sábado, 24 de diciembre de 2011

CAPÍTULO IV: Una segunda madre



IV
UNA SEGUNDA MADRE

-¡Ay, Dani, hijo mío, qué disgusto más grande!
MariCruces no hacía más que llevarse las manos a la cabeza y nombrar a Dios y a todos los santos conocidos. “¡Qué mal rato he pasado!”, repetía.
Pero a pesar del revuelo que se había formado, la gente seguía entrando en la biblioteca, con la excusa de llevarse algún libro, para ver si podían enterarse de lo que había pasado. Así que Amira y yo nos tuvimos que poner a atenderles como un lunes cualquiera. Los más disimulados recogían su libro, y antes de irse preguntaban tímidamente, pero los más descarados (mucho más numerosos, porque los daraquieleños no se caracterizan precisamente por su discreción) entraban a voces en la biblioteca “¿Qué ha pasado? ¿qué ha pasado?”. Hasta hubo gente echando fotos con el móvil.
La primera hora fue un no parar de trabajar y de dar unas explicaciones que ni nosotros mismos podíamos entender ya que aún no sabíamos la verdadera historia. Una señora incluso nos vino contando su versión de los hechos:
-La directora de la biblioteca, que le ha dado un infarto.
Otra:
-No, no ha sido un infarto, ha sido una bajada de azúcar.
Estaba claro que la prudencia de Amira no se lo iba a permitir así que al final fui yo quien, con un categórico tono, desconocido para mi hasta que empecé a tener los primeros enfrentamientos con la jefa, me levanté y dije en voz alta:
-Por favor, primero por respeto y segundo porque estamos en una biblioteca y se supone que hay que mantener un moderado orden, rogamos que se calmen y se comporten como personas civilizadas y que dejen los comentarios sobre lo que ha pasado con la directora para la cola del mercado. Muchas gracias.
Amira me miró de aquella forma en que lo hace cuando piensa que me estoy pasando. Con sus negros ojos que si ya de por sí son grandes, cuando los abre de esa manera parecen multiplicarse por dos.
-Joder, Amira, es que es verdad. ¿Tú crees que es normal este marujeo?– terminé de arreglar, también en voz alta.
La expresión de la mirada de Amira se extendió a la del resto de personas que esperaban con su libro en la mano. Algunas incluso se sintieron tan ofendidas que dejaron el libro encima del mostrador y optaron por irse a regañadientes.
A estas alturas, yo ya era consciente de que había dejado de ser el gracioso sureño que había venido a trabajar de bibliotecario al pueblo para convertirme en el bibliotecario gruñón que venía de fuera. El bibliotecario colega de los muchachos adolescentes al cabrón que merecía que le rayaran el coche por haberles echado de la biblioteca cuando no se comportaban. La perenne sonrisa había dado lugar a la mirada apagada y triste de quien trabaja porque no tiene otro remedio. Lo sabía, pero ya hasta me daba igual. En ese momento sólo quería que se fuera todo el mundo para poder hablar con MariCruces y que me contara de una vez por qué la ambulancia se había tenido que llevar a la jefa.
Es muy duro sentir como algo que en principio se presentaba ante mis ojos como el idílico sueño alcanzado terminó convirtiéndose en una especie de pesadilla. Decir que no estaba contento con mi vida en Daraquiel era quedarse corto. La verdad es que era profundamente infeliz allí. Sé que, en gran medida, era por la actitud tan negativa que había tomado en los últimos meses, pero es que los alicientes de mi vida allí se habían ido perdiendo poco a poco y además el trabajo en una biblioteca de pueblo no era tan grato como en principio me había imaginado (determinante es cómo son las personas que hacen uso de ella y también cuánto margen de libertad te da para trabajar quien tengas por encima; y ni lo uno ni lo otro eran buenos en mi caso, los primeros por conflictivos y maleducados y la segunda por dictadora). El único motivo por el que aún aguantaba era el económico, que con la crisis cualquiera se atreve a dejar un funcionariado así sin más. Y además debía tener remordimientos por no estar dando gracias por tener un trabajo fijo.
Hay una frase que dice que no hay nada peor que echar la vista atrás y ver los tiempos felices desde la miseria (o algo parecido). Pues algo así era lo que me había pasado a mi.
Cuando conseguí la plaza de bibliotecario en Daraquiel, me alquilé una casa en el mismo pueblo. Un verdadero chollo. La segunda planta tenía un ático de ensueño con una terraza enorme y la bañera con jacuzzi. Pero cuando miraba por las ventanas, sólo veía campo y alguna parcela cercada improvisadamente por el primero que había decidido apropiarse de unas tierras que durante mucho tiempo parecían no haber pertenecido a nadie. Echaba de menos el bullicio de una calle del centro de la ciudad como el que veíamos desde el único ventanuco que daba al exterior del estudio de apenas cincuenta metros cuadrados que compartía con Juanjo. Era una maravilla poder andar descalzo sobre el suelo radiante, pero añoraba las zapatillas viejas que calzaba cuando andaba por las frías y viejas losas de nuestro estudio en el centro. Los dos primeros meses estuve yo sólo y después ya se vino él con Dante, nuestro perro. Aún así tampoco terminábamos de sentir como nuestra aquella casa tan grande y con tantas comodidades, ni nos terminábamos de hacer a las miradas y a los cuchicheos cada vez que salíamos a pasear o a hacer la compra. Ya no sólo era el joven sureño que había venido a vivir al pequeño pueblo de la España profunda, sino que encima se había traído a su novio y a su perro.
Juanjo y yo nunca hemos sido muy de demostraciones de cariño en público pero cuando empezamos a vivir en Daraquiel todavía menos. Y tampoco recuerdo haber llevado de capa la bandera del orgullo gay ni haber vestido a Dante con la última colección canina inspirada en Lady Gaga. Pero esas cosas se notan. Y para un pueblo de apenas cinco mil habitantes era un chisme demasiado jugoso como para dejarlo escapar.
Tres meses aguantamos. El tiempo de comprarnos el coche y encontrar un piso en la capital, que a fin de cuentas no estaba tan lejos y tampoco había tanta diferencia en los precios del alquiler. Ahí sí que volvimos a estar bien. Daraquiel sólo era mi lugar de trabajo y cuando terminaba mi jornada volvía a disfrutar del anonimato de la ciudad, donde ya no era señalado y andaba libremente por la calle sin temor a que por mi miopía o ensimismamiento dejara de saludar a Doña Julia, a Pedro el de la panadería o a cualquiera de las personas que venían a la biblioteca asiduamente y me lo recriminaban después. “Ay que ver que el otro día me viste por la calle y no me saludaste” a lo que yo contestaba reformulando la frase “Si te hubiera visto te hubiera saludado”.
Todo fue bien hasta que Juanjo, después de terminar su máster y buscar trabajo durante meses por toda la geografía española, encontró lo del Zoo de Barcelona, una verdadera oportunidad –más por lo que podía aprender que por el sueldo– que  por supuesto no iba a dejar escapar ni yo le iba a pedir que lo hiciera. Dejamos el piso, él se fue a Barcelona y yo me fui a vivir a otro pueblo todavía más pequeño que Daraquiel con Paz, una estrambótica mujer que una vez vino como cuentacuentos a la biblioteca y con la que entablé una cordial amistad. Me cobraba un precio simbólico por una habitación en su casa. A ella le ayudaba a pagar su hipoteca y a mi me permitía costear los viajes en tren a Barcelona además de la matrícula. Conseguí que me convalidaran algunas asignaturas en la Universidad de Barcelona, y elegí la modalidad de estudios online, que compaginaba la enseñanza virtual con la asistencia presencial un viernes de cada dos semanas. Haciendo cálculo de los días de asuntos propios que me quedaban por coger más los que me correspondían por concurrencia a exámenes oficiales, la cuenta llegaba justa. Un plan aparentemente perfecto, al menos en principio, hasta que viéramos si a Juanjo le renovaban o no el contrato inicial que le ofrecieron de seis meses. Pero todo se empezó a torcer por los cada vez mayores impedimentos que la jefa me iba poniendo, y que de una manera u otra propiciaron todo lo que ahora estaba pasando. Yo no era consciente de dónde me estaba metiendo ni de que mis reivindicaciones, que los sindicatos atacaron como carroña, iban a tener unas consecuencias tan nefastas.
El caso es que poco a poco la biblioteca se fue quedando vacía y por fin pudimos ir a hablar con MariCruces. Estaba en la sala de usos polivalentes, un cuartucho que habilitaban como sala de exposiciones cuando la jefa decidía traer alguna colección de fotos o de libros de algún amigo suyo y en la que otras veces se ponían cuatro mesas apolilladas y unas cuantas sillas y se ofertaba en la prensa local como sala de estudios para los universitarios que regresaban al pueblo para preparar los exámenes finales. Y en días como este lunes, en los que no estaba la jefa, era nuestro lugar de encuentro.
No sólo estaba MariCruces, sino también Gerardo, el conserje (o, como le dicen en el pueblo, el bedel) y Darío, el auxiliar administrativo que ostentaba el dudoso honor de trabajar codo con codo en su mismo despacho con la jefa (que él llamaba jocosamente “la Clinton” o “Hillary”, por haber estado casada con uno de los alcaldes que hace años tuvo Daraquiel).
-¡Ahí viene nuestro héroe!– aclamó Darío, haciéndome una reverencia cuando entré por la puerta.
-Déjate de bromas, que esta vez yo creo que ha sido en serio– añadió MariCruces cogiéndole del brazo para que se levantara.
Gerardo permanecía en silencio, como pensativo, y Amira ya empezaba a ponerse nerviosa otra vez:
-¿Otro ataque?– le preguntó a media voz a MariCruces.
-Pues mira, Amira, yo no sé si esta vez ha sido en serio o no pero yo me lo he creído –por fin empezó la tan esperada narración de MariCruces–Esta mañana ha llegado más temprano que nunca, todavía no había empezado yo a limpiarle el despacho, estaba con el suelo del recibidor, y ni me ha dado los buenos días.
-¿Y eso es nuevo?– interrumpió Darío, entre risas.
-Pues no, la verdad, porque según con el humor que venga te saluda o no, o te mira o no. Yo cuando estaba embarazada del segundo, estuvo una semana sin dirigirme la palabra y yo creo que fue porque le sentó mal que le dijera su nombre sin el “doña”. Se me escapó qué queréis que os diga, son tantos años ya que se me pasó. Vamos, que ni me miraba ni me hablaba; como la que siente una mosca revolotear, pero no era una mosca, era yo que estaba limpiándole el despacho, y tú me dirás qué sentido tiene que estuviéramos las dos ahí sin ni siquiera dirigirnos la palabra, o preguntarnos qué tal nos va, con lo largas que se hacen las mañanas...
-Al grano, MariCruces, por favor, al grano, que hemos dejado a Leo sólo en la biblioteca– le interrumpí, porque sino aquello se podría haber remontado a las batallitas de cuando estudiaban juntas en el mismo colegio.
-¡Cuidado con el niño! ¡Tendrá poca vergüenza! No te olvides que yo aquí soy como tu segunda madre y me debes un respeto– bromeó, aunque en el fondo tenía toda la razón. Gracias a ella el día a día en un lugar que cada vez se me hacía más inhóspito era un poquito más acogedor. Y no lo digo sólo por los calditos que me traía en tuppers para que dejara de comer tanta “porquería precocinada” o por el trocito de tarta de manzana que me guardaba cada vez que hacía una para su casa, sino porque de verdad nos teníamos un cariño mutuo casi tan fuerte y verdadero como el de un hijo y una madre.
-Ya sabes, MariCruces, que para mi todo lo que tú digas sienta cátedra– tampoco exageré al decir eso porque siempre que he necesitado ayuda en Daraquiel he acudido a ella, a veces incluso antes que a Amira, y he obtenido un sabio consejo, generalmente formulado como refrán popular.
-Pues eso, que no muerdas la mano que te da de comer– añadió, como no podía ser de otra forma– y déjame hablar a gusto, que para una vez que puedo...
Resumo la historia aunque pierda alguno de los detalles secundarios y muchas de las valoraciones personales de MariCruces.
 Sin saludarla, la jefa se metió directamente en su despacho y se cerró la puerta con llave. Cuando llegó Darío llamó pero al no obtener respuesta, intentó abrir con la copia que él también tiene del despacho, pero la llave no entraba en la cerradura, seguramente porque ella había cerrado desde dentro. Así que siguió llamando pero nada. Fue entonces cuando empezaron a preocuparse pensando que le podría haber pasado algo. MariCruces, que conoce todos los entresijos del edificio, sabía que se podía acceder al despacho por la ventana desde un patio interior al que se llegaba saltando una pequeña tapia. Así lo hizo Darío y se encontró el panorama de la jefa recostada en su silla. Podría haber parecido que estaba echando una cabezada (porque hasta roncaba un poco, según MariCruces) si no fuera porque en la mesa había un bote de pastillas abierto y medio vacío. Tranquilizantes de los que ella suele tomar. La intentaron despertar pero no respondía, estaba inconsciente. Y ya fue cuando tuvieron que llamar a la ambulancia.
Por eso MariCruces insistía tanto en que esta vez había sido de verdad y no como otras veces en las que se veía claramente que estaba interpretando una dolencia o un ataque de nervios que en realidad no tenía porque luego la habían visto por el pueblo tranquilamente haciendo la compra o yendo a misa. En todo Daraquiel eran conocidos sus problemas psiquiátricos y las opiniones se dividían entre quienes la consideraban de verdad enferma y quienes ponían en duda un trastorno que más bien consideraban una artimaña que utilizaba para beneficio propio cada vez que le convenía.
En todo caso, buscando explicaciones a aquel intento de suicidio o simple llamada de atención, iba a haber quien me considerara parte responsable. O, peor, el culpable directo, como efectivamente sentenció Leo cuando entró en la sala, abriendo bruscamente la puerta:
-Hay gente esperando en la biblioteca, así que por favor iros para allá– eso iba por Amira y por mi, a veces le gustaba recordarnos que nosotros éramos los auxiliares y él el técnico, aunque a efectos de trabajo todos desempeñáramos las mismas funciones –Y  otra cosa, acaban de llamar del Ayuntamiento, que se recuperará pero que los médicos han dicho que tendrá que estar una o dos semanas de baja. Ya has visto lo que has conseguido, Dani.




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