V
NI EL AIRE SI PUEDE SER
Érase una vez una mujer de edad
indefinida que vivía en un gran caserón junto a montones de animales
abandonados que había ido recogiendo durante años. En su mayoría gatos y
perros, a los que después intentaba conseguir nuevos hogares. Una improvisada y
clandestina protectora formada a base de convicción y bondad. Por la casa de
Paz también habían pasado tórtolas cojas, gorriones con el ala herida, conejos
moribundos y una vez hasta un zorro que encontró atropellado en la carretera y
al que finalmente tuvo que dejar escapar para que no le costara un disgusto. De
todos ellos, su preferida era, con diferencia, Tree, una simpática chucha
idéntica a Sproket, el perro de los Fraggles Rock, y a la que le había
puesto ese nombre por haberla encontrado encadenada a un árbol con una correa
de pinchos. A Paz no le importaba gastarse el poco dinero que tenía en los
tratamientos veterinarios de sus animales porque consideraba que era la mejor
inversión que podía hacer, algunos meses mejor incluso que pagar la hipoteca y
las facturas, circunstancia que su hermanastra estaba aprovechando para
intentar desahuciarla.
Paz soñaba con ser como una
trovadora de la Edad Media e ir por el mundo contando sus cuentos. Por ahora,
sólo lo había conseguido unas cuantas veces en algunas de las bibliotecas
municipales de la región –la de Daraquiel
entre ellas, que fue cuando nos conocimos– pero vivía con la esperanza de algún día dedicarse a ello y poder
abandonar el negocio familiar, una antiquísima imprenta que antaño vivió su
época dorada y que ahora se mantenía más por cabezonería y sentimentalismo que
por verdadera rentabilidad. Para Paz aquella imprenta era todo lo que le
quedaba de la única persona de su familia a la que había querido, su madre.
Y es que el cuento de la vida
de Paz estaba protagonizado por auténticos villanos y malvadas reinas que
habían traicionado todo vínculo sanguíneo por el dinero, y sólo querían
aprovecharse de ella y hacerle daño. Por eso había decidido ver y vivir la vida
–la suya y también la de los demás– como una historia imaginaria en la que, aún
sin final feliz, siempre había una moraleja que aprender y una esperanza a la
que aferrarse.
Convivir con ella y todo su
séquito faunístico no era fácil, pero con el tiempo empezaba a acostumbrarme.
Sacrificaba mi carácter metódico e intentaba desarrollar nuevas facultades
aprendidas de ella. Hacía grandes esfuerzos por preferir el olor a leña quemada
de la chimenea al de la fragancia marina del suavizante que usaba para la ropa,
y había dividido en dos mi fondo de armario: las prendas más nuevas y
arregladas habían ido directamente a Barcelona al piso de Juanjo (es lo bueno
que tenemos, que podemos compartir ropa) y las que antes usaba para los días de
campo o para hacer deporte eran ahora mi vestimenta diaria. Gané en comodidad y
perdí en moda y autoestima, porque además aproveché la coyuntura para dejarme
barba y cambiar las lentillas por las gafas de culo de botella. Paz me enseñó
la gran lección de diferenciar entre lo superfluo y lo vital. Gracias a eso
también estaba ahorrando como nunca, salvo en comida porque –y ahí sí que era absolutamente tajante–
Paz no consentía en su nevera ni un
solo producto envasado artificialmente. Como mucho, aquellos que tuvieran en su
etiquetado el certificado de procedencia de agricultura o ganado ecológico
(aunque ella era vegetariana), “sanísimos y naturalísimos” pero el doble de
caros. Por eso muchos días compraba a escondidas en el único supermercado de
Daraquiel los abominables pero prácticos y económicos platos precocinados de la
sección de refrigerados. Y allí dejaba los contaminantes residuos como quien se
está deshaciendo de la prueba del delito. Demasiado que ya había invadido la
habitación que había acondicionado para mi con todas las cajas que albergaban
todo lo que Juanjo y yo habíamos ido acumulando durante más de cuatro años de
convivencia, y que yo intentaba ir llevándome poco a poco a Barcelona cada vez
que iba, como para encima no amoldarme a sus normas. Como tenía turno partido,
desde las nueve de la mañana que salía de casa de Paz hasta las nueve de la
noche que regresaba, sólo hacía allí desayunos y cenas, los almuerzos me
tocaban siempre en la biblioteca, libre de sus discursos ecologistas. Aunque
comer sólo es tan triste que hubiera preferido también a mediodía sus rábanos
crudos y sus coliflores hervidas con tal de poder hablar con alguien. Los
libros contienen muchísima sabiduría pero no siempre hacen compañía, al menos
no la que se necesita a la hora de comer.
Los desayunos, como decía, sí
que los compartíamos. Paz, yo, Tree y todos los demás; y a decir verdad, era de
los mejores momentos de mis rutinarios días. Ella aprovechaba para contarme las
últimas fechorías de su hermanastra, su padre o su tío y yo a veces le contaba
alguna anécdota de la biblioteca. Solía ser mucho más largo su discurso que el
mío, salvo ésa mañana en que yo le estuve contando lo de Amira y lo de la jefa.
-¿Ves? Y después te ríes de mi
cuando te digo que la vida es como un cuento.
En este caso no la podía
contradecir y no tuve más remedio que asentir con la cabeza. Era verdad que en
dos días mi previsible y monótona vida de bibliotecario de pueblo se estaba
convirtiendo en una insólita sucesión de acontecimientos sorprendentes y
bastante escabrosos.
Lo peor es que estaba a punto
de recibir una llamada de Amira que iba a seguir alimentando la idea de un
particular y recién estrenado cuento de misterio, en el que por hache o por be,
yo parecía ser el protagonista. Me llamaba para decirme que no teníamos que ir
a trabajar aquella mañana porque se había producido un pequeño incendio en la
biblioteca y que, aunque habían conseguido sofocarlo rápido porque los vecinos
sintieron en seguida el humo y avisaron, algunas estanterías con libros y parte
del mostrador de la entrada se habían quemado, así que iban a cerrar al público
durante las horas de la mañana para recoger y limpiar un poco. Todo parecía
indicar que había empezado desde el aparato de calefacción, justo el que está
encima de mi mesa, o sea, que ya casi habían decidido que el motivo del
incendio había sido por un despiste mío de no haberlo apagado anoche cuando me
fui. Sin embargo, yo estaba seguro de que no se me había olvidado porque apagar
la calefacción formaba parte de las comprobaciones sistemáticas de antes de
cerrar. Luces, ordenadores, ventanas, alarma y calefacción. Todos los días lo
mismo.
-Bueno, Dani, precisamente por
eso se te podría haber pasado– dijo Paz cuando se lo conté.
-Que no, de verdad, que estoy
seguro de que la apagué. Además que hace un montón de ruido cuando está
encendida– igual que la campana extractora de tu cocina, pensé en hacerle la
comparación pero al final preferí obviarla por si acaso se la tomara a mal–
y apagarla es como la liberación del
día.
Paz se quedó en silencio un
rato, en lo que Tree aprovechó para mordisquear la zanahoria cruda que tenía en
la mano. Luego, como efectivamente sabía que haría, se la siguió comiendo ella
sin ningún escrúpulo. Mientras masticaba la zanahoria y los restos de baba de
Tree dijo:
-¿Sabías lo que dicen de
Daraquiel?
-No... ¿el qué?
-De Daraquiel, ni el aire si
puede ser.
-¿Y eso qué quiere decir, Paz?
¿ya estás con tus cuentos?
-No, no, es un refrán popular.
¿No sabías que Daraquiel es pueblo de hechiceras y brujas?
-Venga ya, Paz, no me tomes el
pelo.
-De verdad... Al parecer muchas
de las hechiceras acusadas por la Inquisición iban a parar allí. No sé muy bien
por qué, y tampoco sé cuánto hay de verdad y cuánto de leyenda, pero de siempre
se ha dicho que Daraquiel es pueblo de brujas y eso, que si alguna vez vas, ni
el aire si puede ser.
Igual empezaba a volverme loco
o a lo mejor la convivencia con Paz empezaba a contagiarme de su distorsión
entre fantasía y realidad. O la vida en la España profunda me iba pasando
factura de sus supersticiones. El caso es que no me parecía tan descabellado
pensar que algo sobrenatural, entendido como fuera de lo normal, estaba
pasando. El miedo desmesurado de Amira, la inspección de los del Ayuntamiento,
el supuesto intento de suicidio de la jefa, la acusación de Leo y ahora lo del
incendio. Demasiadas cosas en demasiado poco tiempo. Muchas coincidencias para
dejar de explicar como casualidades y empezar a atribuir a causalidades
provocadas por la mano de alguien que quisiera hacerme daño. Alguien a quien
yo, consciente o inconscientemente, había desafiado. Alguien con la maldad suficiente
y el poder sobrehumano de una bruja.
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