lunes, 23 de enero de 2012

CAPÍTULO VIII: Fría madrugada (Bis)

VIII
FRÍA MADRUGADA (BIS)

4:45 de la madrugada. Un frío que pela. Otra vez. No me podía creer que estuviera viviendo la misma situación que hace tres días. Pero esta vez quien me acompañaba no era Amira sino Paz y veníamos de su pueblo, no de Alzamil de San Germán. Y ahora no iba con intención de echarme a dormir en el coche, sino que venía de haber estado intentando dormir en el sofá-cama de su casa.
La entrada de Daraquiel seguía mostrándose tan tenebrosa como un cuadro de Friedrich y la niebla era todavía más espesa que la noche del domingo.
A Paz se le había ocurrido ir a “investigar” a la biblioteca. Estaba deseando, sobre todo, conocer el depósito. Le fascinó lo de la ciudad subterránea, y estaba convencida de que iba a encontrar algo relevante en aquel antiguo escenario de aquelarres y almacén de brebajes mágicos que ahora usábamos para guardar revistas y periódicos viejos.
Cayetano Martínez de Irujo tendría que haber visto el sorprendente trajín de coches y tractores que había a esas horas en el pueblo. Y es que aunque sus desafortunadas declaraciones se centraban en los andaluces, la ofensa se hacía extensiva a todos los jornaleros del país, hombres y mujeres que se levantan todos los días a las cinco o las seis de la mañana para ir a trabajar al campo sin distinguir de días festivos ni tener vacaciones. Qué fácil es criticar desde la posición ajena.
Por un momento me preocupé de que alguno de ellos pudiera reconocerme, aunque lo más importante era que no nos vieran entrar en la biblioteca de madrugada y a escondidas. Así se lo recalqué a Paz, que llevaba todo el viaje con hipo por la absenta. Se había traído hasta una pequeña petaca porque decía que le ayudaba a entrar en calor. Lo peor es que era verdad y yo ya iba un poco piripi también. Suerte que era casi imposible encontrarnos con un control de alcoholemia un miércoles y a esa hora.
-Entramos, te enseño el depósito y nos vamos, ¿eh? – le insistí.
-Sí, sí... – respondió ella, con una falsa sinceridad.
Después de habernos asegurado que no nos viera nadie y de haber seleccionado previamente en el coche la llave correcta (parecía San Pedro con tanto llavero: las de casa de Paz, las del piso de Juanjo, las de casa de mi madre, las del coche, las del candado de la bici y las de la biblioteca), entramos a hurtadillas. Pasamos el recibidor alumbrándonos por una diminuta linterna que había traído Paz de su casa. Ahora entendía que MariCruces dijera que le daba miedo la biblioteca cuando entraba a trabajar. A oscuras, vacío y con un sepulcral silencio (los carteles de “se ruega silencio” son mera decoración en una biblioteca de pueblo), aquel edificio tenía mucho de tétrico.
La situación no podía ser más rocambolesca. Paz y yo íbamos cogidos de la mano para no tropezar con nada.
-¿Lo oyes? – preguntó de repente.
-¿El qué?
-No sé, como un pitido.
-¡Mierda! ¡La alarma!
¿Cómo podía haberme olvidado? Tiré al suelo la linterna, de camino le di una patada a la papelera desplazándola varios metros y haciéndola chocar contra la pared consiguiendo romper todo el silencio con un estruendoso golpe, y llegué corriendo hasta el cuadro de mandos. Setenta segundos había, si no recordaba mal, para desactivar la alarma. Bloqueado con los nervios de un concursante que se lo está jugando todo a una pregunta, no conseguía recordar la puta combinación. Seis, nueve, nueve, cero... No, no, nueve, nueve, seis, cero...
-¿Ya? – le pregunté a Paz, que debía estar en algún lugar de toda esa oscuridad.
-Sí, creo que sí, ya no se oye el pitido – respondió.
El pitido no, pero ahora creía haber sentido unos pasos. Pura sugestión, como Amira, pensé, porque después juraría haber escuchado la voz de una mujer preguntando “¿Quién anda ahí?”.
Sentí a Paz cogiéndome del brazo. La reconocí por el aliento de absenta, susurrándome al oído:
-¿Quién es?
No era sugestión. Parece que a alguien más se le había ocurrido ir a la biblioteca a una hora tan inusual. Pero… ¿a quién? Y… ¿para qué?





martes, 17 de enero de 2012

CAPÍTULO VII (2ª parte): Las distintas tonalidades del gris.

2ª parte.

En Daraquiel, como en tantos otros pueblos, se cambió el signo político después de décadas manteniendo el mismo. Era la manera en que los daraquieleños, como el resto de españoles, castigaban a los socialistas por su mala gestión con respecto a la Crisis y decidían probar con la única alternativa que ofrecía la estrechez de miras del bipartidismo reinante. Salir de Guatemala para entrar en Guatepeor, porque la consecuencia inmediata habían sido los despidos masivos de todos los contratados como personal laboral, los recortes en las ayudas sociales, el cierre y privatización de muchos servicios, la bajada de sueldos (menos para el alcalde y los concejales que no sólo no se lo bajaron, sino que se lo subieron aún más) y la continua amenaza de seguir sufriendo “duras medidas impopulares, pero dolorosamente necesarias por las insostenibles deudas que había dejado el gobierno anterior”.
María Victoria Martínez de Álgaro, la concejala, era una mujer algo altiva, pero que, como toda nueva política, quería mostrarse cercana al pueblo y preocupada por sus necesidades. Una pantomima que yo, ésa primera vez que fui a hablar con ella, me tragué.
Fui muy dispuesto yo con mi escrito perfectamente redactado, releído millones de veces y cuidando minuciosamente cada palabra que utilizaba para denunciar tajantemente, pero de forma protocolaria, el abuso de poder del que consideraba que estaba siendo víctima.
Me recibió de forma llana, pero sobreactuada, dándome dos besos de los que no llegan ni a rozar las mejillas y que paralizaron rápidamente mi amago de darle la mano.
- Hola, Daniel. Tenía ganas de conocerte – dijo.
Me invitó a sentarme.
- Dime, te escucho – añadió, al ver que yo no arrancaba.
Era como si ya tuviera conocimiento de qué iba a decirle. Recordé otra vez lo que a veces olvidaba, que estaba en un pueblo pequeño y que “todo se sabe”. En este caso, seguramente, hubiera sido Javier, el representante sindical, quien la había puesto al corriente, haciendo caso omiso a mi petición de confidencialidad, después de la charla que tuve con él para explicarle un poco la situación.
- Bueno... pues... – tartajeé. Era la primera vez que hablaba cara a cara con una política y estaba ridículamente nervioso –. He traído un escrito... – concluí.
María Victoria lo cogió y lo leyó por encima. Después de toser y dirigirme una mirada que no supe interpretar, sentenció:
- Es una acusación grave.
- Lo sé – empecé a armarme de valor, ya que había decidido dar el paso, tenía que llegar hasta el final –, pero después de haberlo intentado por las buenas y no conseguir nada me he visto obligado a denunciar la situación.
A Amira la había dejado en la biblioteca mordiéndose las uñas, temblando de miedo y al borde del patatús cuando le dejé leer mi escrito. Nadie en veinte años se había atrevido a “acusar” a la jefa, a pesar de que todos los trabajadores que habían estado bajo su mandato (que habían sido muchos, porque antes de convocar la plaza como funcionario la habían estado cubriendo con contratos temporales y bolsas de trabajo) echaban pestes de ella y de lo déspota que era como jefa. Por todos ellos y ellas, por Amira y por mí, tenía que luchar.
Así que le expliqué todo a la concejala. Me remití al artículo del Convenio local donde se aseguraba “facilitar la formación académica de los trabajadores públicos”. Rebatí las supuestas “necesidades del servicio” a las que la jefa se acogía, fundamentándome en el hecho de que éramos tres personas trabajando en la biblioteca (Amira, Leo y yo) y que nos podíamos cubrir unos a otros sin problema como hacíamos cuando llegaban las vacaciones. Y como la vi muy receptiva, al final me crecí del todo y la acusé abiertamente de darnos un trato discriminatorio según la categoría profesional que tuviéramos. Y es que era verdad que Leo recibía unos privilegios extra sobre Amira y yo, como tener algunas tardes libres a la semana.
Cuando terminé –qué a gusto me quedé, por cierto–, María Victoria se levantó, muy solemne, y se dirigió al armario que estaba a la derecha de su mesa. Lo abrió y sacó de él una gruesa carpeta. La estuvo revisando y cuando encontró lo que buscaba, me la acercó. Eran unas tablas de retribuciones salariales.
- Ahí tienes los sueldos de todos los que trabajáis en Cultura, desde la directora hasta la limpiadora.
Temí que mis palabras se hubieran malinterpretado, y por eso intenté aclarar mi postura:
- No, pero yo no hablo de sueldos; entiendo perfectamente que cada uno tenga su remuneración en función de su categoría y de sus competencias… - no  me dejó terminar.
- Y de su horario.
- ¿Cómo? – pregunté extrañado.
- El personal de Cultura – me explicó – junto  al de Servicios Sociales y al de Juventud, tenéis un horario de turno partido mañana y tarde, en función de las características propias de cada servicio, y por eso, hace unos años, se acordó “recompensar” esa diferencia con el resto del personal del Ayuntamiento que trabaja sólo por las mañanas con un complemento económico extra, específico y determinado según el número de tardes que se trabaje a la semana. Igual que el plus de disponibilidad o nocturnidad, por ejemplo.
- Ah… - no supe qué más decir.
- Se establece por puntuaciones numéricas, es decir, por ejemplo, los de Juventud que trabajan dos tardes a la semana tienen 4 puntos, 2 por cada tarde trabajada. Y los de Cultura, vosotros, que trabajáis todas las tardes, tenéis 10 puntos, es decir, cobráis más.
Empecé a entender qué estaba queriendo decirme, pero no me atrevía a confirmarlo, así que fue ella quien lo dijo sin tapujos:
- Y todo el mundo sabe que la directora no va a trabajar ninguna tarde a la semana, pero, sin embargo, sigue cobrando el complemento salarial de trabajar las cinco tardes. Y encima ella no es quién para dar a unos trabajadores tardes libres y a otros no – parecía estar enfadándose –, porque todos los que estáis allí, bueno, menos MariCruces, que a ella se le puso horario de 7 a 2 por las mañanas porque era más adecuado para su trabajo, tendríais que trabajar todas las tardes de la semana. Cualquier cambio de horario debe consultarse previamente y modificarse, si se considera oportuno, en las tablas salariales que para eso están – le faltó llevar la peluca blanca de rizos y dar el golpe de maza sobre la mesa.
Aquel dato me pareció tan revelador que en ese momento terminé de tener claro que mi jefa era una bruja, de las malas además, y que aquella nueva concejala parecía dispuesta a tomar las medidas necesarias para hacer justicia. Ahí veía en blanco y negro.
Aunque mi intención tampoco era tocar los sueldos ni perjudicar a nadie. Y así se lo hice saber.
- Pero… María Victoria – ya me había insistido varias veces en que la tuteara –, yo no quiero entrar en ese tipo de cuestiones, primero porque no es competencia mía y segundo porque mi única preocupación y por lo que estoy luchando es por poder hacer uso de los derechos que me corresponden como trabajador.
- ¿No te das cuenta? – insistió ella –. ¿Sabes  cómo se llama lo que está haciendo esa mujer? – lo dijo en un tono tan despectivo que hubiera esperado cualquier respuesta –. ¡Eso es fraude de dinero público! Y, efectivamente, una práctica denunciable de abuso de poder.
Sonaba muy grave, más de lo que esperaba.
El caso es que debería haber salido victorioso de aquella recepción con la concejala porque había conseguido lo que supuestamente reclamaba. María Victoria me dijo que cualquier solicitud de día de asuntos propios, asistencia a cursos y demás la entregara directamente en el Registro del Ayuntamiento sin siquiera dársela previamente a la jefa porque “las cosas iban a cambiar y a partir de ahora iba a ser la concejalía de personal la encargada de conceder o denegar esos permisos”. Sin embargo, más que contento o satisfecho, me fui de allí con cierto temor.
Al día siguiente, la jefa se me acercó con la inequívoca señal de cuando está muy enfadada (se le hincha la vena del cuello, los ojos parece que se le van a salir de la órbita y se pone roja como un tomate a punto de explotar) y casi gritando me dijo que le diera inmediatamente una copia del escrito que había presentado en el Ayuntamiento. Como todo lo que ponía en él lo había hablado previamente con ella y no tenía nada que esconder, la imprimí y se la di. Reconozco que en ese momento sí que sentí una enorme satisfacción.
Ése fue el antes y el después de mi relación con ella. Hubo unos días en que me sentí el héroe entre mis compañeros no sólo por haberme enfrentando al Titán del poder, sino por haber salido aparentemente triunfante. Pero no airoso. Quizá conseguiría poder pedirme los viernes que necesitara para ir a Barcelona, pero sabía que de una manera u otra, ella se iba a tomar su particular revancha, servida en plato frío. Y es que una jefa, si se lo propone como ella se lo propuso, cuenta con los medios suficientes para hacerle la vida imposible a un trabajador. O a dos, como en este caso, porque, muy a mi pesar, Amira también empezó a sufrir las consecuencias de su ira. Yo la herí donde más le dolía, en su orgullo. Y ella no se iba a quedar de brazos cruzados.
Supongo que en la auditoría externa que empezaron a hacer los del Ayuntamiento, María Victoria se encargaría personalmente de que se inspeccionara con detalle, en horario y sueldo, el puesto de mi jefa. Me convertí, inocentemente, en su peor enemigo. Le hice vestir el peor de los sambenitos en el auto de fe celebrado para escarnio público, quemándola en las llamas de las críticas y el cuchicheo de todos los vecinos y del resto de trabajadores del Ayuntamiento.
¿Quién era entonces el malo? ¿Ella? ¿María Victoria? ¿Yo? ¿Los tres?
Tantas vueltas le estaba dando a todo que si ya normalmente me costaba conciliar el sueño en el incómodo sofá-cama de mi habitación, esa noche me estaba siendo imposible. Por eso me levanté, de camino hasta el salón pisé la cola de un gato, un pis, casi resbalo con un vómito o una caca suelta y cuando llegué, me encontré a la Noé de aquel peculiar arca recostada en el sillón con Tree, frente a una botella de absenta.
- ¿Paz? – dije en voz baja, porque no sabía si estaba dormida o traspuesta.
Se incorporó rápidamente y con los ojos muy abiertos respondió:
- ¿Qué?
- Nada. Sólo quería saber si estabas despierta... – me paré un segundo a pensar antes de continuar –. ¿Qué haces?
- ¿Quieres un chupito?
- Bueno...
- No podía dormir y me he venido aquí con Tree – dijo mientras me servía.
- Ahá.
- ¿Y tú? – añadió después de darme el vaso.
- Tampoco podía dormir.
-¿Y eso?
- No sé...
Ya la iba conociendo lo suficiente y sabía que me iba a sorprender con alguna propuesta disparatada:
- ¿Nos vamos a Daraquiel?
Eran las 4 de la madrugada y fuera debía hacer un frío polar, pero no sé por qué contesté:
- Vale, me visto y cojo el coche.
A lo mejor descubríamos algo que me ayudara a encontrar la escala de gris que coloreara la que no era ni tan negra ni tan blanca historia.





sábado, 14 de enero de 2012

CAPÍTULO VII (1ª parte): Las distintas tonalidades del gris.

 

VII

LAS DISTINTAS TONALIDADES DEL GRIS

 

         1ª parte.

            Me acosté dándole vueltas al tema de los ancestros brujeriles de mi jefa. Sólo podía llegar a la conclusión que se debe llegar siempre en estos casos. Ni lo negro es tan negro ni lo blanco tan blanco como lo pintan, hay infinidad de tonalidades de grises.
            Paz, por supuesto, había estado encantada de escuchar la historia de la bruja Justina Negrete y, para ella, mi jefa, sin lugar a dudas, habría heredado las actitudes demoníacas de su estirpe. Ya se había formado su propia película. Y es que los datos eran jugosos no para un filme, sino para una semana completa de sobremesas de antena 3. Pero siendo racional y objetivo, había que saber analizarlos, por muy documentados históricamente que estuvieran.
Sin poner en duda la investigación de Antonio el archivero, había que saber entender la mentalidad de la época y no sacar conclusiones precipitadas. Y el hecho de que la jefa le hubiera impedido su publicación era por simple temor a que su imagen pública, ya de por sí perjudicada, no se viera salpicada de más rumores y conjeturas en el pueblo.
Justina, la mujer, estaría ya mayor, después de cinco partos y perder a tres de sus hijos (que fueran los tres varones se podía justificar por una cruel casualidad del alto índice de mortandad de la época, igual que el hecho de que quedara viuda), tendría las facultades mentales mermadas y le dio por pasearse en pelotas por los alrededores del cementerio con una vela y una vasija como le podría haber dado por cualquier otra cosa. Y que escondiera libros e imágenes “obscenas” en una cueva debajo de su casa explicaba el rechazo social que sufría por ser una adelantada de su época: una mujer con inquietudes intelectuales, transgresora, que no estaba dispuesta a aborregarse como el resto de vecinas. Vecinas, por cierto, envidiosas de todas sus tierras que decidieron optar por el camino más fácil para quitársela de en medio: acusarla de bruja.
Lo que decía. Lo negro ahora parecía más blanco.
Así, es posible que mi jefa no fuera la única mala del telefilm y que mi blanca bandera de lucha por los derechos laborales pudiera ennegrecerse al confesar el hecho de haberme aprovechado, en cierta manera, de la nueva situación política del pueblo. A lo mejor yo había sido el detonante para emprender una particular caza de brujas contra ella. Una nueva corporación política que actuaba de inmisericorde Tribunal inquisitorial, aplicando un castigo quizá desmesurado. Como dice el refrán de MariCruces, no hay pueblo sin brujas. En plural. Y quien para mi había sido la concejala justa y salvadora podía ser otra bruja. Una bruja vecina sedienta de venganza. Al fin y al cabo, yo poco sabía de los enfrentamientos personales que había entre los habitantes de Daraquiel.
Mis problemas con la jefa empezaron hace tres meses. Antes hasta se podía decir que era uno de sus trabajadores “preferidos” si tenemos en cuenta los halagos en que se deshacía (aunque nunca me los dijera a mi personalmente) no sólo para aprobar, sino también secundar (usando a Leo de intermediario), las iniciativas y proyectos que yo proponía para la biblioteca. La nueva ordenación de las películas fue una “fantástica idea”, la sección de novedades y recomendaciones “genial”. Y la selección de películas y libros sobre cine español que preparé aprovechando que trajo una exposición fotográfica sobre el tema le gustó tanto que decidió convertirlo en una práctica trimestral –cada vez con diferente temática– para que fuera “nuestro nuevo sello de identidad frente a las bibliotecas del resto de pueblos de la provincia” (no entraré a valorar la incomprensible rivalidad que se traía con las directoras de las demás bibliotecas). Una muy buena idea con la que ella podía seguir saliendo en la prensa local luciendo palmito y peinado anunciando todas las actividades que se hacían desde la biblioteca, pero que a Amira y a mi nos costaba el triple de esfuerzo y de tiempo.
Todo iba bien porque yo no abría la boca más que para acatar sus órdenes y para que Amira y yo sacáramos adelante nuestro trabajo y también el de Leo, a veces incluso teniéndonoslo que llevar a casa porque muchos días, con tanta afluencia de gente como tenemos, era imposible hacer los recuentos de prestatarios, las búsquedas bibliográficas para las adquisiciones, el envío de cartas a los usuarios con devoluciones retrasadas y tantas otras tareas que se suponían competencia del técnico, o sea, de Leo, y no nuestras; pero que hacíamos por un sentimiento de compañerismo que perdimos cuando descubrimos que el motivo por el que no cumplía sus tareas no era la “falta” sino la “pérdida” de tiempo, porque la prensa deportiva y todos los juegos de ordenador de la biblioteca bien que los llevaba al día.
La situación cambió cuando volví de las vacaciones, en octubre, después de haber estado en Barcelona, haberme matriculado en la Universidad, haber revisado nuestro convenio laboral y haber planificado viajar allí, estudiando concienzudamente las combinaciones de tren más factibles y económicas, cada dos semanas pidiéndome los viernes de asuntos propios para poder asistir a las clases y sobrevivir a una relación a distancia (aunque no era la primera vez que Juanjo y yo vivíamos en lugares separados). Lo que era una simple solicitud de derechos que se supone me correspondían para ella fue “un cambio de actitud desde que los sindicatos me comieron la cabeza”. Y a partir de ahí, curso de formación que me concedían, curso que me denegaba; día de asuntos propios que quería, día que no me podía dar. Tenía el infalible e irrebatible comodín de “las necesidades del servicio”, que alegaba cada vez que me devolvía las instancias rechazadas.
Así que después de perder dos cursos, las dos primeras sesiones presenciales de la universidad, con el consiguiente riesgo de que me anularan el derecho a examen, y estar más de un mes sin poder ver a Juanjo ni a Dante, decidí poner fin a la vía del diálogo y las buenas maneras y me fui directamente al Ayuntamiento a intentar hablar con la nueva concejala de personal, que era también la portavoz del recién estrenado equipo de gobierno. Al parecer, su enemistad con la jefa era vox pópuli y aunque yo desconocía el motivo y el calibre de su enfrentamiento, supongo que, interiormente, esperaba beneficiarme de él.



martes, 10 de enero de 2012

CAPÍTULO VI (2ª parte): La bruja de mi jefa (¿o mi jefa la bruja?)

2ª Parte.
Antonio el archivero tenía una oratoria fascinante, de persona realmente culta. Pero en su discurso pronto se vislumbraban, a mi parecer, datos inevitablemente edulcorados, por decirlo de alguna manera. Quizá porque sus obsoletas convicciones religiosas ganaban a las evidencias históricas.
Para él, el genocidio sistemático de la Inquisición era simple “mala prensa”. Decía que a los acusados se les ofrecía la posibilidad del edicto de gracia, que los inquisidores eclesiásticos sólo aplicaban sanciones espirituales como rezos y ayunos y que, como mucho, a los que no se arrepentían, se les excomulgaba. Que eran las autoridades civiles quienes aplicaban las sanciones más duras  de confiscación de bienes y/o muerte en la hoguera.
- Pero, ¿quiénes les habían perseguido y acusado, Antonio? – lancé, sin pensar, mi pregunta retórica.
- Vecinos enemistados por enfrentamientos personales de posesión de tierras casi siempre.
Ahí sí le daba la razón. Cuánta gente debió aprovechar la situación para vengarse de alguien acusándole de hereje o de brujería. Aunque esa respuesta no hacía más que reafirmar mi idea de que la Inquisición eclesiástica había sido tanto o más culpable de las persecuciones y ejecuciones que los poderes civiles. Además, para mí eran más reprobables, si cabe, por haberse hecho abanderadas por una religión cuya deidad proclama la compasión y el perdón. Pero tampoco iba a discutir con él, primero porque no llegaríamos a un acuerdo y segundo porque mi única intención en aquel momento era saber si tenía que seguir considerando a esa mujer como la bruja de mi jefa o si debía empezar a verla como mi jefa la bruja.
- De hecho – continuó relatando Antonio –, muchos de los procesos empezados terminaban con la absolución por falta de pruebas.
Ya íbamos llegando a la parte interesante. Me limité entonces a escucharle. Antonio dejó los periódicos, me hizo un gesto para que yo también los dejara y con su peludo y gordo dedo índice me invitó a seguirle, mientras continuaba hablando:
- De los cinco casos documentados de brujería en Daraquiel, sólo uno terminó con la quema en la hoguera: el de Justina Negrete.
Era fácil ir metiéndose en la mentalidad y el temor de aquella época en un sitio como el Archivo de Antonio. Sólo rompía el encanto que tuviera un instrumental tan moderno. Me llevó a una sala donde había tres archivadores compactus, que con lo que debieron costar casi podría haberse contruido una biblioteca nueva, y que yo sólo había visto antes cuando trabajaba de becario en la biblioteca de la universidad. No pude evitar sonreírme recordando los buenos momentos que pasé en aquella época junto a mis compañeras. Éramos “las becarias precarias” (es justo decirlo en femenino porque yo era la única representación masculina del grupo), y superábamos las miserias de nuestros sueldos haciendo trastadas siempre que podíamos. Me acordé de la que hicimos utilizando, precisamente, aquella virguería del mobiliario archivístico para darle un susto a Ana, una de ellas. Un año inolvidable al que puse fin cuando me saqué la plaza de bibliotecario en Daraquiel. Decisión que en su momento ni dudé en tomar, era el objetivo alcanzado después de casi tres años preparando las oposiciones, pero de la que ahora me arrepentía más de una vez. Claro que después pensaba en el infierno del trabajo de teleoperador que tenía por las tardes, para subsistir junto con el sueldo de becario, y en seguida recordaba porqué lo hice. Estar metido en aquel corral de loros repitiendo una y otra vez el mismo ridículo argumentario a miles de personas para venderles una fantástica y “maravillosísima” nueva tarifa plana ha sido una forma de ganarme la vida que intentaré no tener que repetir nunca. Aunque nunca digas nunca.
Antonio empezó a sacar del compactus carpetas del tamaño de láminas A-3 y las fue dejando encima de la mesa. Con sumo cuidado se puso unos guantes de algodón que tenía guardados en una funda de nylon (que también podía haber sido de poliéster o triacetato de celulosa, lo importante era que no tuviera PVC en su composición, según me dijo, por cuestiones de conservación y manipulación de documentos), y fue abriendo las carpetas. Por un momento me sentí un privilegiado por poder contemplar lo que había en su interior, aunque fueran simples reproducciones escaneadas. Los guardaba con tanto mimo como si fueran los legajos originales del Archivo Municipal de Toledo.
- Aunque correspondan a casos de brujería documentados aquí, se guardan allí porque Daraquiel estaba bajo la jurisdicción del Tribunal de la Inquisición de Toledo – dijo Antonio como apenado –. Y no creas que me fue fácil conseguir estas reproducciones en su momento porque aunque ahora hasta las ofrecen en la página web sin tener que acreditarte como investigador ni nada, por aquel entonces había que superar toda clase de obstáculos burocráticos.
Antonio parecía albergar aún el recelo de algunos archiveros tradicionales ante la difusión y accesibilidad que internet permite. Nada más que había que ver el complejo método con que manipulaba unas simples fotocopias a color, como dando a entender que sólo una persona altamente cualificada como él podía hacerlo. Hasta me dio miedo acercarme a ellas más de la cuenta por si mi respiración o la posible actividad química que desprendiera mi cuerpo las pudiera amarillear o contaminar de hongos y microorganismos. Ésas eran el tipo de estridencias que a Antonio le costaban en el pueblo el calificativo de hombre raro.
- ¡Eureka! – exclamó de repente –. ¡Éste es! Aquí se narra el proceso llevado contra Justina Negrete – dijo, acercándome levemente el documento alusivo a la que debió ser la tata-tatarabuela de mi jefa, porque según ponía fue procesada en 1542.
Antonio siguió:
- Justina Negrete pertenecía a una familia de labradores adinerados, dueños de importantes terrenos. Era muy conocida en el pueblo por sus dotes como curandera, con ungüentos que preparaba ella misma y a veces también ejercía de comadrona. Era viuda y vivía con dos de sus hijas porque sus otros tres hijos varones murieron al poco de nacer. Se le acusaba de necromancia y brujería. Cuentan que era habitual verla pasearse desnuda por los alrededores del cementerio, portando en la mano un candil o una vasija donde debía guardar los restos de cabello, dientes o huesos que profanaba de las tumbas.
Analizando la historia sorprendía escuchar la cantidad de tópicos que encerraba. Otra versión de mujeres siniestras y poderosas, excluidas socialmente, indecorosas, devoradoras de sexo, que acababan con los hombres que se les acercaban cual mantis religiosa, celebraban aquelarres en los cementerios y dedicaban el tiempo sobrante a fabricar toda clase de venenos y polvos diabólicos. Candidatas perfectas para una misógina represión que las castigaba por haberse rebelado a su rol social de esclavismo y anulación frente al hombre, en un contexto marcado por las rivalidades personales y una Iglesia corrupta liderada por clérigos supersticiosos e ignorantes que transmitían el temor a la presencia del demonio y la hostilidad hacia los cambios que se estaban gestando en la sociedad.
- En el proceso de Justina Negrete fueron muchas las personas que declararon contra ella, y estas denuncias se consideraron válidas tras la investigación de los inquisidores. Se le terminó acusando de delitos contra la moral y las buenas costumbres por posesión de libros e imágenes obscenas que escondía en pasadizos ocultos bajo su casa – Antonio detuvo por un momento su narración y me miró fijamente, pensé que era para comprobar si mantenía la atención –. ¿Habías oído alguna vez que bajo Daraquiel existe una ciudad subterránea?
- No, creo que no – dudé en contestar, por un momento pensé que era una pregunta trampa.
- Pues sí. Todo el pueblo está oradado por infinidad de túneles y grutas subterráneas, algunas de ellas incluso comunicadas entre sí. Se cree que muchos de esos pasadizos sirvieron de cobijo para la celebración de aquelarres clandestinos y como almacén de los ingredientes que las brujas usaban para sus pócimas. Hoy día sigue habiendo muchas casas que los mantienen como despensa para conservar frescos los alimentos. Incluso tú, muchacho sureño, conoces de primera mano uno de ellos.
No hizo falta que dijera más para saber a cuál se refería.
- ¿El depósito de la biblioteca? – pregunté por confirmar.
- ¡Exacto! – respondió él, con la satisfacción de un maestro cuando un alumno demuestra su aprendizaje –. Y también dicen que hay una de esas cuevas subterráneas bajo la casa de tu jefa.
Otra vez ella. Ya no sabía qué pensar.
- La sentencia final – continuó – fue la abjuración de vehementi, es decir, que se consideró que las sospechas eran lo suficientemente vehementes como para acusarla. Su auto de fe se celebró en la Plaza de Zocodover de Toledo el 12 de enero de 1542 y terminó quemada en la hoguera.
- Ya… – no pude disimular que mi interés inicial se estaba convirtiendo en cierta incredulidad.
- ¿Qué pasa? – Antonio pareció leerme el pensamiento –, ¿te  parecen patrañas de catetos ignorantes y supersticiosos, verdad?
Asentí honestamente.
- Pues a mi también me lo parecían, pero entonces ¿por qué crees que tu jefa hizo todo lo posible para que no se publicara mi investigación sobre las brujas de Daraquiel? ¿Por qué no permitió que todo esto saliera a la luz con el buen reclamo turístico que hubiera supuesto para el pueblo?
De vuelta a la biblioteca fui pensando en toda la historia de la tal Justina Negrete y me vino a la cabeza uno de los refranes de MariCruces que venía muy al caso:
- Ni pueblo sin brujas, ni hervor sin burbujas, ni cesta de brevas sin papandujas.