martes, 17 de enero de 2012

CAPÍTULO VII (2ª parte): Las distintas tonalidades del gris.

2ª parte.

En Daraquiel, como en tantos otros pueblos, se cambió el signo político después de décadas manteniendo el mismo. Era la manera en que los daraquieleños, como el resto de españoles, castigaban a los socialistas por su mala gestión con respecto a la Crisis y decidían probar con la única alternativa que ofrecía la estrechez de miras del bipartidismo reinante. Salir de Guatemala para entrar en Guatepeor, porque la consecuencia inmediata habían sido los despidos masivos de todos los contratados como personal laboral, los recortes en las ayudas sociales, el cierre y privatización de muchos servicios, la bajada de sueldos (menos para el alcalde y los concejales que no sólo no se lo bajaron, sino que se lo subieron aún más) y la continua amenaza de seguir sufriendo “duras medidas impopulares, pero dolorosamente necesarias por las insostenibles deudas que había dejado el gobierno anterior”.
María Victoria Martínez de Álgaro, la concejala, era una mujer algo altiva, pero que, como toda nueva política, quería mostrarse cercana al pueblo y preocupada por sus necesidades. Una pantomima que yo, ésa primera vez que fui a hablar con ella, me tragué.
Fui muy dispuesto yo con mi escrito perfectamente redactado, releído millones de veces y cuidando minuciosamente cada palabra que utilizaba para denunciar tajantemente, pero de forma protocolaria, el abuso de poder del que consideraba que estaba siendo víctima.
Me recibió de forma llana, pero sobreactuada, dándome dos besos de los que no llegan ni a rozar las mejillas y que paralizaron rápidamente mi amago de darle la mano.
- Hola, Daniel. Tenía ganas de conocerte – dijo.
Me invitó a sentarme.
- Dime, te escucho – añadió, al ver que yo no arrancaba.
Era como si ya tuviera conocimiento de qué iba a decirle. Recordé otra vez lo que a veces olvidaba, que estaba en un pueblo pequeño y que “todo se sabe”. En este caso, seguramente, hubiera sido Javier, el representante sindical, quien la había puesto al corriente, haciendo caso omiso a mi petición de confidencialidad, después de la charla que tuve con él para explicarle un poco la situación.
- Bueno... pues... – tartajeé. Era la primera vez que hablaba cara a cara con una política y estaba ridículamente nervioso –. He traído un escrito... – concluí.
María Victoria lo cogió y lo leyó por encima. Después de toser y dirigirme una mirada que no supe interpretar, sentenció:
- Es una acusación grave.
- Lo sé – empecé a armarme de valor, ya que había decidido dar el paso, tenía que llegar hasta el final –, pero después de haberlo intentado por las buenas y no conseguir nada me he visto obligado a denunciar la situación.
A Amira la había dejado en la biblioteca mordiéndose las uñas, temblando de miedo y al borde del patatús cuando le dejé leer mi escrito. Nadie en veinte años se había atrevido a “acusar” a la jefa, a pesar de que todos los trabajadores que habían estado bajo su mandato (que habían sido muchos, porque antes de convocar la plaza como funcionario la habían estado cubriendo con contratos temporales y bolsas de trabajo) echaban pestes de ella y de lo déspota que era como jefa. Por todos ellos y ellas, por Amira y por mí, tenía que luchar.
Así que le expliqué todo a la concejala. Me remití al artículo del Convenio local donde se aseguraba “facilitar la formación académica de los trabajadores públicos”. Rebatí las supuestas “necesidades del servicio” a las que la jefa se acogía, fundamentándome en el hecho de que éramos tres personas trabajando en la biblioteca (Amira, Leo y yo) y que nos podíamos cubrir unos a otros sin problema como hacíamos cuando llegaban las vacaciones. Y como la vi muy receptiva, al final me crecí del todo y la acusé abiertamente de darnos un trato discriminatorio según la categoría profesional que tuviéramos. Y es que era verdad que Leo recibía unos privilegios extra sobre Amira y yo, como tener algunas tardes libres a la semana.
Cuando terminé –qué a gusto me quedé, por cierto–, María Victoria se levantó, muy solemne, y se dirigió al armario que estaba a la derecha de su mesa. Lo abrió y sacó de él una gruesa carpeta. La estuvo revisando y cuando encontró lo que buscaba, me la acercó. Eran unas tablas de retribuciones salariales.
- Ahí tienes los sueldos de todos los que trabajáis en Cultura, desde la directora hasta la limpiadora.
Temí que mis palabras se hubieran malinterpretado, y por eso intenté aclarar mi postura:
- No, pero yo no hablo de sueldos; entiendo perfectamente que cada uno tenga su remuneración en función de su categoría y de sus competencias… - no  me dejó terminar.
- Y de su horario.
- ¿Cómo? – pregunté extrañado.
- El personal de Cultura – me explicó – junto  al de Servicios Sociales y al de Juventud, tenéis un horario de turno partido mañana y tarde, en función de las características propias de cada servicio, y por eso, hace unos años, se acordó “recompensar” esa diferencia con el resto del personal del Ayuntamiento que trabaja sólo por las mañanas con un complemento económico extra, específico y determinado según el número de tardes que se trabaje a la semana. Igual que el plus de disponibilidad o nocturnidad, por ejemplo.
- Ah… - no supe qué más decir.
- Se establece por puntuaciones numéricas, es decir, por ejemplo, los de Juventud que trabajan dos tardes a la semana tienen 4 puntos, 2 por cada tarde trabajada. Y los de Cultura, vosotros, que trabajáis todas las tardes, tenéis 10 puntos, es decir, cobráis más.
Empecé a entender qué estaba queriendo decirme, pero no me atrevía a confirmarlo, así que fue ella quien lo dijo sin tapujos:
- Y todo el mundo sabe que la directora no va a trabajar ninguna tarde a la semana, pero, sin embargo, sigue cobrando el complemento salarial de trabajar las cinco tardes. Y encima ella no es quién para dar a unos trabajadores tardes libres y a otros no – parecía estar enfadándose –, porque todos los que estáis allí, bueno, menos MariCruces, que a ella se le puso horario de 7 a 2 por las mañanas porque era más adecuado para su trabajo, tendríais que trabajar todas las tardes de la semana. Cualquier cambio de horario debe consultarse previamente y modificarse, si se considera oportuno, en las tablas salariales que para eso están – le faltó llevar la peluca blanca de rizos y dar el golpe de maza sobre la mesa.
Aquel dato me pareció tan revelador que en ese momento terminé de tener claro que mi jefa era una bruja, de las malas además, y que aquella nueva concejala parecía dispuesta a tomar las medidas necesarias para hacer justicia. Ahí veía en blanco y negro.
Aunque mi intención tampoco era tocar los sueldos ni perjudicar a nadie. Y así se lo hice saber.
- Pero… María Victoria – ya me había insistido varias veces en que la tuteara –, yo no quiero entrar en ese tipo de cuestiones, primero porque no es competencia mía y segundo porque mi única preocupación y por lo que estoy luchando es por poder hacer uso de los derechos que me corresponden como trabajador.
- ¿No te das cuenta? – insistió ella –. ¿Sabes  cómo se llama lo que está haciendo esa mujer? – lo dijo en un tono tan despectivo que hubiera esperado cualquier respuesta –. ¡Eso es fraude de dinero público! Y, efectivamente, una práctica denunciable de abuso de poder.
Sonaba muy grave, más de lo que esperaba.
El caso es que debería haber salido victorioso de aquella recepción con la concejala porque había conseguido lo que supuestamente reclamaba. María Victoria me dijo que cualquier solicitud de día de asuntos propios, asistencia a cursos y demás la entregara directamente en el Registro del Ayuntamiento sin siquiera dársela previamente a la jefa porque “las cosas iban a cambiar y a partir de ahora iba a ser la concejalía de personal la encargada de conceder o denegar esos permisos”. Sin embargo, más que contento o satisfecho, me fui de allí con cierto temor.
Al día siguiente, la jefa se me acercó con la inequívoca señal de cuando está muy enfadada (se le hincha la vena del cuello, los ojos parece que se le van a salir de la órbita y se pone roja como un tomate a punto de explotar) y casi gritando me dijo que le diera inmediatamente una copia del escrito que había presentado en el Ayuntamiento. Como todo lo que ponía en él lo había hablado previamente con ella y no tenía nada que esconder, la imprimí y se la di. Reconozco que en ese momento sí que sentí una enorme satisfacción.
Ése fue el antes y el después de mi relación con ella. Hubo unos días en que me sentí el héroe entre mis compañeros no sólo por haberme enfrentando al Titán del poder, sino por haber salido aparentemente triunfante. Pero no airoso. Quizá conseguiría poder pedirme los viernes que necesitara para ir a Barcelona, pero sabía que de una manera u otra, ella se iba a tomar su particular revancha, servida en plato frío. Y es que una jefa, si se lo propone como ella se lo propuso, cuenta con los medios suficientes para hacerle la vida imposible a un trabajador. O a dos, como en este caso, porque, muy a mi pesar, Amira también empezó a sufrir las consecuencias de su ira. Yo la herí donde más le dolía, en su orgullo. Y ella no se iba a quedar de brazos cruzados.
Supongo que en la auditoría externa que empezaron a hacer los del Ayuntamiento, María Victoria se encargaría personalmente de que se inspeccionara con detalle, en horario y sueldo, el puesto de mi jefa. Me convertí, inocentemente, en su peor enemigo. Le hice vestir el peor de los sambenitos en el auto de fe celebrado para escarnio público, quemándola en las llamas de las críticas y el cuchicheo de todos los vecinos y del resto de trabajadores del Ayuntamiento.
¿Quién era entonces el malo? ¿Ella? ¿María Victoria? ¿Yo? ¿Los tres?
Tantas vueltas le estaba dando a todo que si ya normalmente me costaba conciliar el sueño en el incómodo sofá-cama de mi habitación, esa noche me estaba siendo imposible. Por eso me levanté, de camino hasta el salón pisé la cola de un gato, un pis, casi resbalo con un vómito o una caca suelta y cuando llegué, me encontré a la Noé de aquel peculiar arca recostada en el sillón con Tree, frente a una botella de absenta.
- ¿Paz? – dije en voz baja, porque no sabía si estaba dormida o traspuesta.
Se incorporó rápidamente y con los ojos muy abiertos respondió:
- ¿Qué?
- Nada. Sólo quería saber si estabas despierta... – me paré un segundo a pensar antes de continuar –. ¿Qué haces?
- ¿Quieres un chupito?
- Bueno...
- No podía dormir y me he venido aquí con Tree – dijo mientras me servía.
- Ahá.
- ¿Y tú? – añadió después de darme el vaso.
- Tampoco podía dormir.
-¿Y eso?
- No sé...
Ya la iba conociendo lo suficiente y sabía que me iba a sorprender con alguna propuesta disparatada:
- ¿Nos vamos a Daraquiel?
Eran las 4 de la madrugada y fuera debía hacer un frío polar, pero no sé por qué contesté:
- Vale, me visto y cojo el coche.
A lo mejor descubríamos algo que me ayudara a encontrar la escala de gris que coloreara la que no era ni tan negra ni tan blanca historia.





No hay comentarios:

Publicar un comentario