viernes, 16 de agosto de 2013

CAPÍTULO XXXIX: Ambivalente balanza.

XXXIX
AMBIVALENTE BALANZA.


-Deja de hacerte el inconsciente, que tus constantes están perfectamente y todos los resultados han salido bien.
El médico cambió el tono comprensivo y paciente de las primeras veces por uno intencionadamente hiriente.
Tan hiriente como sentir sus dedos retorciéndome con fuerza el pezón izquierdo.
-¡No puede ser que no te duela! ¡Déjate de hacer tonterías y despierta ya que necesitamos la cama! –gritó.
Lo sentí, sí, pero no me dolía. A lo mejor sí que estaba muerto, aunque el pitido seguía siendo constante.
-Éste se lo está haciendo –dijo una de las enfermeras mientras hacía el amago de darme una bofetada–. Responde a los estímulos, ¿habéis visto cómo ha cerrado los ojos?
-Sí, pero, mira, vuelve a no parpadear, y lleva así horas. Mírale las pupilas, las sigue teniendo dilatadas –comentó otra.
Oía sus voces y puede que hasta las viera alrededor de mi cama.
-Puede estar en shock.
-Éste se ha metido lo más grande.
-Vamos a dejarle un rato más y si no, llamamos ya a la ambulancia y que se lo lleven. Tenemos esto hasta arriba.
Todos los científicos se alejaron del ratón de laboratorio. Menos uno. Una. Que se quedó mirándome fijamente, me acarició con suavidad la mejilla y me susurró al oído:
-Tienes 32 años, toda la vida por delante.
Piii… Piii…
Si dejaba de respirar el pitido aumentaba hasta hacerse ensordecedor pero ya nadie venía a salvarme porque ni estaba muriéndome ni me iba a morir.
Veía pero no distinguía muy bien las figuras ni los objetos. Un foco cegador difuminaba mi campo de visión.
La primera del desfile fue mi hermana mayor. Lloraba como nunca la había visto llorar antes.
Sentí sus manos, cálidas, salvadoras, agarrando una de las mías, fría e inmóvil. Un intenso escalofrío me hizo corroborar que seguía allí. En cuerpo y alma. No me había ido a ningún sitio.
Me sentía tan ridículo y avergonzado como frustrado.
¿Cómo me habían encontrado? ¿Por qué coño no había funcionado esta vez? Estaba todo perfectamente planeado.
Después entró mi hermano Jorge. Parecía haber adquirido el papel de enfermero comprensivo, y no se daba cuenta de que su sola presencia me recordaba uno de los motivos por los que lo había vuelto a intentar.
No quería acabar como él, ni como mi padre.
-¿No te das cuenta de que ésta no es la solución? ¿De dónde las has cogido esta vez? –me preguntó.
Seguía mirando fijamente, con los ojos muy abiertos, a la luz cenital. Creo que se me resbaló una lágrima.
-¿Cómo podemos ayudarte? Tienes que dejarte ayudar… Por favor, Dani. No puedes hacer esto. No puedes permitir que una persona te destroce la vida. Nadie merece tanto.
No entendían que no era “una persona”, que era Él, mi vida, mi única razón.
Empecé a recordar.
En la carta, además de pedirles perdón y reconocerme como un puto cobarde, intentaba hacerles entender que de verdad era la mejor solución. Que, a la larga, terminarían comprendiéndolo.
Cuando escribí aquello de verdad pensé que sería la despedida definitiva. Que esta vez no había salvación. Joder. ¿Por qué volvía a verles? ¿por qué volvía a sentir? ¿por qué volvía a llorar?
Mi hermana, Bea, venía con mi madre. Ni pude ni quise mirarlas a la cara.
-Ya está bien, Dani, por favor… Yo creo que ya está bien… -la voz de mi hermana sonaba con una extraña mezcla entre reproche y misericordia.
-Que Dios te perdone, hijo mío, porque yo ya no puedo…
Volvieron a dejarme solo y la enfermera de antes se acercó.
-Vamos a hacerte un TAC. No te asustes, es solo para comprobar que todo está en orden. Pero tienes que colaborar. Respóndeme aunque sea con la cabeza. ¿Oyes lo que te digo?
Asentí.
-Bien. Gracias.
Al rato, vinieron a llevarme. El foco de luz eran ahora pasillos de hospital, tambalear de ruedas de camilla. Entre todos, me cogieron en peso levantando los bordes de la sábana para pasarme de una camilla a otra.
-¡Joder, con lo raquítico que está lo que pesa el hijo puta!
-Venga, coño, colabora.
Luego se fueron, dejándome solo en aquella oscura habitación.
A lo mejor esto me detecta alguna lesión cerebral y por eso no puedo moverme, pensé.
Ojalá.
¿Ojalá?
Aquel tubo tenía que ser mi crematorio no mi radiografía craneal.
-Muy bien, Daniel. Ahora vamos a bajarte otra vez y cuando tengamos los resultados te decimos, ¿vale?– aquella enfermera era la única que me había llamado por mi nombre–. Por favor, mueve la cabeza como antes.
Asentí, de nuevo.
-Muy bien. Así me gusta.
Escuché a Bea discutiendo con los médicos. Que cómo me iban a llevar así, con la sonda nasogástrica y la vesical, que todavía tenía el suero puesto, que tenían que esperar.
-Bea, sabes que allí, además de la planta de psiquiatría, tienen también hospital general y aquí ya no podemos hacer más. Estamos desbordados. Ya sabes cómo anda todo desde los recortes. No puede seguir aquí –le respondió uno de ellos, supongo que un colega de la facultad.
Los enfermeros del SAMUR me llamaron por mi nombre desde el principio, y agradecí su calidez intentando moverme para ayudarles a trasladarme.
La pesadilla se repetía por segunda vez. El destino de aquel camino en ambulancia confirmaba la peor de las profecías.
Estaba completamente loco y encima seguía vivo.
-¿Qué te has tomado esta vez, Dani?
Ya sí la miré a la cara. Me escrutaba de un modo tan tajante que tuve que abandonar el mutismo para pronunciar mis primeras palabras después de… ¿horas? ¿días?
-Pastillas… -dije, en voz baja, avergonzadísimo.
-¿Y qué más, Dani? ¿Qué más has tomado?
Venlafaxina y duloxetina. Todos los blíster que mi madre tenía escondidos en su armario.
-¿Qué más, Dani? ¡Dímelo! ¿Qué has tomado?
-Solo eso, Bea, de verdad… -me irritaba tanta insistencia, pero sentí que era la mínima penitencia que me tocaba pagar por imbécil, cobarde y fracasado.
-Te has drogado, Dani, ¿de dónde sacaste la droga?
Eso sí que no lo recordaba. Las pastillas, solo había tomado las pastillas. Y me había echado en el suelo de aquel descampado. Sí, me tomé las pastillas y me tumbé a esperar.
-La orina te ha dado positivo en metadona y fenciclidina.
De verdad que no sabía de qué me estaba hablando. Yo no había tomado nada de eso. Solo la venlafaxina y la duloxetina.
Luego, el médico con las preguntas de siempre. ¿Qué ha pasado, Daniel? ¿Por qué? ¿Cómo te sientes? ¿Lo recuerdas?
Sin embargo, esta vez no era capaz de reconstruir más que secuencias inconexas y contradictorias. La laguna mental era mucho mayor que la otra vez.
Recuerdo hacer la maleta apresuradamente, aprovechando unos minutos de ausencia de la vigilancia permanente que tenía, a turnos entre ella y mis hermanos, en casa de mi madre. Una botella de agua, las cajas de pastillas y algo de dinero para el tren. Ni cartera ni nada que pudiera identificarme.
Después, todo era nubloso. Un desfile de personas disfrazadas. Sí. Era carnaval. Todo el mundo iba disfrazado menos yo. Cuando llegué, en la estación de tren, todos iban y yo venía. Bolsas con botellones, ambiente festivo para lo que debía haber sido el preámbulo de mi funeral. Mi último paso.
Llevaba meses conviviendo con una ambivalencia que inclinaba la balanza hacia uno u otro lado por momentos.
La decisión vital.
La decisión letal.
Seguir o abandonar.
Luchar o rendirse.
Resignarse o retirarse a tiempo.
Me pareció cierto aquello de que los músculos guardan la memoria porque tantas horas de paseos con Dante, tantos trayectos en bicicleta y tantas jornadas de patinaje seguían impresas en mis piernas, a pesar de la inmovilidad de las últimas semanas. Respondieron estoicamente a la dirección de rumbo incierto pero firme a grandes zancadas.
Mientras el resto de la ciudad celebraba entre manzanilla, confeti y serpentinas; mis piernas obedecían abnegadamente a las órdenes dadas por mi dañado cerebro. Irracional decisión que mi estrategia mental había elucubrado como concienzudo plan de escape.
-De verdad que solo recuerdo haber tomado las pastillas –era lo único que podía decir.
Dolorosa y seguramente demencial idea, a ojos de las miradas cuerdas de mi alrededor, pero más que necesaria para mí, sopesada y sobradamente meditada.
Tenía que hacerlo. Tenía que dejar de ser el cobardica que solo lo pensaba y que se creía haberlo intentado antes en fracasados y vergonzosos amagos.
“Intento autolítico, intoxicación medicamentosa” era el resultado de mis ingresos de urgencia. El anterior, lo máximo que conseguí fue una neumonía por broncoaspiración que al final remitió sin mayor complicación.
Lejos de haberme hecho desechar la idea, al contrario incluso, habían continuado alimentándola, ofreciéndomela como una irresistible y morbosa medida.
Un romántico final. Como romántica me creía que había sido la relación de pareja con Juanjo de la que siempre había fardado tanto, idealizándola tan ciegamente que hasta el último momento creí correspondida.
Estúpido, idiota.
Solo quería que me quitaran aquellos tubos de la nariz y de la picha y me dejaran ya ingresado con el resto de locos, preferiblemente en una habitación individual; que dejaran de hacerme preguntas sobre unas drogas que no recordaba haber consumido.
A cada segundo de interrogatorio, confirmaba que mi patética existencia había dejado de tener ningún motivo. Todos se creían con la razón pero yo sabía que se equivocaban y que no eran capaces de reconocer ante mí, maltrecho residuo depresivo, que mis planteamientos, analizados con mi prisma, no eran tan descabellados. Sensatos incluso.
Sí que hay trenes que sí que pasan una sola vez en la vida y que hay vidas que ya no pueden ser rehechas. Y para malvivirlas, mejor irse a tiempo.
No solo era la pérdida de Juanjo, del trabajo en la biblioteca de Daraquiel, lo insoportable de aquel dolor, lo insanable de aquella herida; era que no tenía ni ganas ni fuerzas para seguir viviendo.
Pero cuando la balanza parecía inclinarse del todo, asomaba un pequeño pensamiento vitalista y esperanzador que acababa ahogándose en la desolación que volvía a aparecer para inundarlo por completo.
Por eso la larga caminata al bajar del tren de cercanías, en la parada de aquel pueblo como podría haber sido en la de cualquier otro. Qué sabía yo de su fama de destino para camellos y drogadictos.
Convertir la escena imaginaria en real volvía a cobrar fuerza con cada paso. Un nuevo motivo para hacerlo. Para cuando alguien me encontrara ya sería demasiado tarde. Tirado en cualquier recóndito lugar, mi marchito cuerpo atiborrado de las mismas pastillas que habían pretendido sin éxito curarme, descansaría para siempre. Lo que racionado en dosis y recetado por un psiquiatra, en elevadas cantidades, podía llegar a ser mi letal salvación.
Escuchaba al médico y a mi hermana y seguía sin saber qué había pasado. Cuándo me había drogado, si antes o después de las pastillas.
Pedí que me quitaran aquel incómodo tubo de la nariz y que tan desagradable se me hacía en la garganta al tragar la poca saliva que me quedaba.
-Hasta que no se acabe la bolsa de suero no te lo podemos quitar, Daniel.
Mi hermana se puso otra vez a hablar con el médico sobre lo mal que habían gestionado mi ingreso de un hospital a otro.
Me notaba cada vez más cansado y con más calor. No terminaba de encontrar el lugar adecuado. Toda la gente con que me iba topando me miraba como a un bicho raro. Debía estar horrible. A lo mejor hasta se me notaba la cara de loco, o de drogadicto, y me miraban de aquella forma porque vislumbraban en ella mis intenciones. Pero la indiferencia con que terminaban pasando a mi lado, catalogaba mi hipótesis de absurda. Y, en cualquier caso, aunque alguno pudiera imaginar algo raro en mí, no le hubiera importado lo más mínimo que estuviera buscando dónde morirme.
Nada. No les importaba nada. Como a Juanjo. Ya solo podía aspirar a provocar en él un único sentimiento, el de culpabilidad y remordimiento. Había, también, algo de maquiavélico en imaginar el momento en que llegara a sus oídos la noticia del fatal desenlace.
Lo que no sabía era en qué momento ni quién me había pasado la metadona. Dios mío, si no sabía ni si eso era en pastillas o si se esnifaba.
Ni a cambio de qué. Apenas llevaba cinco euros para el tren, y la tarjeta de crédito la había dejado en casa de mi madre. A lo mejor topé con otro enganchado que por solidaridad, me pasó.
-De verdad que no me acuerdo de nada, por favor, quitadme el tubo.
El suero se acabó y, con él, el interrogatorio y la estancia en la consulta del psiquiatra de guardia.
Los hombros me sudaban y la mochila me pesaba tanto que al final el lugar elegido fue más forzado que calculado. Un descampado en lo que ya debían de ser las afueras de aquel pueblo, supuse que apenas transitado, bastante alejado ya de la carretera.
Balanza decididamente inclinada, pros y contras analizados, consecuencias sopesadas.
Lo más fácil: desmerecer las palabras de las psiquiatras, profesionales de las que nunca me había fiado por echarles buena parte de culpa de la mala evolución de la enfermedad de mi padre, y que ahora me veían a mí como su segundo sucesor, tras los pasos herederos de mi hermano. Mi diagnóstico de “depresión exógena” llevaba la coletilla de “riesgo de viraje por antecedentes familiares”.
Por muy distorsionada y sesgada que estuviera mi visión de las cosas, mi realidad era una mierda, sí, ante mis ojos, vale, pero eran los únicos que tenía para mirarla, y mis ideas autodestructivas no eran una “sintomatología”, sino una meditada decisión.
Tampoco costó apagar las miradas de compasión de todos. Nunca he soportado dar pena. Por orgullo o soberbia, siempre he dicho que prefería despertar cualquier otro sentimiento, hasta el odio, antes que la lástima.
Lo peor, en cambio, fue acallar las evangélicas frases de mi madre para motivarme a encontrar la luz, las no palabras de mis hermanos, el tono dulce de Anna, Natasha y Nuria recordándome lo gran persona que era, el reclamo de atención de mis sobrinos, de Dante.
Fracasado, inútil, loco, trastornado como tu padre, patético, enfermo de mierda, parado voluntario, vergüenza social, autosuficiente de pacotilla… Era tanto lo que podía alegar para ir sacando cada una de aquellas pastillas y tomármelas con varios tragos de agua, que las palabras bonitas y las personas queridas desaparecían poco a poco.
Como tendría que haber pasado conmigo. Solo quería terminar de consumirme de una vez.
No acabar ingresado otra vez en aquel manicomio, sin poder dormir intentando recrear el momento en el que tomé aquella metadona, sentado en el wáter intentando cagar sin que saliera nada más que un fuerte escozor en el ano que me hizo pensar que quizá me hubiera dejado violar a cambio de la dichosa droga, en un delirio que, contra la somnolencia esperada, me habían provocado las pastillas.
Porque en las conversaciones de los médicos con mi hermana también hablaron de convulsiones y taquicardias.
  








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