sábado, 1 de diciembre de 2012

CAPÍTULO XXXVI: Ilusiones malogradas.

XXXVI
ILUSIONES MALOGRADAS.

            Camino al fracaso. Destino que debió quedarse en el recuerdo del lugar al que no regresar. Senda que nunca se ha de volver a pisar. Daraquiel se presentaba ante mis ojos como la ruina de todos mis proyectos, ilusiones malogradas. El corazón me palpitaba como si se me fuera a salir del pecho y un rubor encendido me recorría de pies a cabeza. Cada paso adelante suponía un retroceso.
            Hacía un fantástico día, decadencia burlona con el verde encendido de sus campos manchegos, sus rojas amapolas y su trigo resplandeciente en un luminoso mes de mayo. Los jornaleros seguían con su incansable quehacer diario, las mujeres se dirigían al cementerio con sus flores y sus paños húmedos para limpiar las lápidas de sus difuntos y los camiones iban descargando sus mercancías en una ordenada cadena humana. Todos ajenos a mi abatimiento. Todo en su habitual rutina diaria, indiferente a mis insignificancias y a mis tres meses de ausencia.
Intentaba disimular con una teatral sonrisa y amagos de amables saludos.
            -¡Hombre, ya ha vuelto Usted, Don Daniel! ¿Qué tal ha ido?
            -Muy bien, Don Benancio. Gracias. Ya estamos de vuelta.
            -¡Hala! ¡Pues con Dios!
            De manera inconsciente, iba ralentizando el paso conforme avanzaba a la biblioteca. No quería llegar. No sabía qué me iba a encontrar, qué iba a decir, cómo me iban a recibir y, sobre todo, no sabría con qué Justina me iba a encontrar. Temía que mi tiempo de ausencia me hubiera hecho perder mi sitio, que no poco me había costado conseguir, y que tuviera que empezar a ganármelo de nuevo. El odio de la jefa seguiría inalterable, o quizá engrandecido, porque ella sería también de las que pensaban que yo ya no regresaría nunca y que la sumisa María José no volvería a ser sustituida por el rebelde Dani, ganador a pulso de su deseo de asesinarme, según vaticinó la propia Amira antes de irme. O, peor aún, ser ella quien me echó el mal de ojo que pronosticó la pitonisa de la Isleta del Moro.
Desvaríos aparte, regresaba un Dani algo temeroso, por unas cosas u otras, sin ningunas ganas de más disputas, cansado de ser el líder de las reivindicaciones y dispuesto a sobrellevar la condena de la vuelta pasando lo más desapercibido posible, sin pretensión alguna de más jaleos. Ya no tenía que luchar por hacer uso de mis días libres para ir a ver a un Juanjo que había decidido apartarme de su vida. Resignado, pues, a asumir las injusticias y abusos de poder de la jefa con la boquita cerrada, en un intento desesperado de que los días pasaran con la mayor rapidez y tranquilidad posible. Acatando las órdenes que hubiera que acatar, sobrepasaran o no los límites de lo establecido en los convenios de los trabajadores. Había perdido la batalla y no me quedaba más que volver con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas, con el orgullo escondidito en el mismo sitio donde quedaron almacenados mis últimos delirios de grandeza.
            Darío, en cambio, opinaba todo lo contrario, y esperaba mi regreso como quien recibe la llegada del cabecilla de una gestada revuelta en contra del caciquismo de la déspota directora.
            -¡Por fin, Dani! ¡No sabes lo feas que se están poniendo las cosas por aquí desde que te fuiste! La Clinton ha tomado el poder absoluto y nos está haciendo la vida imposible a todos. MariCruces ha estado de baja de los nervios y Amira anda de médicos por unas fuertes jaquecas que le han dicho que pueden ser por estrés. María José y Leo son sus súbditos y con ellos hace y deshace a su antojo. A mí me tiene amargado. Tenemos que hacer algo ahora que has vuelto, Dani –supongo que Darío reparó en que no me había preguntado en ningún momento por mi–. ¿Y tú? ¿qué tal? No tienes buena cara, estás muy delgado… El jet lag, ¿no? –y empezó a reír.
            Pobre, si supiera que estaba deseando pegarle una fuerte patada en la boca para que se callara de una puta vez, seguramente ni se habría dirigido a mí.
            -Sí, Darío, vuelvo algo cansado. Las cosas no han salido del todo como esperaba –no iba a entrar en detalles, a pesar de que sabía que era la esperada comidilla de todo el edificio de cultura -¿Y la jefa? ¿no está?
            Con una mueca burlona, Darío respondió:
            -No, ha ido a tomar café, o al médico, o acompañar a la madre… Ya sabes, sus cosas…
            Pues sí. Aparentemente todo seguía como siempre. María José parecía haber respetado mis aportaciones a la biblioteca: manteniendo secciones, carteles, recomendaciones, estética de las presentaciones, distribución de las películas y cds. Aunque, eso sí, había añadido notificaciones que yo nunca hubiera puesto o que hubiera redactado de otra forma. Por ejemplo su “Se exige silencio absoluto” yo lo habría puesto como “Por favor, respetemos el estudio y mantengamos un moderado silencio”; aunque a fin de cuentas el caso que hubieran hecho tanto con un cartel como con el otro hubiera sido exactamente el mismo: ni el más mínimo.
            Algunos parecían alegrarse al verme, otros me miraban con cierto desprecio y los más indiscretos me preguntaban con un descarado retintín:
            -¿Qué? ¿otra vez de vuelta, no?
            Señoras llenas de sarna y maldad:
            -¿Tú por aquí?¿no te habías ido a Barcelona?
            Amira llegó para calmarme en el momento justo. Cuando me disponía a sacar mi sierra para degollar a más de cien. Antes de convertirme en el funcionario asesino que las hubiera disuelto en lejía a todas, matándolas a sangre fría y enterrándolas enseguida; me desmoroné llorando como un niño chico acurrucado en los brazos de Amira mientras ella me daba unas palmaditas en la espalda y le pedía a la gente que por favor nos dejaran solos un rato. Algo que, por supuesto, provocó el murmullo generalizado y aumentó el deseo de conocer los detalles más escabrosos de mi vuelta al pueblo. Aunque tenía la impresión de que la mayoría ya sabía por dónde iban los tiros. El mariquita abandonado por su amigo-novio después de haber intentado irse a vivir con él a Barcelona, sin saber que el  otro ya tenía su vida más que hecha allí. Qué patético. Pobre imbécil.
            El morbo y las elucubraciones estarían servidas durante días. Con una invención de allí, una reinterpretación de acá y alguna aportación propia, la historia daría para mucho. Muy a mi pesar, volvía a ser el chisme en corralones y sobre todo en las colas de la biblioteca, en pacientes esperas para contemplar el espectáculo en directo.
            A pesar de aquellas minucias, como decía, todo seguía más o menos como siempre. Pocas adquisiciones por el escaso presupuesto y la oficina más desordenada de lo normal por un Leo que parecía estar hasta arriba de trabajo al haberle delegado la jefa a él todas las tareas que antes nos repartíamos entre todos. El papel de María José, según me contaba Amira, era el de secretaria particular de Justina, veme a por esto, tráeme aquello, ordéname esto y demás.
            El temido reencuentro llegó, sorprendentemente, por su parte. Fue la jefa quien se acercó a saludarme mientras yo ordenaba las estanterías de consulta y referencia. Posando su fría mano en mi hombro y dedicándome una sonrisa tan inusual como sospechosa, me dijo:
            -Buenos días, Daniel. Bienvenido. ¿Qué tal te ha ido todo?
            -Hola, Justina –tartamudeé–. Bien, gracias –de la misma impresión tiré dos de los volúmenes de la Summa Artis.
            -Tranquilo, no te asustes, sabes que aquí no tienes nada que temer. Estás en tu casa.
            Solo le faltó la maléfica carcajada de madrastra de BlancaNieves mientras se alejaba con pasos lentos y arrastrados hasta su oficina.    
     

             


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