IX
LA
NOCTÁMBULA DE LA BIBLIOTECA
Tiritaba de miedo y de frío.
Debíamos estar a menos de dos o tres grados bajo cero en aquel oscuro agujero.
No pudimos recuperar la linterna cuando
salimos huyendo de no sé quién. Sólo conseguimos llegar al depósito guiados por
un pasmoso y rápido sentido de la orientación, a base de ir palpando las
paredes y reconociendo los pomos de cada puerta, las esquinas de las paredes y
hasta los desconchones de pintura. Como un ciego por su casa ayudado de un
torpe lazarillo. Paz sólo me apretaba la mano con fuerza mientras yo la iba
arrastrando por la oscuridad para alejarnos de la voz que volvía a preguntar
“¿Quién anda ahí?”.
Una vez escondidos en el depósito, ya a
salvos (supongo), empecé a conjeturar sobre la identidad de aquella mujer,
cuyos pasos sentíamos sobre nuestras cabezas como pies de plomo –tanto por la
cautela con que se daban como por el temblor que producían en el bajo techo del
depósito–.
Debía ser alguien que conocía bien el
edificio de la biblioteca. Alguien, como yo, capaz de manejarse a oscuras por
él y que conocía la combinación secreta de la alarma para haberla podido
desactivar y vuelto a activar.
Sin embargo, su voz no me había resultado
nada familiar.
No era la de mi primera sospechosa:
MariCruces. Aunque ella entraba a trabajar a las siete, podía ser que por algún
motivo se hubiera adelantado un par de horas.
La de la jefa tampoco, eso seguro.
Además, que no me la imaginaba yo habiéndose escapado del hospital a las cinco
de la mañana para ponerse a deambular por la biblioteca.
Y Amira mucho menos. Ya se le pegaban las
sábanas para entrar a trabajar a las diez y media de la mañana, como para
levantarse de madrugada para venirse al trabajo. Y su voz era más ronca que la
de esa mujer.
¿Quién podía ser entonces?
Paz había pasado de cogerme la mano a apretarse
cuerpo a cuerpo contra mí, lo cual agradecí porque así entramos un poco en
calor. Nos dejamos caer sobre uno de los montones de archivadores y
permanecimos inmóviles intuyendo el extraño quehacer de la noctámbula por sus cada
vez más sigilosos pasos. Creo que los dos deseábamos lo mismo: por favor, que
no se le ocurra bajar al depósito.
Fuera quien fuera, teníamos claro que no
queríamos que nos descubriera.
Aunque, pensándolo fríamente, hubiera
sido la típica situación de cuando empiezas a salir del armario y temes
encontrarte a alguien conocido en algún bar de ambiente. “¿Qué haces por aquí?”
“Pues lo mismo que tú”. La diferencia es que ni nosotros tendríamos una
respuesta muy clara que darle, ni ella a nosotros porque estaba claro que si
había ido a la biblioteca a esa hora era porque no quería que nadie supiera lo
que hacía.
Los pasos parecieron detenerse, diría que
a la altura de mi mesa.
-¿Qué hace? –me susurró Paz al oído.
-Pues no sé, pero diría que se ha parado
por mi mesa –respondí.
-Y… ¿para qué?
-¿Cómo? –no sabía si lo estaba
preguntando en serio o como consecuencia de la absenta que aún debía correrle
por la sangre a pesar del subidón de adrenalina de los últimos minutos.
-Que por qué crees que se ha parado en tu
mesa.
Lo que me temía. Hablaba en serio.
Preferí no contestar. ¿Qué coño iba a saber yo? ¡Ojalá lo supiera! ¡Ojalá
supiera qué estaba haciendo esa loca merodeando en mis cosas!
¿Y en mi ordenador?
Era fácil reconocer el ruido de cuando se
enciende, como si arrancaran el motor de un coche viejo.
-Está encendiendo mi ordenador –sacié la
curiosidad de Paz, perplejo.
-¿Y para qué? –volvió a sorprenderme.
-¡Pues no lo sé, Paz! –sin darnos cuenta
habíamos subido el tono de voz, y los pasos se volvieron a sentir, esta vez en
dirección al despacho de la jefa. Le tapé la boca (o los ojos) a Paz y contuve
la respiración.
Parece que la noctámbula loca volvió a mi
ordenador, hecho que me tranquilizaba y me aturdía a partes iguales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario