lunes, 14 de abril de 2014

CAPÍTULO XLIV: Día 3: Metrópolis de las Terapias en La Guarida de La Locura.

Otra vez kiwi en el desayuno.
Pero no me importaba porque había amanecido con un hambre voraz. Ni siquiera iba a rechistar en tomarme las nuevas pastillas, bajo la atenta supervisión de la auxiliar, que acompañaban al desayuno dentro de un vasito de plástico y que confirmaban que el doctor Correa había decidido retomar mi tratamiento.
-¿Qué tal hoy? ¿Cómo estamos, chicos? -mientras nosotros terminábamos de espabilarnos las enfermeras y auxiliares hacían sus tareas frenéticamente.
-Bien, gracias -respondí tímidamente. La amabilidad de aquella auxiliar de enfermería me seguía creando cierta desconfianza. La gente no es buena si no espera recibir algo a cambio.
Carlos le contestó levantando la mano, en un gesto mucho más cómplice que mi protocolaria y falsa respuesta.
-¿Cómo va ese torneo, Carlos? -le preguntó.
-Bien, ahora le iba a comentar a Dani...
¿A mí? ¿decirme qué? Sentí miedo y rechazo. No quería recibir ninguna propuesta de ningún tipo por parte de nadie. Había pensado devorar ansioso la bandeja entera, pasar la consulta de rigor con el doctor Correa, intentando despacharla lo antes posible para poder encerrarme de vuelta en la habitación, tumbándome en la cama contemplando las musarañas hasta que otro interminable e impuesto día acabara.
Pero parecía que Carlos tenía otros planes para mí.
-¿Tú juegas al ajedrez, verdad?
Aquella pregunta-afirmación me recordó a la insistente persuasión que tenía que aparentar la última vez que trabajé de televendedor.
"¿Le interesa, verdad?".
A la desesperada, volví a mi renegada faceta profesional para conseguir cualquier contratucho que, al finalizarse, me diera la posibilidad de acceder a la prestación por desempleo y tener tiempo para decidir qué hacía con mi vida ya que de la biblioteca, por último, precipitada y erróneamente, me largué firmando la baja voluntaria, cavando mi propia tumba en el mercado laboral. Muy digno y soberbio encima, en aquel momento, entre desesperación, inestabilidad emocional y renqueantes coletazos de fe en una vida mejor para mí, reiteré que era una decisión "irrevocable", cuando María Victoria, la concejala, intentó convencerme para que me lo pensara mejor.
Maldita la hora. ¿Cómo fui tan estúpido de tirar por la borda lo único que pudo sobrevivir a mi fracaso?
Volví a tener que repetir una y otra vez, llamada tras llamada, a personas desconocidas que escuchaban por pena la parrafada que yo les soltaba, ruin sustento de vida, para recibir uno y otro "no" como respuestas, con la consecuente regañina y presión de "mis superiores".
"¿Le interesa este producto, verdad? ¿Por qué motivo? ¡Es realmente ventajoso para usted! Se lo dejamos contratado, ¿verdad?".
No. Evidentemente, no. La gente no es tan imbécil.
Fue, sin duda, si no el peor, uno de los peores meses de mi vida.
-Jugaba -contesté. Como tantas otras cosas que antes era capaz de hacer.
-¡Perfecto! -dijo Carlos.
-Eso seguro que es como montar en bicicleta... ¡No se olvida! -añadió Marta, la auxiliar, mientras nos cambiaba las sábanas- ¡Genial! Entonces hay torneo, ¿no, Carlos?
-Sí, ¡por supuesto que sí! -gritó él, victorioso, levantando los brazos y chasqueando los dedos.
Qué manía les había dado con querer integrarme. Mi intención era bien clara. Que todo el mundo me dejara en paz, por favor, ¿tan difícil era de entender?
Casi a rastras, Carlos me llevó a la maldita Sala de Terapias cuando terminamos de desayunar.
Me abrió la puerta para que entrara. Fue como traspasar la frontera a otro mundo. A un mundo distinto al de las desoladoras habitaciones de psiquiátrico. Lo blanco de sus paredes allí se convertía en un horror vacui de garabatos, colores, dibujos, cuadros, colgantes, abalorios y todo tipo de manualidades.
Aquella sala me evocó a las imágenes de los libros de Museografía que estudiaba en la universidad, cuando veíamos la génesis histórica de dicha ciencia. Cuando primaba el ansia de almacenar cuantas más piezas mejor sin tener en cuenta los criterios expositivos de diafanidad o correcta iluminación. 
Esa estancia albergaba un caótico maremágnum de obras dispares creadas, supuse, por todos los locos que habían ido pasando por allí.
Laly era la monitora, la encargada de gestionar esa difusamente denominada Sala de Terapias.
-¡Hola, Carlos! Bienvenido, Daniel -nos recibió con talante amable.
Accedí con paso lento y cauto y me senté en una de las sillas dispuestas alrededor de la larga mesa que había.
Estaba agotado. Agotado de tener que seguir viviendo.
-Veníamos para lo del torneo de ajedrez, Laly -dijo Carlos.
-¡Muy bien! ¿Y cómo vais a querer que lo hagamos? -respondió ella.
En la pared del fondo vi que había un enorme mueble de apolilladas estanterías llenas de libros, películas, pinceles, cartones, rotuladores y demás instrumental desorganizado en aquel armatoste.
Instintivamente me levanté y fui hacia él. Los documentos tenían tejuelos parecidos a los de una biblioteca. Escritos con una letra muy familiar y reconocible para mí. La letra de mi hermano Jorge.
-Dani es bibliotecario -escuché, de fondo, que decía Carlos.
-Era -puntualicé, molesto, en voz baja.
-¿Cómo? -preguntó la tal Laly.
-Nada, nada -respondí, volviendo a sentarme en la silla.
-Pues me vendría genial que me echaran de nuevo una mano aquí -la monitora parecía no querer desistir.
Más que confirmado: en aquella sala estaba impreso el sello de mi hermano. Quizás también hasta el de mi padre.
Frente al mueble, en paralelo a él, en el suelo, había unas alfombrillas de estas para hacer taichi y ese tipo de cosas. El sol entraba, cegador e indiscreto, por la ventana. En la esquina, unas pelotas de gomaespuma y una bici estática completaban la estancia, junto a un radiocasete y un ordenador igualmente jurásico. 
Me asaltaron las ganas de entrar en facebook para volver a indagar en el perfil de Juanjo las fotos con sus nuevos amantes, su nuevo aspecto. Su nueva vida, en la que yo ya sólo podía participar como patético voyeur cibernauta.
-¿Puedo usar el ordenador?- pregunté.
-No, lo siento.
Claro, un loco como yo con acceso a internet podía ser doblemente peligroso. Semejante ocurrencia la mía.
-Puedes ayudarme a catalogar y ordenar esos libros y películas. Eso sí puedes.
Era una orden disfrazada de propuesta.
"Se lo dejamos contratado, ¿verdad?".
A lo mejor no era tan mala idea emular el productivo ingreso de mi hermano y las musarañas de la apatía podían esperar, no se iban a mover de la habitación.
-¿Qué sistema de clasificación usas? ¿la CDU? -la pedantería de mi pregunta fue algo intencionada. Por unos segundos sentí la necesidad de autoafirmarme como persona aún útil para algo.
-Y dice el tío que "era" bibliotecario -intervino Carlos, riendo.
-Eso se llama defecto de profesión -añadió Laly siguiéndole la broma.
Nos echamos a reír. Los tres. Yo también.
Pensé que sería bueno añadir a los de allí los libros desperdigados en las estanterías de la Sala de TV, pero era evidente la imposibilidad por falta de espacio. Aún así, algo se podría hacer.
Carlos empezó a organizar unos cuadrantes en unas cartulinas para lo del torneo de ajedrez y Laly sacó de un armario un archivador. Lo examinó brevemente y me lo dio.
-Este es nuestro sistema de clasificación, Daniel. A lo mejor te suena -dijo.
Siempre me había fascinado la caligrafía de mi hermano. Su simple trazo, serpenteante, databa de una genialidad de la que él no había terminado de tomar consciencia.
La mía, en cambio, era vulgar e impersonal, confundible a la de cualquier otra persona.
Comprobé que, en su día, mi hermano Jorge había creado su propia CDU. Algunas materias coincidían literalmente con las del reglado sistema de ordenación. Lo mejor eran las presentaciones que antecedían a cada una de ellas en aquel viejo archivador. Unos rápidos dibujos a tinta con los rótulos sobreimpresos en ellos. Ciencia ficción. Arte. Novelas.
La huella de los Gerón en el manicomio volvía a hacerse presente.
Mientras analizaba tan valioso material, Laly encendió el ordenador al que los locos teníamos vetado el acceso.
-Mientras tú estás con eso, yo voy preparando la sesión para hoy antes de que lleguen los demás, ¿te parece? -dijo, y se puso a lo suyo.
Me entristeció pensar que la espontánea intimidad que había surgido entre los tres iba a esfumarse en cuanto los demás locos empezaran a llegar en busca de su terapia diaria.
Decidí, entretanto, ponerme con las películas. Entre carátulas desgastadas, con carteles fotocopiadas en blanco y negro, resaltaba una nueva y brillante, aún precintada, de vivos colores. Azul, rojo y amarillo.
-¿Puedo abrirla? -le pregunté a Laly, enseñándosela para que supiera a qué me estaba refiriendo.
-Claro, ¡están ahí para eso!
-Los miércoles hacemos un cine fórum -dijo Carlos.
-¿Te gusta Almodóvar? -quiso saber Laly.
-Sí, mucho -respondí mientras un escalofrío estremeció todo mi cuerpo y me delató con ojos vidriosos.
Podría ver esa película más de las diez veces que ya lo había hecho y no dejaría de emocionarme nunca, sólo con ver su cartel.
Todo sobre mi madre era, para mí, una de las grandes obras maestras del cineasta manchego.
Laly dejó el ordenador a un lado y se acercó a mí cuando descubrió que me había puesto a llorar.
Otra vez.
¿Las lágrimas no se me iban a agotar nunca?
-¿Cuánto puede llegar a remover una película, ¿a que sí?
Laly me hubiera abrazado de no ser porque me alejé como un animalillo indefenso y asustado. Pero sí, tenía razón. Era una película de la que, con cada nuevo visionado, podías descubrir nuevos matices, en fotografía, guión, escenas.
Y como toda gran película, excelente banda sonora.


Tajabone, dejne, Tajabone.
Tajabone abduh u jam mal hy ajmhal ja mahle kala.

Ja we eteeko da uzee seroon...

Mumun muhnida dagam du linga'n.
Mumun muhnida dagam won n'ga.

Ha we he ch'ticoon.
Da nun ze zerun.

Mumun muhnida dagam du linga.
Mumun muhnida dagam won n'ga.

Tajabone, dejne, Tajabone...

Pedro Almodóvar acompaña una de las escenas más conmovedoras de su película con esta -aparentemente triste- canción popular senegalesa interpretada por Ismaël Lo que, según descubrí una vez que la googleé, habla de la fiesta de la alegría, tras el Ramadán, donde los niños vestidos de niñas y las niñas de niños salen a la calle pidiendo como premio después del mes de ayuno comida y bebida.

Tajabone, nos vamos a Tajabone.
Abdou Jabar bajará de los cielos directo a tu alma.

Él te preguntará si has orado.
Él te va a preguntar si has ayunado.

Llegará hasta tu alma.
Llegará hasta tu alma y te preguntará si oraste y ayunaste...

Analogía del aguinaldo occidental, anacronismo del travestismo musulmán. 
La Agrado, ficticia, pero tantas otras transexuales y travestis reales se prostituyen jugándose a diario la vida y la salud en los alrededores del Camp Nou. 
Un enclave que visité al salir del Centre d'Investigació de Medicaments Sant Josep uno de los días que estuve participando en el ensayo clínico. Creo que hasta se me llegó ocurrir la idea de recurrir yo también a esa forma de vida para intentar solucionar el robo de los rumanos y la carencia de nómina de la biblioteca.
Hacía ya más de un año cuando todavía albergaba esperanzas de una vida en común con Juanjo en Barcelona.
En realidad nunca he andado muy bien de la cabeza.
-Una vez intenté vivir en Barcelona -pensé, de repente, en voz alta, con la película en la mano.
Ciudad enquistada en mi alma.
-¿Ah, sí? Preciosa ciudad, ¿verdad? -Laly no cesaba en su intento de acercarse a mí.
Decidí darle el gusto, y contesté:
-Sí, aunque fue el principio del fin...
Ella levantó las cejas esperando que siguiera pero sin querer insistir para no abrumarme.
-Pedí una excedencia al Ayuntamiento para irme a vivir allí con mi ex pareja, que llevaba unos meses trabajando allí.
-¿Y...? -Carlos era, sin duda, mucho menos discreto que Laly.
-Pedimos... -agaché la cabeza para esquivar sus miradas y poder seguir contando- Bueno, pedí, un préstamo al banco porque teníamos que amueblar por segunda vez el piso y pagar todos los gastos iniciales. En lo que encontraba algún trabajo para ir tirando y no dejar de contribuir con mi parte, mi ex me dijo que se había enterado de que buscaban gente para... -volví a sentir vergüenza, respiré hondo y continué- ...Gente para participar en un ensayo clínico...
-¿Un ensayo clínico? -me interrumpió Laly, sorprendida.
-Sí... -empezaba a arrepentirme de haberlo dicho.
-¿De qué medicamento, Daniel? -insistió ella.
-Pues, no sé... Algo para la diabetes creo...
-¿Metformina? -preguntó inmediatamente la monitora.
-¡Sí! ¡ése! ¿Por...
-No, no, por nada; sigue, sigue... Te escucho, pero me pongo con el ordenador que la gente va a llegar de un momento a otro, ¿vale?
Mientras seguía contando porqué aquel recuerdo se había posado en mi cabeza al haber descubierto de entre los documentos apilados en la Sala de Terapias Todo sobre mi madre, con disimulo, eché una ojeada a la pantalla del ordenador de Laly para comprobar que efectivamente no estaba preparando ninguna sesión.
Yo también había sido funcionario.
No obstante, no pudo dejar de llamarme la atención descubrir cuál era la información que estaba buscando en internet. Más aún cuando reiteró:
-¿Cuándo te sometiste a ese ensayo, Daniel? ¿Qué dosis tomabas? ¿lo recuerdas?
Me descubrió husmeando y giró la pantalla del ordenador en un vano intento porque yo ya había visto lo suficiente.

Efectos adversos para metformina. Frecuentes: alteraciones en el sistema nervioso, trastornos depresivos.

Cabronazo de mierda. 
¿Cómo podía haber sido tan hijo de puta?
¿Cómo tuvo la sangre fría no sólo  de permitir, sino promover, que me sometiera como conejillo de Indias a aquel experimento?
Juanjo bien conocía los posibles efectos secundarios porque había sido informado previamente. 
Antes que yo, cuando estaba todavía en Daraquiel, él había hecho la entrevista para ser seleccionado.
Él mismo desechó su candidatura porque cuando le preguntaron por reacciones adversas a medicamentos como el paracetamol dijo que le daba gases y que "no quería estar tirándose pedos en el zoo todo el día".
Qué rastrero.
Fue él quien me dio las precisas pautas a seguir para asegurarse que a mí no me descartaran.
-Si te preguntan por antecedentes familiares de cualquier tipo de enfermedad di que no a todo, recuérdalo bien. No se te ocurra contar ni lo de tu padre ni lo de tu hermano.
Juanjo puso de precio a mi salud los 1400 cochinos euros que pagaban por someterse al puto ensayo.
Un último revés que me hizo entender, por primera vez, en primera persona, aquella trillada frase de que del amor al odio sólo hay un paso.
Quien merecería estar internado en aquel maldito manicomio con aquella maldita depresión era él.  
Qué miserable.



martes, 8 de abril de 2014

CAPÍTULO XLIII: Día 2. Terapia: Carlos.

Trastorno neurológico, infancia traumatizada, ansia de venganza; a veces pudiera ser simple y superlativa imbecilidad y/o ignorancia. O hasta malicia adquirida con los años y los palos.
Cualquiera de esas opciones me valdría para no aceptar el horror de la maldad innata del ser humano. Pero analizando pasado, informando presente y presagiando el que parece ser un inevitable y desesperanzador futuro; uno se rinde a la evidencia. El ser humano es malo por naturaleza.
No hay más. Retorcidos y crueles. Invenciones tan potencial como peligrosamente creadoras.
En la mayoría de religiones es así, pero especialmente en la católica que es la que he mamado desde niño y bien conozco. Una explicación de relato de ciencia-ficción data nuestro origen en la imagen y semejanza de un Dios cuando, en realidad, viendo nuestro comportamiento, podríamos haber salido de las entrañas del mismísimo demonio.
Adán y Eva. El pecado original. Desobediencia, imantación instantánea ante la primera tentación. Una manzana prohibida, una hipnótica serpiente, una femme fatale y la traición está servida. No son casuales los iconos elegidos para la supuesta metáfora.
La consecuencia: el destierro. El exilio del Paraíso Celestial.
Por definición católica, la Tierra es el inhóspito lugar diseñado para el castigo. En ella, la vida deja de ser eterna para convertirse en un efímero deambular susceptible a todo tipo de ataques, enfermedades y perrerías -en sentido figurado ya que son ejecutadas por congéneres humanos-. "Gozamos", desde ese momento, del envenenado regalo de la libertad. Tenemos vía libre para hacer sufrir y sufrir en nuestro infernal mundo.
Gestamos bellísimas obras, ingeniosísimas invenciones pero también horripilantes instrumentos de tortura para provocar el máximo dolor. Todo ello ocurre (ocurrió y seguirá ocurriendo) ante la atenta e incomprensiblemente impasible mirada de quien nos vigila y nos consiente, inmóvil desde su privilegiado y universal campo de visión. Quien supuestamente todo lo puede opta por cruzarse de brazos reservándose para un Juicio Final que nunca va a ser justo porque hay daños que no tienen restitución posible. Limbo, infierno (quizá volver a la Tierra) o purgatorio; según un ambiguo baremo de lo bien y lo mal hecho.
El infierno no debe ser muy distinto a nuestro mundo. Un conjunto de malas personas que se consumen en las llamas de su propia maldad.
Queru y yo contemplábamos aquellas atrocidades expuestas como vestigio de algo que cuesta creer que de verdad pasara, sin saber muy bien qué comentar entre nosotros.
Nos topamos con aquella exposición en Toledo cuyo título -"Antiguos instrumentos de tortura"- despertó nuestro morbo y nos hizo entrar por inercia.
Unas cartelas identificativas presentaban y explicaban el "modo de uso" de aquellos diabólicos aparatos, calculados para doler lo máximo posible y alargar hasta el límite la agonía.
Barbaries de tal envergadura como el aplasta cráneos que consistía en apoyar la barbilla del reo sobre la barra inferior mientras que, poco a poco, por la progresiva presión del tornillo superior, el casquete iba empujando, literalmente, aplastando la cabeza de la víctima.
¿Qué clase de mente pudo idear semejante escabechina? ¿cómo podía el verdugo ir girando ese tornillo hasta provocar la muerte? 
Y lo que es aún peor, ¿cómo se podía actuar así en nombre de una Iglesia que pregona el perdón y la bondad como fundamento?
La garrocha, por su parte, tumbaba boca arriba al ajusticiado para hacerle un corte en el estómago, engancharle las tripas e ir tirando de ellas hacia arriba de modo que fueran saliendo de sus entrañas ante su propia mirada, delante de sus narices; y al no ser una herida letal, no perdiera la consciencia y pudiera asistir a su propia mutilación.
¿Puede haber una sensación más horrible que verte destripado?
El garrote vil, la guillotina, el potro italiano que dislocaba articulaciones, desmembraba vértebras y desgarraba músculos; tenazas calentadas al rojo vivo que oprimían pezones y penes y otros artilugios que, además del sufrimiento personal, buscaban el dantesco espectáculo público. Así, el pífano de las bacanales o la jaula colgante, donde los torturados, desnutridos y achicharrados cuerpos permanecían en putrefacción hasta el desprendimiento de los huesos para mayor escarmiento y terror de quienes pasaban por allí y contemplaban el espectáculo.
Me sentí ridículo sufriendo por Juanjo tras ver aquello, vulgar e insignificante por creer que María José había ido tras mis pasos, encomendada por mi jefa, dentro de su plan de destrucción.
Un extraño fin de semana en Toledo que, inevitablemente, sugestionó aún más mi temor a represalias, arrastrado desde mi reincorporación a la biblioteca después de Barcelona.
-¿Quién era María José? -me preguntó Carlos desde su cama. Ya habían dado el toque de queda y mi narración, a oscuras,  en un manicomio, adquiría tintes terroríficos.
Y quizá los tuviera. A día de hoy aún me quedan dudas, pero casi pondría la mano en el fuego por asegurar que cuando me dirigí al coche para volver a Daraquiel, vi a María José trasteando en él. Que aquello fuera una visión real o una alucinación ya no lo sé. Por entonces ya se me había empezado a ir la cabeza.
Y que el porrazo que tuve después en la carretera estuviera relacionado con aquello o no nunca lo sabré.
-¿Y por qué iban a querer provocarte un accidente que podría haberte costado la vida? -mi compañero de habitación parecía realmente interesado en lo que le estaba contando.
-Porque en aquella biblioteca yo llevaba meses siendo un problema. Para mi ex jefa por haberle destapado ante el Ayuntamiento y para María José por seguir siendo el obstáculo que impedía conseguir su ansiada plaza de bibliotecaria -respondí sintiendo que estaba como una verdadera cabra.
Aquel fin de semana en Toledo intenté y no pude tener sexo con mi cita a ciegas. Un adorable hombre que me mimó todo lo que pudo y que quiso, sin éxito, entrar en mí, no sólo en el sentido de la penetración sexual.
Yo no tenía ni los sentidos ni las emociones en aquella habitación de hotel que habíamos pagado a medias.
Sin ser consciente del todo, había planeado ese viaje a Toledo para algo más que conocer a Queru.
Quería interrogarle para confirmar que en alguna de sus navegaciones por los chats para gays había coincidido con un asiduo y omnipresente Juanjo que buscaba, estando aún conmigo, lo que yo no sabía darle.
Tampoco visité el Archivo Histórico por simple curiosidad, iba buscando recabar datos sobre la genealogía de Justina Villalonga Negrete. Y elegí de entre las distintas opciones de rutas guiadas por la ciudad la que intuí que podía aportarme algún dato relevante o esclarecedor sobre los orígenes de las brujas de Daraquiel.
Esa información la obvié ante Carlos porque, aún estando ambos ingresados en un psiquiátrico, me parecía demasiado demencial.
Me centré en los detalles del accidente con el coche.
-Supongo que perdí el control -no sólo del coche, en aquel viaje de vuelta a Daraquiel empecé a perderlo sobre mí mismo- y me patinaron las ruedas -¿o María José las había pinchado?-, di un volantazo y descarrilé.
Por desgracia, sobreviví y fue desde ese mismo momento cuando empecé a querer morirme. Una odisea de intentos suicidas que me habían llevado a estar contándole mi vida a un desconocido del que ni siquiera sabía porqué estaba allí ingresado como yo.
No me atreví a preguntarle. De alguna manera, contárselo yo a él me estaba sirviendo de desahogo. Tener que narrar cronológicamente desde qué momento empezó a gestarse mi locura esclareció, en parte, porqué había llegado al límite de intentar quitarme la vida.
Una decisión que ni siquiera otro loco  podía alcanzar a entender.
Qué paradójico.
El accidente no me costó ni una semana de baja, y en la biblioteca nadie parecía haberle dado mayor importancia. Nadie más que yo, que me obsesioné pensando que era mi jefa quien había querido matarme con su particular sicaria.
-¿Tienes pruebas que demuestren que eso fue realmente así?- me preguntó Carlos cuando me di cuenta de que al final se lo había contado todo.
-Me fui antes de poder conseguirlas.
-¿Dejaste el trabajo?
Aquella pregunta me partió por dentro y las lágrimas me enmudecieron impidiendo que pudiera seguir con la narración.
Cuando sentí que Carlos dormía, saqué el cordón del pantalón de mi pijama y me lo anudé al cuello. Todo lo fuerte que pude. Apreté y apreté hasta notar que se me hinchaban las venas y que me costaba respirar.
Deseé haber tenido la sangre fría de un verdugo de la Inquisición para no haber terminado desanudándomelo.
Cobarde de mierda, te da tanto miedo morir como vivir. Me lo repetí varias veces hasta que me dormí.