martes, 8 de abril de 2014

CAPÍTULO XLIII: Día 2. Terapia: Carlos.

Trastorno neurológico, infancia traumatizada, ansia de venganza; a veces pudiera ser simple y superlativa imbecilidad y/o ignorancia. O hasta malicia adquirida con los años y los palos.
Cualquiera de esas opciones me valdría para no aceptar el horror de la maldad innata del ser humano. Pero analizando pasado, informando presente y presagiando el que parece ser un inevitable y desesperanzador futuro; uno se rinde a la evidencia. El ser humano es malo por naturaleza.
No hay más. Retorcidos y crueles. Invenciones tan potencial como peligrosamente creadoras.
En la mayoría de religiones es así, pero especialmente en la católica que es la que he mamado desde niño y bien conozco. Una explicación de relato de ciencia-ficción data nuestro origen en la imagen y semejanza de un Dios cuando, en realidad, viendo nuestro comportamiento, podríamos haber salido de las entrañas del mismísimo demonio.
Adán y Eva. El pecado original. Desobediencia, imantación instantánea ante la primera tentación. Una manzana prohibida, una hipnótica serpiente, una femme fatale y la traición está servida. No son casuales los iconos elegidos para la supuesta metáfora.
La consecuencia: el destierro. El exilio del Paraíso Celestial.
Por definición católica, la Tierra es el inhóspito lugar diseñado para el castigo. En ella, la vida deja de ser eterna para convertirse en un efímero deambular susceptible a todo tipo de ataques, enfermedades y perrerías -en sentido figurado ya que son ejecutadas por congéneres humanos-. "Gozamos", desde ese momento, del envenenado regalo de la libertad. Tenemos vía libre para hacer sufrir y sufrir en nuestro infernal mundo.
Gestamos bellísimas obras, ingeniosísimas invenciones pero también horripilantes instrumentos de tortura para provocar el máximo dolor. Todo ello ocurre (ocurrió y seguirá ocurriendo) ante la atenta e incomprensiblemente impasible mirada de quien nos vigila y nos consiente, inmóvil desde su privilegiado y universal campo de visión. Quien supuestamente todo lo puede opta por cruzarse de brazos reservándose para un Juicio Final que nunca va a ser justo porque hay daños que no tienen restitución posible. Limbo, infierno (quizá volver a la Tierra) o purgatorio; según un ambiguo baremo de lo bien y lo mal hecho.
El infierno no debe ser muy distinto a nuestro mundo. Un conjunto de malas personas que se consumen en las llamas de su propia maldad.
Queru y yo contemplábamos aquellas atrocidades expuestas como vestigio de algo que cuesta creer que de verdad pasara, sin saber muy bien qué comentar entre nosotros.
Nos topamos con aquella exposición en Toledo cuyo título -"Antiguos instrumentos de tortura"- despertó nuestro morbo y nos hizo entrar por inercia.
Unas cartelas identificativas presentaban y explicaban el "modo de uso" de aquellos diabólicos aparatos, calculados para doler lo máximo posible y alargar hasta el límite la agonía.
Barbaries de tal envergadura como el aplasta cráneos que consistía en apoyar la barbilla del reo sobre la barra inferior mientras que, poco a poco, por la progresiva presión del tornillo superior, el casquete iba empujando, literalmente, aplastando la cabeza de la víctima.
¿Qué clase de mente pudo idear semejante escabechina? ¿cómo podía el verdugo ir girando ese tornillo hasta provocar la muerte? 
Y lo que es aún peor, ¿cómo se podía actuar así en nombre de una Iglesia que pregona el perdón y la bondad como fundamento?
La garrocha, por su parte, tumbaba boca arriba al ajusticiado para hacerle un corte en el estómago, engancharle las tripas e ir tirando de ellas hacia arriba de modo que fueran saliendo de sus entrañas ante su propia mirada, delante de sus narices; y al no ser una herida letal, no perdiera la consciencia y pudiera asistir a su propia mutilación.
¿Puede haber una sensación más horrible que verte destripado?
El garrote vil, la guillotina, el potro italiano que dislocaba articulaciones, desmembraba vértebras y desgarraba músculos; tenazas calentadas al rojo vivo que oprimían pezones y penes y otros artilugios que, además del sufrimiento personal, buscaban el dantesco espectáculo público. Así, el pífano de las bacanales o la jaula colgante, donde los torturados, desnutridos y achicharrados cuerpos permanecían en putrefacción hasta el desprendimiento de los huesos para mayor escarmiento y terror de quienes pasaban por allí y contemplaban el espectáculo.
Me sentí ridículo sufriendo por Juanjo tras ver aquello, vulgar e insignificante por creer que María José había ido tras mis pasos, encomendada por mi jefa, dentro de su plan de destrucción.
Un extraño fin de semana en Toledo que, inevitablemente, sugestionó aún más mi temor a represalias, arrastrado desde mi reincorporación a la biblioteca después de Barcelona.
-¿Quién era María José? -me preguntó Carlos desde su cama. Ya habían dado el toque de queda y mi narración, a oscuras,  en un manicomio, adquiría tintes terroríficos.
Y quizá los tuviera. A día de hoy aún me quedan dudas, pero casi pondría la mano en el fuego por asegurar que cuando me dirigí al coche para volver a Daraquiel, vi a María José trasteando en él. Que aquello fuera una visión real o una alucinación ya no lo sé. Por entonces ya se me había empezado a ir la cabeza.
Y que el porrazo que tuve después en la carretera estuviera relacionado con aquello o no nunca lo sabré.
-¿Y por qué iban a querer provocarte un accidente que podría haberte costado la vida? -mi compañero de habitación parecía realmente interesado en lo que le estaba contando.
-Porque en aquella biblioteca yo llevaba meses siendo un problema. Para mi ex jefa por haberle destapado ante el Ayuntamiento y para María José por seguir siendo el obstáculo que impedía conseguir su ansiada plaza de bibliotecaria -respondí sintiendo que estaba como una verdadera cabra.
Aquel fin de semana en Toledo intenté y no pude tener sexo con mi cita a ciegas. Un adorable hombre que me mimó todo lo que pudo y que quiso, sin éxito, entrar en mí, no sólo en el sentido de la penetración sexual.
Yo no tenía ni los sentidos ni las emociones en aquella habitación de hotel que habíamos pagado a medias.
Sin ser consciente del todo, había planeado ese viaje a Toledo para algo más que conocer a Queru.
Quería interrogarle para confirmar que en alguna de sus navegaciones por los chats para gays había coincidido con un asiduo y omnipresente Juanjo que buscaba, estando aún conmigo, lo que yo no sabía darle.
Tampoco visité el Archivo Histórico por simple curiosidad, iba buscando recabar datos sobre la genealogía de Justina Villalonga Negrete. Y elegí de entre las distintas opciones de rutas guiadas por la ciudad la que intuí que podía aportarme algún dato relevante o esclarecedor sobre los orígenes de las brujas de Daraquiel.
Esa información la obvié ante Carlos porque, aún estando ambos ingresados en un psiquiátrico, me parecía demasiado demencial.
Me centré en los detalles del accidente con el coche.
-Supongo que perdí el control -no sólo del coche, en aquel viaje de vuelta a Daraquiel empecé a perderlo sobre mí mismo- y me patinaron las ruedas -¿o María José las había pinchado?-, di un volantazo y descarrilé.
Por desgracia, sobreviví y fue desde ese mismo momento cuando empecé a querer morirme. Una odisea de intentos suicidas que me habían llevado a estar contándole mi vida a un desconocido del que ni siquiera sabía porqué estaba allí ingresado como yo.
No me atreví a preguntarle. De alguna manera, contárselo yo a él me estaba sirviendo de desahogo. Tener que narrar cronológicamente desde qué momento empezó a gestarse mi locura esclareció, en parte, porqué había llegado al límite de intentar quitarme la vida.
Una decisión que ni siquiera otro loco  podía alcanzar a entender.
Qué paradójico.
El accidente no me costó ni una semana de baja, y en la biblioteca nadie parecía haberle dado mayor importancia. Nadie más que yo, que me obsesioné pensando que era mi jefa quien había querido matarme con su particular sicaria.
-¿Tienes pruebas que demuestren que eso fue realmente así?- me preguntó Carlos cuando me di cuenta de que al final se lo había contado todo.
-Me fui antes de poder conseguirlas.
-¿Dejaste el trabajo?
Aquella pregunta me partió por dentro y las lágrimas me enmudecieron impidiendo que pudiera seguir con la narración.
Cuando sentí que Carlos dormía, saqué el cordón del pantalón de mi pijama y me lo anudé al cuello. Todo lo fuerte que pude. Apreté y apreté hasta notar que se me hinchaban las venas y que me costaba respirar.
Deseé haber tenido la sangre fría de un verdugo de la Inquisición para no haber terminado desanudándomelo.
Cobarde de mierda, te da tanto miedo morir como vivir. Me lo repetí varias veces hasta que me dormí.



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