jueves, 22 de diciembre de 2011

CAPÍTULO III: Destapando la caja de Pandora


III
DESTAPANDO LA CAJA DE PANDORA

            Como Álvaro, no descarto del todo que a Amira se le haya ido un poco la cabeza y que la idea de un posible intento, o planificación de asesinato, sea bastante desproporcionada. Es cierto que mi relación con la jefa es cada vez más tirante, especialmente después de los últimos acontecimientos, y se evidencia que he dejado de ser persona de su agrado en los descarados quiebros de cabeza que me hace cuando me cruzo con ella. Pero de ahí a que quiera matarme, supongo que hay un largo recorrido.
            También es verdad que Amira, de siempre, le ha tenido un miedo exagerado. Por motivos que yo aún desconozco pero que deben ir más allá del cierto temor que se le pueda tener a una jefa soberbia, déspota y prepotente como la nuestra, pero bastante tonta. Motivos que irán saliendo a la luz conforme se vaya destapando la caja de Pandora.
            El caso es que al final no dormimos nada. Amira y Álvaro se fumaron sin contemplaciones el paquete de tabaco entero, no sé cuántos cigarros pudieron salir de allí, pero más de treinta por lo menos. Eso también me sirvió para comprender el motivo de la gravedad de la voz de ella, a veces incluso confundible con la de un hombre y de la de él, digna del Sabina de antes del infarto.
            La historia de aquel viernes en que yo no estuve, al parecer, empezó desde primera hora de la mañana; y de esta parte tendré que ampliar los detalles una vez que hable con MariCruces que es la que lo vivió todo como única testigo; además de la principal implicada claro, la jefa. Vinieron dos hombres enchaquetados y con maletín (seguro que MariCruces añade algún calificativo más cómico e irreverente porque Amira es demasiado correcta para hablar de otras personas), y anunciaron que pertenecían a la empresa que había contratado el Ayuntamiento para la auditoría que la nueva corporación política había puesto en marcha al poco de iniciar su gobierno en el pueblo. Estuvieron mirando varias cosas, pidieron varios papeles y luego se encerraron en el despacho de la jefa con ella, por lo menos durante dos horas. Me imagino a MariCruces, escoba en mano, poniendo la oreja en la puerta para enterarse de algo.
            Lo siguiente que vio, ya sí directamente Amira porque ya había entrado a trabajar y supongo que Leo también aunque a él creo que me ahorraré preguntarle nada, fue irse a los dos hombres del maletín y al poco a la jefa salir como alma que lleva el diablo (expresión literal de Amira –es curioso que con lo “progre” que es para unas cosas a veces utilice expresiones tan anticuadas– que  aún no tengo muy claro si lo dijo por lo enfadada que iba o por lo rápido que se fue).
            Después vino lo del ataque de ansiedad, todo un numerito por lo visto, que para eso sí que voy a esperar a escuchar la versión de MariCruces para poderme hacer una idea mucho más completa de cómo fue todo.
            Y, por último, lo que llevó a Amira a obsesionarse con la idea del intento de asesinato: lo que le escuchó hablar por teléfono a la jefa, más tarde cuando ya pasó todo. O lo que cree que escuchó porque ya digo que es tanto el terror que le profesa que incluso recuerdo una vez en la que tenía yo encendidos los altavoces del ordenador porque estaba viendo una serie de televisión mientras comía, antes de abrir la biblioteca, y el móvil al lado y llegó Amira y empezamos a criticar alguna de las muchas barbaridades con que más de una vez nos ha deleitado la jefa (creo que en aquella ocasión había sido a raíz de proponerle un proyecto de bebeteca para la sala infantil, y hablando de cuál sería el horario adecuado para plantear la actividad dijo algo así como que debía ser cuando las madres que trabajaran pudieran, o si no que los bebés vinieran acompañados de las criadas, una palabra que a nuestro juicio resultaba muy significativa de su mentalidad jerárquica y clasista), y de repente se quedó blanca como la leche y me mandó callar casi de una bofetada en la boca. Había confundido el sonido de las interferencias que a veces provocan los altavoces y el móvil con la voz de la jefa y se asustó tanto de pensar que podría habernos escuchado que no se quedó tranquila hasta que yo le demostré que eran los altavoces en vez de ella.
            Por eso digo que no es exagerado hablar de cierta obsesión que pudiera haberla llevado, otra vez, a escuchar cosas donde no las había. El caso es que Amira aseguraba que le había oído decir por teléfono, hecha una energúmena, que todo había sido por mi culpa y que no iba a permitir que un niñato que encima venía de fuera del pueblo pusiera en duda sus veinte años de impecable trabajo, y que me iba a enterar. Ahí la misma Amira reconoce que algunas cosas no las oyó bien, yo creo que porque ella misma se apartaba a veces ante el miedo de que la descubrieran escuchando a escondidas. Y algo sobre que ya me habían visto dormir en el coche.
            Debo aclarar esto último. Lo de dormir en el coche es verdad, pero sólo los lunes cuando vuelvo de Barcelona, porque como no vivo en Daraquiel, esa noche, viendo la hora a la que llego, no me compensa ir a casa y luego volver. Por eso aparco en una calle del pueblo que suele estar poco transitada (o eso creía yo, porque ya se me confirma que me ha visto alguien y que el rumor ha llegado hasta mi jefa) y me echo a dormir tranquilamente hasta la hora de entrar a trabajar. Algo que a mi no me parece tan raro –en el maletero siempre llevo dos cojines y un saco de dormir– porque ya lo he hecho en muchas más ocasiones (incluso antes de estar trabajando aquí), pero que por lo visto en algún momento ha debido ser la comidilla de los daraquieleños. Ahora que lo pienso sí que puede resultar llamativo el hecho de ver dormir en el coche, aparcado en la calle, al bibliotecario del pueblo. A veces no soy consciente de la imagen pública que pueden provocar alguna de mis ideas, que para mi son perfectamente razonables.
Y eso era precisamente lo que tenía pensado hacer una vez más la noche anterior, si no fuera porque Amira apareció y me llevó a su casa. Confesó que hasta se le había pasado por la cabeza que la jefa fuera a contratar a alguien, en plan sicario, para que me hiciera algo mientras dormía en el coche. Por eso fue lo de las notas en el limpiaparabrisas (Álvaro me contó después, en confidencia, que le había hecho acompañarla el sábado a Alzamil de San Germán alegando una inverosímil excusa, porque yo también le había contado alguna vez que solía aparcar el coche cerca de la estación de tren) y lo de los emails. Tampoco es la primera vez que Amira tiene problemas con su móvil porque como buena neohippie que es no está de acuerdo en ser víctima de las nuevas tecnologías. Y la sospecha de que yo no hubiera visto ni las notas ni el email –porque no se lo había contestado– y que por tanto fuera a aparcar donde siempre y a echarme a dormir como siempre a riesgo de ser atacado de improviso por el sicario de la jefa, le impidió conciliar el sueño y la llevó a terminar esperándome de madrugada a la entrada del pueblo. Álvaro, con razón, le dijo que era una locura pero conociéndola, también sabía que no iba a poder hacerla cambiar de opinión. Además, al final, cuando vio que había conseguido su propósito de dar conmigo antes de que entrara en el pueblo (también es casualidad que esperara en el mismo descampado donde yo paré a mear), tuvo que tragarse lo que le dijo antes de salir de casa: “¿Pero no te das cuenta de que es una locura? ¿qué vas a hacer, parar a todos los coches que vayan entrando en el pueblo?”. Supongo que Amira insistió tanto en que al menos le diera la razón en eso porque ella misma sentía que ante su novio y ante su compañero de trabajo había quedado como una neurótica.
Aquel lunes de trabajo prometía ser entretenido. Lo primero iba a ser escuchar la versión de MariCruces, que no iba a hacer falta preguntarle nada ya que vendría ella directamente a contármelo; y lo segundo, ver la actitud en que vendría la jefa después de todo lo que pasó el viernes.
Amira y yo salimos de su casa con más ojeras que dos osos panda:
-Oye, no vayas a decir nada de lo de esta noche, por favor. Que a lo mejor sí me he pasado –me pidió.
-No te preocupes. Me has demostrado que, por tu parte, no vas a permitir que nadie me vaya a hacer daño. Ni la jefa, ni sus sicarios.
Los dos nos echamos a reír.
Pero nuestra risa se tornó en desconcierto cuando llegamos a la biblioteca y vimos que había una ambulancia aparcada enfrente y que se llevaban a la jefa en una camilla.




1 comentario:

  1. éste me parece un poco enrevesado y difuso, pero bien resuelto. en los finales siempre dejas algo en suspenso para enganchar al lector en el próximo capítulo, en plan folletinesco, pero una buena técnica novelística...

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