miércoles, 21 de noviembre de 2012

CAPÍTULO XXXIV (2ª parte): Una ciudad del Norte de Alemania y dos grandes amigas. Sentimientos enfrentados entre viajes de ida y vuelta.

2ª parte.

Anna venía con Yuli. Me recibió con su preciosa sonrisa y se anudó a mi cuello en un fuerte abrazo que yo quise responder con la misma calidez. Estaba como siempre. Espléndida. Aunque tampoco hacía mucho que no la veía. A pesar de vivir en otro país, nos reuníamos como mínimo todas las navidades. El correcto Yuli mantenía su papel de perfecto consorte, conduciendo todo el viaje en coche desde el aeropuerto a su casa sin rechistar mientras nosotros chismorreábamos para ponernos al día en un idioma que él no entendía. Anécdotas sobre el viaje, indicaciones previas sobre las posibles cosas que ver y hacer en Hamburgo, repaso a todas las novedades del grupo de amigos y, por fin, el tema estrella. El quebradero de cabeza con el que, a lo tonto, llevaba martirizándome ya más de dos semanas. Juanjo. La ruptura. Las explicaciones. Las consecuencias y el futuro sin él.
Esperaba poder controlarme, pero el dolor al volver a tocar la herida aún no cicatrizada me hizo llorar una vez más. Anna siempre sabía ofrecer ese refugio, esa caricia, esas palabras alentadoras cuando más se necesitan.
-Intenta quedarte con lo bueno. Nunca es tiempo perdido si ha habido cosas que han merecido la pena –me decía.
Claro que había cosas que habían merecido la pena. El problema es que ahora estaban ensombrecidas ante la duda de una traición premeditada.
La casa de Anna y Yuli aunaba ese punto entre bohemio y moderno propio de moradores inteligentes y con mundo. Objetos de distintas nacionalidades, no demasiados muebles ni adornos y detalles únicos para el acogedor pisito en el céntrico barrio de St. Pauli de una pareja joven y bien avenida como ellos. Sin alardes. Con sencillez y sinceridad. Cosas que, por más que me doliera reconocerlo, nos habían faltado a Juanjo y a mí desde el principio.
Cerveza Radeberger, unos cigarrillos hechos con tabaco de liar y cacahuetes. Todo listo en la mesa de la cocina para continuar con una larga sesión de metafísica conversación sobre las relaciones humanas en general y las de pareja en particular. Después, paseíto por la ciudad aprovechando el agradable e inusual sol que lucía intermitentemente entre bancos nubosos y a veces lluviosos.
La Reeperbahn o el “Barrio Rojo de Hamburgo” con sus luces de neón, sex-shops, locales de alterne y streptease, todo un mercado del sexo concentrado en una de sus calles con siglos de herencia, en respuesta a la gran actividad portuaria de la ciudad. Bloqueada del tránsito y de la vista desde calles aledañas por grandes vallas publicitarias y señales que prohíben la entrada a los menores de 18 años y a las mujeres (salvo a las prostitutas expuestas desnudas en sus vitrinas, claro). Aunque, técnicamente, según me contaba Anna, es una calle pública por la que cualquiera podría pasar. Todo ello en armónica convivencia con estudiantes, trabajadores, inmigrantes y profesionales a los que el barrio también ofrecía restaurantes, clubes, discotecas y bares, como uno de los centros de la vida nocturna de la ciudad.
Después de la típica foto de turista con Los Beatles en la Beatles-Platz, avanzamos hacia la plaza del mercado, con su impresionante Ayuntamiento. Arquitectura neo-renacentista coronada por una alta torre cuyo tejado, como el del resto del edificio, queda cubierto por láminas de cobre que, con el paso de los años, ha adquirido un característico color verdoso. Tonalidad repetida en los remates de otras torres de la ciudad, convirtiéndose en uno de sus iconos urbanísticos.
Terminamos la jornada sentándonos en uno de los bancos de otro de los indudables atractivos turísticos de la ciudad: el Puerto. Recorrido por numerosos canales, que en algunas guías turísticas le hacen valer el apodo de “la Venecia del Norte”, deja a sus lados los antiguos almacenes donde en su día se descargaban las mercancías de los barcos y que ahora se estaban rehabilitando para viviendas y otros usos.
En algunos momentos, me sentí como el periodista que acompaña al protagonista de Españoles por el mundo mientras Anna me iba contando todos los entresijos y curiosidades de la ciudad donde había decidido vivir. Acertada fuga de cerebro ante el cada vez más desesperanzador panorama español de crisis. Se le veía tan desenvuelta andando por sus calles que no cabía la menor duda de que había sabido aprovechar todas y cada una de las posibilidades que ésta ofrecía. Siempre había sido una persona resuelta y curiosa, con una inagotable inquietud vital.
-El problema es que no sé qué pensar para ordenar mis sentimientos, Anna. No sé muy bien qué es lo que ha fallado –yo seguía con mi cansina cantinela.
-Piensa en los buenos momentos de estos cinco años. Que los ha habido. Y quédate con eso. Él no te ha sabido dar una explicación clara porque seguramente no la haya. A veces, las cosas se terminan. No te fustigues buscando culpabilidades ni en él y, mucho menos, en ti.
Analítico en exceso como soy, aceptaba el buen consejo pero no podía terminar de llevarlo a cabo. Pensaba que para aprender de la experiencia y reponerme necesitaba clarificar un porqué.
Por la noche, salimos a cenar también con Yuli y unos amigos de ellos. Luego fuimos a una fiesta en un local okupa de “cultura alternativa” donde se celebraban toda clase de eventos. En aquella ocasión, tocaba una fiesta de reivindicación –o algo así fue lo que pude deducir después de un buen rato sin entender nada– organizada por un grupo de lesbianas feministas radicales que manifestaban su deseo de ser como hombres. Quise entender que en el sentido de igualdad de derechos aunque por la vestimenta y el look de más de una cabría pensar en un fuerte anhelo incluso de envidia fálica. Lo digo también por la “creación” que estaban “promocionando” en la fiesta, objeto de sorteos entre las participantes y protagonista de las fotografías proyectadas en la pared del escenario. Mujeres meando de pie como hombres en cuartos de baño de bares, en parques públicos, entre dos coches, en jardines, con total comodidad gracias al invento de la urinella, pintoresco utensilio en forma de embudo que redirige el orín hacia el frente en vez de hacia abajo permitiendo a su usuaria evitar la postura del águila en cuclillas, adoptada la mayor parte de veces al usar un baño público.
Cócteles caseros servidos en vasos de plástico, pastelitos de especias y marihuana, mobiliario vintage, crestas de colores, piercings, camisas de cuadros, grafitis en las paredes, Anna, Yuli y sus amigos componían el peculiar escenario que consiguió hacerme olvidar a Juanjo por unos instantes. Cesar en la agotadora tarea de análisis y posibles hipótesis de las causas de su fin y disfrutar momentáneamente de las otras muchas cosas que la vida que seguía continuaba ofreciendo. Espejismo roto desde que me tumbé en el sofá-cama que Yuli y Anna habían preparado en su casa para mí. Para no dormir en otra larga noche de insomnio.
El nuevo amanecer prometía regalar, aún con la amenaza de algún que otro chubasco, agradables momentos de sol para volver a salir a la calle y pasear. Además, el día brillaba todavía más sabiendo que íbamos a la estación de tren a recoger a Jenny, otra gran amiga con la que Anna y yo vivimos el que seguramente fuera uno de nuestros mejores años de universidad. Compartiendo no sólo el alquiler de un piso de estudiantes sino toda una relación de confidencias, complicidades, juergas y llantos, además de un intercambio lingüístico del que, a la vista estaba, Anna había salido mucho más instruida que yo. Jenny no vino desde Alemania con una Erasmus como en principio nos hizo creer. Había estado trabajando un año entero para ahorrar el dinero suficiente que le permitiera cumplir su sueño de conocer España y aprender además de su idioma, su cultura y su forma de vida. Independientemente de planes de estudio, quería vivir su propia aventura y aprender el “lenguaje de la calle”.
Anna y Jenny se veían siempre que podían. O la una iba a la ciudad de la otra o al revés. Y esta vez la ocasión de mi visita era la excusa perfecta para matar dos pájaros de un tiro y reencontrarnos después de más de dos años. Fue por eso que me emocioné tanto al verla, y también porque estaba con la sensibilidad a flor de piel. Era como si el tiempo no hubiera pasado, casi una década ya, y volviéramos a ser tres compañeros de piso, bastante inmaduros y con no pocos pájaros en la cabeza. Repetimos bromas de antaño y andábamos por la calle haciendo pamplinas. Fue otro gran momento para no pensar y solo disfrutar.
De vuelta al piso de Anna nos pusimos a cocinar y a hablar de todo un poco, entre cervezas y cigarrillos. Viéndolas hablarse entre ellas alternando el español y el alemán, sentí haber estado perdiendo el tiempo. Empecé con Juanjo al poco de que Anna se fuera a Alemania y era como si desde entonces todos mis antiguos proyectos personales hubieran quedado reducidos a uno. Él. Algo muy romántico. Darlo todo por amor. Una mierda. Algo muy frustrante cuando asumes durante años la mayor parte de responsabilidades y te mantienes pacientemente a la espera de que la otra persona termine por fin sus estudios y pueda encontrar selectivamente el trabajo soñado, para terminar recibiendo una patada en el culo cuando ya le sobras.
Sin darme cuenta, ya estaba monopolizando otra vez la conversación con la misma jodienda.
-Pero… ¿el alquiler y los gastos generales los pagabas tú solo? –me preguntó Jenny.
-Sí… –reconocí con cierta vergüenza– Sus padres le daban algo de dinero o comida cuando íbamos a verlos, pero yo le decía que eso se lo quedara para sus gastos. No me importaba pagarlo yo mientras pudiera con la beca y el trabajo.
Era cierto, y no por una actitud altruista sino porque desde el principio entendí –y creí que él también– la  relación a “bienes gananciales” y si hoy me tenía que sacrificar yo, mañana lo haría él y pasado otra vez yo si hiciera falta hasta que llegara el día en que los dos hubiéramos encontrado “nuestro sitio” y todo ese esfuerzo se viera recompensado. Y porque habíamos decidido irnos a vivir juntos cuando él todavía no era independiente. Con lo que ello implicaba.
-¿Y el piso de Barcelona? –me preguntó Anna.
Volví a agachar la cabeza para reconocer.
-Lo pagábamos a medias.
-El tiempo que has estado viviendo allí, ¿no? –insistió.
-No… Desde que lo cogimos, cuando yo todavía estaba en Daraquiel.
Se produjo un cauto silencio entre las dos.
-¿Y cómo habéis hecho para repartirlo ahora? –intervino Jenny.
-No, ahora lo hemos dividido todo a medias. Los muebles y todo lo que compramos para la casa. Cogimos las facturas y dividimos, porque lo habíamos pagado a partes iguales. Él me va a devolver mi parte.
Ahí sí me sentía seguro de haberlo hecho equitativamente. Aunque no reparé en un detalle que descubrí cuando fui a echar mano de la agenda donde tenía apuntado lo de las reparticiones.
-Bueno… Menos la fianza del alquiler y la comisión de la inmobiliaria… Que también la pagamos a medias, pero eso no se incluyó en los gastos a repartir… No he caído hasta ahora, la verdad. Pero eso es un dinero que se da a fondo perdido, ¿no? Tampoco creo que se lo tenga que reclamar, ¿no?
-Hombre, Dani, no sé… Tú no has disfrutado del piso ni tres meses y ahora se lo va a quedar él. Alquilando además una de las habitaciones para seguir pagando solo la mitad. Y el día que deje el piso, le devolverán la fianza completa –Anna estaba dejando de lado la precaución y empezaba a hablar con total libertad–. Yo creo que tendríais que hablarlo, por lo menos para saber si a él también se le había olvidado o si considera que eso no te lo tiene que devolver porque, como tú dices, fue una inversión a fondo perdido.
Supongo que tenía razón. Aunque fuera por saberlo, por ver cómo reaccionaba cuando se lo dijera. El dinero de una fianza te lo devuelven cuando finaliza el contrato del alquiler, si no hay ningún desperfecto en la casa; y las comisiones de la inmobiliaria, pues se entienden como uno de los gastos iniciales de un piso nuevo. Estaba hecho un lío. Otro tema al que darle vueltas y que volvía a hacer tambalear mis dudas y certezas sobre Juanjo. ¿Qué era realmente justo? ¿era despechado reclamárselo o de gilipollas no hacerlo? Una cosa sí tenía clara, no quería terminar teniendo que acudir a un reality cutre y amañado de telecinco como los actorcillos de segunda, peleándonos a grito pelado en un plató de televisión simulando un falso juicio y esperando el veredicto de otro actor que hace de juez. Así que cuando volviera se lo plantearía para ver su reacción y, entre los dos, dialogar y fundamentar cuál era la solución adecuada. Un reencuentro que se iba aproximando porque el vuelo de vuelta aterrizaba en el aeropuerto de Barcelona y habíamos acordado que echaría noche en el piso para descansar y que no fuera tanta paliza el regreso definitivo a La Mancha.
El día con Anna y Jenny fue, sin grandes espectacularidades, increíble. Terminamos con un pedo importante. Especialmente yo, no acostumbrado como estaba al descomunal tamaño de aquellas cervezas y con el estómago vacío de apenas haber comido durante días. Repanchingados en la cocina del piso de Yuli y Anna, experimentamos la inigualable sensación de reír entre lágrimas y llorar de risa, viendo fotos y releyendo cartas y tarjetas de felicitación.
Por eso y porque al día siguiente teníamos que madrugar mucho para encaminarnos a nuestros respectivos destinos, nos terminamos acostando aunque nos hubiéramos quedado toda la noche de cháchara. Después de varios días, por fin conseguí dormir casi de un tirón aunque solo fueran las cuatro horas mal contadas hasta que sonó el despertador.
Jenny se volvía a casa, Anna tenía que trabajar y yo llegar al aeropuerto a tiempo para coger mi avión. La despedida fue triste, pero con la firme promesa de repetir, en el escenario que fuera y preferentemente en mejores condiciones para poder disfrutar al máximo del viaje. No obstante, les debía a las dos haber podido desconectar en algunos momentos y haberme desahogado. La consecuencia, quizá, había sido una mayor decepción con Juanjo. Necesitaba volver a verle y mirarle a los ojos. Sentía que no podría encontrar en ellos la maldad que las peores hipótesis le achacaban. Que yo fuera el desprendido y él el egoísta no eran motivos suficientes para dejar de quererle. Qué más quisiera que poder odiarle y terminar con aquel desgarrador dolor.
            Todavía tenía las llaves del piso y cuando llegué me recibió un Dante imparcial e inocente pero no del todo ajeno a lo que estaba ocurriendo, a juzgar por su inconsolable lloriqueo. Me lo llevé al Zoo para cenar con Juanjo, que estaba de guardia. Por un momento, sentí que las cosas seguían como siempre y que todo aquello no había sido más que una mala pesadilla.
            Nos recibimos con dos desconcertantes besos en las mejillas.
            -¿Qué tal en Hamburgo?
            Formalismos y cortesías de desconocidos.
            -Bien. ¿Y tú? ¿cómo andas?
            Hice de tripas corazón y para cuando la conversación se fue distendiendo, le saqué el tema de la fianza y de la comisión de la inmobiliaria. Él respondió con un forzado gesto de sorpresa, entre perplejidad y confusión.
            -Pues… No sé, la verdad. No pensé que eso hubiera que dividirlo. Los dos decidimos meternos en el piso… Con todas sus consecuencias… –respondió.
            -Solo quería saber qué opinabas del tema. Si consideras que no tienes que hacerlo, no me lo devuelvas. Con lo de los muebles me apañaré hasta que vuelva a trabajar.
            -Pero si tú crees que te lo tengo que devolver, no te preocupes que lo haré. No quiero tener problemas contigo por temas de dinero. Te lo ingresaré en tu cuenta en cuanto pueda.
            -¿Y de dónde vas a sacarlo, Juanjo?
            -Se lo pediré a mi madre pero, bueno, eso a ti no tiene que importarte.
            Era justo lo que no quería escuchar. La madre de Juanjo siempre había sido un cielo conmigo y bajo ningún concepto quería implicarla en aquello. Máxime sabiendo que eran una familia humilde a la que no le sobraba el dinero.
            Así que terminamos en una discusión por te lo pago no te lo pago que acabó en un “no me lo pagues” por mi parte y un “te lo pagaré” por la suya que, tal y como imaginaba desde el principio, conforme pasó el tiempo, descubrí que no cumplió. Se quedó en un farol que yo tampoco reclamé nunca más.
            Cenando, y en contra de lo previsto, el siguiente encontronazo fue por Dante. Cuando manifesté mi deseo de llevármelo en cuanto aclarara mi nueva situación en Daraquiel y terminara de asentarme.
            -No, Dani, tú me dijiste que me lo quedara yo. Ahora no me lo puedes quitar.
            -No te estoy diciendo que me lo llevo ya. Voy a necesitar un tiempo hasta que me pueda hacer cargo de él porque en un piso compartido no lo puedo meter. Pero mi intención es buscarme algo para mí, donde sí pueda tenerlo conmigo –respondí.
            -Pues no me parece justo. Yo me responsabilizo de él hasta que tú decidas llevártelo. No es justo. Tú dijiste…
            -Juanjo –le interrumpí–, yo te dije que por el momento no podía hacerme cargo pero no dije que te lo cediera para siempre. Te propuse tenerlo por temporadas y no quisiste. Además, entiende que ahora mi situación es más difícil que la tuya.
            La conclusión fue una especie de ultimátum en el que yo tendría que recoger al perro antes de que acabara el verano, a finales de agosto como muy tarde. Otra vez a contrarreloj para arreglar mi situación y tratar de establecerme de una vez por todas.
            Para la despedida parecieron ya aclarados los posibles rencores y dándonos un abrazo nos deseamos lo mejor y manifestamos el deseo mutuo de mantener una relación de amistad.
            -Cuídate. Y come, que te estás quedando muy canijo –me dijo.
            Y otra vez me puse a llorar.
            -Apóyate en toda la gente que tienes. Sé que a ti te va a costar superarlo más que a mí –añadió.
            Nos ha jodido. Era él quien ponía fin a la relación. Qué esperaba.
            Jugarretas del inconsciente me trajeron a la mente aquel primer verano en que nos conocimos, previo a su Erasmus en Lion, cuando unos días antes de partir se me puso a llorar pidiéndome que confiara en él y que le esperara, que por favor no le dejara nunca. Cómo había cambiado la cosa desde entonces. Ahora quien más parecía haber apostado desde el principio por lo nuestro era quien decidía ponerle punto y final, y el que había empezado sin muchas expectativas era el que se sentía morir por estar perdiéndole. Nunca digas nunca. Jamás.

            You know how the times flies.
            Only yesterday was the time of ours lives.
            We were born and raised in a summer haze,
            bound by the surprise of our glory days.

            I hate to turn up out of the blue uninvited
            but i couldn’t stay away, i couldn’t fight it.
            I had hoped you’d see my face
            and that you’d be reminded that for me it isn’t over.

            Never mind, i’ll find someone like you.
            I wish nothing but the best for you too.
            Don’t forget me, i beg.
            I remember you said
            “sometimes it lasts in love,
            but sometimes it hurts instead”.

            Nothing compares, no worries or cares.
            Regrets and mistakes, they’re memories made.
            Who would have known how bittersweet this would taste?    
                    
  




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