miércoles, 28 de marzo de 2012

CAPÍTULO XXII: ...El amor sale por la ventana.

XXII
… EL AMOR SALE POR LA VENTANA.

            -¿Y cómo pudieron hacer una copia de las llaves? –Juanjo no daba crédito a lo que el policía nos estaba contando.
            -Ya le digo, señor, en un momento de despiste cogerían una de sus llaves y mientras subían y bajaban los bultos, uno de ellos iría a una ferretería y haría la copia –respondió, en un ofensivo tono, incluyéndonos sin piedad en la lista de los otros 17 robos de la banda.
            Juanjo y yo salimos con la denuncia en la mano, el orgullo por los suelos y sin ningún tipo de consuelo. “Aunque la banda haya sido desarticulada, es muy posible que no recuperen sus pertenencias porque seguramente ya lo hayan vendido todo. Son gente muy profesional”, fue la sentencia con que nos despidieron de la comisaría.
            -Y ahora, ¿qué vamos a hacer? –pregunté retóricamente, supongo.
            -Jodernos… ¿Qué vamos a hacer? Jodernos –Juanjo empezaba a usar sus peores modales–. ¿Volver a comprar los muebles con el dinero que no tenemos? ¿Esperar que los putos rumanos nos los traigan de vuelta? ¿Cómo has podido ser tan despistado?
            ¿Has podido? Aquella conversación no iba a acabar bien.
            -Bueno, Juanjo, tanta culpa he podido tener yo como tú. Allí estábamos los dos –dije, intentando apaciguar los ánimos.
            -Dani, yo estaba abajo sujetándoles la puerta del portal. Las llaves las cogerían de casa. La otra copia que tenemos colgada en la pared de la entrada.
            -Vale, no te digo que no, no me daría cuenta –seguía esforzándome en mantener la calma–. Pero si tú estabas abajo, también podrías haberte dado cuenta de que entraban en la ferretería a hacer la copia.
            -Sí claro, la furgoneta aparcada en la otra punta, los dos subiendo y bajando, cargando cosas, y yo me voy a dar cuenta de que entran en la ferretería ¿no te jode?
            Preferí callarme para no discutir más.
            -Pues nada, a seguir durmiendo en el suelo –intenté desdramatizar–. Porque lo de alquilar la habitación, de momento, tendrá que esperar –de repente, me acordé de una cosa que me había dicho Judith la enfermera–. Aunque, espera un momento, igual hay una solución… ¿Qué día es hoy?
            -Lunes, ¿por qué? –respondió Juanjo, de mala gana.
            -Hablando con la enfermera el otro día de lo que habíamos comprado en IKEA y tal, me contó que ella y el novio al principio aprovecharon alguno de los muebles viejos que la gente deja en la calle los lunes por la noche. Podemos darnos un paseo por el barrio a ver si encontramos algo interesante… No sé, por lo menos un colchón para dormir.
Por lo visto, en Barcelona, los lunes por la noche se celebra algo así como un mercadillo popular del trueque. La gente deja en la calle sus muebles viejos, y no siempre porque estén inservibles, para que otras personas los puedan aprovechar antes de que se los lleven los servicios de limpieza.
            -¿Un colchón? ¿de la calle? Yo prefiero dormir en el suelo.
            -Juanjo, hijo, se limpia bien y por lo menos nos hace el apaño, que yo tengo la espalda destrozada
            -Muy buena idea, sí. Y si te parece, amueblamos también la otra habitación con muebles de la calle para alquilarla. Seguro que nos sobran los candidatos. “Piso compartido en El Raval, a cinco minutos de La Rambla, muy céntrico y bien comunicado. Habitación individual amueblada con muebles viejos recogidos de la calle. Toda una ganga. Gran oportunidad, no la deje escapar” –el sarcasmo de Juanjo ya rozaba lo impertinente.
            -Bueno, mira, vete a la mierda –no pude contenerme más–. Al carajo, se compran los muebles otra vez y ya está.
            -Sí, ya me dirás con qué dinero. ¿Con lo que a mí no me queda ya? ¿O con lo que a ti no te pagan de la biblioteca?
            -Bueno, a mi todavía me queda algo de los ahorros –pensé, antes de seguir el ofrecimiento–, aunque de ahí tengo que guardar para la letra del coche.
            -Pues a mí me viene facturón del móvil.
            -Claro…
            -¿Claro por qué? Si ya casi ni llamo, con la tarifa plana de internet sólo uso el WhatsApp.
            -Sí, ya lo sé, bien que lo usas.
            -¿Qué coño te pasa?
            -A mi nada, ¿y a ti? ¿Quién coño es Brian Tedder? ¿y por qué coño te manda mensajes a las tres de la madrugada? –al final, como siempre, solté la puya de mala manera y sin venir a cuento.   

           

domingo, 25 de marzo de 2012

CAPÍTULO XXI: Cuando el hambre (y las mafias rumanas) entran por la puerta...

XXI
CUANDO EL HAMBRE (Y LAS MAFIAS RUMANAS) ENTRAN POR LA PUERTA...

            Título del Ensayo:
            Estudio abierto, aleatorizado, cruzado, de dos etapas, para evaluar la seguridad, tolerabilidad y perfil farmacocinético-farmacodinámico de Glicinato de metformina 620 mg, Glicinato de metformina 1240 mg, Glicinato de metformina 2480 mg y Clorhidrato de metformina 1000 mg tras dosis única, dosis múltiple y tras la ingesta de alimentos.

            -¿Cuál quieres? –me preguntó Judith, la enfermera, mientras quitaba el precinto a la jeringuilla.
            Me miré los brazos. Parecía que el izquierdo estaba menos amoratado.
            -El izquierdo –respondí, dejando a un lado de la cama los papeles donde se explicaban los detalles del ensayo clínico.
            -¿Ahora lo lees? –dijo ella cuando lo vio–. Si lo sabes, no vienes ¿no? –bromeó–. Tranquilo, que ya os queda menos. Esta noche os ponemos la vía y por lo menos estáis dos días sin que os pinchemos.
           
            En el estudio participarán 24 voluntarios sanos, mujeres y varones.

            A decir verdad, yo había sido de los “voluntarios” (no entendía por qué nos llamaban así, ya que todos estábamos allí por el dinero que ofrecían) menos perjudicados.

            Usted realizará dos sesiones experimentales de nueve días de duración. Cada sesión constará de: una visita predosis (día 0) en la que Usted acudirá durante la mañana al Centre d’Investigació de Medicaments-Sant Josep para poder realizarle un test de detección de drogas y prueba de embarazo (si procede).
            Durante los días del 1 al 7 deberá acudir mañana y tarde para la administración de fármaco y evaluación de variables de tolerabilidad, cinéticas y dinámicas. La tarde del día 7 ingresará en el Centre d’Investigació de Medicaments-Sant Josep y permanecerá ingresado hasta 36 horas después (día 9). Tendrá que rellenar el cuestionario de efectos secundarios, se le medirán las constantes vitales y se le realizarán extracciones sanguíneas para evaluar las determinaciones de los niveles plasmáticos de los fármacos en sangre y la concentración de glucosa.

Sólo sufrí los “trastornos gastrointestinales” calificados como “muy frecuentes” y algo de “humor depresivo”. Aunque esto último no me quedaba muy claro si era por la medicación o por la sensación de inadaptación a la vida en la gran ciudad, que además coincidió con una ola de frío siberiano que dificultaba aún más la cosa. Hubo “voluntarios” que salieron mucho peor parados que yo teniendo incluso, en un par de casos, que abandonar el estudio por intolerabilidad.

Los principales riesgos/molestias que pueden resultar de su participación en este ensayo clínico están directamente relacionados tanto con el efecto farmacológico como con los efectos secundarios asociados a la medicación administrada.
Se han descrito los siguientes adversos para metformina:
-Trastornos del sistema nervioso: Frecuentes: alteraciones del gusto, adormecimiento, dolor de cabeza, humor depresivo e irritabilidad.
-Trastornos gastrointestinales: Muy frecuentes: náuseas, vómitos, diarreas, flatulencia, dolor abdominal y pérdida de apetito, eructos, pirosis.
-Trastornos de la piel y del tejido subcutáneo: Muy raros: eritema, prurito, urticaria.
-Trastornos del metabolismo y de la nutrición: Muy raros: acidosis láctica.

            Un pack completo con el que inicié mis dos primeras semanas en Barcelona. O más bien en nuestro nuevo piso, porque apenas me movía de él. Había días en que sólo salía las dos veces que me tocaba ir a tomar la medicación y para darle los tres paseos diarios a Dante. Me enclaustré, además de por mis frecuentes visitas al señor Roca, para preparar unos exámenes que no fueron todo lo bien que deberían haber ido y para pasarme horas enteras conectado a internet delante del ordenador y al calor de una manta buscando ofertas de trabajo que no salían y en las que pudiera dar un perfil que no cumplía.
Tenía diseñados cuatro modelos de currículum y, según la oferta, enviaba uno u otro. El de teleoperador, el de camarero, el de “profesional de la información” (que era el que más me gustaba y del que más orgulloso me sentía) y el de polivalente “chico para todo que ha trabajado de todo”. Una variedad que no se correspondía en resultados. Ni en la cantidad de ofertas encontradas ni en las entrevistas concertadas. Hasta el momento sólo dos: una para trabajar de “televendedor” de cursos de inglés en la que tenía que darme de alta como autónomo yendo a comisión y otra para reponedor, “días sueltos”, 20 horas semanales y cobrando menos de 400 euros. Así que, por el momento, me seguía compensando más el ensayo clínico.

            Al tratarse de un estudio de investigación en voluntarios sanos, el objetivo no es obtener un beneficio terapéutico. Por su participación en este estudio recibirá una compensación de 1440 euros. Se contemplará la posibilidad de penalizar económicamente –hasta un tercio de la totalidad a pagar– en caso de incumplimiento por parte del voluntario.

            Un dinero que no cobraríamos hasta finales de marzo y que yo ya empezaba a necesitar con cierta urgencia. Fue increíble ver como en una sola visita a IKEA se esfumaron casi todos los ahorros que con tanto esfuerzo había conseguido durante los seis meses en casa de Paz.
            Por muy económica que fuera la opción de amueblar el piso con las propuestas suecas, seguía quedando por encima de nuestras posibilidades. Aún así decidimos arriesgarnos porque consideramos que era una buena inversión. Aunque diminutas, el piso contaba con otras dos habitaciones y pensamos en tenerlas acondicionadas para poder alquilar al menos una de ellas en caso de apremiante necesidad. Nos decidimos por la gama Brimnes para nuestra habitación, el diván Hemnes “sofá, cama individual, cama doble y almacenaje, todo en un solo producto” para la otra y por otros muebles polivalentes para aprovechar el espacio al máximo. Rieles de suspensión para la ropa, organizadores con compartimentos móviles y adaptables a distintos espacios, percheros plegables y con ruedas, cajoneras casi mágicas de quita y pon y otros ingeniosos inventos para poder dejar de dormir en el suelo y no tener la ropa engurruñada en maletas.
            Un ajuar reunido en un día y que, después de comparar precios con el servicio oficial de transporte y montaje de la multinacional, decidimos confiar a dos de los muchos rumanos que ofrecían sus cochambrosas furgonetas a la salida de la tienda.
La mitad del dinero que nos ahorramos se hubiera invertido en delicadeza y mimo a la hora de manipular los paquetes y, sobre todo, en mantener la integridad del más valioso de los objetos, el colchón de matrimonio, arrastrado por todo el asfalto de la acera y luego aplastado sin piedad como un acordeón para caber sí o sí en el estrecho ascensor. Ni Juanjo ni yo nos atrevimos a rechistar ante los dudosos métodos de los rudos transportistas después de ver sus caras cuando llegamos al piso y se encontraron con una calle peatonal en la que no pudieron aparcar y que les costó más viajes a pie de los previstos hasta subirlo todo.
Estaba deseando que me dieran el alta para empezar a montar los muebles. Todo había sido tan precipitado que no nos había dado tiempo ni a desembalarlos.
            -¡Ya podéis ir a cenar! –anunció Judith.
            Comida de hospital. Ni más ni menos. Una insípida y fría sopa con fideos blandos, una especie de hamburguesa con queso entre fundido y chamuscado por arriba y un kiwi.
            -¿Y por qué ponen kiwi? ¿para que vayamos al servicio? Porque el kiwi sólo es para eso –dijo, indignada, la única voluntaria del grupo que era española, además de mí claro. El resto eran brasileños, ecuatorianos, portugueses y algún cubano–. Y la sopa está fría. Qué asco.
            Me entraron ganas de soltarle la frase que mi madre siempre nos decía de pequeños. “A la comida no se le dice asco, piensa en todos los niños que se mueren de hambre en el mundo”.
            -¿Y el queso? ¿por qué tienen que ponerle queso a todo? ¡Con la de grasas saturadas que tiene! –ella seguía con su incansable verborrea sin darse cuenta de que los demás intentábamos comer tranquilos todo eso que ella estaba calificando de asqueroso.
            -Perdona –no pude contenerme más–, creo que ya nos ha quedado clara tu opinión sobre la comida pero, si no te importa, los demás pretendemos comer en paz.
            Su expresión de repulsión hacia la comida la dirigió también a mí, con la misma cara de estar chupando un limón y oliendo mierda al mismo tiempo. Sin mediar palabra, ofendida y orgullosa, cogió su bandeja, se levantó de la mesa y cuando se estaba yendo, uno de los brasileños la frenó cogiéndola por el brazo.
            -¿No te lo vas a comer?
            Todos nos echamos a reír, y aquello nos sirvió para romper el hielo y entablar una conversación. Aunque muchos de ellos ya se conocían de haber participado en estudios anteriores, otros eran “novatos” como yo. La mayoría estaban compaginando su participación en el ensayo con sus trabajos habituales, habiendo hecho coincidir sus días de libranza con los días de ingreso. Una de ellas confesaba que estaba deseando ingresar porque era la única forma en que iba a poder descansar de verdad. Trabajaba de asistenta durante el día y poniendo copas y dando clases de salsa en un garito por las noches. Una jornada de trabajo de más de trece horas diarias. Y yo me quejaba de las siete que tenía en la biblioteca por ser en turno partido. Cómo puede cambiar una misma situación según el punto de vista con que se mire.
            Mientras las enfermeras iban haciendo la ronda poniéndonos las vías, aproveché para entrar en el facebook, que no había publicado nada desde que llegué a Barcelona.

            Estado
            ¿Qué estás pensando?

            Empecé a escribir.

            Situación: 22:30 de la noche, acostado en una cama de hospital, junto al resto de pacientes, esperando que la enfermera me ponga la vía en el brazo. Así concluye la segunda semana de mi aventura catalana.

            Pulsé el botón “Publicar”. En apenas unos segundos recibí el primer comentario de una amiga preguntándome preocupada que qué me había pasado. Le siguieron otros mensajes similares pidiendo que explicara el porqué de tan rocambolesca situación.
            La expectación alimentó mi anhelo de protagonismo virtual y me animó a seguir la narración, novelizando los hechos.

            Es la primera vez que ingreso en un hospital de forma voluntaria. Todo ha sido tan rápido que ni hemos podido desembalar los muebles nuevos. Soy el único español del grupo junto a otra chica con perenne cara de asco, pero según comentan las enfermeras se nota la crisis porque cada vez hay más participantes autóctonos.

            Encontré así un ameno entretenimiento para mi primera noche de ingreso en el Centre d’Investigació de Medicaments-Sant Josep.

            Creando expectación para que todos te preguntemos por el final, ¿no? ¿O es el principio de una nueva peli de Almodóvar?

            A partir de ahora en vez de pedirte que me recomiendes algún libro de la biblio, ¡voy a pedirte directamente que me los escribas!

            Eran alguno de los comentarios que iba recibiendo. Conforme avanzaba en el relato, más interés e intriga iba consiguiendo por parte de mis contactos, incluso de alguno de ésos que tienes por tener pero con los que no hablas nunca.

            Estoy enganchada, pero… ¿es una historia real o te la estás inventando sobre la marcha?

            ¿Vas a terminar, Danilín, POR FAVOR?.

            Como muchas veces ocurre con las buenas ideas, aquella llegó de forma improvisada. Se me ocurrió que ése podía ser el argumento del blog que teníamos que presentar como práctica de fin de curso de una de las asignaturas que comenzaba ahora en el segundo cuatrimestre. Novelizar la historia que había precipitado la decisión de venirme a Barcelona, los enfrentamientos con mi jefa, el secreto de María José y todas las cosas que me habían pasado en los últimos meses podían componer una entrega por capítulos de un blog que podría titularse “Aventuras noveladas de un bibliotecario de pueblo en tiempos de crisis” o algo así.
            Dándole forma a ése blog se me pasaron volando los dos días de ingreso. Cuando me quise dar cuenta, me hicieron el electroshock para anotar mis constantes y me dijeron que ya podía volver a casa. Y aunque me sentía un poco débil recogí mis cosas rápidamente y me fui directo al metro.
            Cuando metí la llave en la cerradura del piso tuve un mal presagio que se confirmó al abrir la puerta. No había ni rastro de los muebles. Ni en las habitaciones ni en el salón. Nada de nada. El piso estaba tan vacío como antes de la compra en IKEA.
            Llamé a Juanjo, que estaba de guardia.
            -No te lo vas a creer… –le  dije.
            -¿Qué?
            -Los muebles…
            -¡Hijos de puta! –respondió él.
            -¿Quiénes? –no entendía nada.
            -Joder... Mierda… ¿No has escuchado lo que han dicho en los informativos territoriales?
            No pude poner la tele porque tampoco estaba. Recurrí a la lenta conexión a internet que permitía mi móvil para leer por fin la terrible noticia.

            La guardia civil ha desarticulado una banda implicada en al menos 17 robos en viviendas cometidos en Barcelona, Badalona y L’Hospitalet a las que accedían directamente con una copia de las llaves que habían hecho previamente después de haber realizado un servicio de transporte o mudanza.
Las investigaciones permitieron concluir que se trataba de un grupo organizado que accedían a las viviendas tras asegurarse de que estaban vacías. Normalmente sustraían muebles y otros objetos de valor para luego venderlos.
La fase de explotación de la operación se realizó la pasada madrugada con un dispositivo que condujo a la detención de 12 personas, en su mayoría de nacionalidad rumana.
           

             

jueves, 15 de marzo de 2012

CAPÍTULO XX: Desayuno de despedida.

XX
DESAYUNO DE DESPEDIDA

            Las siguientes semanas se desarrollaron con una forzada normalidad que, de forma latente, anticipaba el germen de importantes cambios. La novedad más llamativa fue ver que la jefa venía a trabajar algunas tardes, sin dirigir la palabra a nadie, enfadada con el mundo y encerrándose a solas en su despacho. Cumplía así el horario que en realidad había tenido desde siempre pero que llevaba años acomodando a su conveniencia. María Victoria, en su papel de concejala y aprovechando mis reivindicaciones como punto de partida para la personal venganza que empezaba a servir en plato frío, se lo impuso con regodeo. Abusos de poder, antes de la una y ahora de la otra, consentidos por las absurdas estructuras jerárquicas que “el sistema” establece entre iguales.
Leo, Amira y yo habíamos acordado un cuadrante, siguiendo también las indicaciones de la nueva política, para disfrutar de una tarde libre a la semana cada uno, rotando entre los miércoles, jueves y viernes. Una medida que a Leo no le gustó nada, pero con la que Amira y yo estábamos encantados. Nos parecía un regalo divino poder pasar la tarde de un día entre semana fuera de los muros de la biblioteca. Un tiempo libre extra que aprovechábamos al máximo. Amira se apuntó a clases de flauta y de baile flamenco y yo ayudaba a Paz en las no pocas tareas que exigían el cuidado diario de todos sus animales.
            Contra los pronósticos más optimistas, la profecía se cumplió y terminamos el mes de diciembre sin cobrar. Ni el sueldo ni la paga extra. Los sindicatos iniciaron unas movilizaciones de las que pocos esperaban frutos reales. La mayoría parecía “entender” la difícil situación y “confiaba” en una pronta solución, pero los sindicalistas tenían que cumplir su teatro. Colgaban carteles de protesta en el tablón de anuncios del Ayuntamiento, convocaban asambleas informativas y Javier, el representante de los trabajadores, se pasaba de vez en cuando por cada uno de los servicios municipales para caldear aún más los ánimos recordándonos lo ilegal de la situación pero, a la vez, la imposibilidad de negarse a trabajar porque si no se corría el riesgo de perder el puesto de trabajo. En resumen, estábamos atados de pies y manos. El mensaje que nos enviaban en las circulares que llegaban a nuestros correos electrónicos era tan alarmista como difuso.

            Estimados compañeros y compañeras,
            La reunión del Comité de Empresa con el alcalde celebrada el día de ayer ha sido extensa e intensa.
            Se nos han presentado diversos escritos de la Junta de reducción de financiación al Ayuntamiento.
            Nos comunican la delicada situación económica que atraviesa en estos momentos las arcas municipales, y nos piden serenidad y paciencia. A su vez, nos informan de la posibilidad de que, debido a las comunicaciones de recortes, se pudieran ver afectados algunos trabajadores, algunos servicios y algunas remuneraciones.
            Desde el sindicato seguiremos negociando  para que se mantengan todos los servicios y puestos de trabajo y se estudien formas alternativas de financiación.
            Nos reuniremos nuevamente la semana que viene para seguir analizando y que nos informen si llegan nuevas comunicaciones.
            Quedamos a vuestra entera disposición para cualquier duda o consulta.
            Saludos.
            Sección sindical del Ayuntamiento de Daraquiel.
             
La consecuencia directa de la situación para mí fueron unas obligadamente austeras navidades en el Zoo de Barcelona, acompañando a Juanjo en las guardias que le tocó cubrir como novatada de haber sido el último en entrar en plantilla, cenando pizza como máximo manjar la noche de fin de año y hablando con la familia por teléfono contando los minutos para no sobrepasar el límite de la tarifa plana. Teníamos que rascar de su sueldo casi mileurista y de mis pocos ahorros (ya que no sabía si podría contar o no con el último sueldo de la biblioteca) para hacer frente a los gastos que se nos venían encima.
Por fin habíamos encontrado un piso en Barcelona para los dos, pero nos pedían dos meses de fianza, la comisión de la inmobiliaria y el alta de los suministros de agua y luz. Un prometedor nidito de amor ubicado en el céntrico barrio de El Raval, a cinco minutos de La Rambla, sin muebles y con humedades, que requeriría más de una mano de pintura y alguna que otra visita a IKEA. En suma, una terrorífica cifra con la que podríamos poner fin a vivir de prestados –él con Aroa y yo con Paz– y volver a convivir como pareja. Aunque ello nos costara innumerables quebraderos de cabeza y auténticas virguerías para llegar a fin de mes.
Enero empezó con el augurio de ser uno de los más fríos y secos de los últimos años. Con una cuesta igualmente apocalíptica. Un mes que, sin embargo, para mí, se presentaba esperanzador y emocionante. Por fin dejaba la biblioteca de Daraquiel y me iba a vivir a Barcelona. Ya para siempre. O eso esperaba. Le cedía mi puesto a María José. Todito para ella. Yo me iría primero a estudiar para los exámenes de la universidad y luego a buscar trabajo como un loco. A probar suerte en una prometedora nueva vida. No era la primera vez que salía triunfante de una decisión así de arriesgada.
Como era costumbre en la biblioteca cada vez que alguien celebraba algo, avisé a todos de que iba a invitar a desayunar. A MariCruces, Gerardo, Darío, Amira y también a Leo y a la jefa. No era una cuestión de quedar bien con ellos, era un verdadero deseo de irme de allí en paz y acabar así con el inevitable sentimiento de culpabilidad que me asolaba desde que empezó todo. Estaba dispuesto hasta a tener un último acercamiento con la jefa para enterrar el hacha de guerra. Pero no fue posible. Ella me dejó claro que por su parte no existía tal posibilidad.
-Ya he desayunado. Además tengo cita con el médico y me voy en un rato –dijo, a pesar de que les había avisado a todos el día anterior de que vinieran sin desayunar.
Leo sí que aceptó, y a Antonio el archivero también se lo dije pero, como cabía esperar, lo agradeció con educación y dijo que seguramente no vendría.
Compré churros, chocolate, una jarra de café con leche y algunos pasteles. Preparé una de las mesas de la sala de usos polivalentes con platos, vasos y cubiertos de plástico. Y a punto estuve de comprar matasuegras y confeti para rematar.
Todos se dirigían a mí como en una despedida definitiva o, en todo caso, de mucho más de tres meses. Menos Gerardo que parecía no haberse enterado de qué iba la historia, a juzgar por sus palabras.
-Cuando vuelvas casi ni te vas a acordar de nosotros –bromeó con la carencia de gracia que le caracterizaba.
Un rotundo silencio se terminó con la oportuna intervención de MariCruces.
-Volverá si tiene que volver. En tres meses pueden pasar muchas cosas.
De eso se trataba justamente. De que me pasaran muchas cosas. Entre ellas, encontrar un trabajo de lo que fuera, en principio, para ir tirando los primeros meses de adaptación a la gran ciudad, asentarnos, y ponernos al día de los gastos extra iniciales para, luego, empezar a buscar en ámbitos más cercanos a mi perfil profesional. Barcelona ofrecería infinidad de posibilidades en el mundo de la información y la documentación. Y entre los cursos, los años de becario y la experiencia en la biblioteca ya tenía un currículum medianamente competente. Sólo me faltaba ponerme con el catalán, requisito imprescindible para muchos trabajos en Barcelona. Con trabajar de dependiente en una de las librerías La central ya tendría lo mismo que trabajando en la biblioteca de Daraquiel. Al menos en cuanto a funciones y sueldo. Además, me había hecho un listado de todos los centros de documentación, empresas de gestión documental, archivos privados y análogos que había en la ciudad. Un largo dossier en el que se volcaban mis presentimientos de éxito sobre la decisión que estaba tomando.
-¡Qué suerte el tío! –añadió Darío–. A Barcelona que se va. Nos lo deja aquí todo revolucionado y se va –eso era, precisamente, lo que me creaba remordimiento, sobre todo por Amira.
Una Amira silenciosa y pensativa que no articuló palabra durante todo el desayuno.
-Te vamos a echar de menos, bandido –dijo MariCruces antes de romper a llorar y darme un abrazo.
Amira esperó a que nos quedáramos los dos solos, a última hora de la tarde, cuando tocaba cerrar la biblioteca, para despedirse de mí.
-Bueno, Dani, pues ya llegó el momento –inspiró–. De verdad te deseo que no tengas que volver. Aunque… –bajó tímidamente la mirada–. Te voy a echar mucho de menos, lo sabes ¿no?
-Claro que sí, mi Amira. Si a alguien voy a echar en falta de aquí cuando esté en Barcelona vas a ser tú –respondí de corazón.
Nos dimos un fuerte abrazo y nos secamos las lágrimas compartiendo el único kleenex que teníamos.
-Y no quiero que pienses que estoy loca.
-¿Loca tú, Amira? ¿Por qué iba a pensar eso?
-Por haberme metido en tu coche aquella madrugada. Por haber temido que la jefa quisiera matarte.
-No te preocupes, para nada creo que estés loca –me callé durante unos segundos pensando en cómo decirle lo siguiente –. Si yo te contara… -continué–. Yo hasta he llegado a pensar que era una bruja, pero una bruja de las de verdad, de las que había que quemar en la hoguera –sonreí acordándome de mis “investigaciones” con Paz–. Bromas aparte, lo que sí creo es que deberías perderle el miedo. Al fin y al cabo no es para tanto. Con todo lo que ha pasado, se ha demostrado que no es la todopoderosa que creíamos, y que ella misma se creía. No digo que esté satisfecho con lo ocurrido porque sé que María Victoria tampoco ha jugado limpio y que también se ha aprovechado de su situación. Pero sí creo que no deberías volver a permitir que te ninguneara, ni que pisara tus derechos.
Amira no paraba de llorar.
-Ven aquí –volví a abrazarla. Estaba temblando –Tranquilízate, por favor, me estás asustando.
Hecha un mar de lágrimas, se esforzó en entonar la voz para decir algo importante.
-Tú ahora te vas, y vuelve María José. Todo va a ser como antes… O peor… ¿Sabes por qué pensé que la furia de la jefa pudiera llevarla a hacer algo tan grave como intentar matarte?
-No, no lo sé –respondí sorprendido.
-Porque no era la primera vez que lo hacía.
Tras aquella confesión final le pedí que me dejara cerrar la biblioteca a mí. Quería despedirme también de ella.
Terminé de colocar los últimos libros y discos que habían devuelto, como todos los días, y empecé a andar despacio por los pasillos de las estanterías. Me agradó sentir que, en cierto modo, en ellas, se quedaba algo de mí. Las reseñas, sinopsis y recomendaciones que semanalmente había ido imprimiendo y colgando junto al documento correspondiente se habían ido quedando como los carteles con los precios de los productos en las estanterías de los supermercados. De ahí vino la idea de “Grandes ofertas en libros”, actividad orientada a fomentar la lectura entre las amas de casa, y que emulaba el funcionamiento de las tarjetas de puntos de los supermercados pero canjeándolos en vez de por descuentos, por nuevas lecturas que se iban sellando en una guía personalizada con los comentarios de las lectoras. Una idea que terminó siendo todo un éxito pero de la que ahora la jefa quería prescindir porque, de repente, consideraba que aquello “desprestigiaba a la literatura por equipararla a un producto de limpieza de un supermercado”. Qué gilipollez. Estaba desdiciendo los argumentos que en su momento le habían hecho calificarla de “original iniciativa” por simple despecho. En el tablón de anuncios aún estaban colgados algunos carteles de actividades que habíamos organizado entre Amira y yo: el último concurso de relato breve, el buzón de sugerencias, el maratón de lectura…
Me senté en mi silla y eché un último vistazo a mi ordenador. Guardé mis carpetas en el pendrive que para tal fin había traído de casa de Paz y conforme se iban guardando los archivos iba viendo sus títulos en la ventana de transferencia. Memorias de las visitas guiadas realizadas por los colegios y el instituto, actividades para el Día del Libro, guías de lectura, opiniones de los usuarios, listados de los más leídos, guiones con las recomendaciones para la radio local, portadas escaneadas para la sección de novedades de La gaceta de Daraquiel… Tantas y tantas cosas que me recordaban los buenos tiempos de mi trabajo en la biblioteca, cuando la pesadilla aún era sueño, que inesperadamente me asoló un sentimiento de nostalgia y acabé llorando a moco tendido.
Entré una última vez en el depósito para ver la pintada de María José. Por un momento sentí que la jefa se había salido con la suya también conmigo, que había conseguido que me fuera dejando ahí todo lo que había aprendido y aportado a la biblioteca. Quitándose de en medio al molesto y bocazas “niñato venido de fuera”.
En la pared, junto a la pintada, estaba apoyada el arma que en su día había usado contra María José, según acababa de contarme Amira. La vieja escalera, ahora arreglada pero que antaño fue intencionadamente rota, a la que María José tuvo que subirse para coger el libro del fondo antiguo que la jefa le demandaba nerviosamente tras una fuerte discusión entre ambas. Un traspié que pudo haberle costado la vida pero que afortunadamente se quedó en una secuela física. La cojera de la pierna izquierda que tanto me llamó la atención el día que la conocí.
Una acusación que Amira había guardado todos estos años porque ni se atrevía a hacer ni tenía pruebas que la demostraran y que aquella noche en que yo volvía de la estación de Alzamil de San Germán, por el parecido de la situación, rememoró.
Amira temió que la jefa pudiera intentar matarme como en su día lo intentó con María José.     






           

lunes, 12 de marzo de 2012

CAPÍTULO XIX: Cómo reconocer a una bruja.

XIX
CÓMO RECONOCER A UNA BRUJA

—¿Se puede estar siempre seguro de reconocerla? —pregunté.
—No —dijo—, no se puede. Ése es el problema. Pero puedes acertar muchas veces.
Dejaba caer la ceniza del puro sobre su falda, y yo confié en que no empezara a arder antes de contarme cómo reconocer a una bruja.

Las brujas, de Roald Dahl.


Siempre le había criticado a Paz que no incluyera en su cantera de cuentos alguno de Roald Dahl, especialmente el de Las brujas, un libro que había marcado mi infancia y que de vez en cuando, días como hoy, sacaba de la biblioteca para releer. Supongo que además de por lo apropiado del tema en este momento, también lo hacía por los buenos recuerdos que siempre me ha traído. Lectura recomendable a cualquier edad.
Si no fuera por la que prometía ser una ingente calvicie escondida en lo que tenía toda la pinta de ser una peluca, María José respondería más bien a la descripción de la abuela noruega, llena de arrugas y de cuerpo orondo envuelto en encaje gris, que a la de las brujas asistentes al Congreso de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños.
Aunque sus manos eran de dedos largos. Pero no las llevaba enfundadas en guantes, y las uñas no llegaban a curvarse como las de un gato. Con ellas, eso sí, parecía rascarse la cabeza para aliviar el espantoso picor que le produciría en la piel pelona la áspera y rugosa parte interior de la cabellera postiza. O quizá sólo fuera un gesto nervioso como el mío de frotarme la mano con el labio superior mientras me olisqueaba el vello de la muñeca, una fea costumbre por la que mi madre siempre me había reñido y que en alguna ocasión había servido como inequívoca seña de identidad para reconocerme andando por la calle desde un autobús en marcha o subido en una montaña desde la lejanía en una foto desenfocada.
Me sorprendí a mí mismo agachando la cabeza para mirarle desde abajo el tamaño de los agujeros de la nariz. Ella pareció notarlo porque se sacó un kleenex del bolsillo y se sonó, como pidiendo disculpas por lo que para ella debió ser un indiscreto moco pero que para mí era la búsqueda de unas fosas nasales más grandes de lo habitual con la que olfatearía las “oleadas fétidas” de los malolientes niños que hubiera en kilómetros a la redonda.
Con razón me miraba desconcertada. María José y yo habíamos quedado a través de MariCruces. En la venta que había en la entrada sur de Daraquiel, seguramente por su lejanía a lo que podría considerarse como el núcleo urbano.
Aunque no nos conociéramos personalmente, supimos reconocernos sin problema. Lo que no resultó tan fácil fue decidir de qué forma saludarnos. Darnos la mano ¿o dos besos? Un raro “qué tal” y un esbozo de acercamiento fue el inicio de una conversación que empezó con dificultad pero que se terminaría desarrollando con cierta normalidad.
-MariCruces la lianta –comenzó ella, finalmente.
-Sí –sonreí.
Yo pedí un café con leche y ella una menta poleo.
-¿Me recuerdas del día del examen? –me preguntó.
Tuve que repetir el ejercicio de memoria que había estado haciendo cuando aparqué el coche, después de releer las primeras páginas de Las brujas para hacer tiempo, justo antes de quedar con ella, pero seguía sin encontrarla en mis recuerdos.
Me acordaba de la fuerte lluvia que cayó aquel día en Daraquiel, la urgencia con que necesité un wáter después del examen y todo lo que tuve que correr para coger el autobús y llegar a tiempo de subirme al tren que debía devolverme a mi vida de becario por las mañanas, teleoperador por las tardes y opositor entre medias. En realidad, hice aquel examen por hacerlo, sin ninguna esperanza, sin siquiera plantearme si me apetecía o no trabajar en aquel pueblo manchego, después de varios fracasos anteriores en otras oposiciones para otras bibliotecas, bien por haber tenido la mala suerte de que cayera algún tema que no llevaba preparado o porque por muy buen examen que hubiera hecho la plaza estaba ya más que dada. Aproveché los temarios comunes de esos intentos previos para presentarme a la convocatoria de Daraquiel, pero sin casi haber estudiado para ella. Aunque eso no se lo iba a decir.
-No, me temo que no. Iba con el tiempo justo para coger el autobús de vuelta y llegar a tiempo a la estación de tren, y no me fijé mucho, la verdad –dije.
-Yo sí me acuerdo de ti –ella y seguramente el resto de candidatos, unas cuarenta personas, por ser la única extraña entre caras conocidas–. Y supe que te llevarías la plaza.
-¿Y eso? ¿por qué? –tenía verdadera curiosidad.
-No lo sé. Llámalo intuición si quieres.
Enigmática respuesta, como toda ella. Más allá de los indicios que pudieran desvelarme si era o no una bruja, me fijé bien en el rostro de María José. Tenía ojos tristes y las típicas arrugas, curvadas hacia abajo, en la comisura de los labios, propias de quien apenas ha sonreído en su vida. Era muy vieja, aunque seguramente menos de lo que aparentaba, y antes de habernos sentado pude percibir cierta cojera en su pierna izquierda. Sentí muchísima pena por ella.
-Lo siento –acerté a decir.
Ella me miró por primera vez a los ojos y después de dar un sorbo a su infusión, dijo:
-No voy a negar que durante algún tiempo, para mí, has sido el culpable de que yo no pueda seguir trabajando en “mi” biblioteca. Y reconozco que he sentido cosas que no debería haber sentido. Pero rectificar es de sabios, y por eso estoy hoy aquí. Por eso y porque MariCruces me ha insistido mucho. Es verdad que pensaba que alguien “como tú” no estaría preparado para asumir la responsabilidad de trabajar en una biblioteca –María José hablaba impasible, hierática como una efigie egipcia–. Y la verdad que lo sigo dudando un poco –dio otro sorbo a su taza–. Dime, ¿por qué? ¿Por qué en una biblioteca? ¿y por qué en Daraquiel?
Había acudido a aquella estrambótica cita para conseguir yo la información sobre ella pero, tardo y torpe como a veces soy en el arte de la dialéctica, me bloqueé de tal forma que sólo pude quedarme callado pensando una adecuada respuesta para sus incisivas preguntas.
-Perdona, no tienes por qué contestar. No quiero parecer indiscreta. Tus motivos tendrás –se adelantó ella, otra vez.
-No, no, no pasa nada –titubeé–. En parte, entiendo su recelo y su desconfianza hacia mí –tragué saliva–. Pero también le puedo decir que no está siendo justa conmigo –el peón mordaz y valiente que había sido capaz de poner en jaque a la reina del tablero de poder de la biblioteca parecía ir resurgiendo de nuevo–. Como usted bien sabe –no pude evitar la ironía–, yo no tengo nada que ver con Daraquiel. Soy el último responsable de haber sido el mejor puntuado en el examen y de que me hubieran dado la plaza a mí. Creo que las explicaciones tendría que pedírselas a otras personas.
-Esta MariCruces… Qué grande tiene la boca. A saber qué te ha contado.
-Pues, mire, mucho menos de lo que podría. Pero sí, no le digo que no, es verdad que a veces habla más de la cuenta. Motivo, por cierto, por el que usted y yo nos hemos enterado de cosas el uno del otro que de otra forma nunca hubiéramos sabido y por las que ahora estamos aquí sentados –respondí con cierto sarcasmo.
No supe interpretar si el gesto de María José ante aquella respuesta era el de una entrañable abuelita hacia su querido nieto o el de una malvada bruja que tiene enfrente a un apestoso niño al que está deseando aniquilar sin compasión. Era tan inexpresiva la pobre que casi nadie hubiera sabido extraer de aquella pétrea cara ni el más mínimo indicio de humanidad.
-Ella tampoco tuvo la culpa. No pretendas ahora saber más que nadie habiendo llegado el último –el gesto era el de la bruja, confirmado–. Es una persona enferma y tú te estás aprovechando de eso para hacerle daño y obtener beneficios personales.
¿Cómo era posible? No daba crédito a lo que estaba escuchando. Debía estar refiriéndose a la jefa.
-Sí, no me mires así –continuó–. Reconóceme que no estuviste esperando el momento oportuno para llevarle aquella irrespetuosa carta a María Victoria, sabiendo que tanto ella como los del sindicato se la tenían jurada desde que la nombraron directora. Qué mala es la envidia y cuánto daño puede hacer a personas vulnerables e inocentes que lo único que han hecho en su vida es dejarse la piel trabajando.
¿Irrespetuosa carta? Dios mío, si estuve días enteros revisándola y reescribiéndola para ser lo más correcto posible. ¿Envidia? ¿Dejarse la piel trabajando? María José defendía una versión claramente tergiversada por la jefa. Lo que no tenía muy claro cuál era la posición que MariCruces habría tomado con ella, y hacia mí. Todo un lío de faldas en el que estaba metido hasta arriba, sin comerlo ni beberlo, y del que empezaba a estar ya más que cansado.
Por eso, preferí no entrar al trapo.
-Piense lo que quiera. De verdad que no tengo que darle explicaciones. Yo sólo hice lo que creía que tenía que hacer y luché contra lo que consideraba una injusticia y un ataque a mis derechos como trabajador. Nada más. Las enemistades personales que se traigan entre la concejala, la jefa y usted, sinceramente, ni me van ni me vienen.
Aquel argumento pareció achicar el tono acusatorio de María José y desde ese momento la conversación fue mucho más distendida.
No conseguí grandes revelaciones ni detalles escabrosos sobre posibles indicios lésbicos en su tortuosa relación con la jefa. Sólo conocí en persona a la mujer frustrada y resentida conmigo por, de una manera u otra, desde su punto de vista, haberle hecho perder su trabajo. A la daraquieleña desterrada, obsesiva y trastornada que escribía desesperados mensajes en la pared del depósito de la biblioteca y que hacía clandestinas visitas nocturnas al lugar de los hechos para conocer mis pretensiones laborales futuras, información que iba complementando con lo que su amiga MariCruces le iba contando sobre mí. A la bruja y a la Cenicienta de la historia, a la incomprensible defensora de la mujer que seguramente más daño le había hecho en la vida, y que era la verdadera responsable de su situación actual.
Y, a efectos prácticos, conseguí llegar con ella a un acuerdo tácito, con la única fiabilidad de un consentimiento y compromiso por parte de los dos. Yo me pediría el permiso de los tres meses sin empleo ni sueldo para encontrar otro trabajo en Barcelona y después, cumplido el plazo, renunciar definitivamente a mi plaza de bibliotecario en Daraquiel. Mientras, ella me sustituiría durante ese tiempo (como legalmente correspondía, por ser la primera en la bolsa de trabajo), quedando a la espera de mi dimisión para consolidar, otra vez y supuestamente ya para siempre, su puesto de trabajo. Siempre y cuando, claro, y ahí me tocaba cubrirme las espaldas, no se diera el caso de que yo no encontrara ningún otro trabajo en Barcelona. Posibilidad poco probable porque a estas alturas, rodeado de tanta locura, oscuridad y misterio, prefería volver a trabajar de camarero, de teleoperador o de chapero si hiciera falta, con un horario de mierda y cobrando una miseria pero al menos estando en Barcelona con Juanjo, tranquilo y en un hogar propio, que seguir en aquel pueblo-cárcel desconfiando hasta de mi sombra y con una jefa desquiciada y un Leo cabreado que iban a hacer todo lo que estuviera en su mano para hacerme la vida imposible. El sueño cumplido era ahora la pesadilla de la que escapar cuanto antes para no terminar volviéndome loco yo también.
-Lo que no sé es si está al tanto de los problemas que tiene ahora mismo el Ayuntamiento –le dije, en un último intento de acercamiento.
-Hablas de dinero, ¿verdad? –respondió ella con menosprecio.
-Sí, lo de los sueldos… -no pude terminar la frase porque ella me interrumpió.
-¿Ves? Ésa es la diferencia entre nosotros. Yo no trabajo por dinero –concluyó.
Aquella oscura mujer ponía en tela de juicio mi vocación como bibliotecario, tirando por tierra los años de esfuerzo y dedicación que me habían costado definir, aunque fuera a grandes rasgos, el camino profesional que quería seguir. Sin embargo, resultaba tan convincente que hasta me hizo dudar.
Cuánto me quedaba de aquella ilusión, cuánto me había corrompido la comodidad de un trabajo fijo, con unas condiciones y unos derechos inimaginables en mis anteriores trabajos basura. A lo mejor me había decidido por las oposiciones de Auxiliar de Bibliotecas, Archivos y Museos como podría haberme decidido por las de Auxiliar de Justicia o Auxiliar Administrativo, buscando únicamente un funcionariado para terminar rascándome las pelotas y echarle todo el morro posible. A lo mejor me había matriculado en el Grado de Información y Documentación en la Universidad de Barcelona sólo para tener prioridad sobre mis compañeros a la hora de pedirme días de asuntos propios y gozar de permisos retribuidos para asistir a los exámenes y poder ver a Juanjo. A lo mejor no había ni la más mínima intención de seguir aprendiendo cosas nuevas sobre el mundo al que había decidido dedicar mi vida. Sin obtener una fuente de ingresos mensual ya nada de eso tenía sentido. Era su modo de ver las cosas, supongo.
Me hubiera gustado hacerle ver a aquella rencorosa señora que, desde el principio, yo ya sabía que el funcionariado que ofrece una biblioteca municipal de un pueblo –ya sea Daraquiel o cualquier otro, porque Amira siempre contaba las semejanzas con sus anteriores experiencias– poco tiene que ver con el lunes a viernes de ocho a tres con más de una hora para el desayuno y con la absoluta libertad de coger vacaciones o asuntos propios cada vez que se quiera. Hacerle ver que aunque mi funcionariado era una porquería comparado con otros, para mí, durante varios meses, había sido la absoluta panacea.
Pero ya no merecía la pena. Para qué. Ella ya se había hecho una completa imagen sobre mí.
Lo único que sabía ya es que quería irme lejos de aquel lugar. Muy lejos de aquel recóndito pueblo de brujas al que hace ya casi un par de años llegué cegado por la ilusión, dejándolo todo atrás y dispuesto a empezar una nueva vida, sin ni siquiera haberme parado a pensar en si alguien como yo encajaría o no en un lugar como Daraquiel porque, por entonces, eso no me importaba.