miércoles, 21 de diciembre de 2011

CAPÍTULO I: Fría madrugada


I
FRÍA MADRUGADA


4:45 de la madrugada. Un frío que pela. Como cada dos semanas repito mi peculiar rutina: llegada de Barcelona en el tren a la estación de Alzamil de San Germán, tranquilidad al comprobar que mi coche está intacto en el mismo sitio de siempre, después de haberlo dejado allí aparcado todo el fin de semana. Abro el maletero para dejar la enorme maleta que vuelve vacía después de haber actuado una vez más de camión de mudanza, doy al contacto y enciendo la calefacción para que vaya desempañando los cristales. El viaje bien, el tramo señalizado con riesgo de ciervos superado, algún que otro gilipollas que se niega a quitar las largas y poco más. Ya casi estoy entrando en Daraquiel, pero siento que no voy a poder aguantar más y decido parar en el primer descampado que encuentro tras las primeras señalizaciones de entrada al pueblo. Tan encogida la tengo que me cuesta apretar para que salgan apenas unas gotas de pipí que, conforme van llegando al suelo, parecen ir congelándose.

Me meto rápidamente en el coche, y subo la calefacción para recuperar la temperatura corporal. Es entonces cuando veo que tengo un papelito en el limpiaparabrisas. Mierda. Saco la mano por la ventanilla, y cuando lo cojo compruebo que no era un papel, sino dos. Y no eran propaganda.

Ni siquiera los miro, y los dejo directamente en el asiento del copiloto. Tenía tanto frío y las manos me temblaban tanto que decido esperar un rato antes de seguir conduciendo. Pero de repente, por el espejo retrovisor, intuyo un movimiento en los asientos traseros. Parece que hay alguien más en el coche.

La situación me paraliza de tal manera que me impide siquiera girar el cuello para mirar detrás; y el reflejo del espejo es demasiado difuso con la oscuridad y la niebla. Sólo sentía una respiración fuerte y entrecortada, acompañada por un denso vaho tras el cual oí:

-Arranca, coño.

Mi nula capacidad de improvisación y mi poco acierto para elegir frases adecuadas en momentos de nervios volvieron a hacer gala y no acerté más que a balbucear un ridículo “¿A dónde vamos?” como respuesta, lo que provocó una sonora risotada en aquel, o aquella, no sabría decir si era un hombre o una mujer. En todo caso, no parecía por la labor de ampliar sus explicaciones, así que sin más arranqué rumbo a ningún sitio.

Parecerá extraño, pero en aquel momento me inquietaba más conocer mi nuevo destino que desvelar la identidad de la persona que se me había sentado detrás. Me daba mucho miedo volver a mirar por el retrovisor, así que puse todos mis sentidos en la carretera. Lo que faltaba. Rótulos luminosos y señales de emergencia con el mensaje “Atención, máquina esparciendo sal”. Efectivamente, en el ordenador de a bordo parpadeo y “riesgo de hielo”. Y la maldita voz del GPS repitiendo una y otra vez que diera la vuelta en la próxima salida. Maldita pero oportuna voz porque gracias a ella aparté la vista de la carretera por unos segundos para dirigirla a la pantalla del navegador. Indicaba una nueva ruta que aunque no era la inicialmente prevista para aquella fría madrugada, también me resultaba familiar. A mi y a ella. Ahora ya sabía a quién tenía sentada detrás:

-¿Me vas a decir ya qué pasa?- le pregunté.

Ella seguía callada, diría que tiritando y mirando por la ventanilla. Ya podía verla más claramente a través del retrovisor gracias a las lúgubres luces de las primeras farolas del pueblo.

-¿No has visto las notas?- me dijo ella.

-¿Qué notas?

-Las que te dejé en el limpiaparabrisas.

-¿Las multas?

-¿Qué multas?

-Yo que sé, las que me han puesto...
-¡Anda ya, multas! Tira para mi casa, que me congelo.



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