viernes, 6 de septiembre de 2013

CAPÍTULO XLI: "Dejar ir".

XLI
DEJAR IR.

“…Ahora me besaba y me abrazaba, haciendo ruidos extraños y divertidos. Me peinaba con la mano, estirándome el pelo hacia atrás, y se detenía un instante, de tanto en tanto, para mirarme. Era delicioso. Notaba su piel fría y dura, su pecho desnudo –a pesar de lo establecido al respecto, siempre me han repugnado los hombres peludos–, e intuía por primera vez que aquello acabaría pesando sobre mí como una maldición, que aquello, todo aquello, no era más que el prólogo de una eterna, ininterrumpida ceremonia de posesión…
…Entonces comenzó la clase teórica, la primera…”.

Las edades de Lulú, Almudena Grandes.

No me la metí en la boca cuando Juanjo se desabrochó el pantalón, se bajó la cremallera y se la sacó con esa clara intención, en el coche de su padre, en nuestro segundo encuentro, por remilgo y escrúpulo más que por falta de ganas.
Era hermosa. No tan grande como él se creía. Normal. Pero arrogante, imponente. La mostraba tan orgulloso, tan erecta, que realmente resultaba apetecible.
Mi lengua se detuvo debajo de su ombligo. Quería recorrer su torso una vez más.
-Joder, ahora no puedes dejarme a medias… –refunfuñó.
Era el segundo enfado de aquel día.
El primero había sido en una de las aulas a la que entramos cuando me estuvo enseñando la que por entonces –los meses de verano que retornaba a casa de los padres para las vacaciones de la facultad– era  su morada.
Su padre era el bedel del colegio del pequeño pueblo de sierra donde vivían, y tenían allí mismo su casa (hasta entonces, pensaba que eso ya no se estilaba), en un edificio aparte, junto a la entrada al recinto escolar, pero separado de las aulas y del patio.
Un plan que sonaba interesante cuando me lo propuso, a pesar de lo poco que me gustaba sentir “estar metiéndome en familia” de alguna manera y tan pronto (relativamente, eso sí, porque aunque en su casa lo sabían, el matiz de que el mediano de los tres hermanos varones en vez de aparecer con novia alguna vez había venido acompañado de otro hombre se tapaba con ese transparente y tupido tamiz silenciador y excluyente del tabú; y, en todo, caso, habíamos acordado que yo sería presentado como un simple amigo, sin más coletillas que aunque hubiéramos querido añadir no habríamos podido).
De hecho, hizo que me quitara la gorra que llevaba puesta, una de mis preferidas por nada especial, por simple apego sentimental, cuando me recogió a la entrada del pueblo antes de que me vieran sus padres porque le pareció demasiado moña.
Una evidencia más que innecesaria, “evitable”. Fue lo que me dijo.
Él iba con su “varonil” –milimétricamente recortada– barba de tres días, sus depiladísimas, negrísimas, artificialmente finísimas cejas (él mismo reconocía que a veces se pasaba con las pinzas y que se las dejaba como las de una “boliviana putona”) y su andrógina hechura caderona, más ancha que de hombros, de glúteos prietos y respingones pero también algo afeminados.
Una vez ofendí su orgullo de machito homófobo –paradoja que se hacía comprensible al conocer un poco a su padre y percibir el latente rechazo que sentía por su hijo maricón, mientras que para su madre era su ojito derecho y, para todo el pueblo, el guapo y el listo de los tres hermanos; hechos que forjaron en la personalidad de Juanjo un raro cóctel entre narcisismo y autonegación– con  lo que pretendía ser un piropo. Le dije que cuando se quedaba dormido desnudo recostado de lado, de espaldas, me recordaba a la tersura del impoluto y terso mármol de las nalgas del Hermafrodito durmiendo del Louvre.
Siempre esquivaba el tema por un inconfesable complejo que su exceso de vanidad no podía consentir –en general, su culo era terreno vedado porque él, además, se jactaba de tener en la pareja el rol de “activo”, supongo que para sentirse así “más hombre”– y, desde aquella vez, yo aprendí a no hacer ninguna alusión más a esa parte de su cuerpo que a mí, en cambio, me chiflaba.
Cuánto cinismo e hipocresía que en aquel momento me pasaron inadvertidos, obcecado como andaba en la única idea de causar buena impresión. A él y a sus padres.

Dejar ir…

Un fin de semana en su casa, con sus padres y sus hermanos, en su colegio, que en verano estaba vacío, entero para ellos, y donde ponían una piscinita de estas desmontables y apañadísimas del Decathlon; donde podían usar las dependencias del centro educativo para poner la mesa de ping-pong, o el salón de actos para ensayar con los amigos. U organizar una liguilla en el campo de fútbol del patio. O lo que quisieran.
Un sueño recurrente en mi ideario infantil. Asaltar el cole a escondidas para conocer a los fantasmagóricos personajes que estaba convencido que lo habitaban, salidos de entre las paredes, cuando alumnos, profesores y demás personal cumplían su jornada y se iban.
Ilusión cumplida que, como siempre, al hacerse real, mucho distó de lo imaginado en mi florida visión de ingenuo renacuajo.
El aula vacía, sin más ventilación que un enano ventanuco que no se debía abrir desde que terminaron las clases a juzgar por el tufo a humedad que desprendía, improvisado gimnasio del padre (además de bedel, misógino y retrógrado era culturista aficionado, trinquete sin apenas cuello y de talante desaprobador) con unas mancuernas y una tabla de abdominales en una esquina, fue el escenario de nuestro primer beso, interrumpido espontáneamente por mí.

Dejar ir…

-¿Qué haces? ¿Por qué me apartas? –supongo que el tiempo tiñe y desvirtúa las sensaciones pasadas, pero en aquel momento le recordaba haber sido bastante desagradable conmigo–. Nunca nadie antes me había quitado la cara. ¿Crees que has venido solo a ver el colegio y a jugar al ping-pong?
Claro que no. Había ido a lo que había ido. Estaba claro. Así se estableció desde el principio con el descarado tonteo que habíamos mantenido por el chat en el que nos conocimos. Y más cuando confirmamos la mutua atracción física de vernos en las fotos de nuestros perfiles virtuales la primera vez que quedamos en persona.
Pero tampoco me parecía apropiado darnos el lote con su familia pululando por ahí, pudiendo ser sorprendidos en cualquier momento.
Cambiar recato por morbo: segunda clase teórica.
Algo que le hacía todavía más deseable, especialmente en un momento como el que yo atravesaba, de pseudo-voluntaria abstinencia sexual en plenos veinticinco, donde las hormonas masculinas viven como una segunda adolescencia (volví a los contactos por internet tras casi nueve meses esperando a que ese “alguien” se cruzara casualmente –causalmente– en mi vida, sin buscarlo expresamente en la red, cuando aún creía en las almas gemelas en otra de mis absurdas ocurrencias).
Supongo que siempre he apuntado maneras de desequilibrado. 

Dejar ir…

-¿Daniel Gerón?
Estaba tan absorto con el libro en la mano que la enfermera debió pensar que su contenido me había abducido a otro planeta. Pero, aunque así hubiera sido, que me llamara por mi apellido me reubicó inmediatamente al patético aquí y ahora.
A aquella maldita cárcel disfrazada de hospital que tan bien conocía, no solo desde hacía menos de un mes cuando había ingresado otra vez casi en las mismas condiciones. Sino desde hacía años, cuando de pequeño mi madre me llevaba a rastras para ir de visita a ver a mi padre, asiduo paciente de aquel lugar, famoso entre todos los psiquiatras de la provincia porque además de colega de profesión, era un enfermo con muy mala evolución, soberbio como él solo y con muy malas pulgas. 
-Sí, soy yo –respondí, ridículamente.
Sí, el hijo de Jorge Gerón. Sí, el hermano de Jorge Gerón. De casta le viene al galgo. ¿Qué coño quieren ahora de mí? ¿por qué no me dejan en paz?
-Ya tienes el almuerzo listo. Está en la habitación, ve antes de que se te enfríe y luego sigues leyendo.
-Ah, gracias… ¿Qué hora es?
De nuevo volvía a no tener noción del tiempo. No sabía cuánto había empleado en leer parte de Las edades de Lulú y en rememorar ese primer contacto físico con Juanjo.
-La una, niño, aquí todo se hace muy temprano, pero te acostumbrarás, ya verás. Aquí no se está tan mal.
Aquella enfermera creía saber mentir.
Que un manicomio es de los peores sitios donde uno puede estar es una verdad universal, irrefutable.
Y más para mí, que preferiría antes la guillotina.
Aquel era el peor lugar donde jamás hubiera deseado terminar.
El verme ahí metido tornaba en real el mayor de mis miedos desde que tengo uso de razón: el de volverme majara yo también y que el mal de ojo de mi jefa, mi ex jefa, se terminara de cumplir.
La locura corría por nuestra sangre desde los ancestros más remotos de mi padre. Sabía que su abuela y su madre murieron jóvenes, en unas circunstancias que nadie aclaraba nunca, legando su demencia generación tras generación. Y su hermana, mi tía, que aún vivía, estaba igual de loca que él y se encargaba de recordárnoslo cada vez que le daba por llamar a casa de mi madre y maldecir a su hermano porque, incluso muerto, seguía jodiéndole la vida, según ella.
Puede que tuviera razón.
Mi hermano Jorge y después yo. Mi padre muerto seguía presente desde el infierno.

Dejar ir…

El tal Carlos parecía estar esperándome en su cama, enfrente de la mía, para comer.
-Hoy tiene buena pinta –me dijo en un fracasado acercamiento hacia mí que yo respondí con un desganado gemido.
¿Por qué no dejaban de intentar ser simpáticos conmigo? ¿Nadie se daba cuenta de que les odiaba tanto como me odiaba a mí mismo?
El remate fue cuando entró en nuestra habitación un esperpéntico ser de casi dos metros de largo, bastante chepudo, con un hilillo de baba cayéndole por la comisura de los finos y secos labios que dejaban ver una dentadura aún más espantosa, gimoteándole a Carlos.
-Hoy no tengo nada para ti, Alfonso, lo siento. El pimiento, como mucho si quieres. Que lo demás me gusta y tengo hambre.
El loco gigante desgarbado engulló aquel pimiento frito de un sorbo, como si fuera lo último que fuera a llevarse a la boca. Visto y no visto.
Luego se vino hacia mí.
Le ofrecí mi bandeja entera. No tenía nada de hambre.
Cuando los ojos empezaron a hacerle chiribitas ante el festín que iba a meterse entre pecho y espalda, apareció una de las enfermeras:
-¡No, no! ¡Ni hablar del peluquín! –gritó cuando vio la escena–. Tú, Alfonso, a tu habitación. Y te comes lo tuyo.
-Ya me lo he comío, pero ma quedao con hambre, ompare. Mabéis puesto poco –respondió Alfonso mientras terminaba de masticar, resbalándole por la barbilla una espumosa y nauseabunda mezcla de babas y aceite de la fritanga.
-Y tú, Gerón, cómete lo tuyo. ¡Hombre ya!
Una sola palabra, bien afilada, puede hacer más daño que un navajazo en la boca del estómago.
Gerón.
Hijo de Gerón, condenado a su locura. Castigado por no haberte conmovido ante su incomprensible sufrimiento, por acusarle de llorón debilucho. Arrogancia aplastada. Cada uno de los “a mí nunca me pasará lo mismo” que me repetía desde chico retumbaban ahora en mi cabeza como martillazos, ecos lejanos y burlones.

Dejar ir…

El momento siesta en el psiquiátrico es casi un ritual. La mayoría de locos medicados tras el almuerzo con ansiolíticos, antipsicóticos, antidepresivos y demás nubla-pensamientos cuerdos y no cuerdos; van cayendo poco a poco en sus camas, para tranquilidad de las enfermeras. Más o menos hasta las cinco de la tarde, hora fijada para aquellos pacientes –no muchos– que reciban visitas de familiares o amigos.
Ahora que he estado en las dos partes, ratifico que no es agradable entrar aunque sea como visita en un manicomio.
Tardé el tiempo de sentir su mano apoyándose en mi pierna para verificar que había dejado de soñar por unos segundos y que lo que mis ojos recién abiertos estaban viendo era real y estaba pasando justo en aquel momento, fuera la hora que fuera.
Uno de los rostros de hombre más hermosos que he visto en mi vida me compadecía con una mirada tierna y vidriosa. Era guapísimo. Tenía un color de ojos que no sabría establecer, entre verde, azul y miel; un camaleónico iris que parecía el de una aparición mariana cuando el fino haz de luz que entraba desde la ventana rejada y de persianas metálicas se reflejaba sobre él.
No sé en qué idioma me estaba hablando, pero sus ininteligibles palabras se traducían en la expresividad de sus ojos, abiertos y aún encendidos.
Llevaba una pelirroja barbita de chivo y la cabeza totalmente afeitada, acentuando aún más sus perfectos rasgos.
Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo cuando me tocó.
Luego se fue, sin más, y me volví a dormir.
Cuando abrí los ojos de nuevo, me topé con mi madre sentada delante de mí conteniendo las lágrimas.
-Dani… Hijo mío… Por Dios…
No soportaba verla así. No soportaba que me viera así, allí. No me soportaba. No la soportaba. Solo seguía queriendo morirme.
-¿Cómo estás? Dime algo, por favor… –me suplicó.
No podía hablar. No había palabras para dirigirme a ella después de lo que le había vuelto a hacer.
Busqué un refugio que no encontré en las sábanas.
Volvía a llorar incontrolablemente.
Y ella también.
-Lo siento, Daniel, aunque te enfades… –dijo entonces–. Te he quitado todas sus fotos de tu habitación.

Dejar ir…

-No soportaba verlo cada vez que entraba ahí para… No sé… Para lo que fuera…
Juanjo.
Dante.
¿Me habrían hecho caso?
Eso sí necesitaba saberlo, por eso pregunté sin pensar:
-¿Y Dante? ¿Se lo habéis dado?
Recordaba haberlo dicho bien claro en mi supuesta carta de despedida. Que, por favor, le devolvieran Dante a Juanjo, que nunca tendrían que habérmelo traído a mí.
Mi hermana mayor pensó que podría ayudarme el volver a tener al perro conmigo, por aquello de tener una rutina diaria de salir a la calle al menos para darle sus paseos. Mi madre, al principio, no estaba muy por la labor porque nunca le ha gustado tener animales en casa pero “por un hijo se hace lo que sea”, como ella misma dijo, y terminó aceptando.
Mi hermana Bea y mi cuñado hicieron la mitad del trayecto hasta Barcelona, y la otra mitad María, la mayor, y su marido.
Recorrieron el país casi de punta a punta en un solo fin de semana para traerme el mejor regalo de cumpleaños que nunca podría haber recibido, aunque en aquel momento solo pensaba en lo que tendría que haberle costado a Juanjo cederme su “custodia”.
Y sentía una culpabilidad que no terminaba de quitarme.
-Entérate, Daniel –mi madre adoptó un tono insólito–. Ése niño no te ha querido nunca ni la mitad de lo que se quiere a sí mismo.
Me quedé de piedra.
-Y al perro tampoco. Le llamamos. Y nos dijo que ya no podía hacerse cargo de él. No le importa, Daniel. Entérate bien y de una vez. Ni el perro ni tú. Juanjo ya tiene su vida rehecha, y tú tienes que rehacer la tuya.
Se secó los ojos, que ahora me parecieron amenazantes, para añadir:
-Nunca he odiado a nadie, Dios lo sabe. Pero te aseguro, Daniel, de verdad te digo, que no podía verle a diario en todas las fotos que tenías por toda la habitación… Lo siento de verdad… –volvía  a llorar–. Siempre me has dicho que no entendías mi incondicional entrega a tu padre, a alguien que tan poco me aportaba.
Jorge Gerón. Su presencia era casi palpable.
-Tu padre, Dani, como tú ahora, no era consciente del todo del daño que me hacía.

Fue en aquel momento, a pesar de lo extravagante de la situación, cuando mi amor por Pablo dejó de ser una cosa vaga y cómoda, fue entonces cuando empecé a tener esperanzas, y a sufrir…
…Viviría años, a partir de aquel momento, aferrada a sus palabras como a una tabla de salvación…

…Le miraba a él, y le encontraba hermoso, demasiado hermoso, demasiado grande y sabio para mí. Le habría acariciado, le habría besado y mordido, no sé por qué sentía que debía hacerle daño, atacarle, destruirle, pero tenía miedo de tocarle…

…Su sabiduría, su media sonrisa torcida, cargada de mala leche, me recordaban que le quería, que le quería terriblemente, a pesar de todo, y eso me producía insoportables deseos de volver, me hacía añorar el lazo rosa y la piel blanca, suave, aborregada, que había vestido durante tanto tiempo…

…Los dos somos ovejitas del mismo rebaño, blancas y lustrosas, mullidas, con un lacito alrededor del cuello, el mío de color rosa e insoportablemente cómodo, el suyo supongo que rosa también, aunque mucho más doloroso…”.

Si el suave lazo rosa se cambia por una correa metálica de pinchos y se ata a un riel corredero anclado al suelo que permite la “libertad” de corretear de izquierda a derecha, hasta los límites de la longitud del correaje y de la cadena en el pavimento del jardín de la casa, y si se le ata al cuello a una perra en vez de a un borrego, la cosa no cambia demasiado.
Así encadenada, en una “maravillosa” y aberrante medida ideada, por supuesto, por Juanjo, su amo, a pesar de no estar en casi todo el año haciéndose cargo de ella por estudiar en otra ciudad; me encontré a Sole, una pastora alemana que había domado, orgulloso, con “mano dura”.

Dejar ir…

César Millán, el líder de la manada, ídolo de Juanjo junto a las grandes gay porn star, eran su modelo a seguir. Y el de su padre hacia su madre, mascota igualmente adiestrada para obedecer a sus deseos y vivir en función de sus órdenes.
Un latente y denigrante machismo que siempre había criticado desde fuera y que ahora, de repente, descubría haber estado sufriendo en carnes propias.
Había calcado exactamente el papel de sumisión de su madre hacia su padre y el de incondicional entrega de la mía hacia el mío.
Reveladores datos que no supe tener en cuenta en su momento, atontado por el huracán de sexo salvaje y las ganas de encontrar por fin a ese “alguien” predestinado para mí.
Caí en su trampa de hacernos las pruebas del VIH para poder hacerlo sin protección a partir de entonces y sellar el inherente compromiso que de ello se presupone en una pareja homosexual.
Callé el dolor que me hizo la primera vez que me la metió sin condón, ese mismo día, tras recoger los resultados, sin cuidado, y sin lubricante, porque “quería probarlo ya” y empecé a ceder hasta anularme por completo.

…en un momento determinado, la víctima dejó de chillar, y comenzó a generar sonidos muy distintos, como si el dolor se diluyera de repente en sensaciones de otra naturaleza…

Ciego enamorado. Estúpido idiotizado.
Fue todo tan progresivo y sutil que, para cuando me estaba dando cuenta, había terminado loco de atar encerrado en el manicomio por suicida.
Maldito cateto de pueblo con mentalidad tan retrógrada como la de su padre, niñato malcriado y mimado, con aires de moderno y liberal cuando el azar decidió obsequiarle con un trabajo en Barcelona, cosmopolita urbe, cuna del movimiento gay nacional.
Egoísta aprovechado de mi entrega absoluta. Avispado zorro que supo sacarme hasta los ojos hasta que dejé de hacerle falta. Hasta que encontró a otra Sole, a otro Dante, a otro Dani para someterle a su juego, para adiestrarle mientras consigue hacerle creer que en su sumisión está su felicidad.

“…Con él era muy fácil atravesar la raya y regresar sana y salva al otro lado, caminar por la cuerda floja era fácil, mientras él estaba allí, sosteniéndome…

…Ya entonces había comenzado a cuestionarme la calidad de las lecciones teóricas, empezando por la primera, y me atormentaba la sospecha de que el amor y el sexo no podían coexistir como dos cosas completamente distintas, me convencí a mí misma de que el amor tenía que ser otra cosa…

…La autocompasión es una droga dura…

…La hija pródiga vuelve a casa, se tira en el suelo como una perra, reconoce públicamente sus faltas e implora el perdón del padre, a quien sabe compasivo y magnánimo…”.

Contemplando el desfile de locos insomnes que hacían cola en el control de enfermería del psiquiátrico para recibir su medicación de la noche y su vasito de leche caliente para poder dormir, tomé conciencia de dos de las cosas más importantes que me harían marcar un antes y un después en mi vida.

Dejar ir…

Una: mi madre me quería más de lo que nunca había creído.
Y dos: nadie de por sí mismo lo merece, pero menos todavía alguien como él. Nadie se merece tanto. Ni siquiera Juanjo. Y no por ser ni mala ni buena persona, todos somos egoístas a nuestra manera, sino por ser de otra calaña distinta a la mía. Por habernos desincronizado –o no haberlo estado nunca del todo– en el momento clave de la relación. El de decidir renunciar a otra posible vida o quedarte junto a la persona a la que un día prometiste regalarle el resto de tus días.

Dejar ir es darte cuenta de que algunas personas son parte de tu historia, pero no de tu destino”.
(Patricia Bogado).