miércoles, 7 de marzo de 2012

CAPÍTULO XVIII: María José.

XVIII
MARÍA JOSÉ

            El cuento que Paz había maquinado en su imaginativa cabeza era, en parte, real. Una verdadera historia de brujas ambientada en el siglo XXI. Con todos los ingredientes necesarios para una trama de misterio y hechizos mágicos. Las protagonistas, dos o tres brujas –aún no lo tenía claro– y alguna Cenicienta. Los ejes principales de la historia: rencores, secretos, traiciones, venganzas y libros. Y una moraleja de plena actualidad. El obligado uso de poderes brujeriles al que a veces, todavía hoy, tienen que recurrir tantas mujeres para salir adelante en una sociedad que sigue pretendiendo apartarlas de muchos sectores públicos y cargos de poder, especialmente en las zonas rurales.
            Confirmado que la noctámbula de la noche en que Paz y yo fuimos a la biblioteca era María José. Nadie como ella, después de haberse pasado media vida trabajando allí, conocía mejor ese lugar, tenía una copia de las llaves y sabía de sobra la contraseña de la alarma. Confirmado que su intención iba encaminada a indagar sobre mí. Más concretamente, sobre mis intenciones. Sobre mis planes de futuro, en base a los cuales ella decidiría los suyos. Inesperado el descubrimiento de que estaba siendo respaldada y encubierta por MariCruces, que le iba filtrando los datos que yo, confiando en ella, le contaba. No sentí que fuera del todo una traición por su parte, porque los años de amistad que compartía con María José eran muchos más que los que tenía conmigo. Además, tal como me dijo, sabía que Daraquiel no estaba hecho para mí y que tendría otras muchas oportunidades, por mi juventud y por tener cargas familiares menos absorbentes que las de María José.
            Se corroboraba también que María Victoria estaba utilizando su nuevo cargo político para vengarse de la jefa. El enfrentamiento de ambas venía de mucho tiempo atrás, desde sus años de estudiantes.
            Todas habían ido al mismo colegio. La jefa, María Victoria, MariCruces y María José. Nada especial siendo las cuatro del mismo pueblo. MariCruces fue la primera en desvincularse del grupo, sus pocas posibilidades económicas la obligaron a empezar a trabajar en el campo antes de cumplir los catorce. Años más tarde conseguiría entrar en el servicio municipal de limpieza, y después terminó en la biblioteca. Las otras tres, por su parte, tuvieron la oportunidad, la suerte y el empeño, respectivamente, de acceder a cursar estudios superiores en unos años en que los bajos índices de presencia femenina en las universidades eran un significativo reflejo de la realidad social que vivía España en aquella época.
            La jefa venía del seno de los Villalonga Negrete, una de las familias, como ya sabía, más acomodadas de Daraquiel. Su estancia en la universidad discurrió sin ninguna austeridad, en un Colegio Mayor de pago, religioso e inscrito en los dogmas de la educación más estricta.
María Victoria, según MariCruces, pertenecía a una familia de clase media y pudo entrar en la universidad gracias a una beca. No fue una estudiante brillante pero tampoco mediocre, así que mantuvo año tras año las ayudas económicas hasta finalizar su carrera, más o menos a la vez que la jefa.
Las dos fueron de las primeras daraquieleñas universitarias. Dos prometedoras licenciadas en Humanidades para el pueblo. Una con más poder y contactos que la otra, y seguramente con una ambición más impúdica.
            Ambas empezaron a trabajar en puestos relacionados, de alguna manera, con la cultura. Poco a poco, consiguieron ir haciéndose un hueco en el mercado laboral de Daraquiel y, entre las dos, a pesar de las competencias que se profesaban desde la universidad, terminaron sacando adelante el proyecto de crear una biblioteca en condiciones, digna. Según me dijo MariCruces, fueron las dos primeras responsables del servicio, cuando la biblioteca aún era un malhabilitado granero de trigo. “Trabajaron duro, eso hay que reconocerlo”. Tanto la una como la otra cumplían los requisitos para el puesto de directora de la biblioteca, al igual que Antonio el archivero, pero los motivos por los que al final sólo optó a él la jefa eran ya más que conocidos. Desde aquel momento, una ira imperdonable debió apoderarse para siempre de María Victoria.
 Y por último, la tercera bruja. O una de las Cenicientas del cuento. Su personaje era, en mi opinión, el más susceptible de reinterpretaciones. María José, una mujer proveniente de una familia tan humilde como la de MariCruces. De hecho, igual que ella, trabajó de jornalera desde muy niña y también tuvo que abandonar los estudios. Sin embargo, su inquietud intelectual y la persecución de una meta bien definida le permitieron superar los comentarios y burlas de su entorno y, sobre todo, vencer la absoluta negativa de su padre para volver a estudiar a una edad en la que le tocaba casarse y dedicarse exclusivamente a su casa y a los hijos que tendría que parir con absoluta devoción, más impuesta que elegida. Su único apoyo fue Antonio el archivero. Antonio y María José Fernández Bernal, hermanos. De eso me sonaban tanto sus apellidos.
Finalmente, aunque varios años después que la jefa y María Victoria, María José también regresó al pueblo con su título universitario debajo del brazo. Para entonces, las cosas habían cambiado. La jefa ocupaba su puesto de directora, obtenido con el consabido dudoso mérito, María Victoria había optado por opositar para educación secundaria y estaba a la espera de destino como maestra en el instituto de Daraquiel, y Antonio la sustituía en la biblioteca. En aquel momento sólo existía un puesto de atención al público. Todavía eran muchos los daraquieleños que no sabían que en aquel antiguo almacén el trigo había sido sustituido por los libros.
La nueva ley autonómica sobre la gestión de archivos y bibliotecas y las subvenciones que para tal fin se concedieron, favorecieron el traslado y acondicionamiento de la biblioteca a su actual sede y, años después, la creación del desmesurado Archivo Histórico de Daraquiel. Fue entonces cuando se redistribuyó el puesto de Antonio, como nuevo archivero, y María José entró a trabajar en la biblioteca.
Lo hizo sin haber opositado, a través de una convocatoria de méritos, contando con el beneplácito de la jefa, y por supuesto de su hermano, y su manifiesto deseo de que fuera ella la que entrara a trabajar. Parece ser que eran amigas, aunque tampoco habría tenido demasiada competencia si hubiera opositado. Los pocos daraquieleños con carrera universitaria habían optado por titulaciones más técnicas (“de ciencias”) y habían empezado a trabajar sin dificultades, cuando encontrar trabajo no era una inalcanzable utopía, en otros sectores más reconocidos y mejor remunerados, por no hablar de la enorme cantidad de jóvenes que se decantaron por la construcción, en los años en que la burbuja seguía hinchándose a la par que los bolsillos de los responsables de su posterior explosión.
María José y la jefa fueron las únicas encargadas del buen funcionamiento de la biblioteca durante años y, conociendo a la segunda, se evidenciaba que había sido la primera quien había sacado adelante la mayor parte del trabajo. “Y lo hacía muy bien, te lo aseguro”. MariCruces intentaba redimir su sentimiento de culpa hacia mí, aunque yo la iba perdonando, o mejor dicho, empatizaba más con ella, conforme iba avanzando en la narración de la historia. Antonio quedó al margen, recluido en su Archivo.
La cantidad de los fondos y el volumen de trabajo fueron creciendo gradualmente en la biblioteca por lo que se decidió contratar a otra persona que ayudara a María José en las labores más repetitivas (ordenación, tejuelado y etiquetado, etc.). Para ello, se convocó su plaza como funcionaria, y se anunció la creación de otro nuevo puesto.
-Todos esperábamos que la nueva plaza fuera para María José –sentenciaba MariCruces.
-Lo siento –Amira asumía una culpa que yo también estaba empezando a sentir.
-No tienes que sentirlo, Amira –la sabiduría de MariCruces hablaba de nuevo–. Las cosas salieron así, y tú entraste por méritos propios. No fue culpa tuya ni de nadie que a María José los nervios le jugaran una mala pasada el día del examen. Como ella tampoco debió haberte hecho las cosas que te hizo los primeros meses que trabajasteis juntas –esa última frase explicaba mejor la actitud temerosa y en extremo cautelosa de Amira.
Como premio de consolación, la jefa se encargó personalmente de que María José se quedara, al menos, con el otro puesto. Y así fue. Amira llevaba años deambulando por las bibliotecas de los pueblos más recónditos de La Mancha, y era de las personas más vocacionales que he conocido nunca. Su merecido funcionariado vino acompañado de una María José frustrada y rencorosa, dispuesta a hacerle la vida imposible. Ella sí que debió sufrir hostilidad y rechazo, día a día y codo con codo. No sólo por parte de su compañera de trabajo sino también de su jefa, porque además de no ser ella la persona prevista para ocupar ese puesto, representaba la antítesis del absolutismo con que la jefa ha gobernado siempre “su” biblioteca. Para Amira, la biblioteca, por definición, como lugar público encargado de promover y permitir el acceso a la cultura en igualdad de condiciones para todos, debe ser como una comuna hippie de las de verdad, obviando las drogas, pero manteniendo el ambiente de interculturalidad, paz y armonía.
     Pero algo debió pasar entre las dos porque, años después, cuando se determinó –o se forzó– “elevar” a la categoría de técnico a una de ellas, la jefa no intercedió en la redacción de las bases de la convocatoria para facilitar que fuera María José quien lo consiguiera. Hubiera bastado con poner como baremo principal el de los años de antigüedad en la misma administración para la que se convoca la plaza, como tantas veces se hace, no hay más que echar un vistazo a los boletines provinciales, quitándose también así de en medio a la persona que apuntaba como mayor competencia.
-Yo, de todas formas, no quería optar por esa plaza –confirmó Amira–. Primero porque consideraba que se la merecía más María José, a pesar de todo, y después porque conseguirla hubiera supuesto estar todavía más sujeta a las órdenes de la jefa y yo prefiero trabajar a mi rollo –su pureza y bondad no dejaban de fascinarme.  
El caso es que se llevó a cabo un justo proceso selectivo, con criterios estándar. Dando la opción real de acceso a todos los candidatos que tuvieran el perfil requerido y que quisieran intentarlo, como se supone que debe ser. Pero estoy seguro de que la no intervención de la jefa no fue motivada por ese sentimiento de justicia. Permitió conscientemente el riesgo de que por segunda vez pudiera venir alguien de fuera más preparado, con más cursos, o simplemente más capaz que María José de templar sus nervios en el examen y se llevara el puesto. Como efectivamente ocurrió con Leo. El nuevo trabajo de técnico no se establecía como un puesto de funcionario sino de personal laboral, una distinción que tampoco debió ser casual y que hubiera permitido a la jefa seguir usando esa inestabilidad contra María José si lo hubiera necesitado otra vez.
-Para entonces, ¿la jefa ya estaba casada con el alcalde, con Don Juan? –le pregunté a MariCruces.
-Claro que sí –respondió ella–. Se separaron a los pocos meses de todo aquello.
-Y la que ahora es mi plaza… ¿de dónde salió? –empecé a perder el hilo de una historia tan enrevesada.
-Cuando Leo entró, el pobre, que tampoco tuvo culpa ninguna, María José cayó en una profunda depresión –continuó MariCruces–. Le habían quitado lo que más quería. Te puedo asegurar que vivía, y vive, para la biblioteca. Leía todo lo que caía en sus manos, y en el pueblo era una persona muy conocida y respetada. Como un oráculo. Y tú lo sabes, aunque se portara tan mal contigo –Amira asintió–. Pero después de aquello pareció tragársela la tierra. Desapareció. No le dijo a nadie dónde se iba, ni esta boca es mía, ni siquiera a mí que, qué queréis que os diga, era mi amiga, la pobre, había sufrido mucho, y aunque vosotros os lo merecierais, ella también y, no os lo toméis a mal, pero ella es del pueblo, no lo digo por nada, sino porque tiene raíces aquí, llevaba muchos años en la biblioteca, que quieras que no también eso tiene que valorarse, pero, claro, como tenía esa relación tan rara con la jefa, que lo mismo se llevaban divinamente que lo mismo estaban tirándose los trastos a la cabeza. Nadie sabía por dónde iban a salir.
            -¿Y dónde estuvo? –pregunté, curioso.
            -Pues no lo sé, o no te lo puedo decir, eso es cosa suya, no sé, tampoco puedo hablar más de la cuenta… -MariCruces parecía haber llegado al límite de la información permitida.
            -Joder, creo que me lo debes, ¿no? Porque, aunque es evidente, ¿por qué tienes tú mi linterna? –le dije.
            -Porque me la dio ella, si ya lo sabes para qué preguntas. Pero tengo que decirte que está muy arrepentida. No sé qué averiguaría sobre ti, pero por fin se ha convencido de lo que yo siempre le he dicho. Que eres buena gente, terco, pero buena gente –MariCruces se apoyó sobre Amira, que cada vez estaba más perdida, y la miró dulcemente. Luego volvió a dirigirse a mí–. Oye, y ¿por qué no habláis vosotros dos?
            -¿Quiénes?
            -Ella y tú.
            -¿Ella y yo?
            -¡Sí!
            -¿Quiénes? –Amira no pudo contenerse más.
            -¡María José y él! ¡María José y yo! –respondimos, a la vez, MariCruces y yo.
            Conduciendo de camino a casa de Paz, casi di una cabezada al volante. Tuve que pararme en el arcén para espabilarme. Estaba cansadísimo. No sabía si más por el tute que nos habíamos dado mañana y tarde subiendo y bajando escaleras, organizando, limpiando y catalogando libros, por la agotadora conversación que habíamos tenido mientras lo hacíamos y que terminaba de desvelar la mayoría de incógnitas de los últimos días, o por no haberme repuesto aún del viaje y del fin de semana en Barcelona. O por pensar en que todavía tenía que explicárselo todo a Paz antes de irme a la cama. Porque también quería escuchar su opinión sobre lo del WhatsApp de Juanjo.
            Por eso recopilé y resumí mentalmente, para no perder tiempo en darle detalles innecesarios.
            El odio entre la jefa y la concejala se venía gestando casi desde niñas. Cuando salieron de la universidad, las dos se encargaron de rescatar la biblioteca de Daraquiel, sepultada originalmente en un granero de trigo en el que se fueron almacenando libros y que poco a poco derivó en un espacio propio. Una vez ahí, cada vez contaba con más usuarios, una colección mayor y más actividades que requerían de más personas para trabajar. Se decidió crear el puesto de directora. Las dos querían conseguirlo, pero fue la jefa quien se lo llevó por tener un “contacto” más directo con la persona que decidía en última instancia, el alcalde, por entonces su marido. La venganza de María Victoria llegó años después, en las últimas elecciones celebradas en Daraquiel, hace unos meses, cuando salió elegido el partido político al que ella representaba como concejala de personal. Le vino de perlas mi “carta-denuncia” en contra de la jefa para revisar su puesto de trabajo y apretarle las tuercas. Ello, a su vez, me convertía en el blanco de la ira de la jefa. Mientras tanto, otra mujer, la tercera en discordia, María José, incorporada al trabajo de la biblioteca cuando la jefa ya era directora y María Victoria había desaparecido temporalmente del campo de batalla. Una mujer que sufrió en su puesto de trabajo las consecuencias de una extraña relación de amor/odio con la jefa, cuyo resultado final es que dos personas venidas de fuera del pueblo, Amira primero y Leo después, terminaran ocupando los dos puestos de trabajo que, en principio, habían sido pensados para ella, y en cuyo proceso la jefa había intervenido, favoreciéndola o dejándola como una candidata más, en función de que su relación se encontrara en el momento de amor o en el de odio. María José cayó en depresión viéndose en la calle después de más de veinte años de trabajo en la biblioteca, y desapareció del mapa.
Quizá por eso, la jefa se apiadó y le dio otra oportunidad. Tercer intento que, por motivos que no quedan claros, terminó dejándola fuera otra vez. Un nuevo puesto de trabajo cuya aparentemente prescindible creación, terminó haciéndose necesario y que durante unos dos años estuvo cubriéndose con una sospechosa bolsa de trabajo que iba llamando a sus candidatos a intervalos de tres meses. Una vez agotados todos sus aspirantes, se convoca una tercera plaza de trabajo para la biblioteca. Plaza por la que María José vuelve a competir y que pierde, como una pesadilla que se repite una y otra vez, por las dos míseras décimas de más que obtengo yo sobre ella en la nota del examen. Yo me alzo como nuevo bibliotecario, y ella se queda otra vez fuera, en el primer puesto de la bolsa que se abre para posibles sustituciones.
El nuevo bibliotecario es un joven sureño, “rarito” y con pinta de urbanita que muchos piensan que apenas aguantará los primeros meses en un pequeño pueblo manchego. Sin embargo, contra el pronóstico popular (y el mío propio), la cosa se alarga hasta casi los dos años, momento en el que su amigo, novio o lo que quiera que fuera el hombre que siempre iba con él, se va a trabajar a Barcelona. Una información en principio personal, que se hace pública por contársela a MariCruces, que se confiesa como la infiltrada que, con subrepción pero sin maldad, ha puesto al tanto de ello a la principal interesada en conocer mis intenciones, María José, tan obsesionada porque se produjera el acontecimiento que le permitiera por fin recuperar un puesto en su ansiada biblioteca, que es capaz de colarse de madrugada para revolver en su antiguo puesto buscando algún dato que le confirmara sus sospechas y le demostrara que debía seguir esperando pacientemente a que yo renunciara antes de intentar encontrar otro trabajo.
El resumen no era especialmente breve, pero es que tampoco lo era condensar tanta información. Me entraron ganas de escribirlo todo en un folio para que cuando llegara a casa se lo pudiera dar a Paz, decirle que lo leyera y que mañana lo comentábamos en el desayuno, para poder irme directamente a la cama.





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