzo para destapar su historia.
-A ti te han echado un mal de ojo. Alguien que te quiere muy mal –fue su única predicción.
Su hermanastra, evidentemente. Y a raíz de ahí, el llanto de Paz se convirtió en desahogo, con una espeluznante narración protagonizada por las supersticiones de una madre en extremo religiosa, un padre autoritario y un tío que violaba a cuñada y sobrinas día sí y día también sin ningún tipo de escrúpulo. Unas rencillas de miedo, odio, rencor y venganza que no podían terminar de peor manera. Dramática muerte del padre en extrañas circunstancias, el precoz suicidio de la madre y la desquiciada decisión de un juez de dar al tío depravado la tutela de las menores huérfanas y el control absoluto sobre el negocio familiar de la imprenta. Una bomba de relojería que no tardaría en explotar.
El ambiente ya de por sí viciado de aquella casa se hacía más irrespirable con el humo del incienso. Tree jadeaba asfixiada y los goterones de sudor resbalaban lentos y pesados por el pelo de la tarotista.
-Todo el mal que te está pasando, óyeme, mi niña, todo ese mal es por las malas ideas de tu hermana –ahora parecía querer tomar un tono metafísico–. Ella te ha echado un mal de ojo. Pero no te preocupes que yo te voy a dar un conjuro para que todo ese mal se vuelva en su contra.
El conjuro remataba la guinda del pastel. Unas indicaciones sin pies ni cabeza, que se contradecían entre sí, improvisadas descaradamente sobre la marcha. La vela primero tenía que ser blanca, pero luego daba igual si era marrón, lo importante es que fuera en tonos tierra, el papel con el nombre de la hermanastra escrito primero había que quemarlo y luego resultaba que no, que tenía que ser roto en cuatro trozos, tenía que fregar el suelo todos los días con agua, solo agua, bueno si le echaba algún limpiador no pasaba nada, pero no, solo agua mejor. Unas pautas tan poco claras y fiables como quien las estaba dando. Lo más asombroso era que Paz escuchaba atenta y obedientemente, convencida de que aquello fuera a surtir algún tipo de efecto.
-Y otra cosa te voy a decir, ya para terminar –de alguna manera tenía que hacer ver que se ganaba los diez euros –Tu novio te tiene que dar más compañía –se refería a mi, como la recepcionista del cámping, solo que en su caso la metedura de pata era doble por sus supuestas dotes adivinatorias –Y tú a él. Porque estáis los dos muy solos. Y si él quisiera, también podría mirarle porque a él también le han echado un mal de ojo.
-No, no, gracias, otro día si no –intervine rápidamente, porque estaba deseando salir de allí y volver a respirar aire puro.
El momento del pago se desarrolló sin problemas, y al final fueron los diez euros acordados desde el principio. Aunque la mujer soltó una pequeña indirecta como dando a entender que si se le quería dar más, se le podía dar sin problemas, que como vivía de aquello pasaba mucha necesidad. De hambre no sería desde luego, menuda farsante.
Para terminar, le dijo a Paz que si quería volviera al día siguiente para darle un agua bendecida que se pudiera llevar a casa.
Conduciendo de camino al cámping, íbamos los dos en silencio, llorando. Yo decidí respetar la fe de Paz. Si haber hablado con aquella mujer y llevar a cabo ese conjuro le iba a hacer sentir mejor, estupendo. Aunque me costaba creer que alguien tan inteligente como ella creyera tan clamorosa mentira. Seguramente había sido más el desahogo y quizá también una manera de reclamar mi atención.
De la sarta de tonterías que había dicho aquella pitonisa de tres al cuarto, solo tenía razón en dos cosas. Lo tremendamente solos que nos sentíamos en aquel momento Paz y yo y la imposibilidad que teníamos para ayudarnos el uno al otro.
Eso y quizá también en que a los dos nos habían echado un mal de ojo.