jueves, 10 de mayo de 2012

CAPÍTULO XXVI: Una sola noche de dolor.

XXVI
UNA SOLA NOCHE DE DOLOR.

El acuario, apuntes de la facultad, algunos libros más, cds, dvds, más recuerdos y más adornos. Otra parte de lo que Juanjo y yo habíamos acumulado en nuestros cinco años de relación, a lo largo de nuestro periplo por la geografía española. A pesar de que yo había ido llevando lo más imprescindible primero y luego el resto en mis interminables viajes en tren desde Alzamil de San Germán, eran muchas cosas y al final tuve que pedirle a Paz el favor de dejar en su casa lo que aún faltaba. Nada estrictamente necesario para poder empezar mi nueva vida en Barcelona.
Sólo parte de un ajuar fabricado con amor e ilusión, esfuerzo, compromiso y bastante de Síndrome de Diógenes para qué negarlo. Éramos dos tontos sentimentales que nos resistíamos a deshacernos de las cosas que para nosotros significaban algo, a pesar de las tres mudanzas que ya habíamos sufrido y de ésta cuarta, aún a medias, que por las circunstancias estaba acarreando yo sólo, y cuyo fin había tenido que acelerarse dados los últimos acontecimientos. Variopintos objetos que hibernaban encerrados en cajas de plástico y de cartón, resguardadas del polvo por una enorme tela, esperando ser recogidos –en principio sin prisa, cuando se pudiera, pero ahora, con la amenaza del inminente desalojo, precipitadamente– y transportados a su nuevo hogar. A nuestro piso de Barcelona. Una labor que estaba resultando bastante más problemática que las anteriores mudanzas.
Juanjo y yo volvimos a discutir después de recibir la noticia del desahucio de Paz. Coincidió con unos días libres que él había conseguido pedirse en el trabajo y que iba a aprovechar para ir a ver a su familia. Aún poniéndome en su lugar, y con el billete de avión ya comprado, no me parecía justo tener que cargar otra vez yo sólo con unas cosas que, al fin y al cabo, eran de los dos. Porque yo también llevaba meses sin ver a mi familia. Y estaba agotado de tanta mudanza. Una egoísta actitud por mi parte que terminé reconociendo ante su razonable respuesta. “Yo nunca te he exigido viajar cargado como una mula. Lo hacías voluntariamente, por bruto y por cabezón”. Y por reparo hacia Paz y por una necesidad vital de tener de una vez por todas nuestras cosas en “casa”, matiz que a pesar de obviar, no consiguió poner fin a la pelea.
La desesperada situación de Paz me había suscitado el instintivo ofrecimiento de darle cobijo en nuestro piso, sin siquiera habérselo consultado a él. No le hacía ni pizca de gracia la idea, y así me lo manifestó cuando se lo dije. Yo respondí de malas maneras, ya sin cautela, diciendo que el piso era tan mío como suyo, que para eso estaba pagando mi mitad y acabamos como acabamos. Otra vez sin hablarnos.
Las cajas permanecían en el rincón de la que no hacía tanto tiempo había sido mi habitación en casa de Paz. Una casa que ya tampoco era suya. Su hermanastra había conseguido su objetivo alegando los recibos pendientes de la hipoteca, las “condiciones infrahumanas y poco higiénicas” en que vivía y hasta una denuncia por agresión acompañada de un parte médico donde no se reflejaba ninguna lesión. Haciendo alarde una vez más de lo rastrera que puede llegar a ser la condición humana cuando hay dinero de por medio.
Lo que más le dolía a Paz era tener que entregar apremiantemente todos sus animales a protectoras, sin poder asegurarse del trato que iban a recibir allí. Un llanto inconsolable al que sólo conseguí arrancar un esbozo de sonrisa cuando le dije que a ver si su hermanastra iba a ser más bruja que mi jefa.
Tenía el consentimiento de Juanjo para tirar aquello que no fuera necesario y, ante la duda, consultarle para decidir. Porque todo aquello tenía que subir en un único viaje. Que ése era otro tema, a ver qué hacíamos con el coche porque hasta ahora había estaba guardado sin problema en el garaje de Paz, pero tenerlo en Barcelona implicaría un gasto extra que no sabíamos si podríamos afrontar.
Así que tuve que ir rebuscando caja por caja y me topé con algunas de las postales que me mandaba cuando había estado de Erasmus en Lyon. Una romántica correspondencia, tanto por contenido como por formato, que mantuvimos durante meses. Palabras bonitas, dibujos de corazoncitos, promesas de amor eterno. Declaraciones sinceras y planes de futuro en aquel primer año que vivimos separados y tras el cual iniciamos la arriesgada experiencia de irnos juntos a un piso. Con una mano delante y otra detrás, porque él aún estaba estudiando y yo estaba a la espera de que me concedieran la beca. Cuando las mariposas aún revoloteaban en nuestros estómagos. Encontré también algunas de las manualidades que siempre nos regalábamos por nuestros cumpleaños, virguerías hechas con papel y cartulina rebosantes de ilusión y colorido. Letras de canciones dedicadas, desgarradas frases poéticas que aunque, vistas ahora, me parecieron algo ñoñas y cursis no dejaron de revolverme los buenos recuerdos. Cantidad de imborrables momentos vividos juntos, cuando las cosas eran más fáciles y las decisiones no implicaban tanto. Entendí que le seguía queriendo. No de la misma manera que el primer día pero sí con una intensidad cercana. Sin mariposas. Con madurez. Sin ansia. Con serenidad. Acomodado, eso sí, en cierta seguridad y habiendo dejado de cuidar esos detalles necesarios que avivan las relaciones de pareja. Un abandono que se había acentuado por su creciente interés por conocer a “otros” y dedicar su poco tiempo libre a chatear con ellos antes que a estar conmigo. Una situación que me hundió en las desconfianzas y en la falta de autoestima.
-¿Qué haces? –me preguntó, curiosa, Paz.
-Recordar... Y sentir... –contesté, con lágrimas en los ojos.
Cuando se percató de qué era lo que estaba mirando, se me acercó y con su voz más dulce empezó a contarme uno de sus cuentos prestados, en este caso, del siempre acertado Jorge Bucay:

Había una vez una princesa, que quería encontrar un esposo digno de ella, que la amase verdaderamente. Para lo cual puso una condición: elegiría marido entre todos los que fueran capaces de estar 365 días al lado del muro del palacio donde ella vivía, sin separarse ni un solo día.
 
Se presentaron centenares, miles de pretendientes a la corona real.

Pero claro al primer frío la mitad se fue, cuando empezaron los calores se fue la mitad de la otra mitad, cuando empezaron a gastarse los cojines y se terminó la comida, la mitad de la mitad de la mitad, también se fue.
Habían empezado el primero de enero, cuando entró diciembre, empezaron de nuevo los fríos, y solamente quedó un joven.
 
Todos los demás se habían ido, cansados, aburridos, pensando que ningún amor valía la pena. Solamente éste joven que había adorado a la princesa desde siempre, estaba allí, anclado en esa pared y ese muro, esperando pacientemente que pasaran los 365 días.
 
La princesa que había despreciado a todos, cuando vio que este muchacho se quedaba empezó a mirarlo, pensando, que quizás ese hombre la quisiera de verdad. Lo había espiado en octubre, había pasado frente a él en noviembre, y en diciembre, disfrazada de campesina le había dejado un poco de agua y un poco de comida, le había visto los ojos y se había dado cuenta de su mirada sincera. Entonces le había dicho al rey:
 
- Padre creo que finalmente vas a tener un casamiento, y que por fin vas a tener nietos, éste es el hombre que de verdad me quiere.
 
El rey se había puesto contento y comenzó a prepararlo todo. La ceremonia, el banquete e incluso le hizo saber al joven, a través de la guardia, que el primero de enero, cuando se cumplieran los 365 días, lo esperaba en el palacio porque quería hablar con él.
 
Todo estaba preparado, el pueblo estaba contento, todo el mundo esperaba ansiosamente el primero de Enero. El 31 de diciembre, el día después de haber pasado las 364 noches y los 365 días allí, el joven se levantó del muro y se marchó. Fue hasta su casa y fue a ver a su madre, y ésta le dijo:

- Hijo querías tanto a la princesa, estuviste allí 364 noches, 365 días y el último día te fuiste. ¿Qué pasó? ¿No pudiste aguantar un día más?

Y el hijo contestó:


- ¿Sabes madre? Me enteré que me había visto, me enteré que me había elegido, me enteré que le había dicho a su padre que se iba a casar conmigo y, a pesar de eso, no fue capaz de evitarme una sola noche de dolor, pudiendo hacerlo, no me evitó una sola noche de sufrimiento. Alguien que no es capaz de evitarte una noche de sufrimiento no merece de mi amor, ¿verdad madre?




2 comentarios:

  1. Genial Javi, me he emocionado leyéndolo.
    Espero verte pronto eh! Un beso.

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  2. Muchas gracias, Luisote!! Debo decir q buena parte de él lo debo a una conversación con dos buenos amigos cerrando bares en Cádiz... ;) Y sí, pronto estaré por allí!! Un beso!

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