martes, 28 de febrero de 2012

CAPÍTULO XVI: Mudanzas.

XVI
MUDANZAS

            A veces tengo la sensación de haberme pasado más de media vida haciendo mudanzas. De haber invertido más tiempo y energías llevándolas a cabo que disfrutando verdaderamente de la estabilidad –física y emocional– que da vivir en una misma ciudad, con un hogar fijo. Daniel el nómada. Adjetivo del que solía sentirme orgulloso hasta que las fuerzas empezaron a flaquearme. Iba teniendo ganas ya de un asentamiento medianamente indefinido.
            Con los últimos acontecimientos, casi había olvidado que aquel fin de semana viajaba otra vez a Barcelona. Normalmente iba cada dos semanas, pero aproveché que ese lunes era festivo para una escapada extra. Tres días por delante para estar con Juanjo, y desconectar de Daraquiel y la biblioteca y de una semana tan intensa como rara. Tres días para descansar, para disfrutar de la ciudad. Lo único malo es que a Juanjo le tocaba hacer guardia. El funcionamiento del Zoo para un veterinario era como el de un hospital para un médico, con la diferencia de que él no veía reflejadas en su sueldo esas nocturnidades ni esas horas extras. Más consecuencias de la Crisis, que obligaba a aceptar cualquier condición con tal de tener la primera oportunidad de acceder a un mercado laboral cada vez más escaso y precario. Suma y sigue. O, mejor dicho, resta y sobrevive. A cambio de hacerle compañía, había prometido guiarme en una visita exclusiva al Zoo, a puerta cerrada y con sorpresa final incluida.
            Todavía nos quedaban bastantes cosas en casa de Paz, así que fui metiendo lo primero que fui viendo hasta llenar las maletas y bolsas que mis brazos eran capaces de transportar. Adornos, libros, algunos utensilios de cocina, mantas y toallas, la wii… Luego cogí el coche y me fui directo a la estación de Alzamil de San Germán. Cargado como una mula, una vez más, en otra mudanza que parecía no acabar nunca. Y con el riesgo añadido de dar con un revisor antipático que me pusiera pegas por llevar a bordo más bultos de los permitidos.
            Mientras esperaba el tren, saqué de los macutos lo único que realmente me había preocupado de no olvidar. Las actas de cuando aprobé la oposición y una copia del Convenio Local firmado hace años entre trabajadores y Ayuntamiento. Quería comprobar dos cosas.
            El nombre de la persona que quedó detrás de mí en puntuación, por apenas dos décimas: María José. Era la única María José de toda la lista. María José Fernández Bernal. ¿De qué me sonaban tanto esos apellidos? Era ella, no había duda. Una mujer que había estado trabajando allí más de veinte años. Antes de perder, o de que le arrebatasen, o de que Leo, Amira y yo le arrebatáramos, según se mirara, una a una, las tres posibilidades que había tenido de consolidar su puesto en la biblioteca de Daraquiel. Por dos míseras décimas. Debió odiarme con toda su alma. Aunque yo sólo había aprovechado la oportunidad que perseguía desde hacía tiempo y en la que había invertido sudores y lágrimas, además de incontables euros ganados con duro trabajo para pagar la academia y los cientos de cursos de formación.
            En el acta se anunciaba también que, tras mi proclamación como nuevo bibliotecario, se abriría una bolsa de trabajo a efectos de futuras coberturas. Por posibles ausencias como la que yo iba a provocar dentro de poco. El hecho de que el Ayuntamiento no nos fuera a pagar los sueldos era la gota que colmaba el vaso de los inconvenientes de seguir trabajando en Daraquiel. Sólo me quedaba decidir de qué manera hacerlo porque, dada la situación del país, no me podía permitir renunciar a un funcionariado sin tener las espaldas cubiertas, sin alguna otra alternativa de trabajo en Barcelona. Ya había empezado a echar currículums por internet, pero no había conseguido que me llamaran ni para una triste entrevista. Mi profesión no era de las más demandadas, ni ahora ni antes de la Crisis. Y el panorama laboral, en general, no pintaba muy prometedor porque tampoco había obtenido respuesta de las ofertas de teleoperador y de camarero en las que también me había inscrito. Al menos, desde la distancia. Me consolaba pensando que la búsqueda sería mucho más efectiva estando ya allí.
            Por eso quería revisar también el Convenio, para ver qué opciones tenía de pedir una excedencia o algún tipo de licencia, con la que pudiera irme un tiempo pero manteniendo mi plaza por si tuviera que volver fracasado de mi aventura barcelonesa. Quién me iba a decir a mí hace dos años, cuando conseguí la tan ansiada plaza de bibliotecario, que ahora me estaba planteando renunciar a ella de forma voluntaria. Las vueltas de la vida, una vez más.
            Como Paco Martínez Soria en la gran ciudad. Así me veía a mí mismo recién llegado a Barcelona. Era tan radical el cambio de un entorno a otro que al principio me sentía tan aturdido como un pez fuera del agua. Un pez fuera del agua y cargado de maletas. En el metro, aunque no tengas prisa, terminas corriendo, contagiado del estrés de los demás topos que te empujan y te miran mal, sin apiadarse de tu pesada carga al tener que bajar las escaleras que no siempre son mecánicas, por obstaculizar su frenético ritmo, y sin olvidar poner la cartera a buen recaudo precavido por el mensaje que cada cierto tiempo repite la megafonía:

            Molta atenció! El carterista espera una distracció per emportarse allò que no es seu. Al metro, vigila les teves coses.

            Juanjo estaba viviendo con una amiga catalana que había conocido el año que estuvo de Erasmus en Francia. Pero ya estábamos ahorrando para buscar algo para nosotros dos. Más ahora que, tras un largo viaje de siete horas, había tenido tiempo más que suficiente para leer y releer todos los artículos y comprobar que aunque todavía no tenía posibilidad de pedir una excedencia porque no llegaba al mínimo necesario de tres años cotizados en la administración pública, en el Convenio Local sí que se recogía la opción de solicitar un permiso de tres meses por cada año trabajado, por motivos particulares, con suspensión de empleo y sueldo y con reserva del puesto de trabajo, sin exigencia de una antigüedad determinada. Una buena noticia que aún debía confirmar con Javier, el representante sindical, pero que ya estaba deseando anunciarle a Juanjo.
            El piso de Aroa era un octavo sin ascensor, en un edificio antiguo, de escaleras interminables y estrecheces claustrofóbicas. Cuando iba por la quinta planta me temblaban los brazos y las piernas del esfuerzo, en el sexto iba soltando algunas de las maletas por los escalones y el séptimo lo subía casi a rastras. Para cuando llegaba al octavo tenía unos dolores por todo el cuerpo que me acompañarían ya durante el resto del fin de semana. Lo peor es que después nos tocaría llevarnos todas esas cosas al piso que alquiláramos para los dos. Interminables mudanzas, como decía.
            La recompensa se me presentaba a cuatro patas y con movimiento de rabo. Y no me refiero a Juanjo porque a la hora a la que yo llegaba él ya se había ido a trabajar, sino a Dante que siempre me recibía entre lametones y arrumacos. Sólo quien tiene perro puede gozar de un recibimiento tan caluroso, afectivo y sincero como ése.
            No podía imaginarme a casi ninguno de los habitantes del Zoo de Barcelona como animales de compañía. Bisontes europeos, elefantes africanos, jirafas, avestruces, pelícanos, cebras, ciervos, lobos, cigüeñas, camellos. En todo caso, a alguno como el panda rojo, uno de los preferidos del público infantil, por su carácter cariñoso y juguetón, un simpático mamífero asiático de medio metro de longitud y con carita de oso panda. O a otros menos comunes como el mono araña, el Ateles belzebuth hybridus, un primate de llamativos ojos celestes, propio de la selva de América del Sur en peligro de extinción por la deforestación y la caza porque, al parecer, su carne es muy apreciada en regiones como Brasil, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, y que en cautividad podía mostrarse dócil y obediente. Juanjo estaba especialmente atractivo con su uniforme y totalmente metido en su papel de guía, contándome las curiosidades de todas las especies del Zoo.
            Los recorridos ofrecidos para el público general eran dos. El primero, de unas dos o tres horas según se hiciera a pie o en el trenecito del Zoo, podía empezarse desde la entrada de la calle Wellington o por la del Parc de la Ciutadella. Y el segundo, la visita de tot el día (era increíble no sólo la rapidez con que Juanjo había aprendido el catalán sino la pronunciación tan acertada con que lo hablaba, aunque conmigo la exageraba en tono de broma), para no perderse nada y con almuerzo incluido, de un tiempo estimado de cinco o seis horas. El palmeral, el aviario, el espacio gorila, el terrario, la granja del Zoo, la galería de los titís, un interesante “Punto Verde” con una pequeña aula interactiva para enseñar a los visitantes cómo se reutilizan y eliminan los residuos generados en el Zoo y, por último, la gran sorpresa.
            Juanjo me tapó los ojos antes de entrar al Aquarama y luego me los descubrió susurrándome al oído “Aquí tienes tu sorpresa”. Los delfines eran mucho más impresionantes que en los documentales de la tele. Su simple contemplación fue una de las experiencias más impactantes que he tenido en mi vida. No podía imaginar lo que vendría después. De fondo, se empezó a escuchar una canción bien conocida para los dos.

            One dream,
            one soul, one prize,
            one goal,
            one golden glance
            of wath should be.
            A kind of magic.

            Presentación para la estelar aparición de quien debía ser la cuidadora, domadora o como se diga, de los delfines, a juzgar por lo rápido y obedientes que se le acercaron los tres cetáceos. Una mujer con una espalda que ya la quisiera yo para mí y unos no menos musculosos brazos, con cuyo movimiento ordenaba cada una de sus piruetas.
            -I d’aquesta manera tan especial us donen la benvinguda a tots! –exclamó entre risas.
            La expresión de Juanjo era la de un inquieto e ilusionado niño pequeño cuando me acercó el traje de neopreno para que me lo pusiera. Eso sí que no me lo esperaba. Nadar con delfines era una de mis mayores ilusiones desde siempre. Otro sueño que se cumplía de su mano. Y de la de Sonia, la cuidadora, gracias a la cual perdí el miedo inicial para disfrutar al máximo de aquel momento. Una experiencia inolvidable.    
            Igual que el sexo que tuvimos después. Un orgasmo de esos dignos de quedar grabados en los Anales de los Grandes Polvos de la Historia. Terminamos extasiados. Caímos rendidos, sobre todo él que se durmió al instante. Yo, en cambio, a pesar del cansancio que arrastraba, no terminaba de conciliar el sueño. Y cuando por fin empezaba a conseguirlo, algo me desveló. El móvil de Juanjo parpadeó con la señal de haber recibido un WhatsApp. A las tres de la madrugada. No pude evitar controlar la curiosidad, o la desconfianza, y sin que él se diera cuenta, lo leí.

¿No me dices nada esta noche?

El mensaje era de un tal Brian Tedder.
Algo se me revolvió por dentro. La mezcla de sentimientos entre miedo, celos y coraje tornaba de nuevo como un nudo en el estómago. No era la primera vez que algo así me costaba una pelotera de las gordas con Juanjo.





domingo, 26 de febrero de 2012

CAPÍTULO XV: Procesos selectivos, funcionariados y otros secretos municipales.

XV
PROCESOS SELECTIVOS, FUNCIONARIADOS Y OTROS SECRETOS MUNICIPALES

         Le pedí a Amira que me invitara a comer con ella y Álvaro en su casa, con la excusa de enseñarme por fin su colección de instrumentos musicales del mundo. Primero porque con el jaleo de los últimos días no me había dado tiempo de traer nada preparado de casa de Paz, y segundo porque quería aprovechar para contarle con detalle por qué había bajado con Antonio al depósito. Por cautela, le conté la misma versión que a todos los demás. Que había encontrado la pintada por casualidad, ordenando revistas y periódicos viejos. Decidí obviar toda la parte de los detectives nocturnos Paz y Dani. Aunque, pensándolo bien, alguien como ella, capaz de estar esperándome muerta de frío en un descampado de madrugada para evitar un intento de asesinato cuyo único fundamento se basaba en una conversación telefónica de la jefa, podría entender perfectamente que Paz y yo hubiéramos acudido también de madrugada al depósito de la biblioteca con el fin de encontrar algo relacionado con las brujas de Daraquiel.
            Después del almuerzo, volvimos al trabajo, un poco antes de lo habitual para poder estar los dos tranquilos antes de que llegara la marabunta de niños aburridos de estar en casa o en el parque y adolescentes con las hormonas desbocadas que acudían en manada a la biblioteca, por ser una de las pocas opciones de ocio que el pueblo les ofrecía. Más atraídos por la posibilidad de conectarse al tuenti en alguno de los ordenadores y poder colgar las alarmantemente sensuales fotos que se habían echado por la mañana en los espejos de los baños del “insti”, que por pasar la tarde inmersos en una interesante lectura o consultando documentación para algún trabajo académico.
-Igual que te dijo Antonio, yo también me puedo imaginar de quién es esa frase –Amira contemplaba apenada la pintada del depósito y mientras acariciaba las letras sobre la pared con una desconcertante delicadeza, pareció estar a punto de llorar–. ¿MariCruces nunca te ha hablado de María José, verdad?
-No –respondí yo–. ¿Quién era?
-¿Era? ¿Crees que ha muerto?
-No, no, Amira, ya te digo que no tengo ni la más mínima idea de quién es. MariCruces nunca me ha contado nada de ella.
-En realidad yo no coincidí mucho con ella. Sólo el tiempo que pasó desde que empecé a trabajar aquí hasta que convocaron definitivamente la plaza de técnico, que al final se llevó Leo.
Nunca había querido indagar mucho sobre el tema, aunque sí que me despertaba cierta curiosidad. Tomé posesión de mi plaza en Daraquiel con algo de temor por la idea de no ser bien recibido al venir de fuera. Y aunque después muchas personas me demostraron que esa hostilidad no era tal, sí que notaba cierto desprecio por parte de otras. Por eso decidí que lo mejor era no saber demasiado. Ni yo preguntaba más de la cuenta ni los demás me contaban nada concreto. Ni siquiera MariCruces. Los datos que tenía eran, pues, fragmentarios e inconexos. Sólo sabía que en la biblioteca habían trabajado otras muchas personas antes que nosotros tres. En el caso concreto de mi actual plaza, por las cosas que le había escuchado a unos y a otros, tenía entendido que el Ayuntamiento la había estado cubriendo con contratos temporales mediante bolsas de trabajo. La de Leo también sé que la consiguió después de obtener la nota más alta de la oposición y de conseguir la máxima puntuación en la fase de concurso. O al menos eso era de lo que él se jactaba siempre, sin que nadie le hubiera preguntado. De que a pesar de estar como personal laboral, había tenido que superar un proceso selectivo tanto o más difícil que el de funcionarios como yo o Amira. Supongo que por ese gran esfuerzo que le había costado semejante logro consideraba que ya no tenía nada más que demostrar y que podía limitarse a calentar su silla de trabajo.
La mayor incógnita estaba, quizá, en el proceso por el que Amira consiguió su plaza. Creo que nunca había reparado en ello porque la veía tan integrada y tan conocedora de todo lo relativo a la biblioteca que pensaba que estaba ahí de toda la vida, desde que existía la biblioteca de Daraquiel, a pesar de su juventud (Amira sacaría, como mucho, dos o tres años a mis recién cumplidos treinta y uno) y de que tampoco era daraquieleña. Datos, que ahora que lo pensaba, sí que eran un poco llamativos.
Quizá había llegado el momento de preguntarle al respecto.
-Porque tú, Amira, ¿cuánto tiempo llevas en la biblioteca?
-Unos siete años, creo. Soy muy mala para las fechas. ¿Por qué?
-No,  por saber… Y antes de ti, ¿sabes quién había?
-Sí –tomó aire–, María José.
-Ajá… y… ¿antes de Leo?
-María José también.
No entendía nada.
-Y antes de que yo llegara, ¿quién estaba en mi puesto? –pregunté de nuevo, para intentar aclararme.
-Pues durante dos años o así, cada tres meses, una persona distinta. El último fue Jesús.
-Eso era porque los iban llamando de la bolsa de trabajo, ¿no?
-Exacto –Amira se sentó–. Creo que aún me puede dar tiempo de fumar un cigarro –sacó el paquete y se puso a liarlo mientras seguía con el relato–. A los que iban llamando de la bolsa los contrataban durante tres meses y luego a la calle, y entraba el siguiente. Para nosotros era un poco rollo porque siempre teníamos que andar explicándoles todo y cuando por fin la persona se iba haciendo con el trabajo, tenía que irse. Además, que te encariñabas y luego te daba pena. Así estuvimos hasta que se agotaron todos los candidatos de la bolsa. Ya te digo, unos dos años o así. Fue entonces cuando la jefa movió los hilos necesarios en el Ayuntamiento para que convocaran la plaza con carácter definitivo. Y entraste tú.
-Y… antes de esos dos años… ¿quién ocupaba mi plaza? –pregunté, esperando escuchar el mismo nombre.
-Pues sí –o mis pensamientos eran transparentes o topaba con gente muy intuitiva–, la misma persona que estás pensando: María José. Estuvo trabajando más de veinte años en la biblioteca.
-Pero… ¿entonces? ¿Optó por las tres plazas que ahora tenemos Leo, tú y yo y no consiguió ninguna a pesar de haber estado trabajando aquí tanto tiempo?
-Eso parece –respondió, mientras daba la primera calada.
-Qué putada, ¿no?
-Pues sí. Debió serlo. Sobre todo, después de leer este mensaje en la pared –no tardó en brotarle la primera lágrima. Amira era muy sensible al dolor ajeno.
-Pero… ¿la jefa tenía algo en contra de ella? ¿O alguien del Ayuntamiento?
Amira se encogió de hombros, terminó su cigarro y anunció apesadumbrada:
-Tenemos que abrir ya.
Desde fuera se escuchaba el jaleo de una jauría ansiosa esperando que el reloj marcara la hora para poder entrar a devorarnos. Aterrador anuncio, como todas las tardes, de la difícil e interminable jornada que aún nos quedaba por delante.


miércoles, 22 de febrero de 2012

CAPÍTULO XIV: "Aquí he aprendido todo lo que sé".

XIV
“AQUÍ HE APRENDIDO TODO LO QUE SÉ”

Hay personas que no sabrían vivir sin trabajar. Antonio el archivero era una de ellas. Por eso, cada vez que iba a su santuario de trabajo me lo encontraba afanado en cualquier labor que para alguien perezoso sería innecesaria o se podría dejar para otro día.
En este caso, estaba reorganizando los primeros números publicados de La gaceta de Daraquiel, una revista local de publicación mensual, en la que tanto él como la jefa habían participado en más de una ocasión. Antonio como colaborador habitual de una sección sobre la historia del pueblo, y ella esporádicamente en algún suplemento especial o en algún breve artículo sobre alguna exposición o alguna noticia de la biblioteca.
-El primer número es de 1956, y fue todo un acontecimiento para Daraquiel. Recuerdo que se organizó una gran fiesta para hacer su presentación pública y la primera tirada de treinta ejemplares se regaló a las primeras treinta personas que acudieron al evento. Fue muy bonito –Antonio parecía emocionarse recordando aquel momento. Seguro que sus inquietudes de historiador y archivero se venían gestando ya desde su más precoz adolescencia.
Yo le escuchaba fascinado. Empezaba a tener la sensación de que Daraquiel y La Mancha, en general, tenían muchas más cosas interesantes que yo ya no iba a poder descubrir.
-No sé cómo serían las cosas por tu tierra hace unos años, pero para los daraquieleños en esa época fue todo un orgullo contar con una publicación local, que además nació humildemente, con muy bajo presupuesto y que consiguió salir adelante gracias al alcalde que gobernaba por entonces, un hombre muy preocupado por la cultura local. Quien además, a propósito, años más tarde, contrajo matrimonio con tu jefa. Otro auténtico evento local, todo sea dicho, pero por otra clase de motivos que ahora no vienen al caso.
Inmediatamente me vino a la cabeza el apodo que Darío siempre usaba para la jefa. “La Clinton”. Y recordé también las no pocas veces en que tanto él como MariCruces y Gerardo habían hecho alusión al “sospechoso” proceso que concluyó con la proclamación como funcionaria de carrera en el “recién creado puesto de directora de biblioteca y eventos culturales del Ayuntamiento de Daraquiel”, pocos meses después de su traslado a la actual sede (antes, por lo visto, la biblioteca había sido ubicada de forma improvisada en un antiguo almacén de trigo). No llegó a ser una designación nominativa, “a dedo”, pero tampoco recibió la mínima difusión que merece toda oferta de empleo público así que al final sólo hubo una candidata, cuyos méritos además eran “un calco literal” de los requeridos en la convocatoria. Una historia tantas veces repetida en tantos pueblos de España y que no por eso dejaba de ser igual de vergonzosa.
Antonio el archivero, en cambio, siempre evitaba tocar ese tema. Era hombre discreto y elegante. Sólo aquel último comentario y la forma en que solía dirigirse a ella –como “tu jefa”– me hizo vislumbrar en él cierto rencor. Porque se suponía que también era la jefa de él. No era difícil, pues, sospechar que, en su interior, sentía ser más merecedor que ella del puesto de director de biblioteca. Pero, claro, no había sido él quien se había casado con el alcalde.
-Pero, bueno, supongo que no estás aquí para que te hable de estas cosas, muchacho sureño. Dime, ¿a qué has venido esta vez? –concluyó Antonio.
-En realidad quería pedirte un pequeño favor –por algún motivo, cuando terminé la frase, su cara mostró un inusual gesto de sonrisa. Aquello me animó a continuar con mi petición–. Verás, el otro día, cuando te traje los periódicos y las revistas, descubrí una pintada en una de las paredes del depósito –me estaba convirtiendo en un mentiroso profesional.
Antonio el archivero accedió sin reparos, diría que incluso algo excitado, a venir conmigo a la biblioteca para “analizar” la pintada del depósito.
-¡Muy buenas, Antonio! ¡Cuánto bueno por aquí! –exclamó MariCruces en cuanto lo vio aparecer por la puerta.
Con la emoción del momento no reparé en tomar la precaución de pedirle cierta confidencialidad para evitar posibles filtraciones que podrían desviar el propósito de mi personal investigación.
-Pues nada, querida María de las Cruces, aquí el muchacho sureño que empieza a interesarse por nuestra cultura y parece que ha descubierto el que promete ser un interesante hallazgo histórico –respondió él.
-Anda, no me digas… ¡Y qué calladito se lo tenía el canalla! Si ya se sabe, en boca cerrada… Por eso ayer estabas tan raro, ¡eh, granuja! –a MariCruces le encantaba el contacto físico, siempre andaba dándome pellizcos o cogiéndome del brazo, cosa que a mí solía gustarme por la ternura que demostraba. Sin embargo, en aquel momento, no sé por qué, me estaba incomodando y, con todo el disimulo que pude, me las ingenié para quitármela de encima.
-Sí, quiero llevarme yo la exclusiva –dije–. Anda, déjanos un momento por favor que no quiero hacerle perder mucho tiempo a Antonio, que demasiado que ha tenido la amabilidad de venir hasta aquí –es verdad que era raro verlo por la biblioteca, seguramente por su escondida enemistad con la jefa.
Mientras Antonio y yo bajábamos al depósito, Leo nos miraba con recelo y Amira con sorpresa. A ella le hice un gesto que creo que supo interpretar como que luego le contaría de qué iba todo aquello y a Leo, simplemente, le ignoré.
Deseoso de escuchar su veredicto, le enseñé a Antonio mi hallazgo (mejor dicho, el de Paz). Él guardo un largo rato de silencio. Esperaba que quisiera traerse sus guantes y sus pinzas de archivero o cualquier otro utensilio que le sirviera para el estudio del tipo de tinta, la prueba del carbono catorce o algo parecido, para determinar la antigüedad y otros datos relevantes según el trazo y otros posibles elementos de juicio. Pero descubrí lo que equivocado que estaba cuando por fin habló.
-Esto sólo lo ha podido escribir una persona. Pero no voy a ser yo el que te diga de quién se trata. No quiero volver a sufrir –Antonio hablaba en un enigmático tono–. Será tu labor averiguarlo. Cuentas con los medios suficientes, y estoy seguro de que tienes las pistas necesarias para ello. Eres un muchacho inteligente, y si de verdad eres un buen bibliotecario sabrás consultar las fuentes adecuadas y dar con la información correcta. Buena suerte.
Y sin más, me dejó allí sólo, con cara de tonto frente a la pintada.

No conseguiréis que me vaya. Aquí he aprendido todo lo que sé.

¿Quién escribió aquello? Y… ¿por qué?





martes, 21 de febrero de 2012

CAPÍTULO XIII: Elemental, querida Watson.

XIII
ELEMENTAL, QUERIDA WATSON

            Aunque aquella cena con Paz no era del todo una más, tampoco estaba siendo tan incómoda como en principio había imaginado. Si bien la noticia de María Victoria había desplazado en escala de importancia el acto de la felación, aquello seguía presente entre ella y yo como una pesada losa de latente tabú. Sobra decir que Paz conocía de primera mano los detalles de mi relación con Juanjo. Es más, era de las pocas personas de mi círculo manchego, junto con Amira, con la que podía hablar abiertamente del tema sin tener que recurrir a palabras ambiguas o expresiones neutras.
            Había roto el hielo relatándole la visita sorpresa de la concejala y la aún más sorprendente noticia que traía consigo.
            -Así que al final nos soltó que era más que probable que este mes no cobráramos porque el Ayuntamiento está sin un puto duro, ¿qué te parece? –había terminado la historia, así que ya no iba a tener más remedio que sacarle el tema–. En fin –titubeé–… Que yo también quería que habláramos de lo que pasó anoche…
            -¿El qué? ¿lo de la biblioteca? ¿lo de la misteriosa mujer? ¿lo de la inquietante pintada en la pared? –como tantas otras veces, no sabía si Paz bromeaba o hablaba en serio.   
-De lo otro, Paz, de lo del castillo…
-No recuerdo, creo que fui poseída. No recuerdo nada de lo que pasó.
Ya entendía. Paz había decidido correr un tupido velo y hacer como si no hubiera pasado nada. O, mejor, mantenerlo como un difuso acontecimiento mezcla de fantasía y realidad, que más adelante podría utilizar como anécdota a partir de la cual inventarse un nuevo cuento. Y quizá eso fuera lo mejor. En mí dejaba la decisión de otorgarle más o menos importancia, de contárselo a Juanjo o de pasar página sin decirle nada.
Como si estuviera leyendo mis pensamientos y terminando de convencerme por cuál de las dos opciones debía decantarme, Paz me miró profundamente y me dijo:
-Yo creo que lo más importante ahora es que decidas qué vas a hacer, aunque antes de irte a Barcelona deberías investigar un poco más –sabía que pronto iba a empezar a novelizar los hechos–. Yo, por lo menos, no me iría tranquila sabiendo que mi jefa procede de una de las castas brujeriles más peligrosas del pueblo, que ha estado al borde del suicidio por una investigación que otra bruja con un importante cargo político ha emprendido en su contra en buena medida por mi culpa, que hay una mujer desconocida que acude de madrugada a mi puesto de trabajo para revolver entre mis cosas a fin de obtener información sobre mi y que podría tener algún tipo de relación con un fallido incendio del que hubiera pretendido responsabilizarme, que en el depósito de la biblioteca donde trabajo se esconde el terrible secreto de alguien que dejó en sus paredes una huella de su calvario en forma de mensaje escrito seguramente para pedir auxilio quizá en la época en que aquel espacio se utilizaba como almacén de pócimas mágicas y sede de encuentros clandestinos para adorar a Satán, que se acababa de prender la mecha de una dinamitada situación laboral que prometía importantes enfrentamientos…
-Vale, vale, Paz, para, para –frené la retahíla que estaba soltando en un momento. Respiré a fondo y fui desglosando todo lo que me acababa de decir. No dejaba de ser un buen resumen (teatralizado, eso sí) de todo lo que me había pasado en menos de una semana. Lo más llamativo era que había acusado a la noctámbula loca del incendio, que yo estaba seguro de no haber provocado por olvidar apagar la calefacción como todos pensaron. No me pareció ninguna tontería. Igual que entró en la biblioteca anoche para revolver mis cosas podría haberlo hecho la noche anterior para encender la calefacción y provocar el incendio. Incluso se podría ir más allá y relacionarla también con la pintada en la pared del depósito. Paz, en un desliz inconsciente por aumentar los tintes fantásticos de la historia, pensaba que esa pintada era del siglo XVI por lo menos. Una disparatada idea que podría resultar más verosímil si admitíamos que aquella pintada era de hace unos años como mucho. Y que había sido escrita por alguien que no quería irse  porque había aprendido mucho allí. La misma persona capaz de manejarse a oscuras por la biblioteca y que conocía a la perfección la contraseña de la alarma.
-¿Sabes una cosa, Paz? –anuncié–. Puede que tengas razón. Y te digo más, yo creo que quien estuvo mirando mi ordenador anoche no sólo fue la que provocó intencionadamente el incendio para inculparme de algún modo, sino que además fue la que escribió aquella frase en la pared del depósito. Mañana mismo voy a hablar con Antonio el archivero. Creo que él puede ayudarme a darle un poco de luz a todo esto.
-Entonces… –respondió ella, con los ojos brillantes de emoción– ¿Estás pensando lo mismo que yo?
De camino a mi habitación con la firme intención de meterme sin preámbulo alguno en mi sofá-cama para calmar mi urgente necesidad de sueño, giré la cabeza y dedicándole un guiño de ojo, le dije:
-Elemental, querida Watson, elemental.




miércoles, 15 de febrero de 2012

CAPÍTULO XII: La auditoría del Ayuntamiento.


XII
LA AUDITORÍA DEL AYUNTAMIENTO

            -Os he reunido a los tres para explicaros un poco qué pretendemos con esta auditoría que en pleno extraordinario decidimos poner en marcha desde el Ayuntamiento –María Victoria estaba interiorizando su papel de política a pasos agigantados–. Sabemos que estamos recibiendo muchas críticas por haber contratado a una empresa externa en tiempos de crisis, pero después de haber comprobado el penoso estado de las arcas municipales y muchas de las irregularidades que se estaban produciendo con el anterior gobierno, nos hemos visto obligados a ello. Primero porque consideramos que garantizaba una mayor objetividad y segundo porque necesitábamos tener una visión global y real de la situación, para poder empezar a tomar medidas –dio un sorbo a una botella de agua que sacó del bolso y continuó con su mitin–. No sé si lo sabéis, pero la situación, en general, es muy complicada.
            Leo mantenía semblante cabizbajo, todo lo contrario a Amira que observaba con sus grandes ojos a la concejala y escuchaba atentamente sus palabras:
            -Estamos yendo servicio por servicio para informar personalmente a cada uno de los trabajadores, y también para desmentir alguno de los rumores que están circulando como el de los despidos masivos.
            Leo levantó la cabeza por primera vez en todo el discurso de María Victoria y la miró como suplicante. Ella siguió:
            -Aclarar que no se ha despedido a nadie. Simplemente no se han renovado alguno de los contratos de personal laboral y eventuales que, en principio, hemos considerado prescindibles y a los que se les ha facilitado todo para que puedan pedir el desempleo o el subsidio, según el caso, con la idea de reubicarlos en un futuro que esperamos sea lo más cercano posible. Eso, Leo, creo que te puede interesar especialmente a ti –Amira y yo éramos funcionarios y Leo personal laboral–. Tu caso en concreto es un poco más delicado, y queremos que nos contéis un poco cuáles son vuestras competencias y cómo os organizáis el trabajo de la biblioteca.
            Dios mío, ya no sólo me había ganado el odio de la jefa sino que el de Leo venía de camino. De la misma manera que me responsabilizó de la ingestión de pastillas de la jefa, para él, yo también sería el culpable absoluto de que la concejala revisara su puesto de trabajo, por haber presentado aquella polémica carta de reivindicación que parecía haber sido el punto de partida para airear todas las miserias de la biblioteca. Su puesto y el nuestro, aunque algo me decía que, laboralmente, él tenía más que temer que Amira y yo.
            -Bueno, yo me encargo de toda la labor técnica –empezó Leo su argumento–, es decir, estudio y análisis de la colección, emisión y recepción de pedidos y desideratas, catalogación, elaboración y redacción de memorias, anuarios, balances de prestatarios, contabilización de usuarios, gestión y aviso de las reservas, el préstamo interbibliotecario, actualización de la página web y apoyo y refuerzo en cualquiera de las actividades de extensión cultural que nosotros o la directora propone. Además, también suplo el puesto de mis compañeros atendiendo a los usuarios cuando alguno de ellos está de día de asuntos propios o durante sus vacaciones.
            Aquella exposición llena de embustes y florituras no podía haber sido improvisada. Era evidente que Leo llevaba tiempo preparándola. Todo lo que acababa de decir sonaba literal al temario de oposiciones de técnico de archivos y bibliotecas. Amira y yo nos dimos cuenta perfectamente, pero a María Victoria sí que parecía estar convenciéndola.
            -¿Y vosotros? –preguntó la concejala, dirigiéndose a Amira y a mí.
            Estaba preparado para tomar yo la iniciativa porque jamás hubiera pensado que Amira dijese lo que iba a decir:
            -Eso no es del todo cierto, Leo, y lo sabes –la temerosa Amira dio paso a la versión bibliotecaria de Juana de Arco–, todo eso que has dicho lo hacemos entre los tres. Y de la misma manera que tú dices que nos cubres a nosotros cuando no estamos, igualmente lo hacemos nosotros contigo.
         -Lo que no quiero es que se cree un conflicto por esto –intervino, conciliadora, María Victoria–. Sólo quiero conocer el funcionamiento de vuestro trabajo. No es cuestión de que me convenzáis de quién hace más o quién menos. El hecho de que seáis tres personas es porque en su momento se determinó que eráis necesarios los tres. Yo sólo quiero comprobar que las necesidades del servicio siguen siendo las mismas que por entonces, o si han cambiado. Tanto en el caso de que hayan crecido como en el de que hayan disminuido. Porque si fuera necesario, plantearíamos una redistribución de jornadas o intentaríamos buscar una solución lo menos perjudicial para todos; aunque la posibilidad que apunta el sindicato de contratar personal extra desde ya os digo que es totalmente imposible por la precaria situación económica que tenemos y que supongo que entenderéis. Y del horario también quería que me comentárais. Sobre todo el tema de las tardes libres.
            María Victoria venía guerrera, y ahora tocaba el peliagudo tema de las tardes libres. Amira y yo ya habíamos intentado en más de una ocasión hablarlo amistosamente con Leo, pero él siempre alegaba necesidades extras por su puesto y contaba con el respaldo de la jefa, que en ese sentido le venía de perlas por lo beneficiado que salía y por compartir con ella una misma mentalidad jerárquica. Así que la reconciliación de posturas nunca llegó.
            -Bueno, lo de las tardes es porque mucho de mi trabajo requiere de una labor intelectual y de concentración, imposible de conseguir si estoy atendiendo al público. Por eso, la directora me propuso venir algunos días de la semana en jornada intensiva sólo por las mañanas, por una cuestión de productividad y rendimiento. Adelanto más trabajo cuando vengo de ocho a tres que cuando tengo que venir en turno partido –Leo se mostraba muy seguro de su alegato, sin embargo María Victoria iba a darle una información que yo ya conocía y que a él estaba a punto de ponerle en evidencia. Por eso me mordí la lengua para no soltar una barbaridad, y la dejé hablar a ella:
         -Ese tema tendré que discutirlo con la directora cuando se recupere de “lo suyo” –sonó a ironía–, pero lo que sí tengo que decirte, Leonardo, es que tú, como el resto de tus compañeros, y eso la incluye a ella, al administrativo y al bedel, con los que también hablaré luego, tenéis un turno partido los cinco días de la semana por el que cobráis un plus en vuestro sueldo.
            Leo se quedó en silencio, mientras María Victoria continuaba:
        -Y eso lo firmaste en tu contrato, Leonardo. Ni es justo ni responde a tus condiciones laborales que no lo cumplas. Por eso la propuesta que os quería hacer, tanto a ti como a la directora, era daros a elegir entre modificar vuestras condiciones, cambiándoos el horario con lo que, consecuentemente, dejaríais de percibir el complemento salarial de trabajar las tardes; o mantenerlo tal cual pero viniendo a trabajar dentro de vuestro horario, es decir, las cinco tardes. En todo caso, permitiría que disfrutarais de alguna tarde libre a la semana, sin quitaros ese suplemento, siempre que fuera repartida de forma igualitaria con el resto de compañeros, con un sistema de turnos rotatorios o de alguna otra manera que no afectara al buen funcionamiento del servicio y se pudiera seguir manteniendo el mismo horario de apertura al público.
            Amira y yo habíamos barajado esa posibilidad muchas veces, pero nunca nos decidimos a plantearla en serio porque sabíamos que no iba a servir de nada. Las cosas se habían mantenido así durante los veinte años de dictadura de la jefa y así continuarían salvo una histórica confabulación de los astros. O salvo que la nueva concejala de personal fuera una de sus peores enemigas, como cada día parecía evidenciarse más, y estuviera dispuesta a cambiarlo todo más que por hacer justicia, por el simple gustazo de quitarle autoridad a la jefa.
       -El problema, María Victoria –intervine, recordando a tiempo que debía tutearla–, es que estamos muy limitados a la hora de pedirnos algún día o de solicitar las vacaciones, porque la directora siempre nos ha dicho que nunca se puede quedar una sola persona en la biblioteca. Por eso, nunca podemos coincidir dos y si además los días se restringen por las tardes libres de Leo, la cosa se complica aún más –aproveché la nueva oportunidad para exponer la que iba a ser mi última reivindicación laboral.
            María Victoria se quedó pensativa un rato. Un tenso minuto de silencio que fue roto por uno de los hombres de chaqueta que, con decidida actitud, apoyó su maletín sobre la mesa y sacó de él una carpetilla de plástico:
            -Nosotros hemos estado revisando –dijo, mientras exponía la carpetilla como prueba– cuáles son las competencias de cada puesto, el horario, las obligaciones y los derechos. Y precisamente cuando se convocó la plaza que ahora ocupa Leonardo, vemos que se estableció por escrito, curiosamente firmado y aprobado por la propia directora de la biblioteca, que su figura profesional tuviera también un turno partido para poder jugar con esa flexibilidad, y que tanto los auxiliares como el mismo técnico disfrutaran de mayor libertad para hacer uso de sus días de asuntos propios. Es más, dentro de las tareas del técnico se añadió una nueva: la de sustituir a los auxiliares en su puesto de atención al público en caso de posibles ausencias de éstos. Y viceversa. Los auxiliares asumían labores del técnico, en caso necesario.       
-Mirad, chicos –María Victoria tomó ahora un tono amistoso, totalmente distinto al del principio de la conversación–, como os decía, la situación es muy delicada. Incluso es posible que este mes no se os puedan pagar los sueldos –tuvo el descaro de decirlo en segunda persona, como reconociendo que a ella, como al resto de políticos, no le afectaría tan drástica medida–. El Ayuntamiento ahora mismo está en trámites de que se le conceda un crédito ICO para poder hacer frente no sólo a los sueldos sino también a otros pagos de urgente necesidad. Nos toca contar con vuestra comprensión y paciencia, ya que aunque confiamos plenamente en que se nos concederá, no sabemos cuánto demorará.
Era la primera vez que nos lo decía directamente una representante oficial, y de una manera tan clara. Circulaban desde hacía meses habladurías sobre la ruinosa situación del Ayuntamiento, y las comparaciones con los funcionarios locales de otros pueblos que ya estaban sin cobrar habían empezado a hacerse, en tono de broma. Sin embargo, a tiempo, o un par de días más tarde de lo habitual, al final siempre terminábamos cobrando la nómina adecuadamente, y todo se quedaba en un susto.
Ahora el rumor se confirmaba. Y la que hace unos años parecía una situación imposible se convertía de la noche a la mañana en toda una realidad. Realidad a la que ya se estaban enfrentando tantos trabajadores en toda España. Una quiebra que ya no distinguía ni de empleo público ni privado, y que hacía tambalear toda la estabilidad económica de un país, de familias enteras cuyo plan de vida se iba al traste. Donde la hasta entonces intocable figura del funcionario pasaba a ser el blanco fácil, el pelele de un poder que le hacía pagar injustamente sus errores y sus derroches.
Una nueva realidad que cambiaba todos mis esquemas. Con aquella noticia desaparecía el único motivo que aún me ataba a Daraquiel y a su biblioteca, precipitando de forma irremediable mi decisión de irme a Barcelona con Juanjo.




domingo, 12 de febrero de 2012

CAPÍTULO XI: Política de privacidad.

XI
POLÍTICA DE PRIVACIDAD

Los jueves en la biblioteca siempre empezaban con la visita de Nieves y su hija. Venían con su carrito de la compra como siempre, aprovechando que les quedaba de camino entre el mercado y el banco. La madre analizaba toda la prensa rosa a conciencia mientras la hija revisaba la música de la mediateca. Los mismos discos que ya había escuchado montones de veces pero que no le importaba repetir. Sus preferidas eran la Jurado y la Pantoja, sin duda, pero también solía llevarse alguno de Pastora Soler, Pimpinela o incluso Mecano.
Después iban llegando los jubilados más madrugadores, lo antes posible para ser los primeros en consultar los periódicos y que las noticias no perdieran actualidad. Cada uno tenía sus preferencias, y en base a ellas uno se hacía idea de su posición ideológica y política.
Todo volvía a la normalidad. La gente había encontrado un nuevo chisme del que hablar, y el intento de suicidio de la jefa había pasado a un segundo plano. Igual que el incendio, al que tampoco hicieron demasiado caso por lo leve que fue y porque lo solucionamos pronto, sin que apenas se notara.
Amira permanecía concentrada revisando el etiquetado de las últimas adquisiciones y Leo estaba en el despacho trabajando. O aparentándolo.
Luego llegó MariCruces a hacernos la visita de rigor:
-A ti te pasa algo –me dijo.
-No, nada. Sólo que estoy un poco cansado. No he dormido bien –contesté.
No mentía del todo. Entre el duermevela pensando en lo de la jefa y la concejala y el grado de responsabilidad que yo podía tener en la actual situación, los chupitos de absenta con Paz en su casa, la excursión nocturna a la biblioteca y luego al Castillo de Daraquiel, el supuesto aquelarre, y finalmente el desayuno con ella en la churrería del pueblo; efectivamente no había pegado ojo. Y era la segunda noche en la misma semana que no dormía.
-A saber qué has estado haciendo esta noche –bromeó.
Mi relación madre e hijo con ella era lo suficientemente cercana como para hacerle ciertas confidencias personales, sobre todo para pedirle opinión o que me diera algún consejo, pero no llegaba al extremo de contarle intimidades sexuales. Que tenía una relación con Juanjo nunca se lo había dicho directamente, pero llegó un momento en el que hablaba de él como mi pareja de forma natural, aunque nunca usaba la palabra “novio”. Sin embargo, lo de anoche sí que no se lo podía contar de ninguna de las maneras. Hasta a mí me escandalizaba pensar que Paz había terminado haciéndome una felación.
-Pues poca cosa… Oye, ¿tú has limpiado mi mesa esta mañana? –pregunté, cambiando de tema, supongo que con la idea de obtener algún dato más que me ayudara a desvelar la identidad de la noctámbula de la biblioteca.
-Pues no, hoy no me ha dado tiempo. ¿Por qué? ¿Está sucia? Te la limpio en un momento si quieres.
-No, no, MariCruces, no es por eso. Es sólo que tengo algunas cosas cambiadas de sitio.
Volvía a mentir. Fuera quien fuera la que había estado trasteando en mi mesa, se había encargado de dejarlo todo perfectamente colocado para que yo no notara ni el más mínimo indicio de intrusión.
-Hijo, si a ti con que te muevan un folio dos centímetros ya te das cuenta. Igual he sido yo sin querer pasando el plumero o algo.
No era la primera vez que alguien bromeaba sobre mi exacerbado sentido del orden. Miré con detalle mi mesa, era verdad que podía ser la de un TOC patológico por la obsesiva y milimétrica distribución de las cosas. Fue entonces cuando caí en la cuenta de que aún no había encendido el ordenador. Lo hice, pensando inmediatamente en encontrar alguna huella digital o una pista que seguir.
-Tú estás muy raro. A mí no me engañas –sentenció MariCruces antes de irse, dándome una palmada en la mejilla y añadiendo–. No busques cosas donde no las hay. 
La demora en arrancar el sistema era la habitual. El fondo de pantalla, bien; los iconos del escritorio, donde siempre. Abrí mis carpetas, y todo estaba en orden. Se me ocurrió entonces consultar el historial de exploración de internet, y ahí sí que encontré algo revelador. La última página que se había visitado era la del BOP, y estaba seguro de que no la había consultado yo. Ni ayer ni en los últimos días. Antes sí que la miraba a menudo, sobre todo para revisar las bases de convocatorias de empleo público de la provincia, para estar al día de los temarios y tener nuestra colección de libros de oposiciones actualizada. Pero en las últimas semanas había perdido esa costumbre porque, con los nuevos recortes del Ayuntamiento, los últimos documentos que íbamos a poder comprar en varios meses eran los que ahora estaba terminando de catalogar Amira, cuyo presupuesto había aprobado la concejala anterior y que llegaron a principios de semana.
Cuando accedí, la url remitía a la publicación del 11 de mayo de 2010. Un día relevante para mí, que había marcado un punto y aparte en mi vida, para bien o para mal. Era la fecha de mi nombramiento como funcionario del Ayuntamiento de Daraquiel, en el puesto de bibliotecario.
Ahí aparecía mi nombre completo y mi DNI. La noctámbula de la biblioteca quería obtener la máxima información sobre mi, tal y como verifiqué cuando después googleé mi nombre y vi que varios de los epígrafes de los resultados estaban  en color violeta en vez de azul, señal de que se habían clicado anteriormente para acceder a los resultados.
La información tampoco era demasiado comprometedora: aparecía como participante en algún listado de los cursos que había hecho en alguna institución pública, en los resultados de otras oposiciones a las que me había presentado antes de las de Daraquiel y en mi página de facebook.
No pude evitar arrepentirme de haber puesto mi nombre completo con los apellidos o de ignorar siempre aquel mensaje para proteger la política de privacidad del perfil público. La verdad es que no sabía muy bien cómo lo tenía configurado, si era necesario estar en mi lista de contactos o no para poder acceder a mi información.
Repasando mentalmente la posible información íntima que sobre mí podía haber incluido en la red social, Amira me dio un codazo que en principio interpreté como llamada de atención para que saliera de mi ensimismamiento, pero que luego constaté como aviso ante la presencia en la biblioteca de María Victoria Martínez de Álgaro, la concejala de personal, que venía acompañada por dos hombres enchaquetados que debían de ser los de la auditoría.
-Hola, Daniel –dijo, un poco seca–. Y tú debes ser Amira, encantada de conocerte –añadió, tendiéndole la mano–. Y Leonardo, ¿no está?  



jueves, 9 de febrero de 2012

CAPÍTULO X: Aquelarre en el Castillo.


X
AQUELARRE EN EL CASTILLO

         Casi dos años trabajando allí y era la primera vez que contemplaba su espectacular amanecer. En un escenario privilegiado, además. El sol iba asomando entre las almenas del Castillo de Daraquiel y bañaba la gran llanura de los campos manchegos, refulgiendo su intenso amarillo con un resplandor casi cegador pero a la vez inmensamente hipnótico.
            Aquella imagen me hizo reflexionar sobre lo que me había estado perdiendo todo ese tiempo. Una tierra bellísima, sorprendente y hasta mágica ante la que yo había cerrado los ojos, más pendientes mis sentidos en otras cuestiones que en el simple deleite de lo que ante ellos se presentaba, y que ahora redescubría de la mano de Paz.
            Estaba frenética, nerviosa, fuera de sí. No la reconocía. Su habitual serenidad era ahora ansiedad incontrolada. Me llevaba de un sitio para otro, haciendo teatrales aspavientos, jadeaba y tarareaba algo que yo no alcanzaba a entender.
            Como ella había vaticinado, sí que encontramos algo interesante en la biblioteca, en aquella visita nocturna que organizamos tan improvisadamente. Habíamos destapado, primero, una inverosímil y anónima presencia que se dedicaba a trastear en mi mesa y mi ordenador y que se terminó yendo sin que se le hubiera ocurrido bajar al depósito, gracias a lo cual, por cierto, no fuimos sorprendidos en nuestro escondite. Y segundo, una pintada en la pared, detrás de una de las estanterías de periódicos que Paz había descubierto después del completo examen al que sometió a todo, con la luz encendida, ya libres del temor de ser  descubiertos, por más que yo le pedía por favor que nos fuéramos de allí antes de que llegara MariCruces, y en la que se podía leer:

            No conseguiréis que me vaya. Aquí he aprendido todo lo que sé.

Otra cosa que me inquietó fue que cuando volvimos a subir a la biblioteca,  la linterna de Paz había desaparecido. Eso me hizo pensar que se la podría haber llevado la noctámbula anónima (no sé con qué intención). Porque si también le sumamos el hecho de que habría visto la papelera tirada por el suelo, además de oír el golpe que su caída provocó, casi seguro habría sospechado que alguien más había entrado como ella en la biblioteca, clandestinamente y de madrugada. Todo muy surrealista, pero muy en la línea de los últimos acontecimientos.
Por eso tampoco me sorprendió demasiado que Paz, de repente, empezara a quitarse la ropa. Parecía estar haciendo un llamamiento para un nuevo aquelarre. El Castillo de Daraquiel ya habría sido, en su época, escenario de muchos otros. Ahora canturreaba más fuerte unas palabras en latín que no sé de dónde habría sacado y que parecían invocar la presencia diabólica por el tono y la cara desencajada con que las pronunciaba. Aún más, diría que estaba poseída por una fuerza sobrenatural que le hacía retorcerse en una danza descontrolada, girando sobre sí misma y a ratos arrastrándose por el suelo. Ahora comprendía por qué había insistido tanto en venir a ver el amanecer desde el castillo cuando por fin conseguimos salir de la biblioteca.
Reconozco que no pude evitar fijarme en sus pechos. Muy bien puestos para su edad que, aunque nunca me la había dicho, debía rondar los cuarenta y cinco o cincuenta. Empezó a frotárselos y los pezones se le erizaron, ganando en turgencia y provocándome una extraña excitación que iba desde un escalofrío por la espalda a febriles sudores por la frente. O estaba al borde de la pulmonía por el frío que hacía (y por estar en lo alto de un castillo medieval viendo amanecer en pleno mes de diciembre) o me estaba poniendo cachondo. A estas alturas de la película todo podía ser.
Imaginé cómo poco a poco iban llegando otras presencias, atraídas por los cantos de Paz, quién sabe si volando en sus escobas, para acompañarnos en nuestra danza diabólica, en nuestro ritual satánico. Todas ellas y yo, el único hombre. El licántropo macho cabrío, el mismísimo Satán, al que no le importó desnudarse también ante ellas y presentarles, orgulloso, su enorme verga, erecta y lista para la cópula.
Cuando me quise dar cuenta, tenía la cabeza de Paz en la entrepierna moviéndose de arriba abajo, despacio al principio y más rápido después. Yo también estaba entrando en éxtasis. También sentía una presencia ajena dentro de mí. Una sensación conocida pero descontextualizada y magnificada.
Cuando ya estaba a punto, le aparté la cabeza para no eyacularle en la boca. Ella se levantó, aún semidesnuda, y puso los brazos en cruz, arqueando la espalda hacia afuera, cerró los ojos y respiró la fría y pura brisa matutina que las llanuras que Machado elogiaba en sus Campos de Castilla nos ofrecían. Todo un regalo para mis sentidos, capaces por primera vez en meses de olvidarse de Juanjo y de la vida que quería estar llevando con él en Barcelona, para centrarse sólo en disfrutar de aquel festival de sensaciones.