martes, 21 de febrero de 2012

CAPÍTULO XIII: Elemental, querida Watson.

XIII
ELEMENTAL, QUERIDA WATSON

            Aunque aquella cena con Paz no era del todo una más, tampoco estaba siendo tan incómoda como en principio había imaginado. Si bien la noticia de María Victoria había desplazado en escala de importancia el acto de la felación, aquello seguía presente entre ella y yo como una pesada losa de latente tabú. Sobra decir que Paz conocía de primera mano los detalles de mi relación con Juanjo. Es más, era de las pocas personas de mi círculo manchego, junto con Amira, con la que podía hablar abiertamente del tema sin tener que recurrir a palabras ambiguas o expresiones neutras.
            Había roto el hielo relatándole la visita sorpresa de la concejala y la aún más sorprendente noticia que traía consigo.
            -Así que al final nos soltó que era más que probable que este mes no cobráramos porque el Ayuntamiento está sin un puto duro, ¿qué te parece? –había terminado la historia, así que ya no iba a tener más remedio que sacarle el tema–. En fin –titubeé–… Que yo también quería que habláramos de lo que pasó anoche…
            -¿El qué? ¿lo de la biblioteca? ¿lo de la misteriosa mujer? ¿lo de la inquietante pintada en la pared? –como tantas otras veces, no sabía si Paz bromeaba o hablaba en serio.   
-De lo otro, Paz, de lo del castillo…
-No recuerdo, creo que fui poseída. No recuerdo nada de lo que pasó.
Ya entendía. Paz había decidido correr un tupido velo y hacer como si no hubiera pasado nada. O, mejor, mantenerlo como un difuso acontecimiento mezcla de fantasía y realidad, que más adelante podría utilizar como anécdota a partir de la cual inventarse un nuevo cuento. Y quizá eso fuera lo mejor. En mí dejaba la decisión de otorgarle más o menos importancia, de contárselo a Juanjo o de pasar página sin decirle nada.
Como si estuviera leyendo mis pensamientos y terminando de convencerme por cuál de las dos opciones debía decantarme, Paz me miró profundamente y me dijo:
-Yo creo que lo más importante ahora es que decidas qué vas a hacer, aunque antes de irte a Barcelona deberías investigar un poco más –sabía que pronto iba a empezar a novelizar los hechos–. Yo, por lo menos, no me iría tranquila sabiendo que mi jefa procede de una de las castas brujeriles más peligrosas del pueblo, que ha estado al borde del suicidio por una investigación que otra bruja con un importante cargo político ha emprendido en su contra en buena medida por mi culpa, que hay una mujer desconocida que acude de madrugada a mi puesto de trabajo para revolver entre mis cosas a fin de obtener información sobre mi y que podría tener algún tipo de relación con un fallido incendio del que hubiera pretendido responsabilizarme, que en el depósito de la biblioteca donde trabajo se esconde el terrible secreto de alguien que dejó en sus paredes una huella de su calvario en forma de mensaje escrito seguramente para pedir auxilio quizá en la época en que aquel espacio se utilizaba como almacén de pócimas mágicas y sede de encuentros clandestinos para adorar a Satán, que se acababa de prender la mecha de una dinamitada situación laboral que prometía importantes enfrentamientos…
-Vale, vale, Paz, para, para –frené la retahíla que estaba soltando en un momento. Respiré a fondo y fui desglosando todo lo que me acababa de decir. No dejaba de ser un buen resumen (teatralizado, eso sí) de todo lo que me había pasado en menos de una semana. Lo más llamativo era que había acusado a la noctámbula loca del incendio, que yo estaba seguro de no haber provocado por olvidar apagar la calefacción como todos pensaron. No me pareció ninguna tontería. Igual que entró en la biblioteca anoche para revolver mis cosas podría haberlo hecho la noche anterior para encender la calefacción y provocar el incendio. Incluso se podría ir más allá y relacionarla también con la pintada en la pared del depósito. Paz, en un desliz inconsciente por aumentar los tintes fantásticos de la historia, pensaba que esa pintada era del siglo XVI por lo menos. Una disparatada idea que podría resultar más verosímil si admitíamos que aquella pintada era de hace unos años como mucho. Y que había sido escrita por alguien que no quería irse  porque había aprendido mucho allí. La misma persona capaz de manejarse a oscuras por la biblioteca y que conocía a la perfección la contraseña de la alarma.
-¿Sabes una cosa, Paz? –anuncié–. Puede que tengas razón. Y te digo más, yo creo que quien estuvo mirando mi ordenador anoche no sólo fue la que provocó intencionadamente el incendio para inculparme de algún modo, sino que además fue la que escribió aquella frase en la pared del depósito. Mañana mismo voy a hablar con Antonio el archivero. Creo que él puede ayudarme a darle un poco de luz a todo esto.
-Entonces… –respondió ella, con los ojos brillantes de emoción– ¿Estás pensando lo mismo que yo?
De camino a mi habitación con la firme intención de meterme sin preámbulo alguno en mi sofá-cama para calmar mi urgente necesidad de sueño, giré la cabeza y dedicándole un guiño de ojo, le dije:
-Elemental, querida Watson, elemental.




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