viernes, 30 de diciembre de 2011

CAPÍTULO VI (1ª parte): La bruja de mi jefa (¿o mi jefa la bruja?)


VI
LA BRUJA DE MI JEFA
(¿o mi jefa la bruja?)

1ª Parte.
            Era desolador ver la imagen de aquellos libros quemados y metidos en  bolsas de basura. Me venían a la cabeza alguno de los vergonzosos capítulos de la Historia donde fanatismo y censura han convertido en práctica habitual la quema de libros por parte de poderes políticos y eclesiásticos para privar a la sociedad de un conocimiento y unas ideologías que no interesaba difundir.
            Tras la primera llamada, volví a hablar con Amira y los dos estuvimos de acuerdo en ir a echar una mano a MariCruces y Gerardo. Leo, en cambio, aprovechó para escaquearse como hace siempre que ve avecinarse un trabajo extra. Además no estaba la jefa para hacerle la pelota y desde el Ayuntamiento nos habían autorizado para no ir a trabajar mientras se arreglaba todo. El balance de pérdidas eran esas dos bolsas con libros, unos veinte en total, la mayoría de matemáticas y ciencias naturales –viejos  y bastante desfasados, la verdad–, la estantería que los almacenaba y la madera del lateral del mostrador que había quedado ennegrecida  por el humo pero que no había llegado a quemarse. MariCruces decía que eso se le iba con un paño húmedo y un poco de alcohol.
            Las películas de Jackie Chan, Bruce Lee y de Steven Seagal, las del ciclo de cine erótico que vinieron de regalo con El País, las revistas de cotilleos y de salud y alimentación y, sobre todo, los tres ordenadores con conexión a internet que teníamos y que componían los bienes más preciados de la biblioteca para los daraquieleños, afortunadamente no se habían visto afectados. Por triste que resultara reconocerlo, aunque hubieran sido más o de otras materias los libros perdidos en el incendio, casi nadie los hubiera echado en falta. Y es que la mayoría de días mi trabajo de bibliotecario apenas se diferenciaba del de un dependiente de videoclub, quiosco de prensa o locutorio.
            -Vaya despiste, eh, Dani– dijo, yo creo que por cuarta vez, MariCruces. Por más que lo repetía, nadie creía que yo no había olvidado apagar la maldita calefacción.
            -¿Y si la encendió alguien después de que yo me fuera?– respondí, pensando en voz alta. Todos se echaron a reír, menos yo. –¡Lo digo en serio!– añadí ya enfadado.
            -Sí, claro, las brujas...– no la dejé terminar.
            -¿Cómo has dicho?
            MariCruces había dicho las brujas como podría haber dicho los trabubus de Trabubulandia de Los delinqüentes. El problema lo tenía yo que después del desayuno con Paz me había quedado con esa idea metida en la cabeza. Y soy persona de mollera dura. Estaba dispuesto a zanjar aquella disparatada hipótesis para recuperar un poco de cordura. O eso creía.
La oportunidad se me sirvió en bandeja cuando Amira dijo que convendría llevarse otro lote de revistas y periódicos al Archivo para hacer un poco de hueco y reorganizar. Generalmente, los vamos almacenando en el depósito de la biblioteca (léase heladora cámara subterránea, oscura y  mugrienta habitada por toda clase de bichos) hasta que no caben más y pasan entonces a mejor vida. Nunca mejor dicho porque el Archivo de Daraquiel es una maravilla. Goza de edificio propio y unas instalaciones envidiables. Al parecer, se creó a raíz de una importante subvención de la Diputación que la jefa se atribuyó haber conseguido en toda la prensa local luciendo sus mejores galas, y no se escatimó en gastos. Es otra de las paradojas de un pueblo con una de las tasas de analfabetismo más altas de la zona. Que cuenta con un reluciente Archivo Histórico que apenas recibe visitas porque si la gente no sabe leer ni escribir difícilmente van a ponerse a investigar, y unas instalaciones deportivas dignas de unas olimpiadas regionales; pero que tiene un colegio público y una biblioteca municipal al borde del derrumbe, equipados con un mobiliario de subasta de tómbola benéfica.
            -¡Voy yo!– me apresuré a decir antes de que se me adelantara nadie, aunque sabía que Antonio el archivero no es muy del agrado de Amira y que Gerardo no iba a tener muchas ganas de moverse. Hasta ofrecí transportarlos en mi coche para no perder tiempo llamando al Ayuntamiento para que nos trajeran el camión de servicios municipales.
Así que tardé poco en llegar y allí estaba, enfrascado en su mundo hecho a medida, Antonio el archivero. Un hombre peculiar desde luego, pero que a mi me caía bien y creo que yo a él también, a juzgar por la palmadita en el hombro que me daba cada vez que me veía y la frase con que me saludaba “Hombre, ya tenemos aquí al muchacho sureño”. No era mala persona, sólo había que saber tratarle. Era un hombre que vivía tan apasionadamente su trabajo que a veces, si se le interrumpía, podía resultar desagradable. Contra lo que mucha gente pensaba, siempre estaba gestando grandes proyectos entre esas cuatro paredes, lo que pasa es que casi nunca veían la luz, igual que él. Rostro pálido, grandes bolsas y arrugas bajo los ojos, cuatro pelos rizados mal distribuidos en el cogote y andares de pingüino regordete. Aquel día, precisamente, iba a descubrir uno de esos proyectos que nunca llegó a materializarse y que iba a responder perfectamente a mi incipiente curiosidad sobre las brujas de Daraquiel.
Fui sacando del coche las revistas y los periódicos y empecé a ayudarle a colocarlos. Parecía que hoy sí le apetecía algo de compañía y conversación, así que aproveché para decirle:
-El otro día me vinieron dos chicas a pedirme información sobre la leyenda de las brujas de Daraquiel.
-Ah, ¿sí? ¿Quiénes?– respondió él, muy interesado.
Suerte que supe improvisar rápido:
-Dos chicas, no sé, yo creo que de primero de carrera, de Filología o Historia que se ve que tenían que hacer un trabajo sobre leyendas y mitos y habían escogido el tema de las brujas de Daraquiel.
-Interesante tema.
-Sí.
-¿Tú crees en las brujas?
Me desconcertó tanto la pregunta que tiré al suelo las dos revistas que estaba colocando en ese momento. Antonio se echó a reír:
-Esa reacción me responde a la pregunta. Y es normal, porque las brujas existieron y quizá existen, y no sólo en Daraquiel, sino en todo el país.
Que me lo diga Paz pase, pero escucharlo de boca de Antonio ya era preocupante.
-Lo que pasa es que muchas de las brujas de Daraquiel no fueron ajusticiadas y tú bien sabes que la brujería se transmite entre generaciones. Por eso aquí se mantiene el sobrenombre de pueblo de brujas. Sin ir más lejos, la familia Villalonga Negrete, entre otras, tiene antecedentes demostrables de casos de brujería.
Te cagas. Eso sí que no lo esperaba. Villalonga Negrete. Ésos eran los apellidos de mi jefa.





           

lunes, 26 de diciembre de 2011

CAPÍTULO V: Ni el aire si puede ser


V
NI EL AIRE SI PUEDE SER

Érase una vez una mujer de edad indefinida que vivía en un gran caserón junto a montones de animales abandonados que había ido recogiendo durante años. En su mayoría gatos y perros, a los que después intentaba conseguir nuevos hogares. Una improvisada y clandestina protectora formada a base de convicción y bondad. Por la casa de Paz también habían pasado tórtolas cojas, gorriones con el ala herida, conejos moribundos y una vez hasta un zorro que encontró atropellado en la carretera y al que finalmente tuvo que dejar escapar para que no le costara un disgusto. De todos ellos, su preferida era, con diferencia, Tree, una simpática chucha idéntica a Sproket, el perro de los Fraggles Rock, y a la que le había puesto ese nombre por haberla encontrado encadenada a un árbol con una correa de pinchos. A Paz no le importaba gastarse el poco dinero que tenía en los tratamientos veterinarios de sus animales porque consideraba que era la mejor inversión que podía hacer, algunos meses mejor incluso que pagar la hipoteca y las facturas, circunstancia que su hermanastra estaba aprovechando para intentar desahuciarla.
Paz soñaba con ser como una trovadora de la Edad Media e ir por el mundo contando sus cuentos. Por ahora, sólo lo había conseguido unas cuantas veces en algunas de las bibliotecas municipales de la región –la  de Daraquiel entre ellas, que fue cuando nos conocimos– pero  vivía con la esperanza de algún día dedicarse a ello y poder abandonar el negocio familiar, una antiquísima imprenta que antaño vivió su época dorada y que ahora se mantenía más por cabezonería y sentimentalismo que por verdadera rentabilidad. Para Paz aquella imprenta era todo lo que le quedaba de la única persona de su familia a la que había querido, su madre.
Y es que el cuento de la vida de Paz estaba protagonizado por auténticos villanos y malvadas reinas que habían traicionado todo vínculo sanguíneo por el dinero, y sólo querían aprovecharse de ella y hacerle daño. Por eso había decidido ver y vivir la vida –la suya y también la de los demás– como una historia imaginaria en la que, aún sin final feliz, siempre había una moraleja que aprender y una esperanza a la que aferrarse.
Convivir con ella y todo su séquito faunístico no era fácil, pero con el tiempo empezaba a acostumbrarme. Sacrificaba mi carácter metódico e intentaba desarrollar nuevas facultades aprendidas de ella. Hacía grandes esfuerzos por preferir el olor a leña quemada de la chimenea al de la fragancia marina del suavizante que usaba para la ropa, y había dividido en dos mi fondo de armario: las prendas más nuevas y arregladas habían ido directamente a Barcelona al piso de Juanjo (es lo bueno que tenemos, que podemos compartir ropa) y las que antes usaba para los días de campo o para hacer deporte eran ahora mi vestimenta diaria. Gané en comodidad y perdí en moda y autoestima, porque además aproveché la coyuntura para dejarme barba y cambiar las lentillas por las gafas de culo de botella. Paz me enseñó la gran lección de diferenciar entre lo superfluo y lo vital. Gracias a eso también estaba ahorrando como nunca, salvo en comida porque –y  ahí sí que era absolutamente tajante– Paz  no consentía en su nevera ni un solo producto envasado artificialmente. Como mucho, aquellos que tuvieran en su etiquetado el certificado de procedencia de agricultura o ganado ecológico (aunque ella era vegetariana), “sanísimos y naturalísimos” pero el doble de caros. Por eso muchos días compraba a escondidas en el único supermercado de Daraquiel los abominables pero prácticos y económicos platos precocinados de la sección de refrigerados. Y allí dejaba los contaminantes residuos como quien se está deshaciendo de la prueba del delito. Demasiado que ya había invadido la habitación que había acondicionado para mi con todas las cajas que albergaban todo lo que Juanjo y yo habíamos ido acumulando durante más de cuatro años de convivencia, y que yo intentaba ir llevándome poco a poco a Barcelona cada vez que iba, como para encima no amoldarme a sus normas. Como tenía turno partido, desde las nueve de la mañana que salía de casa de Paz hasta las nueve de la noche que regresaba, sólo hacía allí desayunos y cenas, los almuerzos me tocaban siempre en la biblioteca, libre de sus discursos ecologistas. Aunque comer sólo es tan triste que hubiera preferido también a mediodía sus rábanos crudos y sus coliflores hervidas con tal de poder hablar con alguien. Los libros contienen muchísima sabiduría pero no siempre hacen compañía, al menos no la que se necesita a la hora de comer.
Los desayunos, como decía, sí que los compartíamos. Paz, yo, Tree y todos los demás; y a decir verdad, era de los mejores momentos de mis rutinarios días. Ella aprovechaba para contarme las últimas fechorías de su hermanastra, su padre o su tío y yo a veces le contaba alguna anécdota de la biblioteca. Solía ser mucho más largo su discurso que el mío, salvo ésa mañana en que yo le estuve contando lo de Amira y lo de la jefa.
-¿Ves? Y después te ríes de mi cuando te digo que la vida es como un cuento.
En este caso no la podía contradecir y no tuve más remedio que asentir con la cabeza. Era verdad que en dos días mi previsible y monótona vida de bibliotecario de pueblo se estaba convirtiendo en una insólita sucesión de acontecimientos sorprendentes y bastante escabrosos.
Lo peor es que estaba a punto de recibir una llamada de Amira que iba a seguir alimentando la idea de un particular y recién estrenado cuento de misterio, en el que por hache o por be, yo parecía ser el protagonista. Me llamaba para decirme que no teníamos que ir a trabajar aquella mañana porque se había producido un pequeño incendio en la biblioteca y que, aunque habían conseguido sofocarlo rápido porque los vecinos sintieron en seguida el humo y avisaron, algunas estanterías con libros y parte del mostrador de la entrada se habían quemado, así que iban a cerrar al público durante las horas de la mañana para recoger y limpiar un poco. Todo parecía indicar que había empezado desde el aparato de calefacción, justo el que está encima de mi mesa, o sea, que ya casi habían decidido que el motivo del incendio había sido por un despiste mío de no haberlo apagado anoche cuando me fui. Sin embargo, yo estaba seguro de que no se me había olvidado porque apagar la calefacción formaba parte de las comprobaciones sistemáticas de antes de cerrar. Luces, ordenadores, ventanas, alarma y calefacción. Todos los días lo mismo.
-Bueno, Dani, precisamente por eso se te podría haber pasado– dijo Paz cuando se lo conté.
-Que no, de verdad, que estoy seguro de que la apagué. Además que hace un montón de ruido cuando está encendida– igual que la campana extractora de tu cocina, pensé en hacerle la comparación pero al final preferí obviarla por si acaso se la tomara a mal– y  apagarla es como la liberación del día.
Paz se quedó en silencio un rato, en lo que Tree aprovechó para mordisquear la zanahoria cruda que tenía en la mano. Luego, como efectivamente sabía que haría, se la siguió comiendo ella sin ningún escrúpulo. Mientras masticaba la zanahoria y los restos de baba de Tree dijo:
-¿Sabías lo que dicen de Daraquiel?
-No... ¿el qué?
-De Daraquiel, ni el aire si puede ser.
-¿Y eso qué quiere decir, Paz? ¿ya estás con tus cuentos?
-No, no, es un refrán popular. ¿No sabías que Daraquiel es pueblo de hechiceras y brujas?
-Venga ya, Paz, no me tomes el pelo.
-De verdad... Al parecer muchas de las hechiceras acusadas por la Inquisición iban a parar allí. No sé muy bien por qué, y tampoco sé cuánto hay de verdad y cuánto de leyenda, pero de siempre se ha dicho que Daraquiel es pueblo de brujas y eso, que si alguna vez vas, ni el aire si puede ser.
Igual empezaba a volverme loco o a lo mejor la convivencia con Paz empezaba a contagiarme de su distorsión entre fantasía y realidad. O la vida en la España profunda me iba pasando factura de sus supersticiones. El caso es que no me parecía tan descabellado pensar que algo sobrenatural, entendido como fuera de lo normal, estaba pasando. El miedo desmesurado de Amira, la inspección de los del Ayuntamiento, el supuesto intento de suicidio de la jefa, la acusación de Leo y ahora lo del incendio. Demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. Muchas coincidencias para dejar de explicar como casualidades y empezar a atribuir a causalidades provocadas por la mano de alguien que quisiera hacerme daño. Alguien a quien yo, consciente o inconscientemente, había desafiado. Alguien con la maldad suficiente y el poder sobrehumano de una bruja.




sábado, 24 de diciembre de 2011

CAPÍTULO IV: Una segunda madre



IV
UNA SEGUNDA MADRE

-¡Ay, Dani, hijo mío, qué disgusto más grande!
MariCruces no hacía más que llevarse las manos a la cabeza y nombrar a Dios y a todos los santos conocidos. “¡Qué mal rato he pasado!”, repetía.
Pero a pesar del revuelo que se había formado, la gente seguía entrando en la biblioteca, con la excusa de llevarse algún libro, para ver si podían enterarse de lo que había pasado. Así que Amira y yo nos tuvimos que poner a atenderles como un lunes cualquiera. Los más disimulados recogían su libro, y antes de irse preguntaban tímidamente, pero los más descarados (mucho más numerosos, porque los daraquieleños no se caracterizan precisamente por su discreción) entraban a voces en la biblioteca “¿Qué ha pasado? ¿qué ha pasado?”. Hasta hubo gente echando fotos con el móvil.
La primera hora fue un no parar de trabajar y de dar unas explicaciones que ni nosotros mismos podíamos entender ya que aún no sabíamos la verdadera historia. Una señora incluso nos vino contando su versión de los hechos:
-La directora de la biblioteca, que le ha dado un infarto.
Otra:
-No, no ha sido un infarto, ha sido una bajada de azúcar.
Estaba claro que la prudencia de Amira no se lo iba a permitir así que al final fui yo quien, con un categórico tono, desconocido para mi hasta que empecé a tener los primeros enfrentamientos con la jefa, me levanté y dije en voz alta:
-Por favor, primero por respeto y segundo porque estamos en una biblioteca y se supone que hay que mantener un moderado orden, rogamos que se calmen y se comporten como personas civilizadas y que dejen los comentarios sobre lo que ha pasado con la directora para la cola del mercado. Muchas gracias.
Amira me miró de aquella forma en que lo hace cuando piensa que me estoy pasando. Con sus negros ojos que si ya de por sí son grandes, cuando los abre de esa manera parecen multiplicarse por dos.
-Joder, Amira, es que es verdad. ¿Tú crees que es normal este marujeo?– terminé de arreglar, también en voz alta.
La expresión de la mirada de Amira se extendió a la del resto de personas que esperaban con su libro en la mano. Algunas incluso se sintieron tan ofendidas que dejaron el libro encima del mostrador y optaron por irse a regañadientes.
A estas alturas, yo ya era consciente de que había dejado de ser el gracioso sureño que había venido a trabajar de bibliotecario al pueblo para convertirme en el bibliotecario gruñón que venía de fuera. El bibliotecario colega de los muchachos adolescentes al cabrón que merecía que le rayaran el coche por haberles echado de la biblioteca cuando no se comportaban. La perenne sonrisa había dado lugar a la mirada apagada y triste de quien trabaja porque no tiene otro remedio. Lo sabía, pero ya hasta me daba igual. En ese momento sólo quería que se fuera todo el mundo para poder hablar con MariCruces y que me contara de una vez por qué la ambulancia se había tenido que llevar a la jefa.
Es muy duro sentir como algo que en principio se presentaba ante mis ojos como el idílico sueño alcanzado terminó convirtiéndose en una especie de pesadilla. Decir que no estaba contento con mi vida en Daraquiel era quedarse corto. La verdad es que era profundamente infeliz allí. Sé que, en gran medida, era por la actitud tan negativa que había tomado en los últimos meses, pero es que los alicientes de mi vida allí se habían ido perdiendo poco a poco y además el trabajo en una biblioteca de pueblo no era tan grato como en principio me había imaginado (determinante es cómo son las personas que hacen uso de ella y también cuánto margen de libertad te da para trabajar quien tengas por encima; y ni lo uno ni lo otro eran buenos en mi caso, los primeros por conflictivos y maleducados y la segunda por dictadora). El único motivo por el que aún aguantaba era el económico, que con la crisis cualquiera se atreve a dejar un funcionariado así sin más. Y además debía tener remordimientos por no estar dando gracias por tener un trabajo fijo.
Hay una frase que dice que no hay nada peor que echar la vista atrás y ver los tiempos felices desde la miseria (o algo parecido). Pues algo así era lo que me había pasado a mi.
Cuando conseguí la plaza de bibliotecario en Daraquiel, me alquilé una casa en el mismo pueblo. Un verdadero chollo. La segunda planta tenía un ático de ensueño con una terraza enorme y la bañera con jacuzzi. Pero cuando miraba por las ventanas, sólo veía campo y alguna parcela cercada improvisadamente por el primero que había decidido apropiarse de unas tierras que durante mucho tiempo parecían no haber pertenecido a nadie. Echaba de menos el bullicio de una calle del centro de la ciudad como el que veíamos desde el único ventanuco que daba al exterior del estudio de apenas cincuenta metros cuadrados que compartía con Juanjo. Era una maravilla poder andar descalzo sobre el suelo radiante, pero añoraba las zapatillas viejas que calzaba cuando andaba por las frías y viejas losas de nuestro estudio en el centro. Los dos primeros meses estuve yo sólo y después ya se vino él con Dante, nuestro perro. Aún así tampoco terminábamos de sentir como nuestra aquella casa tan grande y con tantas comodidades, ni nos terminábamos de hacer a las miradas y a los cuchicheos cada vez que salíamos a pasear o a hacer la compra. Ya no sólo era el joven sureño que había venido a vivir al pequeño pueblo de la España profunda, sino que encima se había traído a su novio y a su perro.
Juanjo y yo nunca hemos sido muy de demostraciones de cariño en público pero cuando empezamos a vivir en Daraquiel todavía menos. Y tampoco recuerdo haber llevado de capa la bandera del orgullo gay ni haber vestido a Dante con la última colección canina inspirada en Lady Gaga. Pero esas cosas se notan. Y para un pueblo de apenas cinco mil habitantes era un chisme demasiado jugoso como para dejarlo escapar.
Tres meses aguantamos. El tiempo de comprarnos el coche y encontrar un piso en la capital, que a fin de cuentas no estaba tan lejos y tampoco había tanta diferencia en los precios del alquiler. Ahí sí que volvimos a estar bien. Daraquiel sólo era mi lugar de trabajo y cuando terminaba mi jornada volvía a disfrutar del anonimato de la ciudad, donde ya no era señalado y andaba libremente por la calle sin temor a que por mi miopía o ensimismamiento dejara de saludar a Doña Julia, a Pedro el de la panadería o a cualquiera de las personas que venían a la biblioteca asiduamente y me lo recriminaban después. “Ay que ver que el otro día me viste por la calle y no me saludaste” a lo que yo contestaba reformulando la frase “Si te hubiera visto te hubiera saludado”.
Todo fue bien hasta que Juanjo, después de terminar su máster y buscar trabajo durante meses por toda la geografía española, encontró lo del Zoo de Barcelona, una verdadera oportunidad –más por lo que podía aprender que por el sueldo– que  por supuesto no iba a dejar escapar ni yo le iba a pedir que lo hiciera. Dejamos el piso, él se fue a Barcelona y yo me fui a vivir a otro pueblo todavía más pequeño que Daraquiel con Paz, una estrambótica mujer que una vez vino como cuentacuentos a la biblioteca y con la que entablé una cordial amistad. Me cobraba un precio simbólico por una habitación en su casa. A ella le ayudaba a pagar su hipoteca y a mi me permitía costear los viajes en tren a Barcelona además de la matrícula. Conseguí que me convalidaran algunas asignaturas en la Universidad de Barcelona, y elegí la modalidad de estudios online, que compaginaba la enseñanza virtual con la asistencia presencial un viernes de cada dos semanas. Haciendo cálculo de los días de asuntos propios que me quedaban por coger más los que me correspondían por concurrencia a exámenes oficiales, la cuenta llegaba justa. Un plan aparentemente perfecto, al menos en principio, hasta que viéramos si a Juanjo le renovaban o no el contrato inicial que le ofrecieron de seis meses. Pero todo se empezó a torcer por los cada vez mayores impedimentos que la jefa me iba poniendo, y que de una manera u otra propiciaron todo lo que ahora estaba pasando. Yo no era consciente de dónde me estaba metiendo ni de que mis reivindicaciones, que los sindicatos atacaron como carroña, iban a tener unas consecuencias tan nefastas.
El caso es que poco a poco la biblioteca se fue quedando vacía y por fin pudimos ir a hablar con MariCruces. Estaba en la sala de usos polivalentes, un cuartucho que habilitaban como sala de exposiciones cuando la jefa decidía traer alguna colección de fotos o de libros de algún amigo suyo y en la que otras veces se ponían cuatro mesas apolilladas y unas cuantas sillas y se ofertaba en la prensa local como sala de estudios para los universitarios que regresaban al pueblo para preparar los exámenes finales. Y en días como este lunes, en los que no estaba la jefa, era nuestro lugar de encuentro.
No sólo estaba MariCruces, sino también Gerardo, el conserje (o, como le dicen en el pueblo, el bedel) y Darío, el auxiliar administrativo que ostentaba el dudoso honor de trabajar codo con codo en su mismo despacho con la jefa (que él llamaba jocosamente “la Clinton” o “Hillary”, por haber estado casada con uno de los alcaldes que hace años tuvo Daraquiel).
-¡Ahí viene nuestro héroe!– aclamó Darío, haciéndome una reverencia cuando entré por la puerta.
-Déjate de bromas, que esta vez yo creo que ha sido en serio– añadió MariCruces cogiéndole del brazo para que se levantara.
Gerardo permanecía en silencio, como pensativo, y Amira ya empezaba a ponerse nerviosa otra vez:
-¿Otro ataque?– le preguntó a media voz a MariCruces.
-Pues mira, Amira, yo no sé si esta vez ha sido en serio o no pero yo me lo he creído –por fin empezó la tan esperada narración de MariCruces–Esta mañana ha llegado más temprano que nunca, todavía no había empezado yo a limpiarle el despacho, estaba con el suelo del recibidor, y ni me ha dado los buenos días.
-¿Y eso es nuevo?– interrumpió Darío, entre risas.
-Pues no, la verdad, porque según con el humor que venga te saluda o no, o te mira o no. Yo cuando estaba embarazada del segundo, estuvo una semana sin dirigirme la palabra y yo creo que fue porque le sentó mal que le dijera su nombre sin el “doña”. Se me escapó qué queréis que os diga, son tantos años ya que se me pasó. Vamos, que ni me miraba ni me hablaba; como la que siente una mosca revolotear, pero no era una mosca, era yo que estaba limpiándole el despacho, y tú me dirás qué sentido tiene que estuviéramos las dos ahí sin ni siquiera dirigirnos la palabra, o preguntarnos qué tal nos va, con lo largas que se hacen las mañanas...
-Al grano, MariCruces, por favor, al grano, que hemos dejado a Leo sólo en la biblioteca– le interrumpí, porque sino aquello se podría haber remontado a las batallitas de cuando estudiaban juntas en el mismo colegio.
-¡Cuidado con el niño! ¡Tendrá poca vergüenza! No te olvides que yo aquí soy como tu segunda madre y me debes un respeto– bromeó, aunque en el fondo tenía toda la razón. Gracias a ella el día a día en un lugar que cada vez se me hacía más inhóspito era un poquito más acogedor. Y no lo digo sólo por los calditos que me traía en tuppers para que dejara de comer tanta “porquería precocinada” o por el trocito de tarta de manzana que me guardaba cada vez que hacía una para su casa, sino porque de verdad nos teníamos un cariño mutuo casi tan fuerte y verdadero como el de un hijo y una madre.
-Ya sabes, MariCruces, que para mi todo lo que tú digas sienta cátedra– tampoco exageré al decir eso porque siempre que he necesitado ayuda en Daraquiel he acudido a ella, a veces incluso antes que a Amira, y he obtenido un sabio consejo, generalmente formulado como refrán popular.
-Pues eso, que no muerdas la mano que te da de comer– añadió, como no podía ser de otra forma– y déjame hablar a gusto, que para una vez que puedo...
Resumo la historia aunque pierda alguno de los detalles secundarios y muchas de las valoraciones personales de MariCruces.
 Sin saludarla, la jefa se metió directamente en su despacho y se cerró la puerta con llave. Cuando llegó Darío llamó pero al no obtener respuesta, intentó abrir con la copia que él también tiene del despacho, pero la llave no entraba en la cerradura, seguramente porque ella había cerrado desde dentro. Así que siguió llamando pero nada. Fue entonces cuando empezaron a preocuparse pensando que le podría haber pasado algo. MariCruces, que conoce todos los entresijos del edificio, sabía que se podía acceder al despacho por la ventana desde un patio interior al que se llegaba saltando una pequeña tapia. Así lo hizo Darío y se encontró el panorama de la jefa recostada en su silla. Podría haber parecido que estaba echando una cabezada (porque hasta roncaba un poco, según MariCruces) si no fuera porque en la mesa había un bote de pastillas abierto y medio vacío. Tranquilizantes de los que ella suele tomar. La intentaron despertar pero no respondía, estaba inconsciente. Y ya fue cuando tuvieron que llamar a la ambulancia.
Por eso MariCruces insistía tanto en que esta vez había sido de verdad y no como otras veces en las que se veía claramente que estaba interpretando una dolencia o un ataque de nervios que en realidad no tenía porque luego la habían visto por el pueblo tranquilamente haciendo la compra o yendo a misa. En todo Daraquiel eran conocidos sus problemas psiquiátricos y las opiniones se dividían entre quienes la consideraban de verdad enferma y quienes ponían en duda un trastorno que más bien consideraban una artimaña que utilizaba para beneficio propio cada vez que le convenía.
En todo caso, buscando explicaciones a aquel intento de suicidio o simple llamada de atención, iba a haber quien me considerara parte responsable. O, peor, el culpable directo, como efectivamente sentenció Leo cuando entró en la sala, abriendo bruscamente la puerta:
-Hay gente esperando en la biblioteca, así que por favor iros para allá– eso iba por Amira y por mi, a veces le gustaba recordarnos que nosotros éramos los auxiliares y él el técnico, aunque a efectos de trabajo todos desempeñáramos las mismas funciones –Y  otra cosa, acaban de llamar del Ayuntamiento, que se recuperará pero que los médicos han dicho que tendrá que estar una o dos semanas de baja. Ya has visto lo que has conseguido, Dani.




jueves, 22 de diciembre de 2011

CAPÍTULO III: Destapando la caja de Pandora


III
DESTAPANDO LA CAJA DE PANDORA

            Como Álvaro, no descarto del todo que a Amira se le haya ido un poco la cabeza y que la idea de un posible intento, o planificación de asesinato, sea bastante desproporcionada. Es cierto que mi relación con la jefa es cada vez más tirante, especialmente después de los últimos acontecimientos, y se evidencia que he dejado de ser persona de su agrado en los descarados quiebros de cabeza que me hace cuando me cruzo con ella. Pero de ahí a que quiera matarme, supongo que hay un largo recorrido.
            También es verdad que Amira, de siempre, le ha tenido un miedo exagerado. Por motivos que yo aún desconozco pero que deben ir más allá del cierto temor que se le pueda tener a una jefa soberbia, déspota y prepotente como la nuestra, pero bastante tonta. Motivos que irán saliendo a la luz conforme se vaya destapando la caja de Pandora.
            El caso es que al final no dormimos nada. Amira y Álvaro se fumaron sin contemplaciones el paquete de tabaco entero, no sé cuántos cigarros pudieron salir de allí, pero más de treinta por lo menos. Eso también me sirvió para comprender el motivo de la gravedad de la voz de ella, a veces incluso confundible con la de un hombre y de la de él, digna del Sabina de antes del infarto.
            La historia de aquel viernes en que yo no estuve, al parecer, empezó desde primera hora de la mañana; y de esta parte tendré que ampliar los detalles una vez que hable con MariCruces que es la que lo vivió todo como única testigo; además de la principal implicada claro, la jefa. Vinieron dos hombres enchaquetados y con maletín (seguro que MariCruces añade algún calificativo más cómico e irreverente porque Amira es demasiado correcta para hablar de otras personas), y anunciaron que pertenecían a la empresa que había contratado el Ayuntamiento para la auditoría que la nueva corporación política había puesto en marcha al poco de iniciar su gobierno en el pueblo. Estuvieron mirando varias cosas, pidieron varios papeles y luego se encerraron en el despacho de la jefa con ella, por lo menos durante dos horas. Me imagino a MariCruces, escoba en mano, poniendo la oreja en la puerta para enterarse de algo.
            Lo siguiente que vio, ya sí directamente Amira porque ya había entrado a trabajar y supongo que Leo también aunque a él creo que me ahorraré preguntarle nada, fue irse a los dos hombres del maletín y al poco a la jefa salir como alma que lleva el diablo (expresión literal de Amira –es curioso que con lo “progre” que es para unas cosas a veces utilice expresiones tan anticuadas– que  aún no tengo muy claro si lo dijo por lo enfadada que iba o por lo rápido que se fue).
            Después vino lo del ataque de ansiedad, todo un numerito por lo visto, que para eso sí que voy a esperar a escuchar la versión de MariCruces para poderme hacer una idea mucho más completa de cómo fue todo.
            Y, por último, lo que llevó a Amira a obsesionarse con la idea del intento de asesinato: lo que le escuchó hablar por teléfono a la jefa, más tarde cuando ya pasó todo. O lo que cree que escuchó porque ya digo que es tanto el terror que le profesa que incluso recuerdo una vez en la que tenía yo encendidos los altavoces del ordenador porque estaba viendo una serie de televisión mientras comía, antes de abrir la biblioteca, y el móvil al lado y llegó Amira y empezamos a criticar alguna de las muchas barbaridades con que más de una vez nos ha deleitado la jefa (creo que en aquella ocasión había sido a raíz de proponerle un proyecto de bebeteca para la sala infantil, y hablando de cuál sería el horario adecuado para plantear la actividad dijo algo así como que debía ser cuando las madres que trabajaran pudieran, o si no que los bebés vinieran acompañados de las criadas, una palabra que a nuestro juicio resultaba muy significativa de su mentalidad jerárquica y clasista), y de repente se quedó blanca como la leche y me mandó callar casi de una bofetada en la boca. Había confundido el sonido de las interferencias que a veces provocan los altavoces y el móvil con la voz de la jefa y se asustó tanto de pensar que podría habernos escuchado que no se quedó tranquila hasta que yo le demostré que eran los altavoces en vez de ella.
            Por eso digo que no es exagerado hablar de cierta obsesión que pudiera haberla llevado, otra vez, a escuchar cosas donde no las había. El caso es que Amira aseguraba que le había oído decir por teléfono, hecha una energúmena, que todo había sido por mi culpa y que no iba a permitir que un niñato que encima venía de fuera del pueblo pusiera en duda sus veinte años de impecable trabajo, y que me iba a enterar. Ahí la misma Amira reconoce que algunas cosas no las oyó bien, yo creo que porque ella misma se apartaba a veces ante el miedo de que la descubrieran escuchando a escondidas. Y algo sobre que ya me habían visto dormir en el coche.
            Debo aclarar esto último. Lo de dormir en el coche es verdad, pero sólo los lunes cuando vuelvo de Barcelona, porque como no vivo en Daraquiel, esa noche, viendo la hora a la que llego, no me compensa ir a casa y luego volver. Por eso aparco en una calle del pueblo que suele estar poco transitada (o eso creía yo, porque ya se me confirma que me ha visto alguien y que el rumor ha llegado hasta mi jefa) y me echo a dormir tranquilamente hasta la hora de entrar a trabajar. Algo que a mi no me parece tan raro –en el maletero siempre llevo dos cojines y un saco de dormir– porque ya lo he hecho en muchas más ocasiones (incluso antes de estar trabajando aquí), pero que por lo visto en algún momento ha debido ser la comidilla de los daraquieleños. Ahora que lo pienso sí que puede resultar llamativo el hecho de ver dormir en el coche, aparcado en la calle, al bibliotecario del pueblo. A veces no soy consciente de la imagen pública que pueden provocar alguna de mis ideas, que para mi son perfectamente razonables.
Y eso era precisamente lo que tenía pensado hacer una vez más la noche anterior, si no fuera porque Amira apareció y me llevó a su casa. Confesó que hasta se le había pasado por la cabeza que la jefa fuera a contratar a alguien, en plan sicario, para que me hiciera algo mientras dormía en el coche. Por eso fue lo de las notas en el limpiaparabrisas (Álvaro me contó después, en confidencia, que le había hecho acompañarla el sábado a Alzamil de San Germán alegando una inverosímil excusa, porque yo también le había contado alguna vez que solía aparcar el coche cerca de la estación de tren) y lo de los emails. Tampoco es la primera vez que Amira tiene problemas con su móvil porque como buena neohippie que es no está de acuerdo en ser víctima de las nuevas tecnologías. Y la sospecha de que yo no hubiera visto ni las notas ni el email –porque no se lo había contestado– y que por tanto fuera a aparcar donde siempre y a echarme a dormir como siempre a riesgo de ser atacado de improviso por el sicario de la jefa, le impidió conciliar el sueño y la llevó a terminar esperándome de madrugada a la entrada del pueblo. Álvaro, con razón, le dijo que era una locura pero conociéndola, también sabía que no iba a poder hacerla cambiar de opinión. Además, al final, cuando vio que había conseguido su propósito de dar conmigo antes de que entrara en el pueblo (también es casualidad que esperara en el mismo descampado donde yo paré a mear), tuvo que tragarse lo que le dijo antes de salir de casa: “¿Pero no te das cuenta de que es una locura? ¿qué vas a hacer, parar a todos los coches que vayan entrando en el pueblo?”. Supongo que Amira insistió tanto en que al menos le diera la razón en eso porque ella misma sentía que ante su novio y ante su compañero de trabajo había quedado como una neurótica.
Aquel lunes de trabajo prometía ser entretenido. Lo primero iba a ser escuchar la versión de MariCruces, que no iba a hacer falta preguntarle nada ya que vendría ella directamente a contármelo; y lo segundo, ver la actitud en que vendría la jefa después de todo lo que pasó el viernes.
Amira y yo salimos de su casa con más ojeras que dos osos panda:
-Oye, no vayas a decir nada de lo de esta noche, por favor. Que a lo mejor sí me he pasado –me pidió.
-No te preocupes. Me has demostrado que, por tu parte, no vas a permitir que nadie me vaya a hacer daño. Ni la jefa, ni sus sicarios.
Los dos nos echamos a reír.
Pero nuestra risa se tornó en desconcierto cuando llegamos a la biblioteca y vimos que había una ambulancia aparcada enfrente y que se llevaban a la jefa en una camilla.




CAPÍTULO II: La casa de Amira.


II

LA CASA DE AMIRA

            La casa de Amira es como ella, sencilla y acogedora. Un poco desordenada, eso sí, pero con tantas cosas como tiene es normal. Objetos procedentes de mil sitios: telas de vivos colores de cuando estuvo de cooperante en Perú, colgadas por las paredes sin mucho criterio o amontonadas en rincones, encima de alguna mesilla; cientos de libros, muchos de ellos de la biblioteca, que mira que le tengo dicho que por favor los vaya devolviendo o que por lo menos se los preste con su carnet para que yo no me vuelva loco buscándolos cuando alguien me los pide, plantas por todas partes, los platos sin recoger de la cena de anoche encima de la mesa del salón, pero lo que más ocupa, sin duda, es la colección de instrumentos del mundo de Álvaro, su novio. Instrumentos musicales que yo no había visto en mi vida, de todos los tamaños y formas. Podría haber sido un buen momento para que me los fueran explicando uno a uno como más de una vez me habían propuesto sino fuera porque eran las cinco y media de la madrugada y todavía no sabía por qué Amira había entrado en mi coche de aquella manera y, sobre todo, qué hacía a esas horas escondida en ese descampado. No me quiso contar nada, la única pista que tenía era el mensaje de las dos notas del limpiaparabrisas que por fin pude leer una vez que aparcamos en su garaje: “Dani, soy Amira, por favor el domingo cuando llegues a Alzamil, no vengas a Daraquiel” y “Te he escrito un email, si no has abierto tu correo en todo el fin de semana, busca pronto un sitio donde puedas hacerlo por favor. A mi se me ha estropeado el móvil y no tengo forma de localizarte”. No hacía más que repetir que por favor esperara que ya me lo contaría en su casa.
Pues bien, ya estábamos allí:
            -¿Me lo vas a contar ya o quieres esperar a algo más?
            -¿Quieres un café? ¿o un té? ¿Una tila?
            La que estaba nerviosa era ella, lo mío ya era puro mal humor. No sólo arrastraba las siete horas de viaje en aquel tren-hotel de la muerte cuyas butacas debían haber sido diseñadas por la misma empresa encargada de hacer sillas eléctricas por lo letales que resultaban para los riñones y la espalda, sino también la hora larga de coche con sorpresa final incluida.
            -No, Amira, no quiero nada. Quiero que me cuentes qué está pasando. Y quiero que me lo cuentes ya. Por favor.
            Esta vez debí resultar lo suficientemente convincente, porque Amira se sentó en el sillón, yo después, y empezó su narración:
            -Bueno, pues... Es que no sé cómo decírtelo porque tampoco tengo una seguridad del cien por cien de que lo que te voy a decir es como creo que es. El caso es que no me podía quedar sin hacer nada... Me daba miedo que pudiera hacerte algo...- Amira se miraba las manos y daba pequeños golpes a la pata de la mesa con el pie, en un movimiento nervioso.
            -¿Hacerme algo? ¿a mi? ¿quién? ¿A qué te refieres?
            -Pues... es que no lo sé... La jefa... Creo, o alguien en su nombre. Es que el viernes pasaron muchas cosas cuando tú no estabas.
            Los fines de semana que me voy a Barcelona siempre intento pedirme el viernes para coger el tren de madrugada. Cuando salgo de la biblioteca el jueves por la tarde cojo el coche y hago los casi 80 kilómetros que van de Daraquiel a Alzamil de San Germán, allí suelo aprovechar para ir al cine y hacer tiempo hasta la madrugada que es cuando sale el tren para Barcelona, y ya amanezco allí el viernes por la mañana.
            -¿Qué cosas, Amira?- le pregunté algo inquieto, al final me estaba contagiando su nerviosismo.
            -Primero vinieron los de la inspección de trabajo y después fue lo del ataque de ansiedad de la jefa...- algo debió pasarle por la cabeza cuando dijo eso porque se levantó bruscamente y desenterró su bolso de una montaña de ropa, y lo abrió torpemente:- Necesito un cigarro- concluyó.
            Si ya pensaba que su melena era de rockero trasnochado, viéndolo recién levantado pude reafirmar mi idea. Primero se escucharon sus lentos pasos por el pasillo, luego un golpe que debió ser al tropezar con algo que no vio y finalmente apareció en el salón, con unos calzones que difícilmente se podrían calificar como pijama y una camiseta con innumerables boquetes. Álvaro era el prototipo de músico bohemio y desaliñado. Prueba de ello fue ver en qué consistía su desayuno: después de dar los buenos días con un desganado levantamiento del brazo derecho y una pseudomueca de sonrisa, le quitó de las manos a Amira el paquete de tabaco de liar, le terminó el cigarro que se había empezado ella y se lió otro para él. Se lo encenció y le dio una fuerte calada que pareció terminar de despertarle:
            -¿Es o no es un disparate?- dijo.
            Amira le miró enfadada y le respondió negando con la cabeza, a lo que él añadió:
            -¿No es un disparate que pienses que vuestra jefa quiere matarle?
           



           

miércoles, 21 de diciembre de 2011

CAPÍTULO I: Fría madrugada


I
FRÍA MADRUGADA


4:45 de la madrugada. Un frío que pela. Como cada dos semanas repito mi peculiar rutina: llegada de Barcelona en el tren a la estación de Alzamil de San Germán, tranquilidad al comprobar que mi coche está intacto en el mismo sitio de siempre, después de haberlo dejado allí aparcado todo el fin de semana. Abro el maletero para dejar la enorme maleta que vuelve vacía después de haber actuado una vez más de camión de mudanza, doy al contacto y enciendo la calefacción para que vaya desempañando los cristales. El viaje bien, el tramo señalizado con riesgo de ciervos superado, algún que otro gilipollas que se niega a quitar las largas y poco más. Ya casi estoy entrando en Daraquiel, pero siento que no voy a poder aguantar más y decido parar en el primer descampado que encuentro tras las primeras señalizaciones de entrada al pueblo. Tan encogida la tengo que me cuesta apretar para que salgan apenas unas gotas de pipí que, conforme van llegando al suelo, parecen ir congelándose.

Me meto rápidamente en el coche, y subo la calefacción para recuperar la temperatura corporal. Es entonces cuando veo que tengo un papelito en el limpiaparabrisas. Mierda. Saco la mano por la ventanilla, y cuando lo cojo compruebo que no era un papel, sino dos. Y no eran propaganda.

Ni siquiera los miro, y los dejo directamente en el asiento del copiloto. Tenía tanto frío y las manos me temblaban tanto que decido esperar un rato antes de seguir conduciendo. Pero de repente, por el espejo retrovisor, intuyo un movimiento en los asientos traseros. Parece que hay alguien más en el coche.

La situación me paraliza de tal manera que me impide siquiera girar el cuello para mirar detrás; y el reflejo del espejo es demasiado difuso con la oscuridad y la niebla. Sólo sentía una respiración fuerte y entrecortada, acompañada por un denso vaho tras el cual oí:

-Arranca, coño.

Mi nula capacidad de improvisación y mi poco acierto para elegir frases adecuadas en momentos de nervios volvieron a hacer gala y no acerté más que a balbucear un ridículo “¿A dónde vamos?” como respuesta, lo que provocó una sonora risotada en aquel, o aquella, no sabría decir si era un hombre o una mujer. En todo caso, no parecía por la labor de ampliar sus explicaciones, así que sin más arranqué rumbo a ningún sitio.

Parecerá extraño, pero en aquel momento me inquietaba más conocer mi nuevo destino que desvelar la identidad de la persona que se me había sentado detrás. Me daba mucho miedo volver a mirar por el retrovisor, así que puse todos mis sentidos en la carretera. Lo que faltaba. Rótulos luminosos y señales de emergencia con el mensaje “Atención, máquina esparciendo sal”. Efectivamente, en el ordenador de a bordo parpadeo y “riesgo de hielo”. Y la maldita voz del GPS repitiendo una y otra vez que diera la vuelta en la próxima salida. Maldita pero oportuna voz porque gracias a ella aparté la vista de la carretera por unos segundos para dirigirla a la pantalla del navegador. Indicaba una nueva ruta que aunque no era la inicialmente prevista para aquella fría madrugada, también me resultaba familiar. A mi y a ella. Ahora ya sabía a quién tenía sentada detrás:

-¿Me vas a decir ya qué pasa?- le pregunté.

Ella seguía callada, diría que tiritando y mirando por la ventanilla. Ya podía verla más claramente a través del retrovisor gracias a las lúgubres luces de las primeras farolas del pueblo.

-¿No has visto las notas?- me dijo ella.

-¿Qué notas?

-Las que te dejé en el limpiaparabrisas.

-¿Las multas?

-¿Qué multas?

-Yo que sé, las que me han puesto...
-¡Anda ya, multas! Tira para mi casa, que me congelo.



Desempolvo un viejo deseo...

Desempolvo un viejo deseo, sueño, vocación o como se le quiera llamar, después de unos cuantos años. Desde mi época de estudiante que hacía cursos de creación literaria, he esperado “la gran idea”, “la rotunda inspiración” y he empezado varios amagos que nunca terminé. El principal problema era que sentía haber perdido esa gran imaginación que antes sí sentía que tenía, y que ya no era capaz de inventar nada; y la idea de tomar mi vida como punto de partida me parecía impensable porque la consideraba aburridísima.

Sin embargo, hace unos días me pasó algo un poco rocambolesco (palabra que le encanta a mi amiga Inma) y decidí empezar a contarlo en facebook. Lo puse para crear expectación, y que la gente me preguntara por el final de la historia. Sí, como dice Blanca, hay un trasfondo inconfesable de sentirme protagonista por un momento. Pero en mi favor alegaré la profunda soledad que muchas veces siento en esta “aburridísima” vida que llevo y la necesidad de expresarme, de alguna manera, ante gente que, en mayor o menor medida, sé que me aprecia (sobra decir que yo también a ellos/as). Gente que me conoce, y que sabe que puedo ser muy exagerado, que me encanta quejarme y que, en el fondo, tengo una gran necesidad de ese arropo.

Como decía, esa historia real con tintes de novela barata de suspense iniciada en facebook, fue creando cierta expectación que hasta a mi me sorprendió, y me animó a continuar. Me rondaba por la cabeza en cada brazada en la piscina, en los trayectos de coche de un pueblo a otro, y en las horas de poca afluencia en la biblioteca. Quería contar mi historia, real, pero ¿por qué no? con tintes fantásticos.

El día a día nos parece aburrido precisamente por eso, por rutinario; pero si lo miramos con otro prisma, igual se le puede sacar algo interesante. Las personas con las que convivimos a diario, adornándolas un poco o exagerándoles sus rasgos de personalidad, pueden perfectamente ser personajes de una novela. Y uno mismo, si se para a hacer un ejercicio de introspección, puede tener mucho que contar.

Así pues, nace este blog. Con la única pretensión de entretenerme con una afición que aunque llevaba tiempo sin practicar, sí recuerdo que me hacía muy feliz; y con el deseo de que a quien le apetezca lo vaya siguiendo y vaya comentando todo aquello que quiera (ya sea para bien, o para mal).

De esos cursos que hacía recuerdo también la cantidad de técnicas que existen para incentivar la creatividad y para favorecer el desarrollo de una historia literaria. Los mismos comentarios que vayáis poniendo, me pueden ayudar a mi para darle un giro a la historia, para aumentar el protagonismo de un personaje en principio secundario, qué sé yo...

Dejar claro que “cualquier parecido con la vida real es pura coincidencia”, y aunque los nombres de los personajes y los lugares en que se desarrolla la historia parezcan evocar claramente a nombres y lugares reales, la historia que se narra, en sí misma, es irreal.

Allá voy...