jueves, 28 de junio de 2012

CAPÍTULO XXXII: El paraíso de Paz, el infierno de Dani.


XXXII
EL PARAÍSO DE PAZ, EL INFIERNO DE DANI.

            Más de setecientos kilómetros en un día. Unas ocho horas y media de coche desde Barcelona con las dos paradas para tomar algo y que Tree estirara las patas hasta llegar al pueblo de Paz. Encima otra vez cargados como mulas para retornar todo aquello que nunca debió salir de allí y que ahora regresaba con un destino incierto. Dos frenéticos días en su casa, de papeleo y visitas al abogado. Muchas lágrimas. Muchas vueltas a la cabeza. Pocas horas de sueño. Mala alimentación. Todos los componentes desaconsejados para meterse de nuevo en carretera y emprender otro largo viaje, esta vez de unas seis horas. Destino: el paraíso. Un retirado cámping en el Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, en la costa de Almería, en pleno contacto con la naturaleza, para olvidar y desconectar de todo.
Paz, Tree y yo iniciamos una aventura que no terminaría según lo previsto, a pesar del talante improvisado del viaje.
         -¿Por qué no nos vamos lejos? –le pregunté–. Siempre me has dicho que Almería es tu paraíso particular y que te encantaría que lo conociera. Creo que es el momento perfecto para que me lo enseñes.
         No tuve que insistirle más para que aceptara. Los trámites del desahucio estaban paralizados hasta la vista del juicio entre hermanastras. La manzana de la discordia ya no sólo era la casa. En el juego de rencillas y traiciones familiares había entrado también el negocio familiar de la vieja imprenta, revalorizado por una reciente propuesta de compra de unos empresarios chinos para montar un bazar, “un todo a cien” como seguía llamándolo todo el mundo en el pueblo.
            -Por el dinero del viaje no tienes que preocuparte, yo corro con los gastos. Y te dejo de vuelta en tu casa antes del fin de semana para que no tengas ningún problema –insistí para que no considerara el único impedimento que podría haber tenido.
            Mi último día en Barcelona había sido el más doloroso de todos. Más incluso que los dos previos de pantomima ante Paz. Fue el desagradable, definitivo y feo momento de las reparticiones.
        Decidir quién se quedaba con Dante, sin duda, era lo más difícil. Yo, derrumbado como estaba, sin fuerzas ni para hacerme cargo de mí mismo, le cedí a Juanjo su cuidado a pesar de su ofrecimiento para quedármelo yo porque lo sacaba más y le daba “más vida” llevándomelo a patinar o dándole paseos más largos. Aún sabiendo los difíciles días de soledad que me esperaban y la mucha compañía que él me haría, me veía incapaz de cargar con esa responsabilidad. De repente me sentía un inútil que no sabría  encargarse de Dante, aunque había pasado los últimos meses haciéndolo. Sólo tendría que haberme puesto al día de sus vacunas y demás tratamientos, porque de eso se había estado encargando él, por razones obvias. Pero yo no sabía a dónde iba a ir, dónde iba a vivir ni cómo. No podía cargar con un perro ante tanta incertidumbre.
No obstante, fue un acuerdo temporal, o al menos así me pareció a mí que se interpretaría. Con la opción de, más adelante, cuando me hubiera repuesto y retomado las riendas de mi nueva vida, poder volver a por él. Porque Juanjo no aceptaba la “custodia compartida”, que para mí, era lo único realmente justo. Supuse que entendería que, de los dos, era yo el que quedaba peor parado después de la ruptura. Él, al fin y al cabo, ya tenía su vida perfectamente organizada en Barcelona pero yo tenía que replanteármelo todo desde el principio.
Dividir entre dos el dinero invertido en los muebles del piso, la tele, la nevera y, lo peor, establecer qué era de cada uno en lo acumulado durante cinco años de convivencia en los que todo había sido considerado “nuestro”. Ahora lo tuyo era tuyo y lo mío era mío. Un pacífico y dialogado acuerdo al que yo, en un principio, quise renunciar. Tan concienciado estaba de tener que empezar una nueva vida desde cero que sentía que no necesitaba ni quería nada de lo adquirido con él.
Pero en el piso había cosas mías, de antes de que él apareciera en mi vida, cosas que antes o después iba a echar en falta. Y de los muebles, por materialista que sonara, como dijo Juanjo, iba a necesitar el dinero porque aún me quedaba un mes para volver a trabajar y no cobraría hasta final del siguiente. Y porque era él quien se iba a quedar con el piso. Detalles en los que yo casi ni había reparado, supongo que porque no terminaba de hacerme a la idea de la nueva situación.
Fuimos guardando mis cosas en bolsas de basura porque fue lo primero que encontramos a mano. A mí, sin embargo, aquella nimiedad me resultó de gran simbolismo. Porque sin él, para mí, ya nada tenía valor. Mi propia vida careció de sentido en algunos momentos.
Juanjo me preguntó que qué hacíamos con los marcos y los álbumes de fotos, las figuritas de recuerdo de los viajes compartidos, la taza con nuestros nombres escritos y tantas otras cosas que, irremediablemente, eran de los dos. Le dije que se lo quedara él. Terminamos los dos llorando mientras vaciábamos las estanterías y empaquetábamos las cosas.
Me admiraba, en cambio, la impasibilidad con que asumía seguir viviendo él solo en el piso que habíamos montado entre los dos. Aunque hablaba de alquilar la otra habitación, para mí hubiera sido una tortura de recuerdos imposible de llevar. Otra señal que parecía demostrarme que Juanjo había dejado de quererme hacía bastante más de dos semanas. Porque las mariposas en el estómago sí se van, pero el sentimiento no desaparece en catorce días. Cada uno siente a su manera y a su ritmo, está claro, pero me dolía mucho no haber tenido siquiera la oportunidad de ser partícipe en el proceso que indudablemente tuvo que sufrir y del que solo me informó cuando ya tenía establecida su sentencia final. Sabía que cualquier intento de evitarlo hubiera sido en vano pero ahora sumaba también la frustración de no haber agotado un último cartucho. Aunque no tuviera nada que disparar.
Fue gracias a la primera parte recibida de ese dinero (le dije que no me corría prisa que me lo diera todo, que me bastaba con algo para poder afrontar las primeras semanas fuera de Barcelona y que el resto me lo podía ir dando cuando fuera pudiendo) por la que pude ofrecerle a Paz costear el viaje.
Llegamos al cámping Tau, en el pequeño pueblo de San José, a menos de diez minutos andando de la playa. Su entrada nos recibía con sus bajos y blancos muros rematados por sendas cúpulas semiesféricas y horadados con pequeños ventanucos perfilados en una tonalidad de azul que me recordó al añil con que también se bordean zócalos y ventanas de las fachadas de algunas casas de los pueblos manchegos. Algo que, según leí una vez, respondía además de a factores estéticos y funcionales –evitar el desgaste del blanco de la cal producido por el roce de los animales utilizados para las labores del campo–, a, como no, supersticiones rurales. Ese azul protegía a sus moradores, ahuyentando al demonio y a todos los males que de él pudieran derivarse y, según otras versiones, también señalaba las casas en que vivían las mozas solteras en edad de merecer. Mujer y demonio de nuevo estrechamente vinculados.
            Al llegar a la recepción nos dio la bienvenida una simpática mujer de unos cincuenta años pero de aspecto informal y juvenil que nos explicó el funcionamiento del cámping y nos preguntó hasta cuándo nos íbamos a quedar.
            -Hasta el domingo –respondió Paz, muy dispuesta.
            Estábamos a lunes y establecer por adelantado una estancia de siete días, así de pronto, sin haberlo acordado expresamente, me asustó. Sentí que no podía permitirme tanto tiempo, que aunque me quedara un mes para empezar a trabajar otra vez, eran muchas las cosas que tenía que solucionar, muchas las decisiones que tomar. Y perdido en medio de la costa almeriense no iba a arreglar nada.
            -Paz, no habíamos decidido un día concreto –le dije en voz baja–. ¿Hay que decir obligatoriamente el día? ¿nos compromete a algo? Si después decimos que nos queremos ir antes o después de lo que hemos dicho en principio, ¿habría algún problema? –pregunté ya en un tono normal, dirigiéndome a la recepcionista que nos miraba con cara de oh, oh, pelea de novios.
            -No, no... Es el protocolo que seguimos sobre todo para la planificación de las parcelas en temporada alta, pero por estas fechas no hay problema. Es sólo por apuntarlo en la ficha. Si luego os váis antes o queréis quedaros más tiempo, me lo decís y no pasa nada –respondió ella amablemente.
            Metimos el coche dentro para descargar la tienda de campaña y el resto de bártulos y mientras iniciamos la difícil tarea de clavar las piquetas en aquel imposible terrizo, le dije a Paz:
            -Paz, yo lo siento por el malentendido. Es verdad que quien ha propuesto el viaje he sido yo. Pero nunca hemos dicho que tuviera que ser de una semana entera. Yo no creo que vaya a querer quedarme hasta el domingo. Va a ser mucho gasto y aún tengo muchas cosas que arreglar.
            -Eso lo dices ahora, Dani, pero cuando estemos paseando por los parajes de la zona, ya verás que te olvidas de todo y te quieres quedar el máximo tiempo posible.
            Empezaría así un inesperado enfrentamiento entre los dos. Ella que había aprovechado el viaje como válvula de escape para todo lo que se le venía encima, se negaba a una estancia menor de una semana, obligándome a que yo tuviera que quedarme también porque evidentemente no podía dejarla colgada con la perra y sin medios para volverse. Y yo que era incapaz de disfrutar de aquellos paisajes porque no conseguía desconectar. Todo lo contrario, interpretaba aquella escapada como una huída. Una huída para no afrontar mi nueva realidad.
            Tenía miedo. Sentía una profunda pena que me hacía llorar a cada instante. Todo me recordaba a él, a los buenos momentos vividos juntos. Otras veces me cabreaba. Llegué a tenerle rencor. Me sentía utilizado por Juanjo. Porque había esperado para dejarme cuando yo ya no le hacía falta. Cuando ya le había respaldado todo lo necesario y había conseguido el valor suficiente para desenvolverse solo en Barcelona, superados los difíciles primeros meses de adaptación. Cuando le había escuchado con comprensión y apoyo las inclemencias de su trabajo, cuando había conseguido un alquiler que solo con su nómina no le hubieran concedido a él, montado un piso que de haberlo hecho sin mí le hubiera llevado el doble de tiempo y esfuerzo, con la mitad de gastos, incluso ahora que yo ya no pagaría mi parte porque no tendría ningún problema en encontrar compañero de piso en pleno centro de Barcelona; cuando había terminado de ahorrarse una mudanza completa que había estado recibiendo cómodamente sin el menor esfuerzo a costa de mis duermevelas, dolores de espalda y mis costosos viajes en tren de los que él nunca propuso pagar ni un mísero euro. Cuando además de comprobar la rentabilidad del bed and breakfast, había descubierto un modo fácil y rápido de follar con otros. Cuando ya estaba seguro de querer prescindir de mí, de que mantener una relación en una ciudad como Barcelona le cortaba las alas. Cuando todo eso había pasado, sencillamente pensó en sí mismo y en su propio bienestar. Sin tenerme en cuenta a mi. Sin reparar en que mi vida se desmoronaba tras su paso.
            Todos esos pensamientos me proyectaban una imagen de un Juanjo insólito, egoísta, interesado y hasta maquiavélico que nada tenía que ver con la ternura, cierta ingenuidad, sencillez, bondad, espontaneidad y optimismo ante la vida que en su día me enamoraron de él. No podía ser un desconocido. ¿O sí? Barcelona y un trabajo no podían haber cambiado tanto a la misma persona. ¿Tenía que reconocer que la continuidad de nuestra relación estaba condicionada a un cambio de situación? ¿Qué los últimos meses yo lo había entregado todo sin ninguna correspondencia por su parte? Mientras seguía estudiando y su única otra alternativa era volver a casa de sus padres, no se planteaba más que la vida que yo podía ofrecerle, modesta, sin grandes lujos, pero sin carencias y relativamente cómoda. En cuanto su situación cambió, sus sentimientos hacia mí cambiaron de la misma manera. ¿Tan endebles eran los cimientos de lo nuestro? El amor se convirtió en egoísmo. El mirar por la otra persona, pudiendo llegar a veces hasta a anteponer su bienestar al propio, tornó en un egocentrista individualismo que no entendía de compromiso ni de entrega.
            Luego me sentía despechado, herido en mi orgullo por el abandono. Y eso me hacía ver las cosas desde otro prisma. Teniendo que reconocer que los sentimientos cambian, y que igual que le había pasado a él, quién sabe, quizá también podría haberme pasado a mi. Y que tampoco era nada fácil dar el paso que él había dado. Que el cambio, la ciudad y el trabajo podían haber sido los atenuantes, pero no los factores determinantes. Igual que tenía indicios para crearme esa mala imagen de él, también los había para demostrar lo contrario. Cuando estuve de vacaciones el mes de septiembre con él en Barcelona, aún de okupas en el piso de su amiga Aroa, me presentó a todos sus compañeros de trabajo, incluyéndome como su pareja las veces que salíamos a tomar algo con ellos. También hubiera sido más fácil para él buscarse una habitación en un piso compartido que meternos en un contrato de alquiler a nuestro nombre. Tampoco le habían hecho indefinido en el trabajo, sólo le habían renovado otros seis meses, y aún así amueblamos toda la casa. Decisiones, en definitiva, que no parecen muy lógicas en alguien que está planeando conciezudamente dejar a su pareja.
            Tenía que asimilar que Juanjo ya no me quería, y que ante eso la única posibilidad es que hubiera seguido conmigo por pena o por mantener un compromiso que se suponía irrompible. ¿Cuántas veces había criticado yo eso cuando lo había visto en otras parejas? ¿Cuántas veces había dicho yo que lo último que me gustaría despertar en la gente sería un sentimiento de lástima o compasión? Mucho menos en una pareja, de la que se espera cierta incondicionalidad en según qué momentos pero a la que no se puede retener, en ningún caso, en contra de su voluntad.
            Los momentos de rabia los pagaba con Paz y los de pena y decepción los sufría en solitario, desapareciendo por cualquiera de las playas de aquel idílico lugar. Un paraíso que no estaba sabiendo disfrutar, obcecado como andaba en mi sufrimiento y dolor.
            Ante mis sentidos estaba pasando desapercibido el paraíso de Paz. Era incapaz de disfrutar de aquel rincón de la costa de Almería donde desierto y mar comparten escenario en unos paisajes que tantas veces han utilizado directores de cine para rodar sus películas ambientadas en el Lejano Oeste americano. Curiosa analogía de la vida misma, paraíso a veces e infierno otras.




jueves, 14 de junio de 2012

CAPÍTULO XXXI: 29-M.


XXXI.
29-M.

            28 grados. La temperatura de aquel 29 de marzo en Barcelona, además de a cuestiones meteorológicas, parecía responder a las secuelas de la caldeada jornada que vivía la ciudad condal y, en general, el ambiente de todo el país.
            El calor de las brasas provocadas por los contenedores y demás mobiliario urbano incendiado por los vándalos, los cristales rotos de los escaparates de los comercios “esquiroles” que intentaban abrir su negocio como un día más siendo coaccionados y saboteados por aquellos que se denominaban “piquetes informativos”, la indignación y reivindicación sinceras de los manifestantes pacíficos, los disparos de las pelotas de goma o los gases lacrimógenos de los Mossos (usados por primera vez en años, según algunos noticiarios), las hélices de los helicópteros que durante todo el día estaban patrullando la ciudad, los humos de los sindicalistas que amenazaban desde primera hora con el recrudecimiento de las medidas ante un gobierno con una postura cada vez más fascista disfrazada tras la promesa de “diálogo hasta la extenuación”, de una diputada con pancarta a favor de la huelga en el Congreso y de una Europa que nos miraba como país del que recelar, desconfiar o al que admirar, vete a saber.
            Me pasé el día intentando informarme de los diferentes puntos de vista para no tomar ninguna de las posturas como verdad absoluta. Y cuanto más leía o escuchaba, menos sabía qué pensar ni de qué lado ponerme en una España que demostraba, cada día, que nunca había dejado de estar dividida en dos.
Como Juanjo y yo.
            Volvíamos de haberle dado un paseo a Dante, y yo cotorreaba incansable contándole las conclusiones a las que había llegado sobre la jornada de huelga. Él parecía escuchar y de vez en cuando hacía alguna breve aportación, pero sabía que no le importaban ni lo más mínimo los manifestantes, los políticos o las posibles consecuencias de aquello.
            -¿Me vas a decir qué te pasa? –le pregunté de repente.
            -Ya te he dicho que nada –respondió él, sin mirarme a los ojos.
            Íbamos ya de camino al piso.
            -Algo te pasa. Llevas unos días rarísimo. Y ya no me creo que sea por el trabajo. Por favor, cuéntamelo.
            Juanjo bajó la cabeza y balbuceó.
            -No me pasa nada, Dani. Ya hablaremos cuando se haya ido Paz.
            Mi pregunta iba teniendo una respuesta cada vez más clara. Un nudo se me ató en el estómago. Pero seguí insistiendo porque necesitaba saberlo.
            -No estás bien, ¿no?
            -No... –respondió él sin levantar la vista del suelo.
            Tragué saliva, y por fin me atreví a decir.
            -No estás bien conmigo, ¿no?
            Sobre el asfalto que Juanjo contemplaba cabizbajo cayó su primera lágrima.
            -No... Lo siento...
            Aquella respuesta no podía caerme como un jarro de agua fría. No debía cogerme desprevenido después de sus últimos días de desplantes, ausencia, distancia, sequedad y falta de cariño hacia mí. Pero debía ser gilipollas porque, a pesar de todo, no estuve preparado para escuchar la noticia. Sentí un calambre por todo el cuerpo que me hizo tropezar, perdiendo el equilibrio y casi cayendo de bruces.
            -¿Estás bien, Dani? –me dijo él, mientras me sujetaba por el brazo.
            Dani. De pronto se me hacía raro escucharle dirigirse a mí por mi nombre. Aunque ya hacía días que no me dedicaba alguno de los muchos apodos cariñosos que antes usábamos para llamarnos. Aquel Dani y la forma en que lo pronunciaba eran prueba evidente de lo que pasaba.
            -Pero... ¿desde cuándo? –pregunté.
            Estábamos ya casi en el portal de casa.
            -¿Está Paz arriba? –quiso saber él.
            -No lo sé.
            -Si quieres, dejamos a Dante y damos un paseo para seguir hablando.
          Cuando volvimos a salir del piso, le pregunté si tenía algo de dinero suelto para comprar tabaco porque yo no llevaba nada. Fue la primera droga a la que se me ocurrió acudir para tranquilizarme. Aunque aparentemente lo estaba, por dentro tenía una sensación de desolación que no sería capaz de explicar con palabras.
        Llegamos hasta la Plaza Urquinaona sin hablar, contemplando los últimos coletazos de la huelga, quizá en el momento más inoportuno para salir a la calle. Nos sentamos en uno de los bancos de una de las esquinas que parecía estar más tranquila. Mientras le daba las primeras caladas al cigarro, él empezó:
            -Hace días que lo vengo notando, no te puedo decir exactamente cuánto. Un par de semanas a lo mejor. Desde que empecé a hablarlo con Sonia, mi compañera.
            -Pero... ¿qué es lo que sientes?
            Juanjo empezó a llorar otra vez.
          -No lo sé, Dani... No sé lo que siento, pero sí sé que no es lo mismo que antes... Ya no tengo esa cosa, esas mariposas...
            Adopté una sorprendente frialdad.
            -Entonces ya no hay nada que hacer, ¿verdad?
            Él seguía mirando para abajo, y lloraba cada vez más.
            -Lo siento, de verdad... –dijo.
            Apuré el cigarro hasta el filtro y casi inmediatamente me encendí otro.
        -Le dije a Sonia que yo pensaba que tú tampoco estabas igual que antes –continuó, ya más tranquilo–. Pero de algunas de las veces que has venido al Zoo y ha coincidido que estaba ella, me decía que tú sí seguías enamorado. Que se notaba en la forma en que me mirabas.
            No aguanté más y el nudo se subió hasta la garganta. Entre lágrimas, le dije:
            -Está claro que yo últimamente tampoco estaba al cien por cien. Han pasado muchas cosas, he pasado unos meses horribles en Daraquiel antes de poder venirme para acá, he estado muy agobiado como sabes por el tema del trabajo, ahora con Paz aquí, y el notarte tan distante conmigo pues también me ha hecho distanciarme de ti. Pero... yo... sí querría seguir intentándolo. Pensaba que era una mala racha que superaríamos... Como otras veces...
            -Lo siento, Dani, de verdad. Lo he pensado mucho. Y no sería justo ni para ti ni para mi. No sé mañana, o dentro de un tiempo. Pero tampoco te quiero dar esperanzas.
            -Tienes razón. Y te agradezco tu sinceridad –dije de corazón.
            -No quería decirte nada hasta que se fuera Paz.
            -Ya... Bueno, ella se va en dos días. Es verdad que igual le incomoda saberlo, sabiendo que se queda en nuestro piso. Puedo hablar con ella.
            -Por eso no te quería decir nada hasta que se hubiera ido.
            -Entonces, ¿ya lo tenías decidido de antes?
            -Sí, estaba esperando. No sabes lo mal que lo he pasado estos días. Sabes que no sé disimular las cosas pero, a la vez, tenía que hacer un esfuerzo enorme para aparentar normalidad –respondió él.
            En cuestión de segundos, la plaza se llenó de tipos con pasamontañas.
            -¿Nos vamos? –preguntamos los dos a la vez.
           Acordamos fingir que no pasaba nada delante de Paz los dos días que le quedaban en Barcelona para que no se sintiera incómoda. Eso implicaba cenar con ella, gastando las bromas de siempre, escuchando las anécdotas de su jornada en La Rambla con Óscar, y sentarnos los dos juntos en el sofá riñendo a Dante y a Tree cuando se nos ponían a dos patas pidiendo algo de comer. Por un instante, sentí que todo lo que había pasado había sido un mal sueño, y que todo estaba como siempre, hasta en algún momento Juanjo posó su mano sobre mi rodilla y me dijo “nene”, sonreía y estaba más amable que nunca con Paz. Pero estaba viendo un espejismo, malinterpreté su comportamiento. La tranquilidad y relajación que Juanjo mostraba no era, para nada, la de quien se arrepiente de lo que acaba de hacer y se da cuenta de que todo tiene que seguir como antes sino la de quien acaba de quitarse un enorme peso de encima. La de quien por fin se ha liberado.
Así lo comprobé al tener que dormir juntos. En la misma cama. Como siempre. Como nunca. Ya no éramos pareja. Ya no había opción de abrazarnos. Aunque lleváramos días sin hacerlo esa opción ya no existía, a pesar de lo muchísimo que lo hubiera necesitado. Y fue ése, justo ése, el momento en que de verdad tomé consciencia de lo ocurrido. De que ya todo se había terminado entre nosotros.
Y no fui capaz de asimilarlo.
Porque yo le seguía queriendo.
Porque habíamos compartido tantas cosas juntos.
Porque no me veía capaz de vivir sin él.
Todos mis proyectos e ilusiones estaban enfocados en él, con él, para estar con él. Y ahora tenía que comenzar una nueva vida desde cero.
Y no tenía ni idea de cómo hacerlo. ¿Por dónde empezar?
Se me quedaba colgado el intento de encontrar trabajo en Barcelona, el proyecto de vida allí, el curso de la universidad, el catalán, el piso, los ahorros, el permiso de la biblioteca, mi jefa, las disputas que me había costado con ella conseguir días para viajar a Barcelona, María José, Leo, la sensación de absoluto fracaso por tener que regresar con el rabo entre las piernas a un trabajo del que me había ido sin ninguna intención de volver pero que en aquel momento era lo único que tenía.
¿Por qué? ¿Qué nos había pasado?

       Éramos tan fuertes los dos que creimos que nada dolía, que creimos que no moriría. ¿Dónde fue todo eso a parar? ¿Cuándo se empezó a estropear?

        No podía ser inocente ni inconsciente. Porque bien sabía que ya no iba a tenerle más a mi lado. Era definitivo. Su “no sé mañana” era una simple frase hecha.

         Retamos al mismo diablo a atreverse algún día a separarnos.
         ¿Dónde fue todo eso a parar? ¿Cuándo se empezó a estropear?

        Desde el trío con Brian. No. La cosa venía de antes. Desde que Juanjo empezó a trabajar en Barcelona. Puede. Quizá incluso desde antes. Cuando yo saqué la plaza en Daraquiel.
       Me arrepentí con todas mis fuerzas de haber hecho aquel maldito examen. De haber aceptado aquel funcionariado sin pensarlo. Sin haber contado con él. Sin haber sopesado las consecuencias. De haber sido yo quien marcó un punto de inflexión. De haberme tenido que seguir él a mí en vez de haberme quedado yo esperando para seguirle a él.
        Pero ya era tarde.

       Creíamos que éramos tan diferentes, que nuestro amor iba a ser para siempre. Que nunca nos pasaría como a la gente, que no acabaría, que nunca te irías.
¿Dónde fue tu buena voluntad? ¿Cuándo me empezaste a engañar?

       Me pasé la noche llorando, sin pegar ojo, con la mirada fija en el cogote de Juanjo que dormía de espaldas a mí, analizando cada minuto de nuestra relación, desde aquella primera conversación en el chat hasta aquel fatídico 29 de marzo. En una obsesiva actividad mental que se prolongaría el largo mes que aún me faltaba para reincorporarme a la biblioteca.




lunes, 11 de junio de 2012

CAPÍTULO XXX: Regalo de cumpleaños. El último te quiero.

XXX
REGALO DE CUMPLEAÑOS.
EL ÚLTIMO TE QUIERO.

            Fuera como fuera, estuviéramos en un buen o en un mal momento de nuestra relación, Juanjo y yo siempre habíamos mantenido la ilusión en nuestros cumpleaños. Dejando el listón del factor sorpresa cada año más alto. Reinventando la forma de celebrarlo, y demostrándonos con un regalo muy especial lo mucho que nos queríamos.
            No siempre eran regalos caros y vistosos. Además de las manualidades que rescaté de las últimas cosas que nos quedaban en casa de Paz, también habíamos tenido tartas caseras, montajes de fotos, juegos artesanales de ir siguiendo una serie de pistas para dar con el regalo final, tarjetas canjeables por masajes, viajes imaginarios...
            Siempre intentábamos reunir al mayor número de amigos posible para festejarlo por todo lo alto, con una merienda o una cena en casa. Globos, confeti, matasuegras. Todo lo necesario para una espontánea regresión a la infancia. Rescatando de ella su ilusión y su ternura. Más de una vez, alguno de nuestros invitados nos habían tachado de empalagosos por el boato y el exceso de edulcoración. Era la época en la que nos dábamos muestras de cariño, además de en privado, a veces también en público. Rozando quizá un amor materno de sonoros besos en la mejilla, de miradas protectoras. Queriendo regalarnos una fiesta de cumpleaños que haría las delicias de cualquier hijo.
Entrañables recuerdos que ahora se veían borrosos. Pero que aún perduraban en fotos y en redes sociales que me puse a mirar como un tonto. Más que por buscar ideas, por alimentar la inspiración que me faltaba para dedicarle su tarjeta de felicitación.
            Aquel cumpleaños de Juanjo iba a ser el quinto que celebrábamos juntos y, como en los anteriores, me exprimí la cabeza al máximo pensando en el regalo que más ilusión pudiera hacerle. A pesar de no ser muy cuantioso, mi presupuesto era mayor que el inicialmente previsto. Con el anuncio de Dante y que ya me habían pagado lo del ensayo clínico y la parte que quedaba de mi último sueldo de la biblioteca, reservando lo necesario para los gastos mensuales, podía comprar lo que en principio había pensado poner en un vale canjeable.
Aún así me pareció divertida la idea de darle el vale y luego sorprenderle con el regalo real. Ése iba a ser el único factor sorpresa esta vez porque Juanjo me había insistido en que por favor no organizara nada en casa, que no tenía ganas de fiesta y que además con Paz y Tree allí no le parecía el momento. Objeción que decidí aprovechar para hacer algo más íntimo, solo de los dos. En un nuevo intento de contribuir a mejorar el delicado estado de nuestra relación. Que no es que no pasara por su mejor momento. Atravesaba, casi con total seguridad, el peor de todos.
Pero, como había pasado en otras ocasiones, yo aún mantenía la esperanza de que lo superaríamos y seguiríamos adelante. La nuestra nunca había sido una historia fácil, y podíamos hacer gala orgullosos de haber vencido obstáculos que habían acabado con otras relaciones. En este caso, mi fracaso en la búsqueda de trabajo me iba obligando de una forma cada vez más irremediable a volver a Daraquiel. Algo que me apetecía tanto como arrancarme la piel a tiras. Pero tampoco podía renunciar a aquello porque ni Juanjo me lo había ofrecido ni yo era capaz de pedírselo y, en el fondo, me daba miedo aceptar esa posible situación. Así que el ogro de la distancia volvería a dificultar las cosas entre nosotros.
No me quería agobiar con la idea porque seguía viéndolo como algo temporal. Los dos fines de semana al mes cuyos viernes tuviera clase retomaría el hábito de coger el tren de madrugada desde Alzamil de San Germán a Barcelona, ya sin tanto equipaje porque la mudanza por fin estaba concluida, y aunque seguramente ya no tendría la opción de vivir en casa de Paz, me metería en un piso compartido para ahorrar gastos. Los días de asuntos propios y las vacaciones que me quedaran las invertiría en ir a Barcelona. Seguiría echando currículums hasta que, antes o después, me saliera algo y pudiera dejar ya Daraquiel definitivamente. Sólo faltaba ese último esfuerzo. Habíamos acondicionado el piso a nuestro gusto, con un robo de por medio, a Juanjo ya le habían confirmado que le renovaban el contrato en el Zoo, podíamos seguir con el bed and breakfast una vez que Paz se fuera para tener algún ingreso extra y con mi sueldo seguiría poniendo mi mitad del alquiler.
Estuve varios días buscando en google información sobre utensilios y fetiches leather. Ése iba a ser mi regalo. Una estética y unas prácticas con las que yo también había empezado a fantasear a raíz de la propuesta de Juanjo aquella noche. Instrumental, complementos, juguetes, adornos, todo un mundo pensado para el placer y para dar rienda suelta a los deseos más ocultos. Vi algunos vídeos, entré en foros sobre el tema, consulté blogs especializados, tiendas online y finalmente me decidí por unas correas y unos suspensorios. En las descripciones que acompañaban a las fotos de los diferentes modelos disponibles casi siempre se ponían en relación con papeles de dominación y sumisión, en caso de pareja, o de roles diversos en orgías sexuales.
Abanderado como me consideraba del movimiento feminista en lucha por la igualdad de género después de haber participado en voluntariados culturales con mujeres amas de casa de las que se escuchaban auténticas barbaridades de aceptación de sumisión y haber trabajado codo a codo con otras que me enseñaron mucho, siempre había rechazado, de forma sistemática, el establecimiento de “roles”. De ningún tipo, ni sexuales ni de comportamiento. Porque, de una manera u otra, el uno puede conllevar al otro. De hecho, cuando yo también chateaba, de las preguntas que más me echaban para atrás cuando empezaba a hablar con alguien y que a punto estuvo de hacerme zanjar la primera conversación virtual con Juanjo, era la de “¿y tú qué eres? ¿pasivo o activo?”. Suerte que cada vez se puso más de moda el término “versátil”.
Me violentaba tener que establecer de antemano quién se iba a poner mirando para Cuenca. Simplificaba tanto la complejidad de una relación sexual que no lo podía llegar a entender. Cada pareja que he tenido me ha despertado algo distinto, y el sexo nunca es igual con una persona que con otra. Al menos para mí. Está claro que se tienen preferencias y gustos concretos, pero asumir una postura sin más es perderse todo un mundo de posibilidades, cerrarse a probar cosas nuevas. Igual yo me había vuelto un poco sota, caballo y rey. Y antes del trío con Brian es verdad que con Juanjo había caído en el polvo fácil y conocido, donde los roles estaban inevitablemente establecidos.
Precisamente por no querer que eso se convirtiera en norma me daba cierto temor el regalo. Porque, por un lado, pensaba que nos ayudaría a innovar pero, por otro, que iba a acentuar aún más la asignación de roles. Y también había leído algo de que a la hora de poner en práctica una fantasía había que tenerlo muy claro por las dos partes, para evitar decepciones. Temía que su interpretación sexual de dominación me hiciera sentir aún más sumiso y dependiente. No andaba yo con la autoestima muy alta, y me sentía poco deseado. Tenía cierto miedo a que ése sentimiento aumentara viéndome “sometido” a él.
Compré una caja de cartón y la decoré con pegatinas de flores y corazoncitos y en la tapa hice un dibujo en acuarela de una viñeta de uno de los cómics gay que le gustaban a él. Lo ñoño con lo morboso, quizá porque así quería que fuera nuestro sexo con aquellas prendas leather. Sexo salvaje pero con amor. Qué tópico tan típico.
Dentro metí una casita de chocolate, a falta de tarta, que compré en una panadería por la que siempre pasaba cuando paseaba a Dante y un sobre con el falso vale canjeable. Escondí los regalos debajo de la cama y me senté a esperar que llegara del trabajo para darle la caja después de cenar, justo cuando fueran las doce de la noche, y el resto después. Paz se iba a quedar a dormir con Óscar, no sé muy bien dónde ni en qué condiciones, pero me repitió una y otra vez que no me preocupara, que esa noche tendríamos el piso para nosotros solos.
Juanjo llegó cansado y de mal humor.
-He tenido un día asqueroso, y encima he terminado discutiendo con mi jefe –fue su saludo al entrar.
Cenamos y cuando fue la hora, con toda mi ilusión, le di la caja. Sin mucha efusividad, la abrió y leyó mi tarjeta de felicitación:

¡Muchas felicidades, rey!
¡29 ya! Empiezas a hacerte mayor, ¿eh? Ya casi me alcanzas, jeje… Espero que pases un día genial, aunque sea trabajando y lejos de los tuyos, pero lo importante es que un año más podamos celebrarlo juntos, a pesar de todo.
Sé que últimamente estamos más distanciados que nunca, no sé si es por el trabajo, por las circunstancias, por la visita de Paz o por todo un poco. Y aunque esta vez no has querido que organizara nada especial, no quería perder la ocasión de hacerte algún regalo especial para que no olvides que para mí sigues siendo lo más importante. Ya sabes que no estoy en mi mejor momento económico, así que este año vendrá con un poco de retraso. Pero para que quede constancia, ahí te dejo este vale canjeable por cualquier prenda leather que elijas, para que hagas realidad tus fantasías.
Soy muy feliz de seguir compartiendo cumpleaños contigo y mientras escribía esto, nos he estado imaginando como dos cascarrabias sentados en un banco dando de comer a las palomas del parque, envejeciendo juntos y compartiendo el resto de nuestras vidas hasta vernos como dos abuelitos achacosos.
Estoy seguro de que poco a poco las cosas nos irán saliendo y las dificultades se superarán, como ya las hemos superado tantas veces antes…
No estoy muy inspirado, así que solo me queda decirte que TE QUIERO mucho mucho, como el trucho al trucho y… ¡que cumplas muchos más! ¡y que yo esté a tu lado para celebrarlos!
Mil besos de colores,

Dani.

 Sacó la casita de chocolate y la puso encima de la mesa. Luego cerró la caja y dijo:
-Yo no tengo ganas de chocolate ahora. Cómetela tú.
Y la noche terminó como las últimas. Cada uno sentado en un lado del sofá con su ordenador. Juntos pero en dos mundos diferentes. No hubo sexo y el regalo se quedó debajo de la cama sin estrenar. Pensé que suerte que la tienda online donde lo compré daba la opción de devolverlo en un plazo de quince días, reembolsando el dinero.


viernes, 8 de junio de 2012

CAPÍTULO XXIX: Dante, estrella de la publicidad.


XXIX
DANTE, ESTRELLA DE LA PUBLICIDAD.

            -¿Te importa si le saco una foto?
            Dudé por unos segundos.
            -Trabajo en una agencia de publicidad –aclaró ella–. Y creo que podría ser el perro que están buscando para un anuncio que se va a rodar ahora.
            Dante movía el rabo ilusionado por la atención que estaba recibiendo, intentando subirse a la rodilla de la chica que estaba de cuclillas acariciándole. Temí que se enganchara con una de las pezuñas en sus medias de rejilla, y le tiré un poco de la correa para que bajara las patas. Sus dos acompañantes, otra chica y un chico de unos veinti pocos, los tres igual de fashion, se cuchicheaban cosas al oído y sonreían señalando a Dante.
            Es verdad que no había dejado de llamar la atención desde que llegamos a Barcelona, sobre todo cuando lo llevaba patinando. Pero jamás pensé que se fueran a fijar en él como reclamo publicitario. En una gran ciudad todo puede pasar, hasta que Dante encontrara trabajo antes que yo. Era algo que empezaba a aprender y que me encantaba.
            Pensé que debería haberme arreglado un poco para la ocasión. Si hubiera lucido mis mejores galas quizá podría haber sido aceptado como su acompañante en el anuncio. En su lugar, iba ataviado con unas calzonas medio roídas por el uso y una sudadera de las más viejas, los pelos despeinados y las gafas de estar por casa. Acabábamos de llegar del gimnasio y mientras Juanjo terminaba de ducharse, yo había aprovechado para darle su paseo nocturno. Pero eso no era excusa porque aunque no íbamos a uno de los polideportivos más glamourosos, casi todo el mundo acudía, cuanto menos, bien conjuntado y con una equipación deportiva adecuada. Y nunca sabes cuándo te puedes cruzar con un cazatalentos.
            Además andaba tan enfrascado en mis pensamientos que apenas me percaté del improvisado casting canino. Desde que volví del viaje relámpago a La Mancha con Paz, había empezado a vivir unos efímeros pero intensos retazos de felicidad en Barcelona, cuando era capaz de olvidarme del factor tiempo. Algo que estaba consiguiendo por primera vez en años. No es que hubiera sido infeliz antes, pero sí es verdad que había perdido la virtud del carpe diem. Aunque echara muy buenos ratos con mis compañeros en los trabajos basura de camarero, siempre tenía la preocupación de tener que encontrar algo mejor. La beca de la universidad era insuficiente para vivir, a pesar de lo a gusto que estaba y de lo bien que me llevaba con el resto de compañeras. Estando de teleoperador me preocupaba anclarme ahí para el resto de la vida y estar desaprovechando tiempo de estudio para las oposiciones y casi nunca disfrutaba de los ratos de cerveza a la salida del trabajo con los compañeros. Y después del primer año de relativa tranquilidad en Daraquiel, cuando Juanjo empezó en el Zoo, sólo vivía a la espera de poder irme a vivir con él.
Pero los miedos volvían y el tiempo seguía siendo una pesada losa para mí. El pronóstico de encontrar trabajo en Barcelona continuaba siendo poco esperanzador y los días se me iban agotando como los granos de un reloj de arena.
Sin embargo, la jornada de aquella mañana había sido gratificante y me había inyectado nuevas dosis de optimismo. Por ser uno de esos días en que toda persona con la que te topas es increíblemente agradable contigo y te hacen volver a creer en la condición humana.
            Después de dejar a Paz con Óscar en La Rambla estrenando su nuevo espectáculo de mimo a dúo, salir a patinar con Dante y Tree –reciente pero rezagada  incorporación a pesar de tener las patas más largas–, seguir sobre ruedas en la bici para hacer unos recados y comprobar que al dejarla aparcada el indicador lumínico parpadeaba en rojo como señal de que algo no estaba bien y de que tenía que llamar al número de incidencias, un 900 en el que fui atendido por una amabilísima e increíblemente eficiente teleoperadora que solventó la incidencia en tiempo récord y que sonó realmente sincera al desearme que tuviera un buen día, decidí aprovechar el buen rollo para dejar más currículums en mano. Siempre cogía nuevas rutas para ir fijándome en las calles y anotar en mi libreta rotulada “Búsqueda de curro en Barna 2012” la referencia de los sitios interesantes, ya fueran bares, librerías o comercios de cualquier otro tipo que, por lo que fuera, tuvieran algo que me llamara la atención.
            Fue así como di con El 8, una pequeña librería vintage a cuyo tendero pregunté si podía dejarle un currículum. Sorprendido, me preguntó que si realmente quería trabajar en su librería, a lo que yo respondí que sí, que por qué no. Miró con atención mi currículum versión “profesional de la información” y, aunque mal de muchos consuelo de tontos, dijo:
            -Una verdadera pena que personas tan preparadas y con tanta formación andéis buscando trabajo de cualquier cosa.
            No entré en darle más explicaciones porque él, regentando un local como aquel que seguramente se mantendría más por vocación que por la cuantía de las ganancias, no entendería que quisiera cambiar el trabajo de una biblioteca por el de dependiente, cajero, camarero o cualquier otra cosa no relacionada necesariamente con los libros. Aunque en las estanterías del negocio también tenía discos de vinilo, radiocasetes, cintas en VHS y otras reliquias.
            -Aquí, como ves, estoy yo solo. Y no es que haya mucho trabajo. Lo siento. Sigue buscando y espero que tengas mucha suerte –concluyó, amable, antes de darme una serie de indicaciones de otros sitios a los que podía acudir para preguntar.
            A la chica que me hizo la entrevista para Inditex por la tarde le pareció muy divertida mi respuesta cuando me preguntó por qué quería trabajar en una tienda de ropa:
            -Porque me gusta la ropa y creo que podría hacerlo bien –improvisé rápidamente una verdad a medias–, aunque tampoco soy una fashion victim –rematé.
            Me despidió entre risas deseándome suerte, con una complicidad que parecía ir más allá del mero formalismo.
            Hizo un día espléndido, con un sol radiante. Y la noche también invitaba a disfrutar de un agradable paseo por las calles de Barcelona. Quién me iba a decir que la jornada terminaría con el colofón de semejante propuesta.
            -No te puedo decir aún si serían uno o dos días, pero solo serían unas horas, eso sí. Y te pagaríamos unos trescientos euros –la publicista le echó un par de fotos a Dante, de frente y de perfil, y anotó mi número de teléfono para llamarme al día siguiente–. Yo me llamo Cinthia –terminó, dándome dos minúsculos besitos.
            Juanjo pensó que era broma cuando se lo conté y no fue hasta el día siguiente con la llamada de Cinthia concretando los detalles, cuando se lo creyó de verdad.
            Me levanté muy temprano porque me había propuesto ir andando tranquilamente hasta el polígono donde estaba la nave industrial en que la agencia Trec Studios tenía su sede, en la otra punta de Barcelona, por detrás de la Torre Agbar. Y esta vez sí me arreglé todo lo posible para el evento, para estar a la altura de la nueva estrella canina de la publicidad. Nos citaron a las diez de la mañana y por nada del mundo quería llegar tarde. No me quedó muy claro si era una grabación o una sesión de fotos, pero tampoco me importaba. Los ojos me hacían chiribitas con el símbolo del euro y mi paso rápido iba dirigido por el ansia de popularidad.
            Aunque le dije a Juanjo de repartirnos a medias las ganancias, él me dijo que me lo quedara yo todo. Al final acepté pero con idea de aprovechar ese dinero para sorprenderle haciendo una compra de comida grande para todo el mes y guardar el resto para su regalo de cumpleaños, que estaba a la vuelta de la esquina.
            Al fin y al cabo, Dante era tan mío como suyo. Lo salvamos de una muerte casi segura. Era el cuarto cachorro de una camada de teckels destinada a la caza. Como no mostró las aptitudes necesarias para tal fin, la familia con que vivía lo abandonó a su suerte en los alrededores del cortijo que tenían a las afueras de Daraquiel hasta que un señor, fiel usuario matutino de la biblioteca, lo recogió y vino contándome la historia. Él no se podía hacer cargo del perro y cuando lo vimos (porque por entonces Juanjo se venía conmigo a la biblioteca para estudiar), tan delgadito, con las costillas marcadas y esa carita de expresión triste, no lo dudamos ni un segundo y nos quedamos con él. Desde entonces su vida dio un giro de 360 grados. Pasó de guarecerse a la intemperie a tener cama propia, un hueco del sofá para sus largas siestas y una dedicación casi comparable a la que se tiene con un hijo. Aprovechamos un viaje al pueblo de Juanjo para que el veterinario, amigo de él, lo desparasitara, le pusiera al día las vacunas y le abriera su cartilla. Documento en el que solo podía figurar un propietario. Alguna vez habíamos bromeado con un posible reparto de su custodia en caso de separación, y Juanjo tendría las de ganar porque fue su nombre el que se puso.
            Hasta que llegué a la puerta de la agencia, no me paré a pensar en el bienestar de Dante. Y en desear que no fuera un problema decidir cuál de los dos se quedaría con él. No había por qué desconfiar, pero me sentí mal por no haber preguntado en ningún momento qué es lo que querían exactamente de él para el anuncio. Ni yo ni Juanjo nos lo planteamos, cegados los dos por el dinero.
            Fue lo primero que quise saber cuando entré y ya me atendieron.
            -Van a ser unas fotos –me explicó Cinthia–. Tardaremos lo que haga falta hasta que los fotógrafos consigan lo que necesitan. No es nada complicado –mientras me iba contando, Dante lo iba olfateando todo. Un regalo de olores provenientes de los canapés, montaditos, fruta, frutos secos, sándwichs y demás exquisiteces del catering con que contaban, dispuestas con una inmaculada presentación sobre una mesa a la entrada–. Se trata de una campaña publicitaria que se va a lanzar al mercado farmaceútico a nivel mundial, menos en Estados Unidos y Canadá. Es un medicamento pulmonar, y la idea es representar una rueda con las acciones cotidianas del día a día de un hombre de mediana edad afectado de esta dolencia, para demostrar que con el tratamiento se puede llevar una vida perfectamente normal. Y entre esas acciones, está la de sacar al perro. A tu Dante –terminó.
            Tu Dante. Vuestro Dante. Mi Dante. Nuestro Dante. Los pronombres posesivos empezaban a adquirir una inusual trascendencia en mi cabeza.