martes, 12 de noviembre de 2013

CAPÍTULO XLII: Día 2. Terapia: el Doctor Correa.

XLII.
DÍA 2.
TERAPIA: EL DOCTOR CORREA Y CARLOS.

Por un momento llegué a creer que sería distinto, que igual me estaba equivocando al haber metido en el mismo saco a todos los profesionales de la salud mental pero al final, como siempre, antes o después, el camello que todo psiquiatra lleva dentro terminó saliendo.
-Bueno, Daniel, vamos a retomar el tratamiento después de estos días de desintoxicación. Para irnos regulando, si le parece.
No, no me parece pero... ¿acaso mi opinión importa algo?
-Vale.
Bajé la cabeza para enfocar mi mirada en el bloc de dibujo que tenía entre las manos, apoyado en el regazo. Me lo había traído mi madre junto al estuche por si me apetecía dibujar, ya que esa era una de las pocas opciones de materiales de ocio traídos del mundo exterior que permitían en el manicomio (aún así, me fue confiscado el sacapuntas por su cuchilla, susceptible de ser usada como arma suicida).
-¿Y lo de la metadona? -pregunté cuando esquivé suficientemente su mirada.
-Daniel... ¿consume Usted drogas?
No entendía ese tratamiento de Usted, estúpida e innecesaria cortesía para tratar a un paciente, un loco de mierda. 
-No... No que yo sepa -respondí.
Abrí el bloc para revisar el dibujo que había estado haciendo antes de que amaneciera, antes de que llegaran las enfermeras con todos los avíos para la ducha. Cárcel diseñada para evitar todo intento suicida: ni siquiera nos dejaban en la placa de ducha las alcachofas con su cordón, inofensivo utensilio que allí se consideraba una posible soga para ahorcarse. Cuando así lo entendí sin que nadie me lo explicara comprendí justamente por qué estaba allí encerrado. Y por qué debía seguir estándolo cuando por la noche estuve sacándole el cordón a los pantalones del pijama con idea de anudármelo al cuello. Supongo que seguía siendo un peligro para mí mismo.
-Verá, puede ser que los resultados de orina dieran positivo por las cantidades y la mezcla de medicación que tomó. En ocasiones dan porcentajes parecidos. A veces han ingresado personas de más de setenta años con cuadros clínicos casi idénticos a intoxicaciones etílicas o de marihuana. 
A punto estuve de explicarle mi temor de haber sido violado, mi absoluta laguna mental, mi ano escocido y lo viscoso de lo que había echado al ir al baño, muy semejante al semen de Juanjo almacenado en mi intestino tras sus salvajes embestidas. Mi demencial hipótesis obtenida en otra noche de insomnio como búsqueda de explicación racional a lo que para mi hermana Bea y el resto de médicos del otro hospital era una evidencia innegable.
-¿Puedo ver sus dibujos? -me preguntó el Doctor Correa, evidenciando lo afirmativo de mi respuesta y extendiendo la mano para coger mi bloc.
Con un rictus de interés que por primera vez en toda la consulta me pareció sincero, contempló los esbozos que había estado haciendo a intervalos la madrugada anterior, después de la visita de mi madre.
-¡Vaya! ¡Es Usted un verdadero artista!
Me sonrojé.
-¿Puedo preguntarle?
Dispare. Total, ya no tenía más que ocultar.
-¿Qué representa este anillo en el dedo gordo?
Durante unos segundos de arrogancia pensé que tenía razón. Aquel esbozo a lápiz de mis pies desnudos apoyados sobre el poyete de la ventana rejada de la habitación pretendía emular la que para mí era una de las pinturas más desgarradoras de Frida Kahlo: Lo que el agua me dio.
Respondí enseñándole mi "anillo de compromiso", todavía clavado en mi dedo anular. Había querido deshacerme de él en más de una ocasión, incluso fui capaz de dejar de llevarlo por unos días pero había decidido volver a ponérmelo con idea de que actuara de vestigio (o venganza servida en plato frío) para que, cuando se hubiera encontrado lo que debería haber sido mi cadáver, quedara claro el motivo de mi decisión. Sí, supongo que, en lo más irreconocible, pretendía culpabilizarle con esas letras grabadas con su nombre en el reverso del anillo. 
Juan José.
-Me lo imaginaba -contestó el Doctor Correa para luego añadir: -Voy a hacerle otra pregunta, y me gustaría que fuera realmente honesto: ¿de verdad cree que la pérdida de una persona es motivo suficiente para intentar matarse?
No, claro que no, ahí radicaba el germen de mi locura, la distorsión de mi visión.
-Supongo que no... -dije, poco convencido y en voz baja.
-¿Le puedo preguntar por su padre, Daniel?
Le faltó tiempo. Dichoso temita del que ya empezaba a estar más que harto.
-Pregunte lo que quiera, doctor, pero...
Me arrepentí profundamente de no haber sido capaz de dar ese último salto. Salto al vacío. Fin del sufrimiento. Me pasaba madrugadas enteras con los ojos cerrados y tomando aire sentado en el borde de la ventana de la terraza lavadero de casa de mi madre queriendo saltar, contemplando embelesado el abismo a mis pies, contando a la de una a la de dos y a la de tres... Y echándome para atrás en el último momento. Era un quinto piso, moriría seguro... ¿o no? ¿podría quedarme vegetal quizá, postrado en una cama? En tal caso, ¿la pesadilla mental seguiría?
-Dígame, por favor... ¿cree Usted que va a heredar su enfermedad?
Otra vez empezar a llorar.
-No puedo decirle que existen ciertas probabilidades, Daniel, por estadística. Probabilidades de heredar mayor propensión a generar algún trastorno mental, pero no necesariamente a desarrollarlo y no necesariamente a ser más susceptible de padecerlo que cualquier otra persona sin antecedentes familiares. Y, mucho menos, no necesariamente a acabar como su padre.
-Usted también lo trató, ¿no?
-Sí, claro, era paciente y colega. Un paciente difícil, no se lo voy a negar. Llegó a mi consulta después de que varios compañeros se rindieran a seguir llevándole. Ya sabe, en casa del herrero cuchara de palo, y los médicos somos los peores enfermos. Su padre, además, era un hombre muy inteligente y, como tal, a veces arrogante y soberbio.
Aquel maldito psiquiatra estaba dando en el clavo.
-Usted no es como él, me va a permitir... Sus conocimientos, por lo que tengo entendido, son más "abstractos" que "científicos". Usted es más humanista y estoy seguro de que todo lo que dibuja y escribe son prueba de su gran capacidad de introspección y comunicación. Su padre era una pared con la que chocabas una y otra vez. No había manera de sacarle una palabra cuando se cerraba en banda y tenía un carácter violento que Usted no tiene. Además de la de su padre, Usted también tiene la información genética de otra persona. Una persona extraordinaria, con una entereza y fortaleza física y mental que ya quisiéramos muchos.
Mi madre. Mi santa madre. Mi desgraciada madre. Primero su marido, luego su hijo mayor y ahora el pequeño haciendo el tonto con pastillas.
-No creo que ella tuviera una infancia más fácil que la que tuvo su padre. Si no recuerdo mal, ella también se quedó huérfana siendo a penas adolescente. Y mírela.
-Ella cree en algo. Yo he perdido todo en lo que creía -pensé en voz alta. -Ya ni si quiera dispongo del control de mis propias emociones.
-Nadie en este mundo dispone de ello, Daniel, créame. Es humanamente imposible elegir qué sentir en cada momento. Nuestros cerebros funcionan por meros neurotransmisores electroquímicos. Los trastornos mentales son algo tan aleatorio como puede serlo cualquier otra enfermedad, con algunos condicionantes e incluso posibles desencadenantes; pero que no siempre podemos establecer.
-¿Y por qué me habla de la infancia de mis padres? Deme las pastillas nuevas y esperemos los tiempos terapeúticos. No hay más.
-Se equivoca. Claro que tiene que ser medicado y claro que tiene que reestablecerse su equilibrio mental, pero si piensa así ya podemos recetarle los mejores fármacos que no se va a recuperar.
-¿Y por qué no me tienen sedado todo el día con suero y medicado vía intravenosa? Así todos nos ahorraríamos quebraderos de cabeza y a los tres, seis, doce meses o el tiempo terapeútico que sea me despiertan y comprobamos si me han hecho efecto o no los nuevos antidepresivos.
-Estaría bien, ¿verdad? -sonrió levemente-. Los psiquiatras, a diferencia de la oleada psicologista que desde principios de siglo busca una explicación comprensible para todo el mundo en el surgimiento de cualquier trastorno mental, seguimos defendiendo nuestra profesión y nuestros tratamientos porque nos basamos en la evidencia científica de la biología del cerebro humano, que "ordena" las sensaciones de bienestar o malestar a raíz de estímulos externos. Digamos que nuestro ánimo es flexible, parte (en condiciones normales) de un estado "neutro", preparado para inclinarse hacia un lado u otro en función de los agentes externos que reciba, preparado para sentir alegría cuando recibimos una buena noticia y tristeza cuando perdemos a un ser querido; tan sencillo como cuando disfrutamos con una copa de buen vino si nos gusta el vino. Los psicólogos más extremistas recurren a la psicoterapia para rebuscar en el pasado de cada uno el origen desencadenante del trauma; por eso, siempre rastrean en los árboles genealógicos y en las historias familiares más escabrosas, en historias escondidas en el fondo de la mente, en la memoria selectiva que escoge con qué recuerdo quedarse y con cuál no, enterrándolo en la inconsciencia. Psicoterapia, regresiones hipnóticas, dinámicas personales y de grupo para tratar y explicar emociones y sentimientos que no siempre son explicables de un modo argumentado porque, en realidad, se producen en el cerebro de forma espontánea, como reacción a un estímulo, sí, pero incontrolablemente.
-Entiendo... -era verdad, su cercana y comprensible explicación me estaba resultando bastante esclarecedora.
Yo me propuse un objetivo inalcanzable y además me lo exigí con tanto ahínco que se me terminó escapando de las manos (o, seguramente, nunca estuvo bajo mi control): una absoluta represión de sentimientos y un agotador autocontrol de las emociones desde que Juanjo me dejó. Fui consciente de la pena normal y permitida por su pérdida desde el principio, la sentí, la viví, la permití y creo que hasta la compartí hasta que empecé a considerar que ya estaba siendo más de la cuenta, que estaba pasando de castaño a oscuro y empezaba a afectarme anormalmente, en mi vida cotidiana. Salta entonces la señal de "alarma" en mi cerebro que no gestiono adecuadamente por el temor a las reminiscencias de mi padre y de mi hermano. La química de mi cerebro terminó produciendo, así, uno de los sentimientos más devastadores y paralizadores del mundo: el del miedo. Y con él, la caída empicado, la culpabilidad, la autoagresión y las ideaciones suicidas.
Sugestión, pena, miedo y culpabilidad ingredientes de un cóctel de difícil digestión ante el que reacciono con la negación. No me pasa nada. Y si me pasa, lo superaré sin ayuda de nadie. Firme y quebradiza creencia de que era tan fuerte que podía con aquello. Cuando Daraquiel y la biblioteca se me vienen encima, decido en un arrebato largarme de allí, precipitadamente; hacia un macabro destino. Descabellada renuncia voluntaria a lo más sagrado para un país que se va a pique por una crisis económica: un puesto de trabajo estable. Pero en aquel momento sólo quería salir de aquel endemoniado pueblo, librarme del mal de ojo de la que por entonces todavía era mi vengativa jefa.
Me cegué buscando lo último que encontré, lo que quizá nunca tuve: la felicidad.
Sentir que has estado viviendo una completa mentira sobre la que has depositado todo tu ser es realmente jodido.
Mis neurotransmisores mentales acumulan un batiburrillo sentimental que adquiere dimensiones de bomba de relojería a punto de explotar. El sentimiento hacia Juanjo es un sentimiento boomerang que va y viene, y en el que también influyen negativamente factores propios de mi personalidad. Inseguridad, autoestima inconstante, nivel de autoexigencia demasiado alto. Vagón descarriado de montaña rusa volando por los aires después de la mayor de las negligencias.
La locura surge de la "necesidad" de encontrar qué sentir hacia él, para lo que consideré imprescindible entrar en aquella espiral sin salida de investigaciones y elucubraciones. Como si pudiera elegir un único sentimiento y desenmascarar una mentira cultivada desde hacía tanto tiempo.
El Doctor Correa me habló de una continua obsesión por mi parte: la de reafirmarme como persona autosuficiente que no necesita de nadie y que se aleja ante el menor indicio de dependencia.
Sí, no era la primera vez que ponía tierra de por medio ante una situación que no sabía afrontar.
Tendría que haber muerto cuando tuve el accidente de coche volviendo de aquel extraño fin de semana con el tal Queru, amable personaje que de haber aparecido en otro momento de mi vida podría haberse convertido en incondicional salvavidas.
Así, también empecé a creer que quizá aquel muchacho, mi compañero de celda, Carlos, estaba acercándose a mí sin malas intenciones. En un intento de supervivencia quizá.
-¿Quieres sabes por qué estoy aquí? -le pregunté, a lo que él respondió:
-Sólo si me lo quieres contar.
Narré la historia desde el principio: aquel fin de semana en Toledo que marcaría un antes y un después en mi vida.