lunes, 26 de diciembre de 2011

CAPÍTULO V: Ni el aire si puede ser


V
NI EL AIRE SI PUEDE SER

Érase una vez una mujer de edad indefinida que vivía en un gran caserón junto a montones de animales abandonados que había ido recogiendo durante años. En su mayoría gatos y perros, a los que después intentaba conseguir nuevos hogares. Una improvisada y clandestina protectora formada a base de convicción y bondad. Por la casa de Paz también habían pasado tórtolas cojas, gorriones con el ala herida, conejos moribundos y una vez hasta un zorro que encontró atropellado en la carretera y al que finalmente tuvo que dejar escapar para que no le costara un disgusto. De todos ellos, su preferida era, con diferencia, Tree, una simpática chucha idéntica a Sproket, el perro de los Fraggles Rock, y a la que le había puesto ese nombre por haberla encontrado encadenada a un árbol con una correa de pinchos. A Paz no le importaba gastarse el poco dinero que tenía en los tratamientos veterinarios de sus animales porque consideraba que era la mejor inversión que podía hacer, algunos meses mejor incluso que pagar la hipoteca y las facturas, circunstancia que su hermanastra estaba aprovechando para intentar desahuciarla.
Paz soñaba con ser como una trovadora de la Edad Media e ir por el mundo contando sus cuentos. Por ahora, sólo lo había conseguido unas cuantas veces en algunas de las bibliotecas municipales de la región –la  de Daraquiel entre ellas, que fue cuando nos conocimos– pero  vivía con la esperanza de algún día dedicarse a ello y poder abandonar el negocio familiar, una antiquísima imprenta que antaño vivió su época dorada y que ahora se mantenía más por cabezonería y sentimentalismo que por verdadera rentabilidad. Para Paz aquella imprenta era todo lo que le quedaba de la única persona de su familia a la que había querido, su madre.
Y es que el cuento de la vida de Paz estaba protagonizado por auténticos villanos y malvadas reinas que habían traicionado todo vínculo sanguíneo por el dinero, y sólo querían aprovecharse de ella y hacerle daño. Por eso había decidido ver y vivir la vida –la suya y también la de los demás– como una historia imaginaria en la que, aún sin final feliz, siempre había una moraleja que aprender y una esperanza a la que aferrarse.
Convivir con ella y todo su séquito faunístico no era fácil, pero con el tiempo empezaba a acostumbrarme. Sacrificaba mi carácter metódico e intentaba desarrollar nuevas facultades aprendidas de ella. Hacía grandes esfuerzos por preferir el olor a leña quemada de la chimenea al de la fragancia marina del suavizante que usaba para la ropa, y había dividido en dos mi fondo de armario: las prendas más nuevas y arregladas habían ido directamente a Barcelona al piso de Juanjo (es lo bueno que tenemos, que podemos compartir ropa) y las que antes usaba para los días de campo o para hacer deporte eran ahora mi vestimenta diaria. Gané en comodidad y perdí en moda y autoestima, porque además aproveché la coyuntura para dejarme barba y cambiar las lentillas por las gafas de culo de botella. Paz me enseñó la gran lección de diferenciar entre lo superfluo y lo vital. Gracias a eso también estaba ahorrando como nunca, salvo en comida porque –y  ahí sí que era absolutamente tajante– Paz  no consentía en su nevera ni un solo producto envasado artificialmente. Como mucho, aquellos que tuvieran en su etiquetado el certificado de procedencia de agricultura o ganado ecológico (aunque ella era vegetariana), “sanísimos y naturalísimos” pero el doble de caros. Por eso muchos días compraba a escondidas en el único supermercado de Daraquiel los abominables pero prácticos y económicos platos precocinados de la sección de refrigerados. Y allí dejaba los contaminantes residuos como quien se está deshaciendo de la prueba del delito. Demasiado que ya había invadido la habitación que había acondicionado para mi con todas las cajas que albergaban todo lo que Juanjo y yo habíamos ido acumulando durante más de cuatro años de convivencia, y que yo intentaba ir llevándome poco a poco a Barcelona cada vez que iba, como para encima no amoldarme a sus normas. Como tenía turno partido, desde las nueve de la mañana que salía de casa de Paz hasta las nueve de la noche que regresaba, sólo hacía allí desayunos y cenas, los almuerzos me tocaban siempre en la biblioteca, libre de sus discursos ecologistas. Aunque comer sólo es tan triste que hubiera preferido también a mediodía sus rábanos crudos y sus coliflores hervidas con tal de poder hablar con alguien. Los libros contienen muchísima sabiduría pero no siempre hacen compañía, al menos no la que se necesita a la hora de comer.
Los desayunos, como decía, sí que los compartíamos. Paz, yo, Tree y todos los demás; y a decir verdad, era de los mejores momentos de mis rutinarios días. Ella aprovechaba para contarme las últimas fechorías de su hermanastra, su padre o su tío y yo a veces le contaba alguna anécdota de la biblioteca. Solía ser mucho más largo su discurso que el mío, salvo ésa mañana en que yo le estuve contando lo de Amira y lo de la jefa.
-¿Ves? Y después te ríes de mi cuando te digo que la vida es como un cuento.
En este caso no la podía contradecir y no tuve más remedio que asentir con la cabeza. Era verdad que en dos días mi previsible y monótona vida de bibliotecario de pueblo se estaba convirtiendo en una insólita sucesión de acontecimientos sorprendentes y bastante escabrosos.
Lo peor es que estaba a punto de recibir una llamada de Amira que iba a seguir alimentando la idea de un particular y recién estrenado cuento de misterio, en el que por hache o por be, yo parecía ser el protagonista. Me llamaba para decirme que no teníamos que ir a trabajar aquella mañana porque se había producido un pequeño incendio en la biblioteca y que, aunque habían conseguido sofocarlo rápido porque los vecinos sintieron en seguida el humo y avisaron, algunas estanterías con libros y parte del mostrador de la entrada se habían quemado, así que iban a cerrar al público durante las horas de la mañana para recoger y limpiar un poco. Todo parecía indicar que había empezado desde el aparato de calefacción, justo el que está encima de mi mesa, o sea, que ya casi habían decidido que el motivo del incendio había sido por un despiste mío de no haberlo apagado anoche cuando me fui. Sin embargo, yo estaba seguro de que no se me había olvidado porque apagar la calefacción formaba parte de las comprobaciones sistemáticas de antes de cerrar. Luces, ordenadores, ventanas, alarma y calefacción. Todos los días lo mismo.
-Bueno, Dani, precisamente por eso se te podría haber pasado– dijo Paz cuando se lo conté.
-Que no, de verdad, que estoy seguro de que la apagué. Además que hace un montón de ruido cuando está encendida– igual que la campana extractora de tu cocina, pensé en hacerle la comparación pero al final preferí obviarla por si acaso se la tomara a mal– y  apagarla es como la liberación del día.
Paz se quedó en silencio un rato, en lo que Tree aprovechó para mordisquear la zanahoria cruda que tenía en la mano. Luego, como efectivamente sabía que haría, se la siguió comiendo ella sin ningún escrúpulo. Mientras masticaba la zanahoria y los restos de baba de Tree dijo:
-¿Sabías lo que dicen de Daraquiel?
-No... ¿el qué?
-De Daraquiel, ni el aire si puede ser.
-¿Y eso qué quiere decir, Paz? ¿ya estás con tus cuentos?
-No, no, es un refrán popular. ¿No sabías que Daraquiel es pueblo de hechiceras y brujas?
-Venga ya, Paz, no me tomes el pelo.
-De verdad... Al parecer muchas de las hechiceras acusadas por la Inquisición iban a parar allí. No sé muy bien por qué, y tampoco sé cuánto hay de verdad y cuánto de leyenda, pero de siempre se ha dicho que Daraquiel es pueblo de brujas y eso, que si alguna vez vas, ni el aire si puede ser.
Igual empezaba a volverme loco o a lo mejor la convivencia con Paz empezaba a contagiarme de su distorsión entre fantasía y realidad. O la vida en la España profunda me iba pasando factura de sus supersticiones. El caso es que no me parecía tan descabellado pensar que algo sobrenatural, entendido como fuera de lo normal, estaba pasando. El miedo desmesurado de Amira, la inspección de los del Ayuntamiento, el supuesto intento de suicidio de la jefa, la acusación de Leo y ahora lo del incendio. Demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. Muchas coincidencias para dejar de explicar como casualidades y empezar a atribuir a causalidades provocadas por la mano de alguien que quisiera hacerme daño. Alguien a quien yo, consciente o inconscientemente, había desafiado. Alguien con la maldad suficiente y el poder sobrehumano de una bruja.




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