jueves, 15 de marzo de 2012

CAPÍTULO XX: Desayuno de despedida.

XX
DESAYUNO DE DESPEDIDA

            Las siguientes semanas se desarrollaron con una forzada normalidad que, de forma latente, anticipaba el germen de importantes cambios. La novedad más llamativa fue ver que la jefa venía a trabajar algunas tardes, sin dirigir la palabra a nadie, enfadada con el mundo y encerrándose a solas en su despacho. Cumplía así el horario que en realidad había tenido desde siempre pero que llevaba años acomodando a su conveniencia. María Victoria, en su papel de concejala y aprovechando mis reivindicaciones como punto de partida para la personal venganza que empezaba a servir en plato frío, se lo impuso con regodeo. Abusos de poder, antes de la una y ahora de la otra, consentidos por las absurdas estructuras jerárquicas que “el sistema” establece entre iguales.
Leo, Amira y yo habíamos acordado un cuadrante, siguiendo también las indicaciones de la nueva política, para disfrutar de una tarde libre a la semana cada uno, rotando entre los miércoles, jueves y viernes. Una medida que a Leo no le gustó nada, pero con la que Amira y yo estábamos encantados. Nos parecía un regalo divino poder pasar la tarde de un día entre semana fuera de los muros de la biblioteca. Un tiempo libre extra que aprovechábamos al máximo. Amira se apuntó a clases de flauta y de baile flamenco y yo ayudaba a Paz en las no pocas tareas que exigían el cuidado diario de todos sus animales.
            Contra los pronósticos más optimistas, la profecía se cumplió y terminamos el mes de diciembre sin cobrar. Ni el sueldo ni la paga extra. Los sindicatos iniciaron unas movilizaciones de las que pocos esperaban frutos reales. La mayoría parecía “entender” la difícil situación y “confiaba” en una pronta solución, pero los sindicalistas tenían que cumplir su teatro. Colgaban carteles de protesta en el tablón de anuncios del Ayuntamiento, convocaban asambleas informativas y Javier, el representante de los trabajadores, se pasaba de vez en cuando por cada uno de los servicios municipales para caldear aún más los ánimos recordándonos lo ilegal de la situación pero, a la vez, la imposibilidad de negarse a trabajar porque si no se corría el riesgo de perder el puesto de trabajo. En resumen, estábamos atados de pies y manos. El mensaje que nos enviaban en las circulares que llegaban a nuestros correos electrónicos era tan alarmista como difuso.

            Estimados compañeros y compañeras,
            La reunión del Comité de Empresa con el alcalde celebrada el día de ayer ha sido extensa e intensa.
            Se nos han presentado diversos escritos de la Junta de reducción de financiación al Ayuntamiento.
            Nos comunican la delicada situación económica que atraviesa en estos momentos las arcas municipales, y nos piden serenidad y paciencia. A su vez, nos informan de la posibilidad de que, debido a las comunicaciones de recortes, se pudieran ver afectados algunos trabajadores, algunos servicios y algunas remuneraciones.
            Desde el sindicato seguiremos negociando  para que se mantengan todos los servicios y puestos de trabajo y se estudien formas alternativas de financiación.
            Nos reuniremos nuevamente la semana que viene para seguir analizando y que nos informen si llegan nuevas comunicaciones.
            Quedamos a vuestra entera disposición para cualquier duda o consulta.
            Saludos.
            Sección sindical del Ayuntamiento de Daraquiel.
             
La consecuencia directa de la situación para mí fueron unas obligadamente austeras navidades en el Zoo de Barcelona, acompañando a Juanjo en las guardias que le tocó cubrir como novatada de haber sido el último en entrar en plantilla, cenando pizza como máximo manjar la noche de fin de año y hablando con la familia por teléfono contando los minutos para no sobrepasar el límite de la tarifa plana. Teníamos que rascar de su sueldo casi mileurista y de mis pocos ahorros (ya que no sabía si podría contar o no con el último sueldo de la biblioteca) para hacer frente a los gastos que se nos venían encima.
Por fin habíamos encontrado un piso en Barcelona para los dos, pero nos pedían dos meses de fianza, la comisión de la inmobiliaria y el alta de los suministros de agua y luz. Un prometedor nidito de amor ubicado en el céntrico barrio de El Raval, a cinco minutos de La Rambla, sin muebles y con humedades, que requeriría más de una mano de pintura y alguna que otra visita a IKEA. En suma, una terrorífica cifra con la que podríamos poner fin a vivir de prestados –él con Aroa y yo con Paz– y volver a convivir como pareja. Aunque ello nos costara innumerables quebraderos de cabeza y auténticas virguerías para llegar a fin de mes.
Enero empezó con el augurio de ser uno de los más fríos y secos de los últimos años. Con una cuesta igualmente apocalíptica. Un mes que, sin embargo, para mí, se presentaba esperanzador y emocionante. Por fin dejaba la biblioteca de Daraquiel y me iba a vivir a Barcelona. Ya para siempre. O eso esperaba. Le cedía mi puesto a María José. Todito para ella. Yo me iría primero a estudiar para los exámenes de la universidad y luego a buscar trabajo como un loco. A probar suerte en una prometedora nueva vida. No era la primera vez que salía triunfante de una decisión así de arriesgada.
Como era costumbre en la biblioteca cada vez que alguien celebraba algo, avisé a todos de que iba a invitar a desayunar. A MariCruces, Gerardo, Darío, Amira y también a Leo y a la jefa. No era una cuestión de quedar bien con ellos, era un verdadero deseo de irme de allí en paz y acabar así con el inevitable sentimiento de culpabilidad que me asolaba desde que empezó todo. Estaba dispuesto hasta a tener un último acercamiento con la jefa para enterrar el hacha de guerra. Pero no fue posible. Ella me dejó claro que por su parte no existía tal posibilidad.
-Ya he desayunado. Además tengo cita con el médico y me voy en un rato –dijo, a pesar de que les había avisado a todos el día anterior de que vinieran sin desayunar.
Leo sí que aceptó, y a Antonio el archivero también se lo dije pero, como cabía esperar, lo agradeció con educación y dijo que seguramente no vendría.
Compré churros, chocolate, una jarra de café con leche y algunos pasteles. Preparé una de las mesas de la sala de usos polivalentes con platos, vasos y cubiertos de plástico. Y a punto estuve de comprar matasuegras y confeti para rematar.
Todos se dirigían a mí como en una despedida definitiva o, en todo caso, de mucho más de tres meses. Menos Gerardo que parecía no haberse enterado de qué iba la historia, a juzgar por sus palabras.
-Cuando vuelvas casi ni te vas a acordar de nosotros –bromeó con la carencia de gracia que le caracterizaba.
Un rotundo silencio se terminó con la oportuna intervención de MariCruces.
-Volverá si tiene que volver. En tres meses pueden pasar muchas cosas.
De eso se trataba justamente. De que me pasaran muchas cosas. Entre ellas, encontrar un trabajo de lo que fuera, en principio, para ir tirando los primeros meses de adaptación a la gran ciudad, asentarnos, y ponernos al día de los gastos extra iniciales para, luego, empezar a buscar en ámbitos más cercanos a mi perfil profesional. Barcelona ofrecería infinidad de posibilidades en el mundo de la información y la documentación. Y entre los cursos, los años de becario y la experiencia en la biblioteca ya tenía un currículum medianamente competente. Sólo me faltaba ponerme con el catalán, requisito imprescindible para muchos trabajos en Barcelona. Con trabajar de dependiente en una de las librerías La central ya tendría lo mismo que trabajando en la biblioteca de Daraquiel. Al menos en cuanto a funciones y sueldo. Además, me había hecho un listado de todos los centros de documentación, empresas de gestión documental, archivos privados y análogos que había en la ciudad. Un largo dossier en el que se volcaban mis presentimientos de éxito sobre la decisión que estaba tomando.
-¡Qué suerte el tío! –añadió Darío–. A Barcelona que se va. Nos lo deja aquí todo revolucionado y se va –eso era, precisamente, lo que me creaba remordimiento, sobre todo por Amira.
Una Amira silenciosa y pensativa que no articuló palabra durante todo el desayuno.
-Te vamos a echar de menos, bandido –dijo MariCruces antes de romper a llorar y darme un abrazo.
Amira esperó a que nos quedáramos los dos solos, a última hora de la tarde, cuando tocaba cerrar la biblioteca, para despedirse de mí.
-Bueno, Dani, pues ya llegó el momento –inspiró–. De verdad te deseo que no tengas que volver. Aunque… –bajó tímidamente la mirada–. Te voy a echar mucho de menos, lo sabes ¿no?
-Claro que sí, mi Amira. Si a alguien voy a echar en falta de aquí cuando esté en Barcelona vas a ser tú –respondí de corazón.
Nos dimos un fuerte abrazo y nos secamos las lágrimas compartiendo el único kleenex que teníamos.
-Y no quiero que pienses que estoy loca.
-¿Loca tú, Amira? ¿Por qué iba a pensar eso?
-Por haberme metido en tu coche aquella madrugada. Por haber temido que la jefa quisiera matarte.
-No te preocupes, para nada creo que estés loca –me callé durante unos segundos pensando en cómo decirle lo siguiente –. Si yo te contara… -continué–. Yo hasta he llegado a pensar que era una bruja, pero una bruja de las de verdad, de las que había que quemar en la hoguera –sonreí acordándome de mis “investigaciones” con Paz–. Bromas aparte, lo que sí creo es que deberías perderle el miedo. Al fin y al cabo no es para tanto. Con todo lo que ha pasado, se ha demostrado que no es la todopoderosa que creíamos, y que ella misma se creía. No digo que esté satisfecho con lo ocurrido porque sé que María Victoria tampoco ha jugado limpio y que también se ha aprovechado de su situación. Pero sí creo que no deberías volver a permitir que te ninguneara, ni que pisara tus derechos.
Amira no paraba de llorar.
-Ven aquí –volví a abrazarla. Estaba temblando –Tranquilízate, por favor, me estás asustando.
Hecha un mar de lágrimas, se esforzó en entonar la voz para decir algo importante.
-Tú ahora te vas, y vuelve María José. Todo va a ser como antes… O peor… ¿Sabes por qué pensé que la furia de la jefa pudiera llevarla a hacer algo tan grave como intentar matarte?
-No, no lo sé –respondí sorprendido.
-Porque no era la primera vez que lo hacía.
Tras aquella confesión final le pedí que me dejara cerrar la biblioteca a mí. Quería despedirme también de ella.
Terminé de colocar los últimos libros y discos que habían devuelto, como todos los días, y empecé a andar despacio por los pasillos de las estanterías. Me agradó sentir que, en cierto modo, en ellas, se quedaba algo de mí. Las reseñas, sinopsis y recomendaciones que semanalmente había ido imprimiendo y colgando junto al documento correspondiente se habían ido quedando como los carteles con los precios de los productos en las estanterías de los supermercados. De ahí vino la idea de “Grandes ofertas en libros”, actividad orientada a fomentar la lectura entre las amas de casa, y que emulaba el funcionamiento de las tarjetas de puntos de los supermercados pero canjeándolos en vez de por descuentos, por nuevas lecturas que se iban sellando en una guía personalizada con los comentarios de las lectoras. Una idea que terminó siendo todo un éxito pero de la que ahora la jefa quería prescindir porque, de repente, consideraba que aquello “desprestigiaba a la literatura por equipararla a un producto de limpieza de un supermercado”. Qué gilipollez. Estaba desdiciendo los argumentos que en su momento le habían hecho calificarla de “original iniciativa” por simple despecho. En el tablón de anuncios aún estaban colgados algunos carteles de actividades que habíamos organizado entre Amira y yo: el último concurso de relato breve, el buzón de sugerencias, el maratón de lectura…
Me senté en mi silla y eché un último vistazo a mi ordenador. Guardé mis carpetas en el pendrive que para tal fin había traído de casa de Paz y conforme se iban guardando los archivos iba viendo sus títulos en la ventana de transferencia. Memorias de las visitas guiadas realizadas por los colegios y el instituto, actividades para el Día del Libro, guías de lectura, opiniones de los usuarios, listados de los más leídos, guiones con las recomendaciones para la radio local, portadas escaneadas para la sección de novedades de La gaceta de Daraquiel… Tantas y tantas cosas que me recordaban los buenos tiempos de mi trabajo en la biblioteca, cuando la pesadilla aún era sueño, que inesperadamente me asoló un sentimiento de nostalgia y acabé llorando a moco tendido.
Entré una última vez en el depósito para ver la pintada de María José. Por un momento sentí que la jefa se había salido con la suya también conmigo, que había conseguido que me fuera dejando ahí todo lo que había aprendido y aportado a la biblioteca. Quitándose de en medio al molesto y bocazas “niñato venido de fuera”.
En la pared, junto a la pintada, estaba apoyada el arma que en su día había usado contra María José, según acababa de contarme Amira. La vieja escalera, ahora arreglada pero que antaño fue intencionadamente rota, a la que María José tuvo que subirse para coger el libro del fondo antiguo que la jefa le demandaba nerviosamente tras una fuerte discusión entre ambas. Un traspié que pudo haberle costado la vida pero que afortunadamente se quedó en una secuela física. La cojera de la pierna izquierda que tanto me llamó la atención el día que la conocí.
Una acusación que Amira había guardado todos estos años porque ni se atrevía a hacer ni tenía pruebas que la demostraran y que aquella noche en que yo volvía de la estación de Alzamil de San Germán, por el parecido de la situación, rememoró.
Amira temió que la jefa pudiera intentar matarme como en su día lo intentó con María José.     






           

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