lunes, 26 de mayo de 2014

CAPÍTULO XLVI: Día 5. Acabar por fin con el sufrimiento.


Un último salto. Unos cuantos segundos en picado, absorberme en aquella inmensidad gris asfalto y acabar por fin con el sufrimiento.
 
Estoy seguro de que mi madre no sabía que entre los folios impresos que me trajo para que retomara el hábito de la escritura, supongo que recopilados por mi hermano Jorge (que tampoco sé si se daría cuenta o no), se encontraba aquella inconclusa y fallida despedida.
 


“… el futuro, la falta de un futuro, la incertidumbre del futuro, el miedo al futuro, el miedo en general…”
 
            Uno ya está muerto cuando al abrir los ojos cada mañana se ciega con la luz del día y lo único que quiere es volver a cerrarlos.
            Yo ya había muerto hace meses.
            Hoy solo se despide mi cuerpo, la jaula que atrapaba un alma inerte. Una apariencia que databa de lo que fue y ya no es, y nunca volvería a ser.
            Por eso no quiero que ninguno os sintáis culpables ni penséis que podríais haber hecho algo más por mí.
            No quiero ser recordado como un enfermo, no quiero ser relacionado con esa maldición llamada “enfermedad mental”. Con todo mi respeto a quien la padece. Mi respeto y mi admiración. Y mi confesión de convaleciente cobarde e impaciente. E incrédulo porque, en el fondo, el verdadero problema era que no terminaba de verlo como una afección física que se curaría sin más con tiempo, medicamentos y fuerza de voluntad. O que esa alma muerta no era capaz ya de seguir luchando.
            Una vida rendida, como digo, no es vida.
            Y lo siento de verdad por todos, porque aún sabiendo que os hago daño, también os lo estaba haciendo antes. Y no acabo así por no querer ser una carga para vosotros, sino por no soportar ser una carga para mí mismo. Por no tener ganas de seguir viviendo.
            Porque ya había muerto hace meses.
            Y el reflejo de escombro, imagen ruinosa de un ayer glorioso, no lo soportaba más. Un día tras otro, la vivencia real de lo que ayer imaginaba como la peor pesadilla me mató. Ni el abandono, ni la decepción, ni el daño, ni los sentimientos de culpabilidad y fracaso. Fue el día a día conviviendo con estos restos.
            Supervivencia malograda, carente de motivo, ilusiones y alicientes. Mente anclada en el ayer pero condenada a un hoy doloroso y a un mañana inexistente. Desde que se acabó mi última ilusión, un último intento de cumplir el sueño más recurrente y más vulgar de este mundo: formar mi “propia familia”, compartir la vida con alguien y construir un plan que creía común.
            Porque a veces también he pensado que no encajaba en este mundo. Delirios de soberbia que me hacían sentir “distinto” cuando en realidad era tan vulgar y simple como el que más. No pedía tanto, y las promesas de nuevas oportunidades que todos me asegurabais no tenían cabida ya en lo hueco de mi ser.
            Nadie muere por amor, y aunque me gustaría negarlo por una ilusión de romanticismo trasnochado, yo tampoco. Estaba enamorado de un espejismo y cuando se persigue una idealización, la frustración está asegurada.
            He tenido mucho amor real en mi vida y a veces no lo he sabido corresponder. Aún hoy creo morir siendo un completo analfabeto en la expresión de sentimientos. Siempre disfrazado de chulería y autosuficiencia que, al quedar desnudados de su coraza ante una situación tan común y superable como una ruptura de pareja, fueron destapados y me hicieron caer empicado en mi propia mentira.
            Coincidió con mi fin. No lo provocó. Porque también he llegado a pensar que mi verdadera enfermedad era la incapacidad –ni siquiera la discapacidad– de ser feliz. Pero no, mirando mi vida, sí que he sido feliz en muchos momentos.
            Y es lo que os pido (si aún me queda ese derecho), que me recordéis como lo que fui. Cuando era capaz de sonreír, cuando mi sombra se teñía de éxitos, cuando conseguí la meta laboral y personal. Cuando podía, y anhelaba, seguir viviendo. Cuando aún vivía.
            Por favor, quedaros con ese Dani y no con el resquicio que de él vagaba en sus últimos meses en este mundo. Si se puede, recordad que quiero donar todos los órganos posibles y, por supuesto, quiero incineración. No importa donde decidáis esparcirme. Ni termino de creer en otra vida ni puedo imaginar una absoluta inexistencia, solo pienso que no somos más que materia y que, como tales, ni aparecemos ni desaparecemos, solo nos transformamos. Mi conversión tendrá la paz y calma interiores que necesitaba, lo único que quería vivir ya. La apacible nada que terminaba de culminar esta muerte anticipada.
            Un final casi de cobarde, que solo demuestra un retazo de cierta valentía por haber decidido retirarme a tiempo. Por eso no debéis entender mi ausencia como una pérdida dolorosa, sino como la culminación de una decisión personal que aunque no entendáis, debéis respetar. No podía seguir malviviendo por nadie, porque al final con quien de verdad se comparte el resto de la vida es con uno mismo. Y cuando uno no se soporta, la convivencia propia es una tortura demasiado dolorosa.
            Y no es distorsión de mente enferma. Ningún fármaco, ninguna terapia ni ninguna palabra de consuelo pueden hacer cambiar ciertos sentimientos.
            Adiós a todos.


Desde mi nuevo estado y liberado por fin del dolor, me despido con la esperanza de dejaros en el recuerdo las cosas buenas de aquel que fui y pidiendo perdón por el daño que haya podido hacer y por las cosas que dejo a medias.

            Os quiere siempre y más allá,

 

                                   Dani.


 

lunes, 19 de mayo de 2014

CAPÍTULO XLV: Día 4. Carta de Barcelona.

Mi madre y mi hermana Bea eran las dos últimas personas que esperaba encontrarme aquella mañana cuando me dirigía a la consulta del doctor Correa.
Ambas impertérritas, con talante serio y reprobador, esperaban junto a la puerta.
Pensé que había vuelto a cagarla. Aunque esta vez no tenía ni idea de en qué. El día anterior al final no le había contado nada al psiquiatra.
-¿Qué hacéis aquí? -alcancé a preguntarles.
-Venimos a pasar consulta contigo -mi hermana estaba adquiriendo tan férrea herencia de nuestra madre que ya hablaba con su misma solemnidad.
Pensé que, con ellas dos allí, la narración de lo del ensayo clínico tendría que esperar un día más. 
No pensaba contarlo con ellas delante.
-Buenos días,  Daniel -el doctor Correa se asomó entreabriendo la puerta de su despacho-. Pase -añadió con un gesto que me invitaba a entrar.
Dirigió una mirada a mi madre y mi hermana indicándoles que, por el momento, esperaran fuera.
Ya dentro le noté especialmente contento. Todo estaba siendo muy raro.
-Ha estado yendo a la Sala de Terapias ¿no, Daniel? -me preguntó. 
-Sí. Y ayer recordé algo que creo que debería contarle.
-Dígame, tiene toda mi atención. 
-Antes de dejar la biblioteca, en Barcelona,  me sometí a un ensayo clínico por culpa de mi ex, de  un medicamento cuyos efectos adversos, entre otros, son los trastornos depresivos... -lo escupí sin digerir, de una sentada.
-Espere, espere, Daniel, eche el freno -el doctor Correa parecía estar calmando a un potro desbocado.
Descubrí lo nervioso que me había puesto la inesperada visita de mi madre y mi hermana cuando, al querer echar mano de ellas, comprobé que no me quedaban uñas que morder.
-Primero -continuó con su argumentación-, ¿cuál fue el medicamento que tomó? Y, segundo, ¿por qué dice que fue culpa de su ex pareja?
Le conté toda la historia con pelos y señales.  Como Laly el día anterior, el doctor Correa también hizo sus comprobaciones en su ordenador y concluyó diciéndome:
-Daniel, usted como yo, sabe que su depresión no ha sido provocada por la metformina. En todo caso sería un factor más a sumar a los que ya venía arrastrando y a los que siguió acumulando después -se quitó las gafas y las dejó en la mesa.
Lo peor fue tener que darle, irremediablemente, la razón.  
La locura heredada de mi padre, las largas noches en vigilia rastreando por redes sociales, emails y wathsapp el desde cuándo, el por qué y el cuántos de las infidelidades, consumadas o no, de un Juanjo que de la noche a la mañana se había convertido en un completo desconocido; la mala y escasa alimentación,  los tonteos con la medicación robada a mi hermano a la desesperada en busca de algo de paz, el abandono de todo hábito saludable y la desmotivación de un funcionariado antes idílico, los tambaleos económicos de las arcas municipales del ayuntamiento del que dependía, la paranoia de una maquiavélica venganza servida en plato frío por una resentida jefa y su secuaz María José ansiosa por mi puesto de trabajo, lo inhóspito de una tierra extraña a la que nunca llegué a adaptarme... Todo ello sumó para el resultado de la fatal ecuación final.
Haber sido conejillo de Indias para una nueva variante de un medicamento que la industria farmacéutica quería sacar al mercado no había sido sino un condicionante más. No determinante por sí mismo ni antecedente directo de la demencia.
Mi depresión se había estado cocinando durante meses a fuego lento.
-Y, discúlpeme, Daniel, pero uno no hace nada que de verdad no quiera. Su ex pareja, como usted dice, pudo haberle incitado del modo que fuera, pero la decisión final de haberse prestado a aquel ensayo clínico fue suya y sólo suya. De una manera u otra, usted sabía lo que hacía. Necesitaba aquel dinero y se valoraba tan poco a sí mismo en aquel momento que puso ese precio a su salud. Se lo puso usted. Nadie más.
Eso tiene que tenerlo muy claro, y perdone que le hable con tanta franqueza.
Una vez me preguntó usted si creía que hubiera caído o no en depresión si su ex pareja no le hubiera dejado y le dije que probablemente no.
Pero eso no tiene que hacerle confundir el desencadenante, la gota que colmó el vaso, con culpabilizar en exclusiva a un único verdugo responsable de todos sus males.
Es humano y comprensible que lo haga, pero usted sabe bien que realmente no es así. Factores externos, exógenos, los hay; pero son muchos más que uno sólo. Y, entre todos, cada uno en su medida, suman.
Entiende lo que quiero decirle, ¿verdad? -el doctor Correa hablaba siempre con gran locuacidad.
Claro que lo entendía. Lo entendía perfectamente. 
Maldito psiquiatra que me estaba arrebatando lo único a lo que sentía tener derecho. El pataleo y la autocompasión. 
Y maldito Juanjo por no poder responsabilizarle de todo.
Maldito yo por ser tan patético.
Malditos. Una y mil veces malditos.
A pesar de eso, decidí que seguiría odiando, por el momento, a Juanjo, en silencio, sin venganza; porque quizá así el camino hasta la indiferencia y, por fin el olvido, sería más fácil.
Cuando el especialista dio por aclarado y zanjado ese punto y yo sentí que había dado un importante paso hacia adelante en mi terapia, hizo pasar a mi madre y a mi hermana Bea.
Con ellas allí, me vino a la cabeza aquella vez, hace años, en que una de las muchas psiquiatras que trató a mi padre, antes de darlo por imposible y pasar el marrón a otro colega, intentó una nueva posibilidad. Terapia familiar.
Acudí a aquel experimento ofendido y escéptico, obligado por mi madre. La soberbia de creerme indestructiblemente cuerdo se me desmoronó ante el desafortunado apunte de aquella psiquiatra. Por entonces mi hermano Jorge aún no había tenido su primer brote psicótico, pero ella ya nos pronosticó el riesgo:
-Como hijos suyos, tenéis muchas papeletas de padecer el día de mañana alguna enfermedad mental. Lo más que podéis pedir es que no sea crónica como la suya ni tenga tan mala evolución.
Supongo que al decir aquello esa mujer pretendería darnos una bofetada de terapia de choque. Mi padre le habría llorado con el cuento de que era el incomprendido de la familia (acusación merecida en mi caso y quizá en el de alguno de mis hermanos, pero totalmente injusta en el caso de mi madre que se desvivía por tratar de entenderle, a él y a su mal llevada enfermedad) y se propuso que nos solidarizáramos a la fuerza con el temor de algún día poder vernos como él.
En mí consiguió despertar el terror pero no la comprensión.
Nadie quiere acabar volviéndose loco. Ese miedo se multiplica cuando te dicen que tienes el doble de probabilidades que el resto de mortales y supongo que, de alguna manera, te aboca a terminar convirtiéndote en protagonista de tu propia pesadilla. 
Que fue justo lo que me pasó a mí.
-Daniel, su madre y su hermana han venido hoy porque querían contar con mi aprobación, por decirlo de alguna manera, para decirle algo -calló unos segundo como para recapitular-. Bueno, y para entregarle algo.
Me puse en lo peor.
-Te ha llegado una carta -intervino mi hermana Bea.
Yo permanecía con la cabeza gacha. Me seguía avergonzando mirarlas a la cara.
-La hemos abierto para saber de qué se trataba y por saber si era algo urgente -añadió cauta, como siempre, mi madre.
-Creemos que es una buena noticia que le gustará conocer, Daniel. El remitente es la Universidad de Barcelona y le escribe Julio Fombuena.
Que aquel hombre hubiera sido mi profesor me parecía un recuerdo de otra vida.
-Ahí tiene otro motivo, uno más, para seguir adelante -el doctor Correa extendió la mano en la que sostenía la carta y me la acercó.

Cuando el manicomio se quedó a oscuras y sus pacientes comenzaron su dopado sueño, incluido mi compañero Carlos, me levanté, me metí en el cuarto de baño y encendí la luz para poder releer la carta.

Sr. DANIEL GERÓN,

Soy Julio Fombuena, docente de la asignatura Informació i Formats Digitals.
El motivo de la presente es reiterarle mi interés por su trabajo en la práctica de fin de curso que no llegó a entregar.
He intentado localizarle telefónicamente en más de una ocasión.
No quería perder la oportunidad de comunicarle que, tal y como acordamos en la primera tutoría personal, presenté su blog "Aventuras noveladas de un bibliotecario de pueblo en tiempos de crisis" a varias editoriales interesadas en escritores noveles; y una de ellas me ha insistido ya varias veces en querer entrevistarse con usted.
Por favor, contacte conmigo lo antes posible o, si lo prefiere, directamente con la editorial en la referencia que remito adjunta.

La carta estaba fechada hacía más de un mes y Juanjo la había reenviado desde Barcelona a casa de mi madre.
El breve atisbo de ilusión que había sentido al leerla por primera vez volvió a sumirse en lo pantanoso del pesimismo.
Ya sería tarde para responder y yo ya era incapaz de escribir nada que pudiera merecer la pena. Nada que pudiera interesarle a nadie.
Otra oportunidad perdida que sumar a mi larga lista.




  

lunes, 14 de abril de 2014

CAPÍTULO XLIV: Día 3: Metrópolis de las Terapias en La Guarida de La Locura.

Otra vez kiwi en el desayuno.
Pero no me importaba porque había amanecido con un hambre voraz. Ni siquiera iba a rechistar en tomarme las nuevas pastillas, bajo la atenta supervisión de la auxiliar, que acompañaban al desayuno dentro de un vasito de plástico y que confirmaban que el doctor Correa había decidido retomar mi tratamiento.
-¿Qué tal hoy? ¿Cómo estamos, chicos? -mientras nosotros terminábamos de espabilarnos las enfermeras y auxiliares hacían sus tareas frenéticamente.
-Bien, gracias -respondí tímidamente. La amabilidad de aquella auxiliar de enfermería me seguía creando cierta desconfianza. La gente no es buena si no espera recibir algo a cambio.
Carlos le contestó levantando la mano, en un gesto mucho más cómplice que mi protocolaria y falsa respuesta.
-¿Cómo va ese torneo, Carlos? -le preguntó.
-Bien, ahora le iba a comentar a Dani...
¿A mí? ¿decirme qué? Sentí miedo y rechazo. No quería recibir ninguna propuesta de ningún tipo por parte de nadie. Había pensado devorar ansioso la bandeja entera, pasar la consulta de rigor con el doctor Correa, intentando despacharla lo antes posible para poder encerrarme de vuelta en la habitación, tumbándome en la cama contemplando las musarañas hasta que otro interminable e impuesto día acabara.
Pero parecía que Carlos tenía otros planes para mí.
-¿Tú juegas al ajedrez, verdad?
Aquella pregunta-afirmación me recordó a la insistente persuasión que tenía que aparentar la última vez que trabajé de televendedor.
"¿Le interesa, verdad?".
A la desesperada, volví a mi renegada faceta profesional para conseguir cualquier contratucho que, al finalizarse, me diera la posibilidad de acceder a la prestación por desempleo y tener tiempo para decidir qué hacía con mi vida ya que de la biblioteca, por último, precipitada y erróneamente, me largué firmando la baja voluntaria, cavando mi propia tumba en el mercado laboral. Muy digno y soberbio encima, en aquel momento, entre desesperación, inestabilidad emocional y renqueantes coletazos de fe en una vida mejor para mí, reiteré que era una decisión "irrevocable", cuando María Victoria, la concejala, intentó convencerme para que me lo pensara mejor.
Maldita la hora. ¿Cómo fui tan estúpido de tirar por la borda lo único que pudo sobrevivir a mi fracaso?
Volví a tener que repetir una y otra vez, llamada tras llamada, a personas desconocidas que escuchaban por pena la parrafada que yo les soltaba, ruin sustento de vida, para recibir uno y otro "no" como respuestas, con la consecuente regañina y presión de "mis superiores".
"¿Le interesa este producto, verdad? ¿Por qué motivo? ¡Es realmente ventajoso para usted! Se lo dejamos contratado, ¿verdad?".
No. Evidentemente, no. La gente no es tan imbécil.
Fue, sin duda, si no el peor, uno de los peores meses de mi vida.
-Jugaba -contesté. Como tantas otras cosas que antes era capaz de hacer.
-¡Perfecto! -dijo Carlos.
-Eso seguro que es como montar en bicicleta... ¡No se olvida! -añadió Marta, la auxiliar, mientras nos cambiaba las sábanas- ¡Genial! Entonces hay torneo, ¿no, Carlos?
-Sí, ¡por supuesto que sí! -gritó él, victorioso, levantando los brazos y chasqueando los dedos.
Qué manía les había dado con querer integrarme. Mi intención era bien clara. Que todo el mundo me dejara en paz, por favor, ¿tan difícil era de entender?
Casi a rastras, Carlos me llevó a la maldita Sala de Terapias cuando terminamos de desayunar.
Me abrió la puerta para que entrara. Fue como traspasar la frontera a otro mundo. A un mundo distinto al de las desoladoras habitaciones de psiquiátrico. Lo blanco de sus paredes allí se convertía en un horror vacui de garabatos, colores, dibujos, cuadros, colgantes, abalorios y todo tipo de manualidades.
Aquella sala me evocó a las imágenes de los libros de Museografía que estudiaba en la universidad, cuando veíamos la génesis histórica de dicha ciencia. Cuando primaba el ansia de almacenar cuantas más piezas mejor sin tener en cuenta los criterios expositivos de diafanidad o correcta iluminación. 
Esa estancia albergaba un caótico maremágnum de obras dispares creadas, supuse, por todos los locos que habían ido pasando por allí.
Laly era la monitora, la encargada de gestionar esa difusamente denominada Sala de Terapias.
-¡Hola, Carlos! Bienvenido, Daniel -nos recibió con talante amable.
Accedí con paso lento y cauto y me senté en una de las sillas dispuestas alrededor de la larga mesa que había.
Estaba agotado. Agotado de tener que seguir viviendo.
-Veníamos para lo del torneo de ajedrez, Laly -dijo Carlos.
-¡Muy bien! ¿Y cómo vais a querer que lo hagamos? -respondió ella.
En la pared del fondo vi que había un enorme mueble de apolilladas estanterías llenas de libros, películas, pinceles, cartones, rotuladores y demás instrumental desorganizado en aquel armatoste.
Instintivamente me levanté y fui hacia él. Los documentos tenían tejuelos parecidos a los de una biblioteca. Escritos con una letra muy familiar y reconocible para mí. La letra de mi hermano Jorge.
-Dani es bibliotecario -escuché, de fondo, que decía Carlos.
-Era -puntualicé, molesto, en voz baja.
-¿Cómo? -preguntó la tal Laly.
-Nada, nada -respondí, volviendo a sentarme en la silla.
-Pues me vendría genial que me echaran de nuevo una mano aquí -la monitora parecía no querer desistir.
Más que confirmado: en aquella sala estaba impreso el sello de mi hermano. Quizás también hasta el de mi padre.
Frente al mueble, en paralelo a él, en el suelo, había unas alfombrillas de estas para hacer taichi y ese tipo de cosas. El sol entraba, cegador e indiscreto, por la ventana. En la esquina, unas pelotas de gomaespuma y una bici estática completaban la estancia, junto a un radiocasete y un ordenador igualmente jurásico. 
Me asaltaron las ganas de entrar en facebook para volver a indagar en el perfil de Juanjo las fotos con sus nuevos amantes, su nuevo aspecto. Su nueva vida, en la que yo ya sólo podía participar como patético voyeur cibernauta.
-¿Puedo usar el ordenador?- pregunté.
-No, lo siento.
Claro, un loco como yo con acceso a internet podía ser doblemente peligroso. Semejante ocurrencia la mía.
-Puedes ayudarme a catalogar y ordenar esos libros y películas. Eso sí puedes.
Era una orden disfrazada de propuesta.
"Se lo dejamos contratado, ¿verdad?".
A lo mejor no era tan mala idea emular el productivo ingreso de mi hermano y las musarañas de la apatía podían esperar, no se iban a mover de la habitación.
-¿Qué sistema de clasificación usas? ¿la CDU? -la pedantería de mi pregunta fue algo intencionada. Por unos segundos sentí la necesidad de autoafirmarme como persona aún útil para algo.
-Y dice el tío que "era" bibliotecario -intervino Carlos, riendo.
-Eso se llama defecto de profesión -añadió Laly siguiéndole la broma.
Nos echamos a reír. Los tres. Yo también.
Pensé que sería bueno añadir a los de allí los libros desperdigados en las estanterías de la Sala de TV, pero era evidente la imposibilidad por falta de espacio. Aún así, algo se podría hacer.
Carlos empezó a organizar unos cuadrantes en unas cartulinas para lo del torneo de ajedrez y Laly sacó de un armario un archivador. Lo examinó brevemente y me lo dio.
-Este es nuestro sistema de clasificación, Daniel. A lo mejor te suena -dijo.
Siempre me había fascinado la caligrafía de mi hermano. Su simple trazo, serpenteante, databa de una genialidad de la que él no había terminado de tomar consciencia.
La mía, en cambio, era vulgar e impersonal, confundible a la de cualquier otra persona.
Comprobé que, en su día, mi hermano Jorge había creado su propia CDU. Algunas materias coincidían literalmente con las del reglado sistema de ordenación. Lo mejor eran las presentaciones que antecedían a cada una de ellas en aquel viejo archivador. Unos rápidos dibujos a tinta con los rótulos sobreimpresos en ellos. Ciencia ficción. Arte. Novelas.
La huella de los Gerón en el manicomio volvía a hacerse presente.
Mientras analizaba tan valioso material, Laly encendió el ordenador al que los locos teníamos vetado el acceso.
-Mientras tú estás con eso, yo voy preparando la sesión para hoy antes de que lleguen los demás, ¿te parece? -dijo, y se puso a lo suyo.
Me entristeció pensar que la espontánea intimidad que había surgido entre los tres iba a esfumarse en cuanto los demás locos empezaran a llegar en busca de su terapia diaria.
Decidí, entretanto, ponerme con las películas. Entre carátulas desgastadas, con carteles fotocopiadas en blanco y negro, resaltaba una nueva y brillante, aún precintada, de vivos colores. Azul, rojo y amarillo.
-¿Puedo abrirla? -le pregunté a Laly, enseñándosela para que supiera a qué me estaba refiriendo.
-Claro, ¡están ahí para eso!
-Los miércoles hacemos un cine fórum -dijo Carlos.
-¿Te gusta Almodóvar? -quiso saber Laly.
-Sí, mucho -respondí mientras un escalofrío estremeció todo mi cuerpo y me delató con ojos vidriosos.
Podría ver esa película más de las diez veces que ya lo había hecho y no dejaría de emocionarme nunca, sólo con ver su cartel.
Todo sobre mi madre era, para mí, una de las grandes obras maestras del cineasta manchego.
Laly dejó el ordenador a un lado y se acercó a mí cuando descubrió que me había puesto a llorar.
Otra vez.
¿Las lágrimas no se me iban a agotar nunca?
-¿Cuánto puede llegar a remover una película, ¿a que sí?
Laly me hubiera abrazado de no ser porque me alejé como un animalillo indefenso y asustado. Pero sí, tenía razón. Era una película de la que, con cada nuevo visionado, podías descubrir nuevos matices, en fotografía, guión, escenas.
Y como toda gran película, excelente banda sonora.


Tajabone, dejne, Tajabone.
Tajabone abduh u jam mal hy ajmhal ja mahle kala.

Ja we eteeko da uzee seroon...

Mumun muhnida dagam du linga'n.
Mumun muhnida dagam won n'ga.

Ha we he ch'ticoon.
Da nun ze zerun.

Mumun muhnida dagam du linga.
Mumun muhnida dagam won n'ga.

Tajabone, dejne, Tajabone...

Pedro Almodóvar acompaña una de las escenas más conmovedoras de su película con esta -aparentemente triste- canción popular senegalesa interpretada por Ismaël Lo que, según descubrí una vez que la googleé, habla de la fiesta de la alegría, tras el Ramadán, donde los niños vestidos de niñas y las niñas de niños salen a la calle pidiendo como premio después del mes de ayuno comida y bebida.

Tajabone, nos vamos a Tajabone.
Abdou Jabar bajará de los cielos directo a tu alma.

Él te preguntará si has orado.
Él te va a preguntar si has ayunado.

Llegará hasta tu alma.
Llegará hasta tu alma y te preguntará si oraste y ayunaste...

Analogía del aguinaldo occidental, anacronismo del travestismo musulmán. 
La Agrado, ficticia, pero tantas otras transexuales y travestis reales se prostituyen jugándose a diario la vida y la salud en los alrededores del Camp Nou. 
Un enclave que visité al salir del Centre d'Investigació de Medicaments Sant Josep uno de los días que estuve participando en el ensayo clínico. Creo que hasta se me llegó ocurrir la idea de recurrir yo también a esa forma de vida para intentar solucionar el robo de los rumanos y la carencia de nómina de la biblioteca.
Hacía ya más de un año cuando todavía albergaba esperanzas de una vida en común con Juanjo en Barcelona.
En realidad nunca he andado muy bien de la cabeza.
-Una vez intenté vivir en Barcelona -pensé, de repente, en voz alta, con la película en la mano.
Ciudad enquistada en mi alma.
-¿Ah, sí? Preciosa ciudad, ¿verdad? -Laly no cesaba en su intento de acercarse a mí.
Decidí darle el gusto, y contesté:
-Sí, aunque fue el principio del fin...
Ella levantó las cejas esperando que siguiera pero sin querer insistir para no abrumarme.
-Pedí una excedencia al Ayuntamiento para irme a vivir allí con mi ex pareja, que llevaba unos meses trabajando allí.
-¿Y...? -Carlos era, sin duda, mucho menos discreto que Laly.
-Pedimos... -agaché la cabeza para esquivar sus miradas y poder seguir contando- Bueno, pedí, un préstamo al banco porque teníamos que amueblar por segunda vez el piso y pagar todos los gastos iniciales. En lo que encontraba algún trabajo para ir tirando y no dejar de contribuir con mi parte, mi ex me dijo que se había enterado de que buscaban gente para... -volví a sentir vergüenza, respiré hondo y continué- ...Gente para participar en un ensayo clínico...
-¿Un ensayo clínico? -me interrumpió Laly, sorprendida.
-Sí... -empezaba a arrepentirme de haberlo dicho.
-¿De qué medicamento, Daniel? -insistió ella.
-Pues, no sé... Algo para la diabetes creo...
-¿Metformina? -preguntó inmediatamente la monitora.
-¡Sí! ¡ése! ¿Por...
-No, no, por nada; sigue, sigue... Te escucho, pero me pongo con el ordenador que la gente va a llegar de un momento a otro, ¿vale?
Mientras seguía contando porqué aquel recuerdo se había posado en mi cabeza al haber descubierto de entre los documentos apilados en la Sala de Terapias Todo sobre mi madre, con disimulo, eché una ojeada a la pantalla del ordenador de Laly para comprobar que efectivamente no estaba preparando ninguna sesión.
Yo también había sido funcionario.
No obstante, no pudo dejar de llamarme la atención descubrir cuál era la información que estaba buscando en internet. Más aún cuando reiteró:
-¿Cuándo te sometiste a ese ensayo, Daniel? ¿Qué dosis tomabas? ¿lo recuerdas?
Me descubrió husmeando y giró la pantalla del ordenador en un vano intento porque yo ya había visto lo suficiente.

Efectos adversos para metformina. Frecuentes: alteraciones en el sistema nervioso, trastornos depresivos.

Cabronazo de mierda. 
¿Cómo podía haber sido tan hijo de puta?
¿Cómo tuvo la sangre fría no sólo  de permitir, sino promover, que me sometiera como conejillo de Indias a aquel experimento?
Juanjo bien conocía los posibles efectos secundarios porque había sido informado previamente. 
Antes que yo, cuando estaba todavía en Daraquiel, él había hecho la entrevista para ser seleccionado.
Él mismo desechó su candidatura porque cuando le preguntaron por reacciones adversas a medicamentos como el paracetamol dijo que le daba gases y que "no quería estar tirándose pedos en el zoo todo el día".
Qué rastrero.
Fue él quien me dio las precisas pautas a seguir para asegurarse que a mí no me descartaran.
-Si te preguntan por antecedentes familiares de cualquier tipo de enfermedad di que no a todo, recuérdalo bien. No se te ocurra contar ni lo de tu padre ni lo de tu hermano.
Juanjo puso de precio a mi salud los 1400 cochinos euros que pagaban por someterse al puto ensayo.
Un último revés que me hizo entender, por primera vez, en primera persona, aquella trillada frase de que del amor al odio sólo hay un paso.
Quien merecería estar internado en aquel maldito manicomio con aquella maldita depresión era él.  
Qué miserable.



martes, 8 de abril de 2014

CAPÍTULO XLIII: Día 2. Terapia: Carlos.

Trastorno neurológico, infancia traumatizada, ansia de venganza; a veces pudiera ser simple y superlativa imbecilidad y/o ignorancia. O hasta malicia adquirida con los años y los palos.
Cualquiera de esas opciones me valdría para no aceptar el horror de la maldad innata del ser humano. Pero analizando pasado, informando presente y presagiando el que parece ser un inevitable y desesperanzador futuro; uno se rinde a la evidencia. El ser humano es malo por naturaleza.
No hay más. Retorcidos y crueles. Invenciones tan potencial como peligrosamente creadoras.
En la mayoría de religiones es así, pero especialmente en la católica que es la que he mamado desde niño y bien conozco. Una explicación de relato de ciencia-ficción data nuestro origen en la imagen y semejanza de un Dios cuando, en realidad, viendo nuestro comportamiento, podríamos haber salido de las entrañas del mismísimo demonio.
Adán y Eva. El pecado original. Desobediencia, imantación instantánea ante la primera tentación. Una manzana prohibida, una hipnótica serpiente, una femme fatale y la traición está servida. No son casuales los iconos elegidos para la supuesta metáfora.
La consecuencia: el destierro. El exilio del Paraíso Celestial.
Por definición católica, la Tierra es el inhóspito lugar diseñado para el castigo. En ella, la vida deja de ser eterna para convertirse en un efímero deambular susceptible a todo tipo de ataques, enfermedades y perrerías -en sentido figurado ya que son ejecutadas por congéneres humanos-. "Gozamos", desde ese momento, del envenenado regalo de la libertad. Tenemos vía libre para hacer sufrir y sufrir en nuestro infernal mundo.
Gestamos bellísimas obras, ingeniosísimas invenciones pero también horripilantes instrumentos de tortura para provocar el máximo dolor. Todo ello ocurre (ocurrió y seguirá ocurriendo) ante la atenta e incomprensiblemente impasible mirada de quien nos vigila y nos consiente, inmóvil desde su privilegiado y universal campo de visión. Quien supuestamente todo lo puede opta por cruzarse de brazos reservándose para un Juicio Final que nunca va a ser justo porque hay daños que no tienen restitución posible. Limbo, infierno (quizá volver a la Tierra) o purgatorio; según un ambiguo baremo de lo bien y lo mal hecho.
El infierno no debe ser muy distinto a nuestro mundo. Un conjunto de malas personas que se consumen en las llamas de su propia maldad.
Queru y yo contemplábamos aquellas atrocidades expuestas como vestigio de algo que cuesta creer que de verdad pasara, sin saber muy bien qué comentar entre nosotros.
Nos topamos con aquella exposición en Toledo cuyo título -"Antiguos instrumentos de tortura"- despertó nuestro morbo y nos hizo entrar por inercia.
Unas cartelas identificativas presentaban y explicaban el "modo de uso" de aquellos diabólicos aparatos, calculados para doler lo máximo posible y alargar hasta el límite la agonía.
Barbaries de tal envergadura como el aplasta cráneos que consistía en apoyar la barbilla del reo sobre la barra inferior mientras que, poco a poco, por la progresiva presión del tornillo superior, el casquete iba empujando, literalmente, aplastando la cabeza de la víctima.
¿Qué clase de mente pudo idear semejante escabechina? ¿cómo podía el verdugo ir girando ese tornillo hasta provocar la muerte? 
Y lo que es aún peor, ¿cómo se podía actuar así en nombre de una Iglesia que pregona el perdón y la bondad como fundamento?
La garrocha, por su parte, tumbaba boca arriba al ajusticiado para hacerle un corte en el estómago, engancharle las tripas e ir tirando de ellas hacia arriba de modo que fueran saliendo de sus entrañas ante su propia mirada, delante de sus narices; y al no ser una herida letal, no perdiera la consciencia y pudiera asistir a su propia mutilación.
¿Puede haber una sensación más horrible que verte destripado?
El garrote vil, la guillotina, el potro italiano que dislocaba articulaciones, desmembraba vértebras y desgarraba músculos; tenazas calentadas al rojo vivo que oprimían pezones y penes y otros artilugios que, además del sufrimiento personal, buscaban el dantesco espectáculo público. Así, el pífano de las bacanales o la jaula colgante, donde los torturados, desnutridos y achicharrados cuerpos permanecían en putrefacción hasta el desprendimiento de los huesos para mayor escarmiento y terror de quienes pasaban por allí y contemplaban el espectáculo.
Me sentí ridículo sufriendo por Juanjo tras ver aquello, vulgar e insignificante por creer que María José había ido tras mis pasos, encomendada por mi jefa, dentro de su plan de destrucción.
Un extraño fin de semana en Toledo que, inevitablemente, sugestionó aún más mi temor a represalias, arrastrado desde mi reincorporación a la biblioteca después de Barcelona.
-¿Quién era María José? -me preguntó Carlos desde su cama. Ya habían dado el toque de queda y mi narración, a oscuras,  en un manicomio, adquiría tintes terroríficos.
Y quizá los tuviera. A día de hoy aún me quedan dudas, pero casi pondría la mano en el fuego por asegurar que cuando me dirigí al coche para volver a Daraquiel, vi a María José trasteando en él. Que aquello fuera una visión real o una alucinación ya no lo sé. Por entonces ya se me había empezado a ir la cabeza.
Y que el porrazo que tuve después en la carretera estuviera relacionado con aquello o no nunca lo sabré.
-¿Y por qué iban a querer provocarte un accidente que podría haberte costado la vida? -mi compañero de habitación parecía realmente interesado en lo que le estaba contando.
-Porque en aquella biblioteca yo llevaba meses siendo un problema. Para mi ex jefa por haberle destapado ante el Ayuntamiento y para María José por seguir siendo el obstáculo que impedía conseguir su ansiada plaza de bibliotecaria -respondí sintiendo que estaba como una verdadera cabra.
Aquel fin de semana en Toledo intenté y no pude tener sexo con mi cita a ciegas. Un adorable hombre que me mimó todo lo que pudo y que quiso, sin éxito, entrar en mí, no sólo en el sentido de la penetración sexual.
Yo no tenía ni los sentidos ni las emociones en aquella habitación de hotel que habíamos pagado a medias.
Sin ser consciente del todo, había planeado ese viaje a Toledo para algo más que conocer a Queru.
Quería interrogarle para confirmar que en alguna de sus navegaciones por los chats para gays había coincidido con un asiduo y omnipresente Juanjo que buscaba, estando aún conmigo, lo que yo no sabía darle.
Tampoco visité el Archivo Histórico por simple curiosidad, iba buscando recabar datos sobre la genealogía de Justina Villalonga Negrete. Y elegí de entre las distintas opciones de rutas guiadas por la ciudad la que intuí que podía aportarme algún dato relevante o esclarecedor sobre los orígenes de las brujas de Daraquiel.
Esa información la obvié ante Carlos porque, aún estando ambos ingresados en un psiquiátrico, me parecía demasiado demencial.
Me centré en los detalles del accidente con el coche.
-Supongo que perdí el control -no sólo del coche, en aquel viaje de vuelta a Daraquiel empecé a perderlo sobre mí mismo- y me patinaron las ruedas -¿o María José las había pinchado?-, di un volantazo y descarrilé.
Por desgracia, sobreviví y fue desde ese mismo momento cuando empecé a querer morirme. Una odisea de intentos suicidas que me habían llevado a estar contándole mi vida a un desconocido del que ni siquiera sabía porqué estaba allí ingresado como yo.
No me atreví a preguntarle. De alguna manera, contárselo yo a él me estaba sirviendo de desahogo. Tener que narrar cronológicamente desde qué momento empezó a gestarse mi locura esclareció, en parte, porqué había llegado al límite de intentar quitarme la vida.
Una decisión que ni siquiera otro loco  podía alcanzar a entender.
Qué paradójico.
El accidente no me costó ni una semana de baja, y en la biblioteca nadie parecía haberle dado mayor importancia. Nadie más que yo, que me obsesioné pensando que era mi jefa quien había querido matarme con su particular sicaria.
-¿Tienes pruebas que demuestren que eso fue realmente así?- me preguntó Carlos cuando me di cuenta de que al final se lo había contado todo.
-Me fui antes de poder conseguirlas.
-¿Dejaste el trabajo?
Aquella pregunta me partió por dentro y las lágrimas me enmudecieron impidiendo que pudiera seguir con la narración.
Cuando sentí que Carlos dormía, saqué el cordón del pantalón de mi pijama y me lo anudé al cuello. Todo lo fuerte que pude. Apreté y apreté hasta notar que se me hinchaban las venas y que me costaba respirar.
Deseé haber tenido la sangre fría de un verdugo de la Inquisición para no haber terminado desanudándomelo.
Cobarde de mierda, te da tanto miedo morir como vivir. Me lo repetí varias veces hasta que me dormí.



martes, 12 de noviembre de 2013

CAPÍTULO XLII: Día 2. Terapia: el Doctor Correa.

XLII.
DÍA 2.
TERAPIA: EL DOCTOR CORREA Y CARLOS.

Por un momento llegué a creer que sería distinto, que igual me estaba equivocando al haber metido en el mismo saco a todos los profesionales de la salud mental pero al final, como siempre, antes o después, el camello que todo psiquiatra lleva dentro terminó saliendo.
-Bueno, Daniel, vamos a retomar el tratamiento después de estos días de desintoxicación. Para irnos regulando, si le parece.
No, no me parece pero... ¿acaso mi opinión importa algo?
-Vale.
Bajé la cabeza para enfocar mi mirada en el bloc de dibujo que tenía entre las manos, apoyado en el regazo. Me lo había traído mi madre junto al estuche por si me apetecía dibujar, ya que esa era una de las pocas opciones de materiales de ocio traídos del mundo exterior que permitían en el manicomio (aún así, me fue confiscado el sacapuntas por su cuchilla, susceptible de ser usada como arma suicida).
-¿Y lo de la metadona? -pregunté cuando esquivé suficientemente su mirada.
-Daniel... ¿consume Usted drogas?
No entendía ese tratamiento de Usted, estúpida e innecesaria cortesía para tratar a un paciente, un loco de mierda. 
-No... No que yo sepa -respondí.
Abrí el bloc para revisar el dibujo que había estado haciendo antes de que amaneciera, antes de que llegaran las enfermeras con todos los avíos para la ducha. Cárcel diseñada para evitar todo intento suicida: ni siquiera nos dejaban en la placa de ducha las alcachofas con su cordón, inofensivo utensilio que allí se consideraba una posible soga para ahorcarse. Cuando así lo entendí sin que nadie me lo explicara comprendí justamente por qué estaba allí encerrado. Y por qué debía seguir estándolo cuando por la noche estuve sacándole el cordón a los pantalones del pijama con idea de anudármelo al cuello. Supongo que seguía siendo un peligro para mí mismo.
-Verá, puede ser que los resultados de orina dieran positivo por las cantidades y la mezcla de medicación que tomó. En ocasiones dan porcentajes parecidos. A veces han ingresado personas de más de setenta años con cuadros clínicos casi idénticos a intoxicaciones etílicas o de marihuana. 
A punto estuve de explicarle mi temor de haber sido violado, mi absoluta laguna mental, mi ano escocido y lo viscoso de lo que había echado al ir al baño, muy semejante al semen de Juanjo almacenado en mi intestino tras sus salvajes embestidas. Mi demencial hipótesis obtenida en otra noche de insomnio como búsqueda de explicación racional a lo que para mi hermana Bea y el resto de médicos del otro hospital era una evidencia innegable.
-¿Puedo ver sus dibujos? -me preguntó el Doctor Correa, evidenciando lo afirmativo de mi respuesta y extendiendo la mano para coger mi bloc.
Con un rictus de interés que por primera vez en toda la consulta me pareció sincero, contempló los esbozos que había estado haciendo a intervalos la madrugada anterior, después de la visita de mi madre.
-¡Vaya! ¡Es Usted un verdadero artista!
Me sonrojé.
-¿Puedo preguntarle?
Dispare. Total, ya no tenía más que ocultar.
-¿Qué representa este anillo en el dedo gordo?
Durante unos segundos de arrogancia pensé que tenía razón. Aquel esbozo a lápiz de mis pies desnudos apoyados sobre el poyete de la ventana rejada de la habitación pretendía emular la que para mí era una de las pinturas más desgarradoras de Frida Kahlo: Lo que el agua me dio.
Respondí enseñándole mi "anillo de compromiso", todavía clavado en mi dedo anular. Había querido deshacerme de él en más de una ocasión, incluso fui capaz de dejar de llevarlo por unos días pero había decidido volver a ponérmelo con idea de que actuara de vestigio (o venganza servida en plato frío) para que, cuando se hubiera encontrado lo que debería haber sido mi cadáver, quedara claro el motivo de mi decisión. Sí, supongo que, en lo más irreconocible, pretendía culpabilizarle con esas letras grabadas con su nombre en el reverso del anillo. 
Juan José.
-Me lo imaginaba -contestó el Doctor Correa para luego añadir: -Voy a hacerle otra pregunta, y me gustaría que fuera realmente honesto: ¿de verdad cree que la pérdida de una persona es motivo suficiente para intentar matarse?
No, claro que no, ahí radicaba el germen de mi locura, la distorsión de mi visión.
-Supongo que no... -dije, poco convencido y en voz baja.
-¿Le puedo preguntar por su padre, Daniel?
Le faltó tiempo. Dichoso temita del que ya empezaba a estar más que harto.
-Pregunte lo que quiera, doctor, pero...
Me arrepentí profundamente de no haber sido capaz de dar ese último salto. Salto al vacío. Fin del sufrimiento. Me pasaba madrugadas enteras con los ojos cerrados y tomando aire sentado en el borde de la ventana de la terraza lavadero de casa de mi madre queriendo saltar, contemplando embelesado el abismo a mis pies, contando a la de una a la de dos y a la de tres... Y echándome para atrás en el último momento. Era un quinto piso, moriría seguro... ¿o no? ¿podría quedarme vegetal quizá, postrado en una cama? En tal caso, ¿la pesadilla mental seguiría?
-Dígame, por favor... ¿cree Usted que va a heredar su enfermedad?
Otra vez empezar a llorar.
-No puedo decirle que existen ciertas probabilidades, Daniel, por estadística. Probabilidades de heredar mayor propensión a generar algún trastorno mental, pero no necesariamente a desarrollarlo y no necesariamente a ser más susceptible de padecerlo que cualquier otra persona sin antecedentes familiares. Y, mucho menos, no necesariamente a acabar como su padre.
-Usted también lo trató, ¿no?
-Sí, claro, era paciente y colega. Un paciente difícil, no se lo voy a negar. Llegó a mi consulta después de que varios compañeros se rindieran a seguir llevándole. Ya sabe, en casa del herrero cuchara de palo, y los médicos somos los peores enfermos. Su padre, además, era un hombre muy inteligente y, como tal, a veces arrogante y soberbio.
Aquel maldito psiquiatra estaba dando en el clavo.
-Usted no es como él, me va a permitir... Sus conocimientos, por lo que tengo entendido, son más "abstractos" que "científicos". Usted es más humanista y estoy seguro de que todo lo que dibuja y escribe son prueba de su gran capacidad de introspección y comunicación. Su padre era una pared con la que chocabas una y otra vez. No había manera de sacarle una palabra cuando se cerraba en banda y tenía un carácter violento que Usted no tiene. Además de la de su padre, Usted también tiene la información genética de otra persona. Una persona extraordinaria, con una entereza y fortaleza física y mental que ya quisiéramos muchos.
Mi madre. Mi santa madre. Mi desgraciada madre. Primero su marido, luego su hijo mayor y ahora el pequeño haciendo el tonto con pastillas.
-No creo que ella tuviera una infancia más fácil que la que tuvo su padre. Si no recuerdo mal, ella también se quedó huérfana siendo a penas adolescente. Y mírela.
-Ella cree en algo. Yo he perdido todo en lo que creía -pensé en voz alta. -Ya ni si quiera dispongo del control de mis propias emociones.
-Nadie en este mundo dispone de ello, Daniel, créame. Es humanamente imposible elegir qué sentir en cada momento. Nuestros cerebros funcionan por meros neurotransmisores electroquímicos. Los trastornos mentales son algo tan aleatorio como puede serlo cualquier otra enfermedad, con algunos condicionantes e incluso posibles desencadenantes; pero que no siempre podemos establecer.
-¿Y por qué me habla de la infancia de mis padres? Deme las pastillas nuevas y esperemos los tiempos terapeúticos. No hay más.
-Se equivoca. Claro que tiene que ser medicado y claro que tiene que reestablecerse su equilibrio mental, pero si piensa así ya podemos recetarle los mejores fármacos que no se va a recuperar.
-¿Y por qué no me tienen sedado todo el día con suero y medicado vía intravenosa? Así todos nos ahorraríamos quebraderos de cabeza y a los tres, seis, doce meses o el tiempo terapeútico que sea me despiertan y comprobamos si me han hecho efecto o no los nuevos antidepresivos.
-Estaría bien, ¿verdad? -sonrió levemente-. Los psiquiatras, a diferencia de la oleada psicologista que desde principios de siglo busca una explicación comprensible para todo el mundo en el surgimiento de cualquier trastorno mental, seguimos defendiendo nuestra profesión y nuestros tratamientos porque nos basamos en la evidencia científica de la biología del cerebro humano, que "ordena" las sensaciones de bienestar o malestar a raíz de estímulos externos. Digamos que nuestro ánimo es flexible, parte (en condiciones normales) de un estado "neutro", preparado para inclinarse hacia un lado u otro en función de los agentes externos que reciba, preparado para sentir alegría cuando recibimos una buena noticia y tristeza cuando perdemos a un ser querido; tan sencillo como cuando disfrutamos con una copa de buen vino si nos gusta el vino. Los psicólogos más extremistas recurren a la psicoterapia para rebuscar en el pasado de cada uno el origen desencadenante del trauma; por eso, siempre rastrean en los árboles genealógicos y en las historias familiares más escabrosas, en historias escondidas en el fondo de la mente, en la memoria selectiva que escoge con qué recuerdo quedarse y con cuál no, enterrándolo en la inconsciencia. Psicoterapia, regresiones hipnóticas, dinámicas personales y de grupo para tratar y explicar emociones y sentimientos que no siempre son explicables de un modo argumentado porque, en realidad, se producen en el cerebro de forma espontánea, como reacción a un estímulo, sí, pero incontrolablemente.
-Entiendo... -era verdad, su cercana y comprensible explicación me estaba resultando bastante esclarecedora.
Yo me propuse un objetivo inalcanzable y además me lo exigí con tanto ahínco que se me terminó escapando de las manos (o, seguramente, nunca estuvo bajo mi control): una absoluta represión de sentimientos y un agotador autocontrol de las emociones desde que Juanjo me dejó. Fui consciente de la pena normal y permitida por su pérdida desde el principio, la sentí, la viví, la permití y creo que hasta la compartí hasta que empecé a considerar que ya estaba siendo más de la cuenta, que estaba pasando de castaño a oscuro y empezaba a afectarme anormalmente, en mi vida cotidiana. Salta entonces la señal de "alarma" en mi cerebro que no gestiono adecuadamente por el temor a las reminiscencias de mi padre y de mi hermano. La química de mi cerebro terminó produciendo, así, uno de los sentimientos más devastadores y paralizadores del mundo: el del miedo. Y con él, la caída empicado, la culpabilidad, la autoagresión y las ideaciones suicidas.
Sugestión, pena, miedo y culpabilidad ingredientes de un cóctel de difícil digestión ante el que reacciono con la negación. No me pasa nada. Y si me pasa, lo superaré sin ayuda de nadie. Firme y quebradiza creencia de que era tan fuerte que podía con aquello. Cuando Daraquiel y la biblioteca se me vienen encima, decido en un arrebato largarme de allí, precipitadamente; hacia un macabro destino. Descabellada renuncia voluntaria a lo más sagrado para un país que se va a pique por una crisis económica: un puesto de trabajo estable. Pero en aquel momento sólo quería salir de aquel endemoniado pueblo, librarme del mal de ojo de la que por entonces todavía era mi vengativa jefa.
Me cegué buscando lo último que encontré, lo que quizá nunca tuve: la felicidad.
Sentir que has estado viviendo una completa mentira sobre la que has depositado todo tu ser es realmente jodido.
Mis neurotransmisores mentales acumulan un batiburrillo sentimental que adquiere dimensiones de bomba de relojería a punto de explotar. El sentimiento hacia Juanjo es un sentimiento boomerang que va y viene, y en el que también influyen negativamente factores propios de mi personalidad. Inseguridad, autoestima inconstante, nivel de autoexigencia demasiado alto. Vagón descarriado de montaña rusa volando por los aires después de la mayor de las negligencias.
La locura surge de la "necesidad" de encontrar qué sentir hacia él, para lo que consideré imprescindible entrar en aquella espiral sin salida de investigaciones y elucubraciones. Como si pudiera elegir un único sentimiento y desenmascarar una mentira cultivada desde hacía tanto tiempo.
El Doctor Correa me habló de una continua obsesión por mi parte: la de reafirmarme como persona autosuficiente que no necesita de nadie y que se aleja ante el menor indicio de dependencia.
Sí, no era la primera vez que ponía tierra de por medio ante una situación que no sabía afrontar.
Tendría que haber muerto cuando tuve el accidente de coche volviendo de aquel extraño fin de semana con el tal Queru, amable personaje que de haber aparecido en otro momento de mi vida podría haberse convertido en incondicional salvavidas.
Así, también empecé a creer que quizá aquel muchacho, mi compañero de celda, Carlos, estaba acercándose a mí sin malas intenciones. En un intento de supervivencia quizá.
-¿Quieres sabes por qué estoy aquí? -le pregunté, a lo que él respondió:
-Sólo si me lo quieres contar.
Narré la historia desde el principio: aquel fin de semana en Toledo que marcaría un antes y un después en mi vida.