miércoles, 5 de diciembre de 2012

CAPÍTULO XXXVII: Sin ganas ni fuerzas.

XXXVII
SIN GANAS NI FUERZAS.

            Procuro olvidarte siguiendo la ruta de un pájaro herido.
Procuro alejarme de aquellos lugares donde nos quisimos.
Me enredo en amores, sin ganas ni fuerzas,
por ver si te olvido.
Y llega la noche y de nuevo comprendo que te necesito.

            Primer paso para olvidar al amor perdido: poner tierra de por medio y cortar todo contacto con el susodicho. Cumplido solo a medias. Los kilómetros sí que estaban. Unos setecientos más o menos, forzadamente obligados porque aunque en principio me planteara seguir yendo a Barcelona para las clases cada dos semanas, terminé desechando la idea y esperar un poco para sentirme con más fuerzas. Ya vería qué haría con la universidad. Pero lo de no hablar con él no fui capaz. Me autoengañaba pensando que necesitaba saber cómo estaba, cómo le iban las cosas; no podíamos ser dos desconocidos de repente. Y le seguía llamando para amenizar sus guardias, “como amigo”. Preguntándole por sus cosas, contándole las mías. Por lo menos una vez a la semana, aunque cuando llevaba tres o cuatro días sin saber nada de él caía algún que otro whatsapp. ¿Qué tal? Bien ¿Y Dante? Siempre había algo por lo que preguntar, algún motivo por el que decirle algo. Aunque fuera por sentir que todavía teníamos algún tipo de relación. Migajas de amor. Él me respondía cordialmente y hasta a veces era quien iniciaba las conversaciones sin darse cuenta de que inconscientemente despertaba en mí una falsa esperanza. Seguía necesitándome de alguna manera, idiota interpretación de lo que no era más que un sentimiento lastimero por su parte.
            Segundo: revalorizarse a uno mismo. Porque yo lo valgo, y no porque no hubiera sido capaz de retenerle a mi lado. Dejar de sentirme el responsable de la ruptura. Que no le había dado ni suficiente sexo ni de suficiente calidad, que había sido un compañero aburrido, me dormía siempre en las películas, mi trabajo era poco excitante, el tipo de vida que podía ofrecerle era muy simple, tenía poco dinero, no sabía bailar, no estaba bien musculado, mi fondo de armario se aproximaba más a lo grunge que a lo fashion, habían faltado besos y muchos te quiero, detalles diarios, magia, poesía… En definitiva, no valía la pena seguir conmigo. Pues no. Tenía que pensar que soy guapo, soy listo y otras muchas virtudes que por entonces no sabía ver, que podría estar con quien quisiera. Él se lo pierde. Intentado, pero estrepitosamente fallido. Inútil ademán de ir de shopping, superficial pero a veces efectivo método para subir la autoestima. No en este caso. No rellenaba ningún pantalón, y lo digo literalmente porque puestos me quedaban exactamente igual que colgados en la percha. Dicen que los espejos de los vestuarios tienden a un efecto óptico de estilizar para que el cliente se vea mejor. Para mí esa estilización rozaba la escualidez. Siempre he sido de constitución delgada, pero nunca se me habían marcado tanto las costillas ni las facciones de pómulos cadavéricos.
            Tercer paso: rehacer nuevas rutinas. Aprender a vivir pensando en uno. Cocinar platos individuales, hacer planes sin contar con él, readaptarme a vivir en un piso compartido. Los meses en casa de Paz no contaban porque habían sido algo claramente temporal. Pero lo de ahora se preveía como una realidad a más largo plazo. Mis nuevos compañeros, un estudiante frente al que dejaba de sentirme joven  y un informático friki que se pasaba las horas delante del ordenador, habitaban órbitas totalmente opuestas a la mía. Una coexistencia bajo el mismo techo que nada tenía que ver con lo que compartí antaño con Anna y Jenny. Estanterías repartidas en nevera y despensa, habitaciones infranqueables. Micromundos distantes que se cerraban tras puertas con pestillo. Frialdad y soledad en una estancia impersonal en la que no conciliaba el sueño. Noches en vigilia donde comprendía que le seguía necesitando. Que para mí no había sido suficiente. Recuerdos, frustraciones, sentimientos y dolor, mucho dolor. Largas jornadas nocturnas que intentaba matar forzando el siguiente y último paso.
            Cuarto: el mar está lleno de peces. A rey muerto, rey puesto. Un clavo saca otro clavo. Tocaba tirar otra vez de las webs de contactos y los perfiles en chats gregarios. Guetos virtuales para venderse en la red de redes. Ritual tantas veces repetido hace años. Práctica tan conocida por Juanjo que aún con el vuelco de corazón que sentí al toparme con su perfil, no me sorprendió verlo con foto de su mejor sonrisa y torso descubierto dentro de los grupos para “homosexuales de Barcelona”. Lo peor no fue leer la descripción de lo que buscaba, un prototipo diametralmente opuesto a mí, ni siquiera descubrir que había incluido fotos calificadas de “X” que requerían registrarse para poder ver sino tener la certeza de que esos perfiles no eran de publicación reciente. De terminar de verificar con todo el dolor de mi corazón –literalmente– que habíamos estado viviendo realidades paralelas, interpretaciones irreconciliables de lo que suponía la pareja para cada uno de nosotros.
            Superada una nueva llantera que casi acaba en ataque de ansiedad, bien entrada ya la madrugada, fui emulando cada uno de los pasos previos necesarios para poder empezar a contactar con otros hombres que supuestamente buscaban lo mismo que yo. ¿Otro Juanjo? ¿Una nueva oportunidad? ¿La de verdad? ¿Sublimar la pérdida? ¿Sentir que todavía podía resultarle atractivo a alguien? Elección de una foto sugerente, una de cara y otra de cuerpo, un texto estándar en el que presentarse, una descripción del tipo de persona y de relación que buscaba. Qué difícil. Qué pocas ganas. Mercenarios de la necesidad de compañía enmascarada en búsqueda de sexo sin complicaciones ni compromisos.
            Todo listo para empezar a buscar caras que me dijeran algo (o que se parecieran a la de Juanjo), cuerpos que me excitaran tanto como el de Juanjo o palabras que me recordaran a la forma de ser de Juanjo.

            DANI31 acaba de iniciar sesión.
            DANI31_ ¿Hola?

            QUERU32_¡Hola! ¿Qué tal? ¿De dónde?

            No recordaba muy bien en qué momento tocaba preguntar que qué es lo que se buscaba, que cuánto te medía, que si eras activo o pasivo o si tenías sitio para quedar. Y tampoco sabía si dar toda la información real desde el principio o intentar asegurarme de ganarme antes cierta confianza. ¿Cómo lo haría Juanjo para haberse ganado esa amplia cantera de amigos que después de haberme dejado reconocía que podría empezar a ver como algo más? ¿Y si me encontraba a alguien de Daraquiel?
            Torpe y desentrenado cortejo que quise iniciar con una conversación trivial que no terminara necesariamente en cita sexual. El tal “Queru32” también parecía dispuesto a ello.

            DANI31_¿Y eso de “Queru”?

            QUERU32_Mi nombre… El diminutivo, vamos.

            DANI31_¿Queru?

            QUERU32_¿Me prometes que si te lo digo no vas a dejar de hablarme?

            DANI31_Jajaja… ¿Por qué dices eso?

            QUERU32_Mis padres fueron muy… originales… al elegir mi nombre.

            DANI31_¿Cómo te llamas? ¡No te hagas más de rogar!

            QUERU32_No lo has prometido…

            DANI31_Vaaaale… Prometido…

            QUERU32_Queru de Querubín. Me llamo Querubín. Recuerda lo que acabas de prometer…

            DANI31_Es coña, ¿no?

            ¡Vaya! ¿quién me iba a decir que terminaría la noche hablando con un tierno espíritu celeste con cara regordeta y tantas veces reproducido en detalles de la Madonna de Rafael?
            ¿Y si era verdad que todavía podía conocer a alguien más?



           

sábado, 1 de diciembre de 2012

CAPÍTULO XXXVI: Ilusiones malogradas.

XXXVI
ILUSIONES MALOGRADAS.

            Camino al fracaso. Destino que debió quedarse en el recuerdo del lugar al que no regresar. Senda que nunca se ha de volver a pisar. Daraquiel se presentaba ante mis ojos como la ruina de todos mis proyectos, ilusiones malogradas. El corazón me palpitaba como si se me fuera a salir del pecho y un rubor encendido me recorría de pies a cabeza. Cada paso adelante suponía un retroceso.
            Hacía un fantástico día, decadencia burlona con el verde encendido de sus campos manchegos, sus rojas amapolas y su trigo resplandeciente en un luminoso mes de mayo. Los jornaleros seguían con su incansable quehacer diario, las mujeres se dirigían al cementerio con sus flores y sus paños húmedos para limpiar las lápidas de sus difuntos y los camiones iban descargando sus mercancías en una ordenada cadena humana. Todos ajenos a mi abatimiento. Todo en su habitual rutina diaria, indiferente a mis insignificancias y a mis tres meses de ausencia.
Intentaba disimular con una teatral sonrisa y amagos de amables saludos.
            -¡Hombre, ya ha vuelto Usted, Don Daniel! ¿Qué tal ha ido?
            -Muy bien, Don Benancio. Gracias. Ya estamos de vuelta.
            -¡Hala! ¡Pues con Dios!
            De manera inconsciente, iba ralentizando el paso conforme avanzaba a la biblioteca. No quería llegar. No sabía qué me iba a encontrar, qué iba a decir, cómo me iban a recibir y, sobre todo, no sabría con qué Justina me iba a encontrar. Temía que mi tiempo de ausencia me hubiera hecho perder mi sitio, que no poco me había costado conseguir, y que tuviera que empezar a ganármelo de nuevo. El odio de la jefa seguiría inalterable, o quizá engrandecido, porque ella sería también de las que pensaban que yo ya no regresaría nunca y que la sumisa María José no volvería a ser sustituida por el rebelde Dani, ganador a pulso de su deseo de asesinarme, según vaticinó la propia Amira antes de irme. O, peor aún, ser ella quien me echó el mal de ojo que pronosticó la pitonisa de la Isleta del Moro.
Desvaríos aparte, regresaba un Dani algo temeroso, por unas cosas u otras, sin ningunas ganas de más disputas, cansado de ser el líder de las reivindicaciones y dispuesto a sobrellevar la condena de la vuelta pasando lo más desapercibido posible, sin pretensión alguna de más jaleos. Ya no tenía que luchar por hacer uso de mis días libres para ir a ver a un Juanjo que había decidido apartarme de su vida. Resignado, pues, a asumir las injusticias y abusos de poder de la jefa con la boquita cerrada, en un intento desesperado de que los días pasaran con la mayor rapidez y tranquilidad posible. Acatando las órdenes que hubiera que acatar, sobrepasaran o no los límites de lo establecido en los convenios de los trabajadores. Había perdido la batalla y no me quedaba más que volver con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas, con el orgullo escondidito en el mismo sitio donde quedaron almacenados mis últimos delirios de grandeza.
            Darío, en cambio, opinaba todo lo contrario, y esperaba mi regreso como quien recibe la llegada del cabecilla de una gestada revuelta en contra del caciquismo de la déspota directora.
            -¡Por fin, Dani! ¡No sabes lo feas que se están poniendo las cosas por aquí desde que te fuiste! La Clinton ha tomado el poder absoluto y nos está haciendo la vida imposible a todos. MariCruces ha estado de baja de los nervios y Amira anda de médicos por unas fuertes jaquecas que le han dicho que pueden ser por estrés. María José y Leo son sus súbditos y con ellos hace y deshace a su antojo. A mí me tiene amargado. Tenemos que hacer algo ahora que has vuelto, Dani –supongo que Darío reparó en que no me había preguntado en ningún momento por mi–. ¿Y tú? ¿qué tal? No tienes buena cara, estás muy delgado… El jet lag, ¿no? –y empezó a reír.
            Pobre, si supiera que estaba deseando pegarle una fuerte patada en la boca para que se callara de una puta vez, seguramente ni se habría dirigido a mí.
            -Sí, Darío, vuelvo algo cansado. Las cosas no han salido del todo como esperaba –no iba a entrar en detalles, a pesar de que sabía que era la esperada comidilla de todo el edificio de cultura -¿Y la jefa? ¿no está?
            Con una mueca burlona, Darío respondió:
            -No, ha ido a tomar café, o al médico, o acompañar a la madre… Ya sabes, sus cosas…
            Pues sí. Aparentemente todo seguía como siempre. María José parecía haber respetado mis aportaciones a la biblioteca: manteniendo secciones, carteles, recomendaciones, estética de las presentaciones, distribución de las películas y cds. Aunque, eso sí, había añadido notificaciones que yo nunca hubiera puesto o que hubiera redactado de otra forma. Por ejemplo su “Se exige silencio absoluto” yo lo habría puesto como “Por favor, respetemos el estudio y mantengamos un moderado silencio”; aunque a fin de cuentas el caso que hubieran hecho tanto con un cartel como con el otro hubiera sido exactamente el mismo: ni el más mínimo.
            Algunos parecían alegrarse al verme, otros me miraban con cierto desprecio y los más indiscretos me preguntaban con un descarado retintín:
            -¿Qué? ¿otra vez de vuelta, no?
            Señoras llenas de sarna y maldad:
            -¿Tú por aquí?¿no te habías ido a Barcelona?
            Amira llegó para calmarme en el momento justo. Cuando me disponía a sacar mi sierra para degollar a más de cien. Antes de convertirme en el funcionario asesino que las hubiera disuelto en lejía a todas, matándolas a sangre fría y enterrándolas enseguida; me desmoroné llorando como un niño chico acurrucado en los brazos de Amira mientras ella me daba unas palmaditas en la espalda y le pedía a la gente que por favor nos dejaran solos un rato. Algo que, por supuesto, provocó el murmullo generalizado y aumentó el deseo de conocer los detalles más escabrosos de mi vuelta al pueblo. Aunque tenía la impresión de que la mayoría ya sabía por dónde iban los tiros. El mariquita abandonado por su amigo-novio después de haber intentado irse a vivir con él a Barcelona, sin saber que el  otro ya tenía su vida más que hecha allí. Qué patético. Pobre imbécil.
            El morbo y las elucubraciones estarían servidas durante días. Con una invención de allí, una reinterpretación de acá y alguna aportación propia, la historia daría para mucho. Muy a mi pesar, volvía a ser el chisme en corralones y sobre todo en las colas de la biblioteca, en pacientes esperas para contemplar el espectáculo en directo.
            A pesar de aquellas minucias, como decía, todo seguía más o menos como siempre. Pocas adquisiciones por el escaso presupuesto y la oficina más desordenada de lo normal por un Leo que parecía estar hasta arriba de trabajo al haberle delegado la jefa a él todas las tareas que antes nos repartíamos entre todos. El papel de María José, según me contaba Amira, era el de secretaria particular de Justina, veme a por esto, tráeme aquello, ordéname esto y demás.
            El temido reencuentro llegó, sorprendentemente, por su parte. Fue la jefa quien se acercó a saludarme mientras yo ordenaba las estanterías de consulta y referencia. Posando su fría mano en mi hombro y dedicándome una sonrisa tan inusual como sospechosa, me dijo:
            -Buenos días, Daniel. Bienvenido. ¿Qué tal te ha ido todo?
            -Hola, Justina –tartamudeé–. Bien, gracias –de la misma impresión tiré dos de los volúmenes de la Summa Artis.
            -Tranquilo, no te asustes, sabes que aquí no tienes nada que temer. Estás en tu casa.
            Solo le faltó la maléfica carcajada de madrastra de BlancaNieves mientras se alejaba con pasos lentos y arrastrados hasta su oficina.