lunes, 26 de agosto de 2013

CAPÍTULO XL: Día 1. Tanatorio mental.

XL
DÍA 1.
TANATORIO MENTAL.

No podía controlarlo. Ese tembleque espasmódico me provocaba oleadas de sudor entre aquellas duras y ásperas sábanas del SAS, empapándolas de una fría humedad.
Tenía calor y frío. La cabeza me iba a explotar y pensé otra vez que me moría. Me ahogaba.
Y sentí miedo.
Intentaba parar el tiritar de mis dientes porque me estaba destrozando las mandíbulas pero solo conseguía calmarlo por unos segundos.
Enseguida volvía.
Y con él, el miedo.
Pero también cierta tranquilidad por pensar que era lo que quería, y que era lo mejor que podía pasarme. Iba a cumplir mi decisión. Mi deseo. Mi final.
Cuando sentí que estaba preparado para irme del todo, cuando mi cerebro por fin se iba apagando, volvieron con las urgencias y el guirigay.
Camilla, bofetadas, zarandeos y muchos “responde, joder”.
No veía ninguna luz al fondo de ningún túnel, pero sí que noté cierta desconexión del cuerpo.
No sabría explicarlo y, en todo caso, fue tan efímero como el tiempo que tardaron en devolverme con las descargas de los electrodos.
-¡Menudo susto!
La cara del médico era una borrosa visión de un autómata parpadeo.
Tecnicismos de nuevo. Diversidad de opiniones entre lo precipitado y lo inevitable del, por lo visto, anticipado traslado a la Unidad de Agudos.
-Ha sido un disparate que nos lo traigan sin cumplir el protocolo de espera.
-Estaban desbordados y parecía que evolucionaba bien.
-Menos mal que ha venido a avisar el compañero.
Ni me había dado cuenta de que tenía un compañero de habitación.
Una especie de zombi que arrastraba sus pasos de un lado a otro de la estancia mientras a mi me devolvían a mi cama hecho una piltrafa, con el pecho lleno de calvas circulares.
-Carlos, vuelve a avisarnos si notas algo raro, ¿vale?
El tipo que, por un momento, me recordó a Roberto Benigni pero versión tocho y rígido, inclinó la cabeza en algo interpretable como una sutil afirmación. El cuerpo nada tenía que ver con lo destartalado del actor, eran más los rasgos de la cara, la nariz sobre todo; porque tampoco se parecía en el pelo, poblado y muy rubio. Aun con la cara de sedación se veía que tuvo que ser guapo y tenía una mirada escudriñadora que antes de la medicación también debió ser simpática.
Y era joven, diría que como yo.
¿Qué le habría pasado?
Él se estaría preguntando lo mismo de mí, pero ninguno de los dos nos atrevimos a comentarlo. Los psiquiátricos son como las cárceles, entras sin saber del todo cuándo vas a salir y con la latente premisa de no preguntar para no ser preguntado.
-¿Estás bien?
No quise o no pude responder.
-Creía que te morías, tío –añadió.
Ésa era la intención, pensé.
Luego recordé alguno de los testimonios y alguna de las “recomendaciones” obtenidas tras horas de rastreo en internet por los no pocos foros, blogs y chats que hay sobre el tema del suicidio.
Las pastillas no te van a matar. Como mucho te dejan tonto o vegetal.
Volvía a sentirme estúpido y avergonzado.
Loco y tonto. Y a lo mejor con sida.
Si me había dejado violar para que me dieran la metadona, dios sabe qué me podrían haber contagiado.
Intenté descubrir si seguía sintiendo escozor o no pero estaba tan cansado que supongo que me dormí.
Lo que creía había sido una cabezada resultó una jornada completa, o más. No tenía noción alguna del tiempo.
El caso es que las auxiliares aparecieron para traernos los pijamas limpios, las esponjas jabonosas enrolladas y metidas en un vasito de plástico cuyo fondo contenía un poco de jabón líquido.
-Eso es el champú –me dijo la auxiliar cuando sostuve torpemente el vaso en la mano. –¿Cómo estás, guapo?
Debió notar que me ruboricé, porque añadió:
-La esponja la mojas y te hace espuma. Aquí te dejo la toalla y ahora os traemos la ducha, ¿vale?
-Gracias –acerté a decir. Parecía que podía hablar.
-¡El desayuno! –se escuchó desde fuera, junto al traqueteo del carro con las bandejas.
-¡Buenos días! ¿Qué tal hemos amanecido hoy?
Todos los sonidos me parecían magnificados y el movimiento de todo como a cámara rápida.
-Muy bien, Marta. ¿Y vosotras? ¿cómo ha ido la guardia?
-Bien, Carlos, tú sabes, como siempre, hubiera estado mejor tirada en el sofá de casa, qué te voy a decir –respondió la auxiliar, riendo.
Aquel ambiente de calidez en un sitio que tan frío se me hacía me descolocaba y me incomodaba mucho.
No quería estar ahí. Ni allí. Ni en ningún sitio.
-¿Puedes levantarte, Daniel?
Me incorporé un poco y me mareé.
-Pero despacito, chiquillo, que llevas dos días dormido.
Dos días. Por fin algún dato de tiempo.
Volví a intentarlo. Todo respondía. Los músculos, algo doloridos, y las articulaciones, oxidadas y renqueantes del chute, se iban engranando poco a poco. Me senté en el borde de la cama y sentí el frío del suelo en la planta de los pies.
-¿Te traigo unas zapatillas? –la tal Marta parecía y, de hecho era, muy agradable. –El médico ha dicho que ya puedes levantarte y probar a comer algo a ver qué tal te cae.
Café descafeinado soluble, un vaso térmico con leche hirviendo, un bollito de pan, una tarrinita individual de mantequilla y otra de mermelada de ciruela y dos kiwis.
-También ha dicho que convendría que fueras al baño –sonrió, apuntando a la fruta y mirando a Carlos, quien respondió con un guiño cómplice.
Me preguntó que si quería que me ayudaran a ducharme, a lo que yo dije inmediatamente que no. Todavía me quedaba algo de pudor.
Viéndome reflejado en el enorme espejo de encima del lavabo, cuando me desnudé para meterme en la ducha, me eché a llorar.
Era un monstruo escuálido y desgarbado, con las costillas y las vértebras a punto de rajar la pálida y estirada piel que las envolvía, dejando entrever un ridículo esqueleto.
Tenía como moratones en las piernas y el pene tan encogido y replegado por su propia piel que apenas asomaba entre la mata de largo y rizado pelo negro que lo rodeaba. Los antebrazos, igualmente canijos, remarcaban las venas más que nunca, picadas de tanto suero y ¿tanta droga?
El agua resbalándome por encima me pareció un bálsamo regenerador. Tenía la temperatura perfecta y por primera vez en no sé cuánto sentí algo placentero.
Aunque la sensación de limpieza fue solo por fuera.
Seguía hecho mierda entre avergonzamiento, remordimientos, culpas y temores.
Apenas levanté la mirada mientras el mismo psiquiatra del otro ingreso volvía a pasarme consulta.
Tenía las uñas de las manos destrozadas. Ya no había de dónde morder.
-¿Cómo te encuentras hoy, Daniel? –me preguntó.
Me encogí de hombros.
-Veo que no tienes muchas ganas de hablar, ¿no?
Qué perspicaz.
-Solo dime si sabes por qué estás aquí.
-Por lo mismo de la otra vez –contesté, cuando, por primera vez, le miré y vi sus ojos clavados en su ordenador, seguramente comprobando mi demencial historial.
De vuelta a la habitación seguía con la cabeza gacha. No sabía muy bien si iba a saber encontrarla. No me ubicaba en aquel largo pasillo. Deambulando, además de esquivar a los demás locos, que también se apartaban de mí, llegué a lo que según rezaba en el desteñido cartel de la entrada era la “Sala de Tv”.
Una alta y ancha estantería de escayola con puertas de cristal y alguna cajonera ocupaba toda la pared del fondo con, además de la pantalla de plasma, unas cuantas enciclopedias polvorientas, muchos libros desordenados y varias novelas arremolinadas sin ningún tipo de criterio.
Libros. Catalogación. Biblioteca. Pasado glorioso. Presente ruinoso.
Busqué el volumen de la “m” en el diccionario enciclopédico larouse que había, pesado como una losa.

Metadona: 1. f. Med. Compuesto químico sintético, de propiedades analgésicas y estupefacientes semejantes a las de la morfina, pero no adictivo, por lo que se utiliza en el tratamiento de la adicción a la heroína.

Pues vaya novedad. No ponía nada de su composición ni de su modo de administración.
Ni yo me había atrevido a decirle nada ni el médico me había preguntado nada de ese tema.
Seguí echando una ojeada a los libros que había en aquella caótica e improvisada biblioteca e, instintivamente, eché mano de uno que bien conocía.
Almudena Grandes. Las edades de Lulú.
Un libro que tanto me había marcado. Una elección para la última guía de lectura que diseñé para la biblioteca de Daraquiel, el último verano. Una temática que pude elegir, sorprendentemente, con la libertad absoluta que me dio mi jefa para hacerlo. Mi ex jefa.
Amira, que bien me conoce, reconoció el punto masoquista del motivo elegido para aquella recopilación bibliográfica.
“Un verano de amor” pretendía recoger los grandes dramas amorosos de la Historia de la literatura y el cine, las novelas rosa de Danielle Steel, los clásicos, relatos eróticos y de amores apasionados.
Lecturas con las que estuve fustigándome los apenas dos meses de verano que aguanté en Daraquiel antes de la fatal decisión de la renuncia irrevocable a mi puesto de trabajo.
Me quedé toda la mañana releyéndolo, sentado en una silla de plástico que había en la terraza, justo en la puerta contigua a la de la sala de televisión, con vistas al exterior, acristaladas por supuesto para evitar indeseables arrojos al vacío. Todo en aquel hospital estaba a prueba de intentos suicidas. Lo que, en realidad, no hacía más que recordarte continuamente que te querías morir.
Mis ojos tardaron unos minutos en reacostumbrarse a la luz del día, y tuve que leer varias veces el primer párrafo para concentrarme, pero al final pude regresar a aquella desgarradora historia. Incluso a identificarme con el tipo de relación borreguil y aborregada de Lulú hacia Pablo, y a lo mejor de él hacia ella.
El Dani obediente como un borrego, sumiso, manso.
Los dos aborregados, gregarios, víctimas de una subcultura igualmente estereotipada de roles sexistas.
Lulú y Pablo.
Yo y Juanjo.
Las relaciones homosexuales no distan tanto de las heterosexuales porque los sentimientos son igualmente humanos. Y nos hemos criado con la misma educación anquilosada en modelos más culturales que naturales.
En una sociedad eminentemente coitocéntrica, que además sigue rindiendo culto al falo como a una deidad, con todos los complejos y ridículas superioridades que eso supone. La operadísima y teñidísima rubia con “cara de guarra” que se arrodilla, se postra, en las películas porno para heterosexuales para chupársela al imponente macho dominante que despliega, orgullosos y triunfante, su miembro representa exactamente lo mismo que el depiladísimo y fibradísimo hombre andrógino de las películas para gays –o peludo mamotreto de bíceps y pectorales hinchados de anabolizantes– que se esclaviza-sodomiza a merced de las órdenes de su amo.
La entrega, la sumisión, dominación, la dependencia, el grado de esclavitud que se puede alcanzar, el nivel de locura que se puede rozar; esas cosas le pasan a gays y a heterosexuales del mismo modo.
     

 


  

No hay comentarios:

Publicar un comentario