jueves, 14 de junio de 2012

CAPÍTULO XXXI: 29-M.


XXXI.
29-M.

            28 grados. La temperatura de aquel 29 de marzo en Barcelona, además de a cuestiones meteorológicas, parecía responder a las secuelas de la caldeada jornada que vivía la ciudad condal y, en general, el ambiente de todo el país.
            El calor de las brasas provocadas por los contenedores y demás mobiliario urbano incendiado por los vándalos, los cristales rotos de los escaparates de los comercios “esquiroles” que intentaban abrir su negocio como un día más siendo coaccionados y saboteados por aquellos que se denominaban “piquetes informativos”, la indignación y reivindicación sinceras de los manifestantes pacíficos, los disparos de las pelotas de goma o los gases lacrimógenos de los Mossos (usados por primera vez en años, según algunos noticiarios), las hélices de los helicópteros que durante todo el día estaban patrullando la ciudad, los humos de los sindicalistas que amenazaban desde primera hora con el recrudecimiento de las medidas ante un gobierno con una postura cada vez más fascista disfrazada tras la promesa de “diálogo hasta la extenuación”, de una diputada con pancarta a favor de la huelga en el Congreso y de una Europa que nos miraba como país del que recelar, desconfiar o al que admirar, vete a saber.
            Me pasé el día intentando informarme de los diferentes puntos de vista para no tomar ninguna de las posturas como verdad absoluta. Y cuanto más leía o escuchaba, menos sabía qué pensar ni de qué lado ponerme en una España que demostraba, cada día, que nunca había dejado de estar dividida en dos.
Como Juanjo y yo.
            Volvíamos de haberle dado un paseo a Dante, y yo cotorreaba incansable contándole las conclusiones a las que había llegado sobre la jornada de huelga. Él parecía escuchar y de vez en cuando hacía alguna breve aportación, pero sabía que no le importaban ni lo más mínimo los manifestantes, los políticos o las posibles consecuencias de aquello.
            -¿Me vas a decir qué te pasa? –le pregunté de repente.
            -Ya te he dicho que nada –respondió él, sin mirarme a los ojos.
            Íbamos ya de camino al piso.
            -Algo te pasa. Llevas unos días rarísimo. Y ya no me creo que sea por el trabajo. Por favor, cuéntamelo.
            Juanjo bajó la cabeza y balbuceó.
            -No me pasa nada, Dani. Ya hablaremos cuando se haya ido Paz.
            Mi pregunta iba teniendo una respuesta cada vez más clara. Un nudo se me ató en el estómago. Pero seguí insistiendo porque necesitaba saberlo.
            -No estás bien, ¿no?
            -No... –respondió él sin levantar la vista del suelo.
            Tragué saliva, y por fin me atreví a decir.
            -No estás bien conmigo, ¿no?
            Sobre el asfalto que Juanjo contemplaba cabizbajo cayó su primera lágrima.
            -No... Lo siento...
            Aquella respuesta no podía caerme como un jarro de agua fría. No debía cogerme desprevenido después de sus últimos días de desplantes, ausencia, distancia, sequedad y falta de cariño hacia mí. Pero debía ser gilipollas porque, a pesar de todo, no estuve preparado para escuchar la noticia. Sentí un calambre por todo el cuerpo que me hizo tropezar, perdiendo el equilibrio y casi cayendo de bruces.
            -¿Estás bien, Dani? –me dijo él, mientras me sujetaba por el brazo.
            Dani. De pronto se me hacía raro escucharle dirigirse a mí por mi nombre. Aunque ya hacía días que no me dedicaba alguno de los muchos apodos cariñosos que antes usábamos para llamarnos. Aquel Dani y la forma en que lo pronunciaba eran prueba evidente de lo que pasaba.
            -Pero... ¿desde cuándo? –pregunté.
            Estábamos ya casi en el portal de casa.
            -¿Está Paz arriba? –quiso saber él.
            -No lo sé.
            -Si quieres, dejamos a Dante y damos un paseo para seguir hablando.
          Cuando volvimos a salir del piso, le pregunté si tenía algo de dinero suelto para comprar tabaco porque yo no llevaba nada. Fue la primera droga a la que se me ocurrió acudir para tranquilizarme. Aunque aparentemente lo estaba, por dentro tenía una sensación de desolación que no sería capaz de explicar con palabras.
        Llegamos hasta la Plaza Urquinaona sin hablar, contemplando los últimos coletazos de la huelga, quizá en el momento más inoportuno para salir a la calle. Nos sentamos en uno de los bancos de una de las esquinas que parecía estar más tranquila. Mientras le daba las primeras caladas al cigarro, él empezó:
            -Hace días que lo vengo notando, no te puedo decir exactamente cuánto. Un par de semanas a lo mejor. Desde que empecé a hablarlo con Sonia, mi compañera.
            -Pero... ¿qué es lo que sientes?
            Juanjo empezó a llorar otra vez.
          -No lo sé, Dani... No sé lo que siento, pero sí sé que no es lo mismo que antes... Ya no tengo esa cosa, esas mariposas...
            Adopté una sorprendente frialdad.
            -Entonces ya no hay nada que hacer, ¿verdad?
            Él seguía mirando para abajo, y lloraba cada vez más.
            -Lo siento, de verdad... –dijo.
            Apuré el cigarro hasta el filtro y casi inmediatamente me encendí otro.
        -Le dije a Sonia que yo pensaba que tú tampoco estabas igual que antes –continuó, ya más tranquilo–. Pero de algunas de las veces que has venido al Zoo y ha coincidido que estaba ella, me decía que tú sí seguías enamorado. Que se notaba en la forma en que me mirabas.
            No aguanté más y el nudo se subió hasta la garganta. Entre lágrimas, le dije:
            -Está claro que yo últimamente tampoco estaba al cien por cien. Han pasado muchas cosas, he pasado unos meses horribles en Daraquiel antes de poder venirme para acá, he estado muy agobiado como sabes por el tema del trabajo, ahora con Paz aquí, y el notarte tan distante conmigo pues también me ha hecho distanciarme de ti. Pero... yo... sí querría seguir intentándolo. Pensaba que era una mala racha que superaríamos... Como otras veces...
            -Lo siento, Dani, de verdad. Lo he pensado mucho. Y no sería justo ni para ti ni para mi. No sé mañana, o dentro de un tiempo. Pero tampoco te quiero dar esperanzas.
            -Tienes razón. Y te agradezco tu sinceridad –dije de corazón.
            -No quería decirte nada hasta que se fuera Paz.
            -Ya... Bueno, ella se va en dos días. Es verdad que igual le incomoda saberlo, sabiendo que se queda en nuestro piso. Puedo hablar con ella.
            -Por eso no te quería decir nada hasta que se hubiera ido.
            -Entonces, ¿ya lo tenías decidido de antes?
            -Sí, estaba esperando. No sabes lo mal que lo he pasado estos días. Sabes que no sé disimular las cosas pero, a la vez, tenía que hacer un esfuerzo enorme para aparentar normalidad –respondió él.
            En cuestión de segundos, la plaza se llenó de tipos con pasamontañas.
            -¿Nos vamos? –preguntamos los dos a la vez.
           Acordamos fingir que no pasaba nada delante de Paz los dos días que le quedaban en Barcelona para que no se sintiera incómoda. Eso implicaba cenar con ella, gastando las bromas de siempre, escuchando las anécdotas de su jornada en La Rambla con Óscar, y sentarnos los dos juntos en el sofá riñendo a Dante y a Tree cuando se nos ponían a dos patas pidiendo algo de comer. Por un instante, sentí que todo lo que había pasado había sido un mal sueño, y que todo estaba como siempre, hasta en algún momento Juanjo posó su mano sobre mi rodilla y me dijo “nene”, sonreía y estaba más amable que nunca con Paz. Pero estaba viendo un espejismo, malinterpreté su comportamiento. La tranquilidad y relajación que Juanjo mostraba no era, para nada, la de quien se arrepiente de lo que acaba de hacer y se da cuenta de que todo tiene que seguir como antes sino la de quien acaba de quitarse un enorme peso de encima. La de quien por fin se ha liberado.
Así lo comprobé al tener que dormir juntos. En la misma cama. Como siempre. Como nunca. Ya no éramos pareja. Ya no había opción de abrazarnos. Aunque lleváramos días sin hacerlo esa opción ya no existía, a pesar de lo muchísimo que lo hubiera necesitado. Y fue ése, justo ése, el momento en que de verdad tomé consciencia de lo ocurrido. De que ya todo se había terminado entre nosotros.
Y no fui capaz de asimilarlo.
Porque yo le seguía queriendo.
Porque habíamos compartido tantas cosas juntos.
Porque no me veía capaz de vivir sin él.
Todos mis proyectos e ilusiones estaban enfocados en él, con él, para estar con él. Y ahora tenía que comenzar una nueva vida desde cero.
Y no tenía ni idea de cómo hacerlo. ¿Por dónde empezar?
Se me quedaba colgado el intento de encontrar trabajo en Barcelona, el proyecto de vida allí, el curso de la universidad, el catalán, el piso, los ahorros, el permiso de la biblioteca, mi jefa, las disputas que me había costado con ella conseguir días para viajar a Barcelona, María José, Leo, la sensación de absoluto fracaso por tener que regresar con el rabo entre las piernas a un trabajo del que me había ido sin ninguna intención de volver pero que en aquel momento era lo único que tenía.
¿Por qué? ¿Qué nos había pasado?

       Éramos tan fuertes los dos que creimos que nada dolía, que creimos que no moriría. ¿Dónde fue todo eso a parar? ¿Cuándo se empezó a estropear?

        No podía ser inocente ni inconsciente. Porque bien sabía que ya no iba a tenerle más a mi lado. Era definitivo. Su “no sé mañana” era una simple frase hecha.

         Retamos al mismo diablo a atreverse algún día a separarnos.
         ¿Dónde fue todo eso a parar? ¿Cuándo se empezó a estropear?

        Desde el trío con Brian. No. La cosa venía de antes. Desde que Juanjo empezó a trabajar en Barcelona. Puede. Quizá incluso desde antes. Cuando yo saqué la plaza en Daraquiel.
       Me arrepentí con todas mis fuerzas de haber hecho aquel maldito examen. De haber aceptado aquel funcionariado sin pensarlo. Sin haber contado con él. Sin haber sopesado las consecuencias. De haber sido yo quien marcó un punto de inflexión. De haberme tenido que seguir él a mí en vez de haberme quedado yo esperando para seguirle a él.
        Pero ya era tarde.

       Creíamos que éramos tan diferentes, que nuestro amor iba a ser para siempre. Que nunca nos pasaría como a la gente, que no acabaría, que nunca te irías.
¿Dónde fue tu buena voluntad? ¿Cuándo me empezaste a engañar?

       Me pasé la noche llorando, sin pegar ojo, con la mirada fija en el cogote de Juanjo que dormía de espaldas a mí, analizando cada minuto de nuestra relación, desde aquella primera conversación en el chat hasta aquel fatídico 29 de marzo. En una obsesiva actividad mental que se prolongaría el largo mes que aún me faltaba para reincorporarme a la biblioteca.




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