miércoles, 22 de febrero de 2012

CAPÍTULO XIV: "Aquí he aprendido todo lo que sé".

XIV
“AQUÍ HE APRENDIDO TODO LO QUE SÉ”

Hay personas que no sabrían vivir sin trabajar. Antonio el archivero era una de ellas. Por eso, cada vez que iba a su santuario de trabajo me lo encontraba afanado en cualquier labor que para alguien perezoso sería innecesaria o se podría dejar para otro día.
En este caso, estaba reorganizando los primeros números publicados de La gaceta de Daraquiel, una revista local de publicación mensual, en la que tanto él como la jefa habían participado en más de una ocasión. Antonio como colaborador habitual de una sección sobre la historia del pueblo, y ella esporádicamente en algún suplemento especial o en algún breve artículo sobre alguna exposición o alguna noticia de la biblioteca.
-El primer número es de 1956, y fue todo un acontecimiento para Daraquiel. Recuerdo que se organizó una gran fiesta para hacer su presentación pública y la primera tirada de treinta ejemplares se regaló a las primeras treinta personas que acudieron al evento. Fue muy bonito –Antonio parecía emocionarse recordando aquel momento. Seguro que sus inquietudes de historiador y archivero se venían gestando ya desde su más precoz adolescencia.
Yo le escuchaba fascinado. Empezaba a tener la sensación de que Daraquiel y La Mancha, en general, tenían muchas más cosas interesantes que yo ya no iba a poder descubrir.
-No sé cómo serían las cosas por tu tierra hace unos años, pero para los daraquieleños en esa época fue todo un orgullo contar con una publicación local, que además nació humildemente, con muy bajo presupuesto y que consiguió salir adelante gracias al alcalde que gobernaba por entonces, un hombre muy preocupado por la cultura local. Quien además, a propósito, años más tarde, contrajo matrimonio con tu jefa. Otro auténtico evento local, todo sea dicho, pero por otra clase de motivos que ahora no vienen al caso.
Inmediatamente me vino a la cabeza el apodo que Darío siempre usaba para la jefa. “La Clinton”. Y recordé también las no pocas veces en que tanto él como MariCruces y Gerardo habían hecho alusión al “sospechoso” proceso que concluyó con la proclamación como funcionaria de carrera en el “recién creado puesto de directora de biblioteca y eventos culturales del Ayuntamiento de Daraquiel”, pocos meses después de su traslado a la actual sede (antes, por lo visto, la biblioteca había sido ubicada de forma improvisada en un antiguo almacén de trigo). No llegó a ser una designación nominativa, “a dedo”, pero tampoco recibió la mínima difusión que merece toda oferta de empleo público así que al final sólo hubo una candidata, cuyos méritos además eran “un calco literal” de los requeridos en la convocatoria. Una historia tantas veces repetida en tantos pueblos de España y que no por eso dejaba de ser igual de vergonzosa.
Antonio el archivero, en cambio, siempre evitaba tocar ese tema. Era hombre discreto y elegante. Sólo aquel último comentario y la forma en que solía dirigirse a ella –como “tu jefa”– me hizo vislumbrar en él cierto rencor. Porque se suponía que también era la jefa de él. No era difícil, pues, sospechar que, en su interior, sentía ser más merecedor que ella del puesto de director de biblioteca. Pero, claro, no había sido él quien se había casado con el alcalde.
-Pero, bueno, supongo que no estás aquí para que te hable de estas cosas, muchacho sureño. Dime, ¿a qué has venido esta vez? –concluyó Antonio.
-En realidad quería pedirte un pequeño favor –por algún motivo, cuando terminé la frase, su cara mostró un inusual gesto de sonrisa. Aquello me animó a continuar con mi petición–. Verás, el otro día, cuando te traje los periódicos y las revistas, descubrí una pintada en una de las paredes del depósito –me estaba convirtiendo en un mentiroso profesional.
Antonio el archivero accedió sin reparos, diría que incluso algo excitado, a venir conmigo a la biblioteca para “analizar” la pintada del depósito.
-¡Muy buenas, Antonio! ¡Cuánto bueno por aquí! –exclamó MariCruces en cuanto lo vio aparecer por la puerta.
Con la emoción del momento no reparé en tomar la precaución de pedirle cierta confidencialidad para evitar posibles filtraciones que podrían desviar el propósito de mi personal investigación.
-Pues nada, querida María de las Cruces, aquí el muchacho sureño que empieza a interesarse por nuestra cultura y parece que ha descubierto el que promete ser un interesante hallazgo histórico –respondió él.
-Anda, no me digas… ¡Y qué calladito se lo tenía el canalla! Si ya se sabe, en boca cerrada… Por eso ayer estabas tan raro, ¡eh, granuja! –a MariCruces le encantaba el contacto físico, siempre andaba dándome pellizcos o cogiéndome del brazo, cosa que a mí solía gustarme por la ternura que demostraba. Sin embargo, en aquel momento, no sé por qué, me estaba incomodando y, con todo el disimulo que pude, me las ingenié para quitármela de encima.
-Sí, quiero llevarme yo la exclusiva –dije–. Anda, déjanos un momento por favor que no quiero hacerle perder mucho tiempo a Antonio, que demasiado que ha tenido la amabilidad de venir hasta aquí –es verdad que era raro verlo por la biblioteca, seguramente por su escondida enemistad con la jefa.
Mientras Antonio y yo bajábamos al depósito, Leo nos miraba con recelo y Amira con sorpresa. A ella le hice un gesto que creo que supo interpretar como que luego le contaría de qué iba todo aquello y a Leo, simplemente, le ignoré.
Deseoso de escuchar su veredicto, le enseñé a Antonio mi hallazgo (mejor dicho, el de Paz). Él guardo un largo rato de silencio. Esperaba que quisiera traerse sus guantes y sus pinzas de archivero o cualquier otro utensilio que le sirviera para el estudio del tipo de tinta, la prueba del carbono catorce o algo parecido, para determinar la antigüedad y otros datos relevantes según el trazo y otros posibles elementos de juicio. Pero descubrí lo que equivocado que estaba cuando por fin habló.
-Esto sólo lo ha podido escribir una persona. Pero no voy a ser yo el que te diga de quién se trata. No quiero volver a sufrir –Antonio hablaba en un enigmático tono–. Será tu labor averiguarlo. Cuentas con los medios suficientes, y estoy seguro de que tienes las pistas necesarias para ello. Eres un muchacho inteligente, y si de verdad eres un buen bibliotecario sabrás consultar las fuentes adecuadas y dar con la información correcta. Buena suerte.
Y sin más, me dejó allí sólo, con cara de tonto frente a la pintada.

No conseguiréis que me vaya. Aquí he aprendido todo lo que sé.

¿Quién escribió aquello? Y… ¿por qué?





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