jueves, 9 de febrero de 2012

CAPÍTULO X: Aquelarre en el Castillo.


X
AQUELARRE EN EL CASTILLO

         Casi dos años trabajando allí y era la primera vez que contemplaba su espectacular amanecer. En un escenario privilegiado, además. El sol iba asomando entre las almenas del Castillo de Daraquiel y bañaba la gran llanura de los campos manchegos, refulgiendo su intenso amarillo con un resplandor casi cegador pero a la vez inmensamente hipnótico.
            Aquella imagen me hizo reflexionar sobre lo que me había estado perdiendo todo ese tiempo. Una tierra bellísima, sorprendente y hasta mágica ante la que yo había cerrado los ojos, más pendientes mis sentidos en otras cuestiones que en el simple deleite de lo que ante ellos se presentaba, y que ahora redescubría de la mano de Paz.
            Estaba frenética, nerviosa, fuera de sí. No la reconocía. Su habitual serenidad era ahora ansiedad incontrolada. Me llevaba de un sitio para otro, haciendo teatrales aspavientos, jadeaba y tarareaba algo que yo no alcanzaba a entender.
            Como ella había vaticinado, sí que encontramos algo interesante en la biblioteca, en aquella visita nocturna que organizamos tan improvisadamente. Habíamos destapado, primero, una inverosímil y anónima presencia que se dedicaba a trastear en mi mesa y mi ordenador y que se terminó yendo sin que se le hubiera ocurrido bajar al depósito, gracias a lo cual, por cierto, no fuimos sorprendidos en nuestro escondite. Y segundo, una pintada en la pared, detrás de una de las estanterías de periódicos que Paz había descubierto después del completo examen al que sometió a todo, con la luz encendida, ya libres del temor de ser  descubiertos, por más que yo le pedía por favor que nos fuéramos de allí antes de que llegara MariCruces, y en la que se podía leer:

            No conseguiréis que me vaya. Aquí he aprendido todo lo que sé.

Otra cosa que me inquietó fue que cuando volvimos a subir a la biblioteca,  la linterna de Paz había desaparecido. Eso me hizo pensar que se la podría haber llevado la noctámbula anónima (no sé con qué intención). Porque si también le sumamos el hecho de que habría visto la papelera tirada por el suelo, además de oír el golpe que su caída provocó, casi seguro habría sospechado que alguien más había entrado como ella en la biblioteca, clandestinamente y de madrugada. Todo muy surrealista, pero muy en la línea de los últimos acontecimientos.
Por eso tampoco me sorprendió demasiado que Paz, de repente, empezara a quitarse la ropa. Parecía estar haciendo un llamamiento para un nuevo aquelarre. El Castillo de Daraquiel ya habría sido, en su época, escenario de muchos otros. Ahora canturreaba más fuerte unas palabras en latín que no sé de dónde habría sacado y que parecían invocar la presencia diabólica por el tono y la cara desencajada con que las pronunciaba. Aún más, diría que estaba poseída por una fuerza sobrenatural que le hacía retorcerse en una danza descontrolada, girando sobre sí misma y a ratos arrastrándose por el suelo. Ahora comprendía por qué había insistido tanto en venir a ver el amanecer desde el castillo cuando por fin conseguimos salir de la biblioteca.
Reconozco que no pude evitar fijarme en sus pechos. Muy bien puestos para su edad que, aunque nunca me la había dicho, debía rondar los cuarenta y cinco o cincuenta. Empezó a frotárselos y los pezones se le erizaron, ganando en turgencia y provocándome una extraña excitación que iba desde un escalofrío por la espalda a febriles sudores por la frente. O estaba al borde de la pulmonía por el frío que hacía (y por estar en lo alto de un castillo medieval viendo amanecer en pleno mes de diciembre) o me estaba poniendo cachondo. A estas alturas de la película todo podía ser.
Imaginé cómo poco a poco iban llegando otras presencias, atraídas por los cantos de Paz, quién sabe si volando en sus escobas, para acompañarnos en nuestra danza diabólica, en nuestro ritual satánico. Todas ellas y yo, el único hombre. El licántropo macho cabrío, el mismísimo Satán, al que no le importó desnudarse también ante ellas y presentarles, orgulloso, su enorme verga, erecta y lista para la cópula.
Cuando me quise dar cuenta, tenía la cabeza de Paz en la entrepierna moviéndose de arriba abajo, despacio al principio y más rápido después. Yo también estaba entrando en éxtasis. También sentía una presencia ajena dentro de mí. Una sensación conocida pero descontextualizada y magnificada.
Cuando ya estaba a punto, le aparté la cabeza para no eyacularle en la boca. Ella se levantó, aún semidesnuda, y puso los brazos en cruz, arqueando la espalda hacia afuera, cerró los ojos y respiró la fría y pura brisa matutina que las llanuras que Machado elogiaba en sus Campos de Castilla nos ofrecían. Todo un regalo para mis sentidos, capaces por primera vez en meses de olvidarse de Juanjo y de la vida que quería estar llevando con él en Barcelona, para centrarse sólo en disfrutar de aquel festival de sensaciones.



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