jueves, 22 de diciembre de 2011

CAPÍTULO II: La casa de Amira.


II

LA CASA DE AMIRA

            La casa de Amira es como ella, sencilla y acogedora. Un poco desordenada, eso sí, pero con tantas cosas como tiene es normal. Objetos procedentes de mil sitios: telas de vivos colores de cuando estuvo de cooperante en Perú, colgadas por las paredes sin mucho criterio o amontonadas en rincones, encima de alguna mesilla; cientos de libros, muchos de ellos de la biblioteca, que mira que le tengo dicho que por favor los vaya devolviendo o que por lo menos se los preste con su carnet para que yo no me vuelva loco buscándolos cuando alguien me los pide, plantas por todas partes, los platos sin recoger de la cena de anoche encima de la mesa del salón, pero lo que más ocupa, sin duda, es la colección de instrumentos del mundo de Álvaro, su novio. Instrumentos musicales que yo no había visto en mi vida, de todos los tamaños y formas. Podría haber sido un buen momento para que me los fueran explicando uno a uno como más de una vez me habían propuesto sino fuera porque eran las cinco y media de la madrugada y todavía no sabía por qué Amira había entrado en mi coche de aquella manera y, sobre todo, qué hacía a esas horas escondida en ese descampado. No me quiso contar nada, la única pista que tenía era el mensaje de las dos notas del limpiaparabrisas que por fin pude leer una vez que aparcamos en su garaje: “Dani, soy Amira, por favor el domingo cuando llegues a Alzamil, no vengas a Daraquiel” y “Te he escrito un email, si no has abierto tu correo en todo el fin de semana, busca pronto un sitio donde puedas hacerlo por favor. A mi se me ha estropeado el móvil y no tengo forma de localizarte”. No hacía más que repetir que por favor esperara que ya me lo contaría en su casa.
Pues bien, ya estábamos allí:
            -¿Me lo vas a contar ya o quieres esperar a algo más?
            -¿Quieres un café? ¿o un té? ¿Una tila?
            La que estaba nerviosa era ella, lo mío ya era puro mal humor. No sólo arrastraba las siete horas de viaje en aquel tren-hotel de la muerte cuyas butacas debían haber sido diseñadas por la misma empresa encargada de hacer sillas eléctricas por lo letales que resultaban para los riñones y la espalda, sino también la hora larga de coche con sorpresa final incluida.
            -No, Amira, no quiero nada. Quiero que me cuentes qué está pasando. Y quiero que me lo cuentes ya. Por favor.
            Esta vez debí resultar lo suficientemente convincente, porque Amira se sentó en el sillón, yo después, y empezó su narración:
            -Bueno, pues... Es que no sé cómo decírtelo porque tampoco tengo una seguridad del cien por cien de que lo que te voy a decir es como creo que es. El caso es que no me podía quedar sin hacer nada... Me daba miedo que pudiera hacerte algo...- Amira se miraba las manos y daba pequeños golpes a la pata de la mesa con el pie, en un movimiento nervioso.
            -¿Hacerme algo? ¿a mi? ¿quién? ¿A qué te refieres?
            -Pues... es que no lo sé... La jefa... Creo, o alguien en su nombre. Es que el viernes pasaron muchas cosas cuando tú no estabas.
            Los fines de semana que me voy a Barcelona siempre intento pedirme el viernes para coger el tren de madrugada. Cuando salgo de la biblioteca el jueves por la tarde cojo el coche y hago los casi 80 kilómetros que van de Daraquiel a Alzamil de San Germán, allí suelo aprovechar para ir al cine y hacer tiempo hasta la madrugada que es cuando sale el tren para Barcelona, y ya amanezco allí el viernes por la mañana.
            -¿Qué cosas, Amira?- le pregunté algo inquieto, al final me estaba contagiando su nerviosismo.
            -Primero vinieron los de la inspección de trabajo y después fue lo del ataque de ansiedad de la jefa...- algo debió pasarle por la cabeza cuando dijo eso porque se levantó bruscamente y desenterró su bolso de una montaña de ropa, y lo abrió torpemente:- Necesito un cigarro- concluyó.
            Si ya pensaba que su melena era de rockero trasnochado, viéndolo recién levantado pude reafirmar mi idea. Primero se escucharon sus lentos pasos por el pasillo, luego un golpe que debió ser al tropezar con algo que no vio y finalmente apareció en el salón, con unos calzones que difícilmente se podrían calificar como pijama y una camiseta con innumerables boquetes. Álvaro era el prototipo de músico bohemio y desaliñado. Prueba de ello fue ver en qué consistía su desayuno: después de dar los buenos días con un desganado levantamiento del brazo derecho y una pseudomueca de sonrisa, le quitó de las manos a Amira el paquete de tabaco de liar, le terminó el cigarro que se había empezado ella y se lió otro para él. Se lo encenció y le dio una fuerte calada que pareció terminar de despertarle:
            -¿Es o no es un disparate?- dijo.
            Amira le miró enfadada y le respondió negando con la cabeza, a lo que él añadió:
            -¿No es un disparate que pienses que vuestra jefa quiere matarle?
           



           

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