martes, 28 de febrero de 2012

CAPÍTULO XVI: Mudanzas.

XVI
MUDANZAS

            A veces tengo la sensación de haberme pasado más de media vida haciendo mudanzas. De haber invertido más tiempo y energías llevándolas a cabo que disfrutando verdaderamente de la estabilidad –física y emocional– que da vivir en una misma ciudad, con un hogar fijo. Daniel el nómada. Adjetivo del que solía sentirme orgulloso hasta que las fuerzas empezaron a flaquearme. Iba teniendo ganas ya de un asentamiento medianamente indefinido.
            Con los últimos acontecimientos, casi había olvidado que aquel fin de semana viajaba otra vez a Barcelona. Normalmente iba cada dos semanas, pero aproveché que ese lunes era festivo para una escapada extra. Tres días por delante para estar con Juanjo, y desconectar de Daraquiel y la biblioteca y de una semana tan intensa como rara. Tres días para descansar, para disfrutar de la ciudad. Lo único malo es que a Juanjo le tocaba hacer guardia. El funcionamiento del Zoo para un veterinario era como el de un hospital para un médico, con la diferencia de que él no veía reflejadas en su sueldo esas nocturnidades ni esas horas extras. Más consecuencias de la Crisis, que obligaba a aceptar cualquier condición con tal de tener la primera oportunidad de acceder a un mercado laboral cada vez más escaso y precario. Suma y sigue. O, mejor dicho, resta y sobrevive. A cambio de hacerle compañía, había prometido guiarme en una visita exclusiva al Zoo, a puerta cerrada y con sorpresa final incluida.
            Todavía nos quedaban bastantes cosas en casa de Paz, así que fui metiendo lo primero que fui viendo hasta llenar las maletas y bolsas que mis brazos eran capaces de transportar. Adornos, libros, algunos utensilios de cocina, mantas y toallas, la wii… Luego cogí el coche y me fui directo a la estación de Alzamil de San Germán. Cargado como una mula, una vez más, en otra mudanza que parecía no acabar nunca. Y con el riesgo añadido de dar con un revisor antipático que me pusiera pegas por llevar a bordo más bultos de los permitidos.
            Mientras esperaba el tren, saqué de los macutos lo único que realmente me había preocupado de no olvidar. Las actas de cuando aprobé la oposición y una copia del Convenio Local firmado hace años entre trabajadores y Ayuntamiento. Quería comprobar dos cosas.
            El nombre de la persona que quedó detrás de mí en puntuación, por apenas dos décimas: María José. Era la única María José de toda la lista. María José Fernández Bernal. ¿De qué me sonaban tanto esos apellidos? Era ella, no había duda. Una mujer que había estado trabajando allí más de veinte años. Antes de perder, o de que le arrebatasen, o de que Leo, Amira y yo le arrebatáramos, según se mirara, una a una, las tres posibilidades que había tenido de consolidar su puesto en la biblioteca de Daraquiel. Por dos míseras décimas. Debió odiarme con toda su alma. Aunque yo sólo había aprovechado la oportunidad que perseguía desde hacía tiempo y en la que había invertido sudores y lágrimas, además de incontables euros ganados con duro trabajo para pagar la academia y los cientos de cursos de formación.
            En el acta se anunciaba también que, tras mi proclamación como nuevo bibliotecario, se abriría una bolsa de trabajo a efectos de futuras coberturas. Por posibles ausencias como la que yo iba a provocar dentro de poco. El hecho de que el Ayuntamiento no nos fuera a pagar los sueldos era la gota que colmaba el vaso de los inconvenientes de seguir trabajando en Daraquiel. Sólo me quedaba decidir de qué manera hacerlo porque, dada la situación del país, no me podía permitir renunciar a un funcionariado sin tener las espaldas cubiertas, sin alguna otra alternativa de trabajo en Barcelona. Ya había empezado a echar currículums por internet, pero no había conseguido que me llamaran ni para una triste entrevista. Mi profesión no era de las más demandadas, ni ahora ni antes de la Crisis. Y el panorama laboral, en general, no pintaba muy prometedor porque tampoco había obtenido respuesta de las ofertas de teleoperador y de camarero en las que también me había inscrito. Al menos, desde la distancia. Me consolaba pensando que la búsqueda sería mucho más efectiva estando ya allí.
            Por eso quería revisar también el Convenio, para ver qué opciones tenía de pedir una excedencia o algún tipo de licencia, con la que pudiera irme un tiempo pero manteniendo mi plaza por si tuviera que volver fracasado de mi aventura barcelonesa. Quién me iba a decir a mí hace dos años, cuando conseguí la tan ansiada plaza de bibliotecario, que ahora me estaba planteando renunciar a ella de forma voluntaria. Las vueltas de la vida, una vez más.
            Como Paco Martínez Soria en la gran ciudad. Así me veía a mí mismo recién llegado a Barcelona. Era tan radical el cambio de un entorno a otro que al principio me sentía tan aturdido como un pez fuera del agua. Un pez fuera del agua y cargado de maletas. En el metro, aunque no tengas prisa, terminas corriendo, contagiado del estrés de los demás topos que te empujan y te miran mal, sin apiadarse de tu pesada carga al tener que bajar las escaleras que no siempre son mecánicas, por obstaculizar su frenético ritmo, y sin olvidar poner la cartera a buen recaudo precavido por el mensaje que cada cierto tiempo repite la megafonía:

            Molta atenció! El carterista espera una distracció per emportarse allò que no es seu. Al metro, vigila les teves coses.

            Juanjo estaba viviendo con una amiga catalana que había conocido el año que estuvo de Erasmus en Francia. Pero ya estábamos ahorrando para buscar algo para nosotros dos. Más ahora que, tras un largo viaje de siete horas, había tenido tiempo más que suficiente para leer y releer todos los artículos y comprobar que aunque todavía no tenía posibilidad de pedir una excedencia porque no llegaba al mínimo necesario de tres años cotizados en la administración pública, en el Convenio Local sí que se recogía la opción de solicitar un permiso de tres meses por cada año trabajado, por motivos particulares, con suspensión de empleo y sueldo y con reserva del puesto de trabajo, sin exigencia de una antigüedad determinada. Una buena noticia que aún debía confirmar con Javier, el representante sindical, pero que ya estaba deseando anunciarle a Juanjo.
            El piso de Aroa era un octavo sin ascensor, en un edificio antiguo, de escaleras interminables y estrecheces claustrofóbicas. Cuando iba por la quinta planta me temblaban los brazos y las piernas del esfuerzo, en el sexto iba soltando algunas de las maletas por los escalones y el séptimo lo subía casi a rastras. Para cuando llegaba al octavo tenía unos dolores por todo el cuerpo que me acompañarían ya durante el resto del fin de semana. Lo peor es que después nos tocaría llevarnos todas esas cosas al piso que alquiláramos para los dos. Interminables mudanzas, como decía.
            La recompensa se me presentaba a cuatro patas y con movimiento de rabo. Y no me refiero a Juanjo porque a la hora a la que yo llegaba él ya se había ido a trabajar, sino a Dante que siempre me recibía entre lametones y arrumacos. Sólo quien tiene perro puede gozar de un recibimiento tan caluroso, afectivo y sincero como ése.
            No podía imaginarme a casi ninguno de los habitantes del Zoo de Barcelona como animales de compañía. Bisontes europeos, elefantes africanos, jirafas, avestruces, pelícanos, cebras, ciervos, lobos, cigüeñas, camellos. En todo caso, a alguno como el panda rojo, uno de los preferidos del público infantil, por su carácter cariñoso y juguetón, un simpático mamífero asiático de medio metro de longitud y con carita de oso panda. O a otros menos comunes como el mono araña, el Ateles belzebuth hybridus, un primate de llamativos ojos celestes, propio de la selva de América del Sur en peligro de extinción por la deforestación y la caza porque, al parecer, su carne es muy apreciada en regiones como Brasil, Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela, y que en cautividad podía mostrarse dócil y obediente. Juanjo estaba especialmente atractivo con su uniforme y totalmente metido en su papel de guía, contándome las curiosidades de todas las especies del Zoo.
            Los recorridos ofrecidos para el público general eran dos. El primero, de unas dos o tres horas según se hiciera a pie o en el trenecito del Zoo, podía empezarse desde la entrada de la calle Wellington o por la del Parc de la Ciutadella. Y el segundo, la visita de tot el día (era increíble no sólo la rapidez con que Juanjo había aprendido el catalán sino la pronunciación tan acertada con que lo hablaba, aunque conmigo la exageraba en tono de broma), para no perderse nada y con almuerzo incluido, de un tiempo estimado de cinco o seis horas. El palmeral, el aviario, el espacio gorila, el terrario, la granja del Zoo, la galería de los titís, un interesante “Punto Verde” con una pequeña aula interactiva para enseñar a los visitantes cómo se reutilizan y eliminan los residuos generados en el Zoo y, por último, la gran sorpresa.
            Juanjo me tapó los ojos antes de entrar al Aquarama y luego me los descubrió susurrándome al oído “Aquí tienes tu sorpresa”. Los delfines eran mucho más impresionantes que en los documentales de la tele. Su simple contemplación fue una de las experiencias más impactantes que he tenido en mi vida. No podía imaginar lo que vendría después. De fondo, se empezó a escuchar una canción bien conocida para los dos.

            One dream,
            one soul, one prize,
            one goal,
            one golden glance
            of wath should be.
            A kind of magic.

            Presentación para la estelar aparición de quien debía ser la cuidadora, domadora o como se diga, de los delfines, a juzgar por lo rápido y obedientes que se le acercaron los tres cetáceos. Una mujer con una espalda que ya la quisiera yo para mí y unos no menos musculosos brazos, con cuyo movimiento ordenaba cada una de sus piruetas.
            -I d’aquesta manera tan especial us donen la benvinguda a tots! –exclamó entre risas.
            La expresión de Juanjo era la de un inquieto e ilusionado niño pequeño cuando me acercó el traje de neopreno para que me lo pusiera. Eso sí que no me lo esperaba. Nadar con delfines era una de mis mayores ilusiones desde siempre. Otro sueño que se cumplía de su mano. Y de la de Sonia, la cuidadora, gracias a la cual perdí el miedo inicial para disfrutar al máximo de aquel momento. Una experiencia inolvidable.    
            Igual que el sexo que tuvimos después. Un orgasmo de esos dignos de quedar grabados en los Anales de los Grandes Polvos de la Historia. Terminamos extasiados. Caímos rendidos, sobre todo él que se durmió al instante. Yo, en cambio, a pesar del cansancio que arrastraba, no terminaba de conciliar el sueño. Y cuando por fin empezaba a conseguirlo, algo me desveló. El móvil de Juanjo parpadeó con la señal de haber recibido un WhatsApp. A las tres de la madrugada. No pude evitar controlar la curiosidad, o la desconfianza, y sin que él se diera cuenta, lo leí.

¿No me dices nada esta noche?

El mensaje era de un tal Brian Tedder.
Algo se me revolvió por dentro. La mezcla de sentimientos entre miedo, celos y coraje tornaba de nuevo como un nudo en el estómago. No era la primera vez que algo así me costaba una pelotera de las gordas con Juanjo.





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