VI
LA
BRUJA DE MI JEFA
(¿o
mi jefa la bruja?)
1ª Parte.
Era
desolador ver la imagen de aquellos libros quemados y metidos en bolsas de basura. Me venían a la cabeza
alguno de los vergonzosos capítulos de la Historia donde fanatismo y censura
han convertido en práctica habitual la quema de libros por parte de poderes
políticos y eclesiásticos para privar a la sociedad de un conocimiento y unas
ideologías que no interesaba difundir.
Tras la
primera llamada, volví a hablar con Amira y los dos estuvimos de acuerdo en ir
a echar una mano a MariCruces y Gerardo. Leo, en cambio, aprovechó para
escaquearse como hace siempre que ve avecinarse un trabajo extra. Además no
estaba la jefa para hacerle la pelota y desde el Ayuntamiento nos habían
autorizado para no ir a trabajar mientras se arreglaba todo. El balance de
pérdidas eran esas dos bolsas con libros, unos veinte en total, la mayoría de
matemáticas y ciencias naturales –viejos
y bastante desfasados, la verdad–, la estantería que los almacenaba y la
madera del lateral del mostrador que había quedado ennegrecida por el humo pero que no había llegado a
quemarse. MariCruces decía que eso se le iba con un paño húmedo y un poco de
alcohol.
Las
películas de Jackie Chan, Bruce Lee y de Steven Seagal, las del ciclo de cine
erótico que vinieron de regalo con El País, las revistas de cotilleos y
de salud y alimentación y, sobre todo, los tres ordenadores con conexión a
internet que teníamos y que componían los bienes más preciados de la biblioteca
para los daraquieleños, afortunadamente no se habían visto afectados. Por
triste que resultara reconocerlo, aunque hubieran sido más o de otras materias
los libros perdidos en el incendio, casi nadie los hubiera echado en falta. Y
es que la mayoría de días mi trabajo de bibliotecario apenas se diferenciaba
del de un dependiente de videoclub, quiosco de prensa o locutorio.
-Vaya
despiste, eh, Dani– dijo, yo creo que por cuarta vez, MariCruces. Por más que
lo repetía, nadie creía que yo no había olvidado apagar la maldita calefacción.
-¿Y si la
encendió alguien después de que yo me fuera?– respondí, pensando en voz alta.
Todos se echaron a reír, menos yo. –¡Lo digo en serio!– añadí ya enfadado.
-Sí,
claro, las brujas...– no la dejé terminar.
-¿Cómo
has dicho?
MariCruces
había dicho las brujas como podría haber dicho los trabubus de Trabubulandia de
Los delinqüentes. El problema lo tenía yo que después del desayuno con
Paz me había quedado con esa idea metida en la cabeza. Y soy persona de mollera
dura. Estaba dispuesto a zanjar aquella disparatada hipótesis para recuperar un
poco de cordura. O eso creía.
La oportunidad se me sirvió en
bandeja cuando Amira dijo que convendría llevarse otro lote de revistas y
periódicos al Archivo para hacer un poco de hueco y reorganizar. Generalmente,
los vamos almacenando en el depósito de la biblioteca (léase heladora cámara
subterránea, oscura y mugrienta
habitada por toda clase de bichos) hasta que no caben más y pasan entonces a
mejor vida. Nunca mejor dicho porque el Archivo de Daraquiel es una maravilla.
Goza de edificio propio y unas instalaciones envidiables. Al parecer, se creó a
raíz de una importante subvención de la Diputación que la jefa se atribuyó
haber conseguido en toda la prensa local luciendo sus mejores galas, y no se
escatimó en gastos. Es otra de las paradojas de un pueblo con una de las tasas
de analfabetismo más altas de la zona. Que cuenta con un reluciente Archivo
Histórico que apenas recibe visitas porque si la gente no sabe leer ni escribir
difícilmente van a ponerse a investigar, y unas instalaciones deportivas dignas
de unas olimpiadas regionales; pero que tiene un colegio público y una
biblioteca municipal al borde del derrumbe, equipados con un mobiliario de
subasta de tómbola benéfica.
-¡Voy yo!–
me apresuré a decir antes de que se me adelantara nadie, aunque sabía que
Antonio el archivero no es muy del agrado de Amira y que Gerardo no iba a tener
muchas ganas de moverse. Hasta ofrecí transportarlos en mi coche para no perder
tiempo llamando al Ayuntamiento para que nos trajeran el camión de servicios
municipales.
Así que tardé poco en llegar y
allí estaba, enfrascado en su mundo hecho a medida, Antonio el archivero. Un
hombre peculiar desde luego, pero que a mi me caía bien y creo que yo a él
también, a juzgar por la palmadita en el hombro que me daba cada vez que me
veía y la frase con que me saludaba “Hombre, ya tenemos aquí al muchacho
sureño”. No era mala persona, sólo había que saber tratarle. Era un hombre que
vivía tan apasionadamente su trabajo que a veces, si se le interrumpía, podía
resultar desagradable. Contra lo que mucha gente pensaba, siempre estaba
gestando grandes proyectos entre esas cuatro paredes, lo que pasa es que casi
nunca veían la luz, igual que él. Rostro pálido, grandes bolsas y arrugas bajo
los ojos, cuatro pelos rizados mal distribuidos en el cogote y andares de
pingüino regordete. Aquel día, precisamente, iba a descubrir uno de esos
proyectos que nunca llegó a materializarse y que iba a responder perfectamente
a mi incipiente curiosidad sobre las brujas de Daraquiel.
Fui sacando del coche las
revistas y los periódicos y empecé a ayudarle a colocarlos. Parecía que hoy sí
le apetecía algo de compañía y conversación, así que aproveché para decirle:
-El otro día me vinieron dos
chicas a pedirme información sobre la leyenda de las brujas de Daraquiel.
-Ah, ¿sí? ¿Quiénes?– respondió
él, muy interesado.
Suerte que supe improvisar
rápido:
-Dos chicas, no sé, yo creo que
de primero de carrera, de Filología o Historia que se ve que tenían que hacer
un trabajo sobre leyendas y mitos y habían escogido el tema de las brujas de
Daraquiel.
-Interesante tema.
-Sí.
-¿Tú crees en las brujas?
Me desconcertó tanto la
pregunta que tiré al suelo las dos revistas que estaba colocando en ese
momento. Antonio se echó a reír:
-Esa reacción me responde a la
pregunta. Y es normal, porque las brujas existieron y quizá existen, y no sólo
en Daraquiel, sino en todo el país.
Que me lo diga Paz pase, pero
escucharlo de boca de Antonio ya era preocupante.
-Lo que pasa es que muchas de
las brujas de Daraquiel no fueron ajusticiadas y tú bien sabes que la brujería
se transmite entre generaciones. Por eso aquí se mantiene el sobrenombre de pueblo
de brujas. Sin ir más lejos, la familia Villalonga Negrete, entre otras,
tiene antecedentes demostrables de casos de brujería.
Te cagas. Eso sí que no lo
esperaba. Villalonga Negrete. Ésos eran los apellidos de mi jefa.
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