martes, 10 de enero de 2012

CAPÍTULO VI (2ª parte): La bruja de mi jefa (¿o mi jefa la bruja?)

2ª Parte.
Antonio el archivero tenía una oratoria fascinante, de persona realmente culta. Pero en su discurso pronto se vislumbraban, a mi parecer, datos inevitablemente edulcorados, por decirlo de alguna manera. Quizá porque sus obsoletas convicciones religiosas ganaban a las evidencias históricas.
Para él, el genocidio sistemático de la Inquisición era simple “mala prensa”. Decía que a los acusados se les ofrecía la posibilidad del edicto de gracia, que los inquisidores eclesiásticos sólo aplicaban sanciones espirituales como rezos y ayunos y que, como mucho, a los que no se arrepentían, se les excomulgaba. Que eran las autoridades civiles quienes aplicaban las sanciones más duras  de confiscación de bienes y/o muerte en la hoguera.
- Pero, ¿quiénes les habían perseguido y acusado, Antonio? – lancé, sin pensar, mi pregunta retórica.
- Vecinos enemistados por enfrentamientos personales de posesión de tierras casi siempre.
Ahí sí le daba la razón. Cuánta gente debió aprovechar la situación para vengarse de alguien acusándole de hereje o de brujería. Aunque esa respuesta no hacía más que reafirmar mi idea de que la Inquisición eclesiástica había sido tanto o más culpable de las persecuciones y ejecuciones que los poderes civiles. Además, para mí eran más reprobables, si cabe, por haberse hecho abanderadas por una religión cuya deidad proclama la compasión y el perdón. Pero tampoco iba a discutir con él, primero porque no llegaríamos a un acuerdo y segundo porque mi única intención en aquel momento era saber si tenía que seguir considerando a esa mujer como la bruja de mi jefa o si debía empezar a verla como mi jefa la bruja.
- De hecho – continuó relatando Antonio –, muchos de los procesos empezados terminaban con la absolución por falta de pruebas.
Ya íbamos llegando a la parte interesante. Me limité entonces a escucharle. Antonio dejó los periódicos, me hizo un gesto para que yo también los dejara y con su peludo y gordo dedo índice me invitó a seguirle, mientras continuaba hablando:
- De los cinco casos documentados de brujería en Daraquiel, sólo uno terminó con la quema en la hoguera: el de Justina Negrete.
Era fácil ir metiéndose en la mentalidad y el temor de aquella época en un sitio como el Archivo de Antonio. Sólo rompía el encanto que tuviera un instrumental tan moderno. Me llevó a una sala donde había tres archivadores compactus, que con lo que debieron costar casi podría haberse contruido una biblioteca nueva, y que yo sólo había visto antes cuando trabajaba de becario en la biblioteca de la universidad. No pude evitar sonreírme recordando los buenos momentos que pasé en aquella época junto a mis compañeras. Éramos “las becarias precarias” (es justo decirlo en femenino porque yo era la única representación masculina del grupo), y superábamos las miserias de nuestros sueldos haciendo trastadas siempre que podíamos. Me acordé de la que hicimos utilizando, precisamente, aquella virguería del mobiliario archivístico para darle un susto a Ana, una de ellas. Un año inolvidable al que puse fin cuando me saqué la plaza de bibliotecario en Daraquiel. Decisión que en su momento ni dudé en tomar, era el objetivo alcanzado después de casi tres años preparando las oposiciones, pero de la que ahora me arrepentía más de una vez. Claro que después pensaba en el infierno del trabajo de teleoperador que tenía por las tardes, para subsistir junto con el sueldo de becario, y en seguida recordaba porqué lo hice. Estar metido en aquel corral de loros repitiendo una y otra vez el mismo ridículo argumentario a miles de personas para venderles una fantástica y “maravillosísima” nueva tarifa plana ha sido una forma de ganarme la vida que intentaré no tener que repetir nunca. Aunque nunca digas nunca.
Antonio empezó a sacar del compactus carpetas del tamaño de láminas A-3 y las fue dejando encima de la mesa. Con sumo cuidado se puso unos guantes de algodón que tenía guardados en una funda de nylon (que también podía haber sido de poliéster o triacetato de celulosa, lo importante era que no tuviera PVC en su composición, según me dijo, por cuestiones de conservación y manipulación de documentos), y fue abriendo las carpetas. Por un momento me sentí un privilegiado por poder contemplar lo que había en su interior, aunque fueran simples reproducciones escaneadas. Los guardaba con tanto mimo como si fueran los legajos originales del Archivo Municipal de Toledo.
- Aunque correspondan a casos de brujería documentados aquí, se guardan allí porque Daraquiel estaba bajo la jurisdicción del Tribunal de la Inquisición de Toledo – dijo Antonio como apenado –. Y no creas que me fue fácil conseguir estas reproducciones en su momento porque aunque ahora hasta las ofrecen en la página web sin tener que acreditarte como investigador ni nada, por aquel entonces había que superar toda clase de obstáculos burocráticos.
Antonio parecía albergar aún el recelo de algunos archiveros tradicionales ante la difusión y accesibilidad que internet permite. Nada más que había que ver el complejo método con que manipulaba unas simples fotocopias a color, como dando a entender que sólo una persona altamente cualificada como él podía hacerlo. Hasta me dio miedo acercarme a ellas más de la cuenta por si mi respiración o la posible actividad química que desprendiera mi cuerpo las pudiera amarillear o contaminar de hongos y microorganismos. Ésas eran el tipo de estridencias que a Antonio le costaban en el pueblo el calificativo de hombre raro.
- ¡Eureka! – exclamó de repente –. ¡Éste es! Aquí se narra el proceso llevado contra Justina Negrete – dijo, acercándome levemente el documento alusivo a la que debió ser la tata-tatarabuela de mi jefa, porque según ponía fue procesada en 1542.
Antonio siguió:
- Justina Negrete pertenecía a una familia de labradores adinerados, dueños de importantes terrenos. Era muy conocida en el pueblo por sus dotes como curandera, con ungüentos que preparaba ella misma y a veces también ejercía de comadrona. Era viuda y vivía con dos de sus hijas porque sus otros tres hijos varones murieron al poco de nacer. Se le acusaba de necromancia y brujería. Cuentan que era habitual verla pasearse desnuda por los alrededores del cementerio, portando en la mano un candil o una vasija donde debía guardar los restos de cabello, dientes o huesos que profanaba de las tumbas.
Analizando la historia sorprendía escuchar la cantidad de tópicos que encerraba. Otra versión de mujeres siniestras y poderosas, excluidas socialmente, indecorosas, devoradoras de sexo, que acababan con los hombres que se les acercaban cual mantis religiosa, celebraban aquelarres en los cementerios y dedicaban el tiempo sobrante a fabricar toda clase de venenos y polvos diabólicos. Candidatas perfectas para una misógina represión que las castigaba por haberse rebelado a su rol social de esclavismo y anulación frente al hombre, en un contexto marcado por las rivalidades personales y una Iglesia corrupta liderada por clérigos supersticiosos e ignorantes que transmitían el temor a la presencia del demonio y la hostilidad hacia los cambios que se estaban gestando en la sociedad.
- En el proceso de Justina Negrete fueron muchas las personas que declararon contra ella, y estas denuncias se consideraron válidas tras la investigación de los inquisidores. Se le terminó acusando de delitos contra la moral y las buenas costumbres por posesión de libros e imágenes obscenas que escondía en pasadizos ocultos bajo su casa – Antonio detuvo por un momento su narración y me miró fijamente, pensé que era para comprobar si mantenía la atención –. ¿Habías oído alguna vez que bajo Daraquiel existe una ciudad subterránea?
- No, creo que no – dudé en contestar, por un momento pensé que era una pregunta trampa.
- Pues sí. Todo el pueblo está oradado por infinidad de túneles y grutas subterráneas, algunas de ellas incluso comunicadas entre sí. Se cree que muchos de esos pasadizos sirvieron de cobijo para la celebración de aquelarres clandestinos y como almacén de los ingredientes que las brujas usaban para sus pócimas. Hoy día sigue habiendo muchas casas que los mantienen como despensa para conservar frescos los alimentos. Incluso tú, muchacho sureño, conoces de primera mano uno de ellos.
No hizo falta que dijera más para saber a cuál se refería.
- ¿El depósito de la biblioteca? – pregunté por confirmar.
- ¡Exacto! – respondió él, con la satisfacción de un maestro cuando un alumno demuestra su aprendizaje –. Y también dicen que hay una de esas cuevas subterráneas bajo la casa de tu jefa.
Otra vez ella. Ya no sabía qué pensar.
- La sentencia final – continuó – fue la abjuración de vehementi, es decir, que se consideró que las sospechas eran lo suficientemente vehementes como para acusarla. Su auto de fe se celebró en la Plaza de Zocodover de Toledo el 12 de enero de 1542 y terminó quemada en la hoguera.
- Ya… – no pude disimular que mi interés inicial se estaba convirtiendo en cierta incredulidad.
- ¿Qué pasa? – Antonio pareció leerme el pensamiento –, ¿te  parecen patrañas de catetos ignorantes y supersticiosos, verdad?
Asentí honestamente.
- Pues a mi también me lo parecían, pero entonces ¿por qué crees que tu jefa hizo todo lo posible para que no se publicara mi investigación sobre las brujas de Daraquiel? ¿Por qué no permitió que todo esto saliera a la luz con el buen reclamo turístico que hubiera supuesto para el pueblo?
De vuelta a la biblioteca fui pensando en toda la historia de la tal Justina Negrete y me vino a la cabeza uno de los refranes de MariCruces que venía muy al caso:
- Ni pueblo sin brujas, ni hervor sin burbujas, ni cesta de brevas sin papandujas.



1 comentario:

  1. Por cierto, que aquí no veréis ni una sola falta, ni una sóla tilde mal puesta o sin poner y ni una puntuación incorrecta, gracias a la supervisión previa de mi corrector ortográfico humano particular... ¡Gracias, pequeño lasio!

    ResponderEliminar