lunes, 12 de marzo de 2012

CAPÍTULO XIX: Cómo reconocer a una bruja.

XIX
CÓMO RECONOCER A UNA BRUJA

—¿Se puede estar siempre seguro de reconocerla? —pregunté.
—No —dijo—, no se puede. Ése es el problema. Pero puedes acertar muchas veces.
Dejaba caer la ceniza del puro sobre su falda, y yo confié en que no empezara a arder antes de contarme cómo reconocer a una bruja.

Las brujas, de Roald Dahl.


Siempre le había criticado a Paz que no incluyera en su cantera de cuentos alguno de Roald Dahl, especialmente el de Las brujas, un libro que había marcado mi infancia y que de vez en cuando, días como hoy, sacaba de la biblioteca para releer. Supongo que además de por lo apropiado del tema en este momento, también lo hacía por los buenos recuerdos que siempre me ha traído. Lectura recomendable a cualquier edad.
Si no fuera por la que prometía ser una ingente calvicie escondida en lo que tenía toda la pinta de ser una peluca, María José respondería más bien a la descripción de la abuela noruega, llena de arrugas y de cuerpo orondo envuelto en encaje gris, que a la de las brujas asistentes al Congreso de la Real Sociedad para la Prevención de la Crueldad con los Niños.
Aunque sus manos eran de dedos largos. Pero no las llevaba enfundadas en guantes, y las uñas no llegaban a curvarse como las de un gato. Con ellas, eso sí, parecía rascarse la cabeza para aliviar el espantoso picor que le produciría en la piel pelona la áspera y rugosa parte interior de la cabellera postiza. O quizá sólo fuera un gesto nervioso como el mío de frotarme la mano con el labio superior mientras me olisqueaba el vello de la muñeca, una fea costumbre por la que mi madre siempre me había reñido y que en alguna ocasión había servido como inequívoca seña de identidad para reconocerme andando por la calle desde un autobús en marcha o subido en una montaña desde la lejanía en una foto desenfocada.
Me sorprendí a mí mismo agachando la cabeza para mirarle desde abajo el tamaño de los agujeros de la nariz. Ella pareció notarlo porque se sacó un kleenex del bolsillo y se sonó, como pidiendo disculpas por lo que para ella debió ser un indiscreto moco pero que para mí era la búsqueda de unas fosas nasales más grandes de lo habitual con la que olfatearía las “oleadas fétidas” de los malolientes niños que hubiera en kilómetros a la redonda.
Con razón me miraba desconcertada. María José y yo habíamos quedado a través de MariCruces. En la venta que había en la entrada sur de Daraquiel, seguramente por su lejanía a lo que podría considerarse como el núcleo urbano.
Aunque no nos conociéramos personalmente, supimos reconocernos sin problema. Lo que no resultó tan fácil fue decidir de qué forma saludarnos. Darnos la mano ¿o dos besos? Un raro “qué tal” y un esbozo de acercamiento fue el inicio de una conversación que empezó con dificultad pero que se terminaría desarrollando con cierta normalidad.
-MariCruces la lianta –comenzó ella, finalmente.
-Sí –sonreí.
Yo pedí un café con leche y ella una menta poleo.
-¿Me recuerdas del día del examen? –me preguntó.
Tuve que repetir el ejercicio de memoria que había estado haciendo cuando aparqué el coche, después de releer las primeras páginas de Las brujas para hacer tiempo, justo antes de quedar con ella, pero seguía sin encontrarla en mis recuerdos.
Me acordaba de la fuerte lluvia que cayó aquel día en Daraquiel, la urgencia con que necesité un wáter después del examen y todo lo que tuve que correr para coger el autobús y llegar a tiempo de subirme al tren que debía devolverme a mi vida de becario por las mañanas, teleoperador por las tardes y opositor entre medias. En realidad, hice aquel examen por hacerlo, sin ninguna esperanza, sin siquiera plantearme si me apetecía o no trabajar en aquel pueblo manchego, después de varios fracasos anteriores en otras oposiciones para otras bibliotecas, bien por haber tenido la mala suerte de que cayera algún tema que no llevaba preparado o porque por muy buen examen que hubiera hecho la plaza estaba ya más que dada. Aproveché los temarios comunes de esos intentos previos para presentarme a la convocatoria de Daraquiel, pero sin casi haber estudiado para ella. Aunque eso no se lo iba a decir.
-No, me temo que no. Iba con el tiempo justo para coger el autobús de vuelta y llegar a tiempo a la estación de tren, y no me fijé mucho, la verdad –dije.
-Yo sí me acuerdo de ti –ella y seguramente el resto de candidatos, unas cuarenta personas, por ser la única extraña entre caras conocidas–. Y supe que te llevarías la plaza.
-¿Y eso? ¿por qué? –tenía verdadera curiosidad.
-No lo sé. Llámalo intuición si quieres.
Enigmática respuesta, como toda ella. Más allá de los indicios que pudieran desvelarme si era o no una bruja, me fijé bien en el rostro de María José. Tenía ojos tristes y las típicas arrugas, curvadas hacia abajo, en la comisura de los labios, propias de quien apenas ha sonreído en su vida. Era muy vieja, aunque seguramente menos de lo que aparentaba, y antes de habernos sentado pude percibir cierta cojera en su pierna izquierda. Sentí muchísima pena por ella.
-Lo siento –acerté a decir.
Ella me miró por primera vez a los ojos y después de dar un sorbo a su infusión, dijo:
-No voy a negar que durante algún tiempo, para mí, has sido el culpable de que yo no pueda seguir trabajando en “mi” biblioteca. Y reconozco que he sentido cosas que no debería haber sentido. Pero rectificar es de sabios, y por eso estoy hoy aquí. Por eso y porque MariCruces me ha insistido mucho. Es verdad que pensaba que alguien “como tú” no estaría preparado para asumir la responsabilidad de trabajar en una biblioteca –María José hablaba impasible, hierática como una efigie egipcia–. Y la verdad que lo sigo dudando un poco –dio otro sorbo a su taza–. Dime, ¿por qué? ¿Por qué en una biblioteca? ¿y por qué en Daraquiel?
Había acudido a aquella estrambótica cita para conseguir yo la información sobre ella pero, tardo y torpe como a veces soy en el arte de la dialéctica, me bloqueé de tal forma que sólo pude quedarme callado pensando una adecuada respuesta para sus incisivas preguntas.
-Perdona, no tienes por qué contestar. No quiero parecer indiscreta. Tus motivos tendrás –se adelantó ella, otra vez.
-No, no, no pasa nada –titubeé–. En parte, entiendo su recelo y su desconfianza hacia mí –tragué saliva–. Pero también le puedo decir que no está siendo justa conmigo –el peón mordaz y valiente que había sido capaz de poner en jaque a la reina del tablero de poder de la biblioteca parecía ir resurgiendo de nuevo–. Como usted bien sabe –no pude evitar la ironía–, yo no tengo nada que ver con Daraquiel. Soy el último responsable de haber sido el mejor puntuado en el examen y de que me hubieran dado la plaza a mí. Creo que las explicaciones tendría que pedírselas a otras personas.
-Esta MariCruces… Qué grande tiene la boca. A saber qué te ha contado.
-Pues, mire, mucho menos de lo que podría. Pero sí, no le digo que no, es verdad que a veces habla más de la cuenta. Motivo, por cierto, por el que usted y yo nos hemos enterado de cosas el uno del otro que de otra forma nunca hubiéramos sabido y por las que ahora estamos aquí sentados –respondí con cierto sarcasmo.
No supe interpretar si el gesto de María José ante aquella respuesta era el de una entrañable abuelita hacia su querido nieto o el de una malvada bruja que tiene enfrente a un apestoso niño al que está deseando aniquilar sin compasión. Era tan inexpresiva la pobre que casi nadie hubiera sabido extraer de aquella pétrea cara ni el más mínimo indicio de humanidad.
-Ella tampoco tuvo la culpa. No pretendas ahora saber más que nadie habiendo llegado el último –el gesto era el de la bruja, confirmado–. Es una persona enferma y tú te estás aprovechando de eso para hacerle daño y obtener beneficios personales.
¿Cómo era posible? No daba crédito a lo que estaba escuchando. Debía estar refiriéndose a la jefa.
-Sí, no me mires así –continuó–. Reconóceme que no estuviste esperando el momento oportuno para llevarle aquella irrespetuosa carta a María Victoria, sabiendo que tanto ella como los del sindicato se la tenían jurada desde que la nombraron directora. Qué mala es la envidia y cuánto daño puede hacer a personas vulnerables e inocentes que lo único que han hecho en su vida es dejarse la piel trabajando.
¿Irrespetuosa carta? Dios mío, si estuve días enteros revisándola y reescribiéndola para ser lo más correcto posible. ¿Envidia? ¿Dejarse la piel trabajando? María José defendía una versión claramente tergiversada por la jefa. Lo que no tenía muy claro cuál era la posición que MariCruces habría tomado con ella, y hacia mí. Todo un lío de faldas en el que estaba metido hasta arriba, sin comerlo ni beberlo, y del que empezaba a estar ya más que cansado.
Por eso, preferí no entrar al trapo.
-Piense lo que quiera. De verdad que no tengo que darle explicaciones. Yo sólo hice lo que creía que tenía que hacer y luché contra lo que consideraba una injusticia y un ataque a mis derechos como trabajador. Nada más. Las enemistades personales que se traigan entre la concejala, la jefa y usted, sinceramente, ni me van ni me vienen.
Aquel argumento pareció achicar el tono acusatorio de María José y desde ese momento la conversación fue mucho más distendida.
No conseguí grandes revelaciones ni detalles escabrosos sobre posibles indicios lésbicos en su tortuosa relación con la jefa. Sólo conocí en persona a la mujer frustrada y resentida conmigo por, de una manera u otra, desde su punto de vista, haberle hecho perder su trabajo. A la daraquieleña desterrada, obsesiva y trastornada que escribía desesperados mensajes en la pared del depósito de la biblioteca y que hacía clandestinas visitas nocturnas al lugar de los hechos para conocer mis pretensiones laborales futuras, información que iba complementando con lo que su amiga MariCruces le iba contando sobre mí. A la bruja y a la Cenicienta de la historia, a la incomprensible defensora de la mujer que seguramente más daño le había hecho en la vida, y que era la verdadera responsable de su situación actual.
Y, a efectos prácticos, conseguí llegar con ella a un acuerdo tácito, con la única fiabilidad de un consentimiento y compromiso por parte de los dos. Yo me pediría el permiso de los tres meses sin empleo ni sueldo para encontrar otro trabajo en Barcelona y después, cumplido el plazo, renunciar definitivamente a mi plaza de bibliotecario en Daraquiel. Mientras, ella me sustituiría durante ese tiempo (como legalmente correspondía, por ser la primera en la bolsa de trabajo), quedando a la espera de mi dimisión para consolidar, otra vez y supuestamente ya para siempre, su puesto de trabajo. Siempre y cuando, claro, y ahí me tocaba cubrirme las espaldas, no se diera el caso de que yo no encontrara ningún otro trabajo en Barcelona. Posibilidad poco probable porque a estas alturas, rodeado de tanta locura, oscuridad y misterio, prefería volver a trabajar de camarero, de teleoperador o de chapero si hiciera falta, con un horario de mierda y cobrando una miseria pero al menos estando en Barcelona con Juanjo, tranquilo y en un hogar propio, que seguir en aquel pueblo-cárcel desconfiando hasta de mi sombra y con una jefa desquiciada y un Leo cabreado que iban a hacer todo lo que estuviera en su mano para hacerme la vida imposible. El sueño cumplido era ahora la pesadilla de la que escapar cuanto antes para no terminar volviéndome loco yo también.
-Lo que no sé es si está al tanto de los problemas que tiene ahora mismo el Ayuntamiento –le dije, en un último intento de acercamiento.
-Hablas de dinero, ¿verdad? –respondió ella con menosprecio.
-Sí, lo de los sueldos… -no pude terminar la frase porque ella me interrumpió.
-¿Ves? Ésa es la diferencia entre nosotros. Yo no trabajo por dinero –concluyó.
Aquella oscura mujer ponía en tela de juicio mi vocación como bibliotecario, tirando por tierra los años de esfuerzo y dedicación que me habían costado definir, aunque fuera a grandes rasgos, el camino profesional que quería seguir. Sin embargo, resultaba tan convincente que hasta me hizo dudar.
Cuánto me quedaba de aquella ilusión, cuánto me había corrompido la comodidad de un trabajo fijo, con unas condiciones y unos derechos inimaginables en mis anteriores trabajos basura. A lo mejor me había decidido por las oposiciones de Auxiliar de Bibliotecas, Archivos y Museos como podría haberme decidido por las de Auxiliar de Justicia o Auxiliar Administrativo, buscando únicamente un funcionariado para terminar rascándome las pelotas y echarle todo el morro posible. A lo mejor me había matriculado en el Grado de Información y Documentación en la Universidad de Barcelona sólo para tener prioridad sobre mis compañeros a la hora de pedirme días de asuntos propios y gozar de permisos retribuidos para asistir a los exámenes y poder ver a Juanjo. A lo mejor no había ni la más mínima intención de seguir aprendiendo cosas nuevas sobre el mundo al que había decidido dedicar mi vida. Sin obtener una fuente de ingresos mensual ya nada de eso tenía sentido. Era su modo de ver las cosas, supongo.
Me hubiera gustado hacerle ver a aquella rencorosa señora que, desde el principio, yo ya sabía que el funcionariado que ofrece una biblioteca municipal de un pueblo –ya sea Daraquiel o cualquier otro, porque Amira siempre contaba las semejanzas con sus anteriores experiencias– poco tiene que ver con el lunes a viernes de ocho a tres con más de una hora para el desayuno y con la absoluta libertad de coger vacaciones o asuntos propios cada vez que se quiera. Hacerle ver que aunque mi funcionariado era una porquería comparado con otros, para mí, durante varios meses, había sido la absoluta panacea.
Pero ya no merecía la pena. Para qué. Ella ya se había hecho una completa imagen sobre mí.
Lo único que sabía ya es que quería irme lejos de aquel lugar. Muy lejos de aquel recóndito pueblo de brujas al que hace ya casi un par de años llegué cegado por la ilusión, dejándolo todo atrás y dispuesto a empezar una nueva vida, sin ni siquiera haberme parado a pensar en si alguien como yo encajaría o no en un lugar como Daraquiel porque, por entonces, eso no me importaba.    




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