jueves, 28 de junio de 2012

CAPÍTULO XXXII: El paraíso de Paz, el infierno de Dani.


XXXII
EL PARAÍSO DE PAZ, EL INFIERNO DE DANI.

            Más de setecientos kilómetros en un día. Unas ocho horas y media de coche desde Barcelona con las dos paradas para tomar algo y que Tree estirara las patas hasta llegar al pueblo de Paz. Encima otra vez cargados como mulas para retornar todo aquello que nunca debió salir de allí y que ahora regresaba con un destino incierto. Dos frenéticos días en su casa, de papeleo y visitas al abogado. Muchas lágrimas. Muchas vueltas a la cabeza. Pocas horas de sueño. Mala alimentación. Todos los componentes desaconsejados para meterse de nuevo en carretera y emprender otro largo viaje, esta vez de unas seis horas. Destino: el paraíso. Un retirado cámping en el Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar, en la costa de Almería, en pleno contacto con la naturaleza, para olvidar y desconectar de todo.
Paz, Tree y yo iniciamos una aventura que no terminaría según lo previsto, a pesar del talante improvisado del viaje.
         -¿Por qué no nos vamos lejos? –le pregunté–. Siempre me has dicho que Almería es tu paraíso particular y que te encantaría que lo conociera. Creo que es el momento perfecto para que me lo enseñes.
         No tuve que insistirle más para que aceptara. Los trámites del desahucio estaban paralizados hasta la vista del juicio entre hermanastras. La manzana de la discordia ya no sólo era la casa. En el juego de rencillas y traiciones familiares había entrado también el negocio familiar de la vieja imprenta, revalorizado por una reciente propuesta de compra de unos empresarios chinos para montar un bazar, “un todo a cien” como seguía llamándolo todo el mundo en el pueblo.
            -Por el dinero del viaje no tienes que preocuparte, yo corro con los gastos. Y te dejo de vuelta en tu casa antes del fin de semana para que no tengas ningún problema –insistí para que no considerara el único impedimento que podría haber tenido.
            Mi último día en Barcelona había sido el más doloroso de todos. Más incluso que los dos previos de pantomima ante Paz. Fue el desagradable, definitivo y feo momento de las reparticiones.
        Decidir quién se quedaba con Dante, sin duda, era lo más difícil. Yo, derrumbado como estaba, sin fuerzas ni para hacerme cargo de mí mismo, le cedí a Juanjo su cuidado a pesar de su ofrecimiento para quedármelo yo porque lo sacaba más y le daba “más vida” llevándomelo a patinar o dándole paseos más largos. Aún sabiendo los difíciles días de soledad que me esperaban y la mucha compañía que él me haría, me veía incapaz de cargar con esa responsabilidad. De repente me sentía un inútil que no sabría  encargarse de Dante, aunque había pasado los últimos meses haciéndolo. Sólo tendría que haberme puesto al día de sus vacunas y demás tratamientos, porque de eso se había estado encargando él, por razones obvias. Pero yo no sabía a dónde iba a ir, dónde iba a vivir ni cómo. No podía cargar con un perro ante tanta incertidumbre.
No obstante, fue un acuerdo temporal, o al menos así me pareció a mí que se interpretaría. Con la opción de, más adelante, cuando me hubiera repuesto y retomado las riendas de mi nueva vida, poder volver a por él. Porque Juanjo no aceptaba la “custodia compartida”, que para mí, era lo único realmente justo. Supuse que entendería que, de los dos, era yo el que quedaba peor parado después de la ruptura. Él, al fin y al cabo, ya tenía su vida perfectamente organizada en Barcelona pero yo tenía que replanteármelo todo desde el principio.
Dividir entre dos el dinero invertido en los muebles del piso, la tele, la nevera y, lo peor, establecer qué era de cada uno en lo acumulado durante cinco años de convivencia en los que todo había sido considerado “nuestro”. Ahora lo tuyo era tuyo y lo mío era mío. Un pacífico y dialogado acuerdo al que yo, en un principio, quise renunciar. Tan concienciado estaba de tener que empezar una nueva vida desde cero que sentía que no necesitaba ni quería nada de lo adquirido con él.
Pero en el piso había cosas mías, de antes de que él apareciera en mi vida, cosas que antes o después iba a echar en falta. Y de los muebles, por materialista que sonara, como dijo Juanjo, iba a necesitar el dinero porque aún me quedaba un mes para volver a trabajar y no cobraría hasta final del siguiente. Y porque era él quien se iba a quedar con el piso. Detalles en los que yo casi ni había reparado, supongo que porque no terminaba de hacerme a la idea de la nueva situación.
Fuimos guardando mis cosas en bolsas de basura porque fue lo primero que encontramos a mano. A mí, sin embargo, aquella nimiedad me resultó de gran simbolismo. Porque sin él, para mí, ya nada tenía valor. Mi propia vida careció de sentido en algunos momentos.
Juanjo me preguntó que qué hacíamos con los marcos y los álbumes de fotos, las figuritas de recuerdo de los viajes compartidos, la taza con nuestros nombres escritos y tantas otras cosas que, irremediablemente, eran de los dos. Le dije que se lo quedara él. Terminamos los dos llorando mientras vaciábamos las estanterías y empaquetábamos las cosas.
Me admiraba, en cambio, la impasibilidad con que asumía seguir viviendo él solo en el piso que habíamos montado entre los dos. Aunque hablaba de alquilar la otra habitación, para mí hubiera sido una tortura de recuerdos imposible de llevar. Otra señal que parecía demostrarme que Juanjo había dejado de quererme hacía bastante más de dos semanas. Porque las mariposas en el estómago sí se van, pero el sentimiento no desaparece en catorce días. Cada uno siente a su manera y a su ritmo, está claro, pero me dolía mucho no haber tenido siquiera la oportunidad de ser partícipe en el proceso que indudablemente tuvo que sufrir y del que solo me informó cuando ya tenía establecida su sentencia final. Sabía que cualquier intento de evitarlo hubiera sido en vano pero ahora sumaba también la frustración de no haber agotado un último cartucho. Aunque no tuviera nada que disparar.
Fue gracias a la primera parte recibida de ese dinero (le dije que no me corría prisa que me lo diera todo, que me bastaba con algo para poder afrontar las primeras semanas fuera de Barcelona y que el resto me lo podía ir dando cuando fuera pudiendo) por la que pude ofrecerle a Paz costear el viaje.
Llegamos al cámping Tau, en el pequeño pueblo de San José, a menos de diez minutos andando de la playa. Su entrada nos recibía con sus bajos y blancos muros rematados por sendas cúpulas semiesféricas y horadados con pequeños ventanucos perfilados en una tonalidad de azul que me recordó al añil con que también se bordean zócalos y ventanas de las fachadas de algunas casas de los pueblos manchegos. Algo que, según leí una vez, respondía además de a factores estéticos y funcionales –evitar el desgaste del blanco de la cal producido por el roce de los animales utilizados para las labores del campo–, a, como no, supersticiones rurales. Ese azul protegía a sus moradores, ahuyentando al demonio y a todos los males que de él pudieran derivarse y, según otras versiones, también señalaba las casas en que vivían las mozas solteras en edad de merecer. Mujer y demonio de nuevo estrechamente vinculados.
            Al llegar a la recepción nos dio la bienvenida una simpática mujer de unos cincuenta años pero de aspecto informal y juvenil que nos explicó el funcionamiento del cámping y nos preguntó hasta cuándo nos íbamos a quedar.
            -Hasta el domingo –respondió Paz, muy dispuesta.
            Estábamos a lunes y establecer por adelantado una estancia de siete días, así de pronto, sin haberlo acordado expresamente, me asustó. Sentí que no podía permitirme tanto tiempo, que aunque me quedara un mes para empezar a trabajar otra vez, eran muchas las cosas que tenía que solucionar, muchas las decisiones que tomar. Y perdido en medio de la costa almeriense no iba a arreglar nada.
            -Paz, no habíamos decidido un día concreto –le dije en voz baja–. ¿Hay que decir obligatoriamente el día? ¿nos compromete a algo? Si después decimos que nos queremos ir antes o después de lo que hemos dicho en principio, ¿habría algún problema? –pregunté ya en un tono normal, dirigiéndome a la recepcionista que nos miraba con cara de oh, oh, pelea de novios.
            -No, no... Es el protocolo que seguimos sobre todo para la planificación de las parcelas en temporada alta, pero por estas fechas no hay problema. Es sólo por apuntarlo en la ficha. Si luego os váis antes o queréis quedaros más tiempo, me lo decís y no pasa nada –respondió ella amablemente.
            Metimos el coche dentro para descargar la tienda de campaña y el resto de bártulos y mientras iniciamos la difícil tarea de clavar las piquetas en aquel imposible terrizo, le dije a Paz:
            -Paz, yo lo siento por el malentendido. Es verdad que quien ha propuesto el viaje he sido yo. Pero nunca hemos dicho que tuviera que ser de una semana entera. Yo no creo que vaya a querer quedarme hasta el domingo. Va a ser mucho gasto y aún tengo muchas cosas que arreglar.
            -Eso lo dices ahora, Dani, pero cuando estemos paseando por los parajes de la zona, ya verás que te olvidas de todo y te quieres quedar el máximo tiempo posible.
            Empezaría así un inesperado enfrentamiento entre los dos. Ella que había aprovechado el viaje como válvula de escape para todo lo que se le venía encima, se negaba a una estancia menor de una semana, obligándome a que yo tuviera que quedarme también porque evidentemente no podía dejarla colgada con la perra y sin medios para volverse. Y yo que era incapaz de disfrutar de aquellos paisajes porque no conseguía desconectar. Todo lo contrario, interpretaba aquella escapada como una huída. Una huída para no afrontar mi nueva realidad.
            Tenía miedo. Sentía una profunda pena que me hacía llorar a cada instante. Todo me recordaba a él, a los buenos momentos vividos juntos. Otras veces me cabreaba. Llegué a tenerle rencor. Me sentía utilizado por Juanjo. Porque había esperado para dejarme cuando yo ya no le hacía falta. Cuando ya le había respaldado todo lo necesario y había conseguido el valor suficiente para desenvolverse solo en Barcelona, superados los difíciles primeros meses de adaptación. Cuando le había escuchado con comprensión y apoyo las inclemencias de su trabajo, cuando había conseguido un alquiler que solo con su nómina no le hubieran concedido a él, montado un piso que de haberlo hecho sin mí le hubiera llevado el doble de tiempo y esfuerzo, con la mitad de gastos, incluso ahora que yo ya no pagaría mi parte porque no tendría ningún problema en encontrar compañero de piso en pleno centro de Barcelona; cuando había terminado de ahorrarse una mudanza completa que había estado recibiendo cómodamente sin el menor esfuerzo a costa de mis duermevelas, dolores de espalda y mis costosos viajes en tren de los que él nunca propuso pagar ni un mísero euro. Cuando además de comprobar la rentabilidad del bed and breakfast, había descubierto un modo fácil y rápido de follar con otros. Cuando ya estaba seguro de querer prescindir de mí, de que mantener una relación en una ciudad como Barcelona le cortaba las alas. Cuando todo eso había pasado, sencillamente pensó en sí mismo y en su propio bienestar. Sin tenerme en cuenta a mi. Sin reparar en que mi vida se desmoronaba tras su paso.
            Todos esos pensamientos me proyectaban una imagen de un Juanjo insólito, egoísta, interesado y hasta maquiavélico que nada tenía que ver con la ternura, cierta ingenuidad, sencillez, bondad, espontaneidad y optimismo ante la vida que en su día me enamoraron de él. No podía ser un desconocido. ¿O sí? Barcelona y un trabajo no podían haber cambiado tanto a la misma persona. ¿Tenía que reconocer que la continuidad de nuestra relación estaba condicionada a un cambio de situación? ¿Qué los últimos meses yo lo había entregado todo sin ninguna correspondencia por su parte? Mientras seguía estudiando y su única otra alternativa era volver a casa de sus padres, no se planteaba más que la vida que yo podía ofrecerle, modesta, sin grandes lujos, pero sin carencias y relativamente cómoda. En cuanto su situación cambió, sus sentimientos hacia mí cambiaron de la misma manera. ¿Tan endebles eran los cimientos de lo nuestro? El amor se convirtió en egoísmo. El mirar por la otra persona, pudiendo llegar a veces hasta a anteponer su bienestar al propio, tornó en un egocentrista individualismo que no entendía de compromiso ni de entrega.
            Luego me sentía despechado, herido en mi orgullo por el abandono. Y eso me hacía ver las cosas desde otro prisma. Teniendo que reconocer que los sentimientos cambian, y que igual que le había pasado a él, quién sabe, quizá también podría haberme pasado a mi. Y que tampoco era nada fácil dar el paso que él había dado. Que el cambio, la ciudad y el trabajo podían haber sido los atenuantes, pero no los factores determinantes. Igual que tenía indicios para crearme esa mala imagen de él, también los había para demostrar lo contrario. Cuando estuve de vacaciones el mes de septiembre con él en Barcelona, aún de okupas en el piso de su amiga Aroa, me presentó a todos sus compañeros de trabajo, incluyéndome como su pareja las veces que salíamos a tomar algo con ellos. También hubiera sido más fácil para él buscarse una habitación en un piso compartido que meternos en un contrato de alquiler a nuestro nombre. Tampoco le habían hecho indefinido en el trabajo, sólo le habían renovado otros seis meses, y aún así amueblamos toda la casa. Decisiones, en definitiva, que no parecen muy lógicas en alguien que está planeando conciezudamente dejar a su pareja.
            Tenía que asimilar que Juanjo ya no me quería, y que ante eso la única posibilidad es que hubiera seguido conmigo por pena o por mantener un compromiso que se suponía irrompible. ¿Cuántas veces había criticado yo eso cuando lo había visto en otras parejas? ¿Cuántas veces había dicho yo que lo último que me gustaría despertar en la gente sería un sentimiento de lástima o compasión? Mucho menos en una pareja, de la que se espera cierta incondicionalidad en según qué momentos pero a la que no se puede retener, en ningún caso, en contra de su voluntad.
            Los momentos de rabia los pagaba con Paz y los de pena y decepción los sufría en solitario, desapareciendo por cualquiera de las playas de aquel idílico lugar. Un paraíso que no estaba sabiendo disfrutar, obcecado como andaba en mi sufrimiento y dolor.
            Ante mis sentidos estaba pasando desapercibido el paraíso de Paz. Era incapaz de disfrutar de aquel rincón de la costa de Almería donde desierto y mar comparten escenario en unos paisajes que tantas veces han utilizado directores de cine para rodar sus películas ambientadas en el Lejano Oeste americano. Curiosa analogía de la vida misma, paraíso a veces e infierno otras.




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