lunes, 26 de mayo de 2014

CAPÍTULO XLVI: Día 5. Acabar por fin con el sufrimiento.


Un último salto. Unos cuantos segundos en picado, absorberme en aquella inmensidad gris asfalto y acabar por fin con el sufrimiento.
 
Estoy seguro de que mi madre no sabía que entre los folios impresos que me trajo para que retomara el hábito de la escritura, supongo que recopilados por mi hermano Jorge (que tampoco sé si se daría cuenta o no), se encontraba aquella inconclusa y fallida despedida.
 


“… el futuro, la falta de un futuro, la incertidumbre del futuro, el miedo al futuro, el miedo en general…”
 
            Uno ya está muerto cuando al abrir los ojos cada mañana se ciega con la luz del día y lo único que quiere es volver a cerrarlos.
            Yo ya había muerto hace meses.
            Hoy solo se despide mi cuerpo, la jaula que atrapaba un alma inerte. Una apariencia que databa de lo que fue y ya no es, y nunca volvería a ser.
            Por eso no quiero que ninguno os sintáis culpables ni penséis que podríais haber hecho algo más por mí.
            No quiero ser recordado como un enfermo, no quiero ser relacionado con esa maldición llamada “enfermedad mental”. Con todo mi respeto a quien la padece. Mi respeto y mi admiración. Y mi confesión de convaleciente cobarde e impaciente. E incrédulo porque, en el fondo, el verdadero problema era que no terminaba de verlo como una afección física que se curaría sin más con tiempo, medicamentos y fuerza de voluntad. O que esa alma muerta no era capaz ya de seguir luchando.
            Una vida rendida, como digo, no es vida.
            Y lo siento de verdad por todos, porque aún sabiendo que os hago daño, también os lo estaba haciendo antes. Y no acabo así por no querer ser una carga para vosotros, sino por no soportar ser una carga para mí mismo. Por no tener ganas de seguir viviendo.
            Porque ya había muerto hace meses.
            Y el reflejo de escombro, imagen ruinosa de un ayer glorioso, no lo soportaba más. Un día tras otro, la vivencia real de lo que ayer imaginaba como la peor pesadilla me mató. Ni el abandono, ni la decepción, ni el daño, ni los sentimientos de culpabilidad y fracaso. Fue el día a día conviviendo con estos restos.
            Supervivencia malograda, carente de motivo, ilusiones y alicientes. Mente anclada en el ayer pero condenada a un hoy doloroso y a un mañana inexistente. Desde que se acabó mi última ilusión, un último intento de cumplir el sueño más recurrente y más vulgar de este mundo: formar mi “propia familia”, compartir la vida con alguien y construir un plan que creía común.
            Porque a veces también he pensado que no encajaba en este mundo. Delirios de soberbia que me hacían sentir “distinto” cuando en realidad era tan vulgar y simple como el que más. No pedía tanto, y las promesas de nuevas oportunidades que todos me asegurabais no tenían cabida ya en lo hueco de mi ser.
            Nadie muere por amor, y aunque me gustaría negarlo por una ilusión de romanticismo trasnochado, yo tampoco. Estaba enamorado de un espejismo y cuando se persigue una idealización, la frustración está asegurada.
            He tenido mucho amor real en mi vida y a veces no lo he sabido corresponder. Aún hoy creo morir siendo un completo analfabeto en la expresión de sentimientos. Siempre disfrazado de chulería y autosuficiencia que, al quedar desnudados de su coraza ante una situación tan común y superable como una ruptura de pareja, fueron destapados y me hicieron caer empicado en mi propia mentira.
            Coincidió con mi fin. No lo provocó. Porque también he llegado a pensar que mi verdadera enfermedad era la incapacidad –ni siquiera la discapacidad– de ser feliz. Pero no, mirando mi vida, sí que he sido feliz en muchos momentos.
            Y es lo que os pido (si aún me queda ese derecho), que me recordéis como lo que fui. Cuando era capaz de sonreír, cuando mi sombra se teñía de éxitos, cuando conseguí la meta laboral y personal. Cuando podía, y anhelaba, seguir viviendo. Cuando aún vivía.
            Por favor, quedaros con ese Dani y no con el resquicio que de él vagaba en sus últimos meses en este mundo. Si se puede, recordad que quiero donar todos los órganos posibles y, por supuesto, quiero incineración. No importa donde decidáis esparcirme. Ni termino de creer en otra vida ni puedo imaginar una absoluta inexistencia, solo pienso que no somos más que materia y que, como tales, ni aparecemos ni desaparecemos, solo nos transformamos. Mi conversión tendrá la paz y calma interiores que necesitaba, lo único que quería vivir ya. La apacible nada que terminaba de culminar esta muerte anticipada.
            Un final casi de cobarde, que solo demuestra un retazo de cierta valentía por haber decidido retirarme a tiempo. Por eso no debéis entender mi ausencia como una pérdida dolorosa, sino como la culminación de una decisión personal que aunque no entendáis, debéis respetar. No podía seguir malviviendo por nadie, porque al final con quien de verdad se comparte el resto de la vida es con uno mismo. Y cuando uno no se soporta, la convivencia propia es una tortura demasiado dolorosa.
            Y no es distorsión de mente enferma. Ningún fármaco, ninguna terapia ni ninguna palabra de consuelo pueden hacer cambiar ciertos sentimientos.
            Adiós a todos.


Desde mi nuevo estado y liberado por fin del dolor, me despido con la esperanza de dejaros en el recuerdo las cosas buenas de aquel que fui y pidiendo perdón por el daño que haya podido hacer y por las cosas que dejo a medias.

            Os quiere siempre y más allá,

 

                                   Dani.


 

No hay comentarios:

Publicar un comentario