XXVII
PAZ Y UN QUIJOTE
EN BARCELONA.
(1ª parte)
-Arte vivo, pero no en
movimiento.
Pasear por La Rambla con Paz era
diferente. Diferente a cuando lo hacía con Dante por las mañanas, antes de
empezar nuestra ruta diaria de patinaje. Andaba más pendiente del reloj y de
llegar a tiempo al piso para preparar la comida y que Juanjo pudiera apurar
–los días que venía a comer– un poco más su siesta, que de pararme a mirar.
Diferente también de las veces que lo hacíamos los dos. Me había vuelto tan
práctico como él. Siempre iba a los sitios a tiro hecho, sin apenas prestar atención
al rebosante trasiego de personas, arte y vida con que siempre cuenta tan
emblemático lugar de la ciudad.
Cuando pasas a diario por ahí, la belleza de aquello
puede llegar a convertirse en rutinaria. Terminas minimizando tus sentidos,
concentrándolos en esquivar guiris y aprovechar los pocos huecos libres que se
van abriendo entre las multitudes de japoneses fotografiándolo todo para poder
seguir avanzando en tu camino, siempre con prisas.
-Son fascinantes. Mira sus caras.
Qué conseguido el maquillaje, la ropa... –Paz se deleitaba con cada uno de los
mimos, muchos menos que hace años por una medida preventiva del Ajuntament ante
la previsible masificación de nuevos buscavidas por la Crisis, tal y como
empezó a contarnos un hombre cuando ella le preguntó. Coincidió que aquel
destartalado señor estaba tan dispuesto como Paz a profundizar en una
conversación desproporcionadamente íntima como para acabar de conocerse.
A ella le encantaba hablar de su vida con
cualquiera, así que no tardó en explicarle lo de su desahucio y agradecer la
oportunidad de conocer Barcelona que yo le había dado ofreciéndole alojamiento.
Un par de semanas como mucho. Ni una más. Fue el pacto al que llegué con
Juanjo. En mi favor, alegué que me daba un poco de miedo subir sólo con el
coche cargado y que si ella (y Tree) venía conmigo, se me haría más llevadero. De
todas formas Paz no iba a poder quedarse mucho tiempo, tenía que volver pronto
para arreglar papeles, decidir qué hacía con su imprenta y emprender las
medidas legales que un abogado de oficio pudiera ofrecerle contra su
hermanastra.
Emprendimos la odisea desde La Mancha hasta
Barcelona con el coche hasta arriba, casi sin visibilidad por el retrovisor, la
perra a los pies de Paz en el asiento del copiloto sin ningún tipo de arnés reglamentario
y no pocas anécdotas en un viaje largo y arriesgado por el números de multas
que nos podrían haber puesto si nos hubieran parado para hacernos un control. Cosa
que, afortunadamente, no ocurrió y pudimos llegar a nuestro destino, exhaustos
pero sanos y salvos.
-¡Manchega es Usted! –exclamó el
señor cuando se enteró, y empezó a hacer torpes aspavientos con el brazo –Pues
ahí tiene a su Don Quijote... –concluyó, señalando a otro mimo que estaba más
adelante.
Se había ingeniado el personaje
consiguiendo el efecto de ir montado en Rocinante con una larga túnica gris
perla y con destellos brillantes que arrastraba hasta el suelo. De entre sus
piernas, asomaba la cabeza del caballo, un poco despeluzado seguramente por el
vapuleo que le daba cada vez que alguien le echaba una moneda. El Quijote se
ponía en pie de un salto y el animal parecía cobrar vida zarandeando la cabeza
de un lado a otro. Una interpretación no demasiado espectacular pero que
provocó en Paz unas enormes carcajadas.
-¿Tienes una moneda? –me preguntó
inmediatamente.
Le faltó tiempo para echársela y
acercarse a él con intención de hacer el mimo ella también.
-¿Puedo ser tu Sancho Panza? –le
preguntó con descaro.
El público asistente empezó a reír.
Sin haber obtenido más respuesta que
el desconcierto, Paz se colocó junto a Don Quijote y adoptó una extraña
postura, permaneciendo inmóvil hasta que el primer valiente se decidió a echar
la primera moneda. El ingenioso hidalgo repitió su número pero de una manera
más pausada para ver la reacción de su nueva e imprevista acompañante.
Paz agitó la cabeza como Rocinante y
empezó a dar brincos simulando ir al galope, moviendo los ojos en círculos a lo
Marujita Díaz y sacando la lengua.
Una disparatada intervención que
pareció gustar porque hizo aumentar, en cuestión de segundos, la cantidad de
monedas entregadas y de espectadores que se paraban a ver el número. Paz
cambiaba su interpretación con cada nueva moneda, demostrando una vez más su
asombrosa capacidad de improvisación. Y el Quijote parecía ir aprobando su
compañía, aunque sólo fuera por rentabilidad.
Cuando llegó la hora del bocadillo y
la mayor parte de público fue en busca de algún restaurante o una terraza donde
sentarse a comer, el mimo nos contó su historia respondiendo a las insistentes
preguntas de Paz. ¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Siempre ha hecho de mimo? ¿Se
necesita algún permiso? ¿Se gana la vida con esto? ¿Qué hacía antes?
Una fascinante narración que
comenzaba el 23 de enero de 1939. Justo tres días antes de que las tropas fascistas
entraran en Barcelona por la Avinguda Diagonal, provocando a su paso más
de setenta mil muertos.
-Un grupo de escritores e intelectuales
pertenecientes a la Institució de les Lletres Catalanes emprendió su
salida para un exilio que, en principio, se preveía corto –el mimo hablaba con
un extraño acento entre catalán y argentino–, usando como medio de transporte
un camión del ejército acondicionado como biblioteca móvil por el Departament
de Cultura de la Generalitat de Catalunya para llevar libros en
préstamo a los soldados que luchaban en el frente. Era el Bibliobús de la
Llibertat –parecía estar leyendo un
libro, nunca mejor dicho.
Sorprendente coincidencia. Apropiado
discurso para el momento que estábamos viviendo, tanto Paz como yo.
-Encabezados por Miquel Joseph i
Mayol; Pompeu Fabra, Antoni Rovira i Virgili, Joan Oliver, Mercè Rodoreda,
junto con sus familias, y algunos otros, entre los que estaban mis abuelos –eso
aseguraba él, porque así vestido le faltaba credibilidad y sonaba un poco a
delirio quijotesco–, se aventuraron, faltos de organización y desconcertados
por el momento de caos y de derrota nacional que se vivía, en el camino hacia
la libertad, en el éxodo que los llevaría hasta el exilio. Una trágica
experiencia que para muchos de ellos significaría el adiós definitivo a
Cataluña.
Aproveché la pausa que hizo Don
Quijote para comprar un par de menús en el Burguer King que teníamos
detrás y avisar a Juanjo de que no íbamos a ir a almorzar, que le había dejado
la comida preparada y sólo tenía que calentarla. Cuando volví, compartimos las
patatas y los refrescos y seguimos escuchando la historia del mimo.
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